viernes, 26 de enero de 2024

De España y Tierra Santa

 






La vinculación histórica de España con Tierra Santa
CARMEN SERRANO DE HARO MARTÍNEZ
03 ENE 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Muy abundantes son los textos publicados a propósito del asunto que aquí nos concierne. Unos versan sobre profundas investigaciones llevadas a cabo en archivos tanto de España como de la Custodia franciscana de Tierra Santa; otros recopilan interesantes memorias de los representantes diplomáticos que han pasado por la legación española en Jerusalén; y los más abundantes narran viajes a los Santos Lugares, en una tradición que empezara Egeria, una de las primeras peregrinas.
Egeria fue una mujer educada, de profunda religiosidad y de ilimitada curiosidad, que, animada por el descubrimiento de las reliquias de la sagrada cruz, por santa Helena de Constantinopla en una cantera del Gólgota, partió en el siglo IV de su Galicia natal a Palestina, llegó a Jerusalén hacia el 382, y dejó recogidas todas sus impresiones en un diario, su Itinerarium ad Loca Sancta1. Se trata de un conjunto de textos escritos en primera persona, dirigidos en latín coloquial a un conjunto de amigas imaginarias y que detalla con gran espontaneidad costumbres, creencias y rituales religiosos de esa época. Constituye, sin duda, un muy apreciado documento filológico, sociológico y literario que, anticipándose varios siglos al florecimiento de la literatura de viajes, permite a los estudiosos conocer la espiritualidad de la antigüedad tardía.
Desde el siglo XIV y hasta finales del siglo XIX, casi el ochenta por ciento de las dádivas2 llegadas a Jerusalén procedían de España. En esta longeva vinculación con el patrimonio cultural de Tierra Santa, tres han sido los factores más decisivos a la hora de configurar tal relación.
Por un lado, y como hecho más reciente, en la sociedad española se implanta un progresivo proceso de laicización, con el consiguiente traslado del culto y de la práctica religiosa desde la esfera pública a la personal y privada, y con el lógico desinterés hacia las empresas religiosas colectivas. De otro, desde el siglo XVII, se desarrolla un fuerte empeño, primero por la vetusta y católica Francia y después por la joven y también católica Italia, para, amparadas por el papado, reducir el protagonismo de la también católica España en esos lugares santos para las tres naciones. Merma, por último, la posición de España el enfrentamiento de la Iglesia católica con las iglesias ortodoxas, las cuales, durante el largo periodo de dominio de Constantinopla sobre Jerusalén, no tendrán reparos en entablar relaciones de complicidad con el sultanato para adquirir privilegios inmobiliarios.
Esta suma de circunstancias ha derivado en que las aportaciones materiales de los reyes de España, y con ellos de todo el pueblo llano, generosísimas en su cuantía y antiquísimas en su origen, hayan quedado olvidadas y reducidas a meros apuntes históricos que este texto intenta recuperar.
La crónica de la vinculación de nuestro país a Tierra Santa se inicia cuando san Francisco de Asís desembarca en 1219 en Ptolemaida, futura San Juan de Acre, y hoy simplemente Acre, «y marchaba a Jerusalén para establecer en el Santo Sepulcro custodios más fuertes e intrépidos que los caballeros y más durables que el reino de los Cruzados» (Eyzaguirre, 1856: 193). Estos custodios eran los humildes religiosos de su profesión, conocidos como los «frailes de la cuerda» por el tosco cinto de cáñamo de tres nudos que se atan a la cintura.
Hacía 1230 ya se encontraba en Palestina un pequeño grupo disperso de doce franciscanos. En situación precaria y sin una morada fija, se establecieron en un convento en el Monte Sion, razón por la cual hasta hoy el Custodio conserva el título de Guardián del Monte Sion. Y merced a las gestiones de Jaime II de Aragón ante el sultán Malek ben Nasser, se consiguió para ellos un habitáculo en el interior de la Basílica del Santo Sepulcro que, sin embargo, no lograrían mantener mucho tiempo.
En 1333 los reyes de Nápoles, Sancha de Mallorca y Roberto de Anjou, compraban la casona del Cenáculo al soberano, entonces mameluco, y se la entregaban a los franciscanos.
Y la devota reina, preocupada por el sustento de los frailes, dejaba unas mandas testamentarias a su favor que, a pesar de estar corroboradas por la autoridad del papa Clemente VI, serían incumplidas al poco de su fallecimiento. Este mismo papa oficializaba el 19 de noviembre de 1342, con sus dos bulas Gratias agimus y Nuper carissimae, la presencia en Tierra Santa de la Orden franciscana o de los Hermanos Menores, a quienes confía la conservación y custodia de los Santos Lugares como una atribución especial en exclusiva, «aun cuando la orden dejara de existir en España o en otro reino».
La permanencia de los franciscanos en el Santo Sepulcro lograda por Jaime II quedaría sometida a la hostilidad o a la simpatía de los sucesivos sultanes hacia los frailes hasta 1361, año en el que el rey de Aragón y sobrino de Sancha de Mallorca, Pedro IV el Ceremonioso, comunicaba por carta a Inocencio VI que el sultán le había entregado los dos lugares que todo príncipe católico desearía: el del sepulcro de Cristo en Jerusalén y el de su nacimiento en Belén. El monarca, a petición de dos frailes de Jerusalén que le visitaron, también consiguió para ellos el sagrado lugar en el valle del Cedrón donde se creía que fue enterrada la Virgen, así como una cueva colindante en la que se veneraba la agonía de Cristo en el huerto de los Olivos.
En 1420, la bula Ad assiduum de Martino V recogía la figura de la Comisaría de Tierra Santa, germen de la futura Obra Pía, encargada de recorrer los países cristianos en demanda de lo necesario para el sustento de los frailes y las atenciones del culto en los Santos Lugares.
La reina Isabel la Católica donaba en 1447 a los Santos Lugares, per sua mera devotione, 300 florines anuales a perpetuidad, a los que en 1489 se añadirían spontaneamente 1000 ducados de oro también a perpetuidad. Sin embargo, estas asignaciones chocaban con el espíritu de pobreza que proclamaba la Orden franciscana y que les obligaba a que solo con el carácter de liberalidad podían los frailes aceptar semejantes socorros.
Se buscó entonces una fórmula perfectamente trasparente para resolver el conflicto por la que los reyes no transferían el derecho de renta anual a los franciscanos y hacían viable esa ayuda pecuniaria mediante los Oficiales de la Cámara, quienes por vía de limosna entregaban al Síndico de Tierra Santa los correspondientes importes. Además de las anteriores dotaciones y como muestra de su profunda piedad, la reina dejó mandado en el momento de su muerte regalar al Santo Sepulcro «joyas ricas de oro y seda y las colgaduras de su lecho compuestas por velo, cenefas y cortina, ricas en raso brocado y con los escudos y armas reales» (García Barriuso, 1992:141).
Isabel y Fernando, este ya con el título de rey de Jerusalén3, establecieron también la costumbre de enviar 40 carros de trigo para sustento de los frailes, costumbre que se mantuvo hasta Felipe II, quien la trasformó en 1000 ducados anuales en moneda.
Además de afecta a los franciscanos, Isabel era muy devota del apóstol Santiago y ayudó también a los armenios a restaurar la catedral conocida como de los dos Santiagos, en Jerusalén, levantada sobre la que decían ser la morada de Santiago el Menor, con quien según la tradición vivía la Virgen tras la muerte de su Hijo. Decapitado Santiago el Mayor por el general Agripa, entregaron los romanos a la Virgen su cabeza, que ella enterró en el jardín junto a la casa mientras que, lanzado al mar el cuerpo desmembrado del apóstol, llegaría a las orillas de Galicia. El sitio quedó sacralizado y cubierto después bajo el templo que ordenara edificar a mediados del siglo XII la reina Melisenda, hija del rey Balduino II de Jerusalén y de la princesa armenia Morfia de Melitene4.
Contemporáneo con la construcción del santuario armenio, el sefardita Benjamín de Tudela5 extendía la idea de que en la planta baja del Cenáculo se encontraba la tumba del rey David, segundo rey de Israel6. La conjetura, difundida entre musulmanes y judíos, dio al lugar una gran importancia y se convirtió en causa suficiente para que el 18 de mayo de 1523 en un firmán o decreto soberano sellado en Constantinopla, se obligara a abandonar a los «infieles» el convento y la iglesia del Cenáculo7.
A consecuencia de lo anterior, el 8 de enero de 1524 quedaría empotrada en la sala del Cenáculo una lápida de mármol conservada hasta hoy y donde un poderoso sultán, Solimán el Magnífico, también conocido como el Legislador, proclamaba que «en el nombre de Dios Clemente y Misericordioso, he ordenado purificar este lugar, limpiarlo de politeístas y convertirlo en mezquita en la que será celebrado el nombre de Alá» (García Barriuso, 1992:131). Horadado un mihrab en una de las paredes, destruyeron los símbolos cristianos menos dos que no atinaron a identificar como tales y así, todavía se pueden contemplar en el Cenáculo la figura pascual de un cordero, a modo de rosetón del que pende la lámpara central de la inmensa sala, y un capitel tallado con una hembra de pelícano, pues en la iconografía medieval esta ave acuática representa al ser que se inmola y ofrece su cuerpo para salvar del hambre a las crías.
Ante estos hechos acaecidos en el Cenáculo, los influyentes príncipes cristianos se dirigieron a Constantinopla y todos, con mayor o menor cortesía, recibieron unívoca respuesta. La ley coránica prohibía que las iglesias cristianas convertidas en mezquita volvieran al culto cristiano.
La protección de los Santos Lugares que para entonces se estimaba más eficaz era la de Francia debido a los varios acuerdos que Francisco I había firmado con el sultán otomano. En el Tratado de Amistad y Comercio de 1528, entre ambas potencias se concedía a los súbditos del rey de Francia el derecho a comerciar en los puertos del Imperio otomano y, respecto a la religión, «se promete expresamente y conviene que los súbditos del rey no podrán ser nunca molestados y tendrán el derecho de practicar su propia religión» (De Madrazo, 2020: 184). Y en virtud de las capitulaciones reconocidas a Francisco I en 1535, Solimán establecía que los religiosos francos no serían inquietados en sus posesiones. Aun así, no se recuperó el Cenáculo.
Felipe II sufragó íntegramente la restauración del Santo Sepulcro con 1000 escudos en dos entregas entre 1555 y 1557. Las obras afectaban al edículo que guarda la losa donde se depositó el cuerpo de Cristo y al cimborrio de la cúpula que cubre todo este ámbito. Profundamente preocupado por el mantenimiento de los sitios en Tierra Santa, dictó solemne que «no permita el bendito Dios que por falta de dinero se desamparen aquellos Lugares Santísimos; si no tienen Procurador, ni Tesorero, Nos queremos hazer tales oficios» (García Barriuso, 1992:197).
Del rey guarda la Custodia un maravilloso cáliz obra del platero real Juan Rodríguez de Babia en 1587 con una forma particular tan sobria como moderna para aquel momento y enviado siguiendo la tradición, mantenida por los monarcas españoles desde Carlos I hasta Alfonso XIII, de despachar cada año tres cálices a Jerusalén que se consagraban durante la misa de Epifanía en recuerdo de las ofrendas de los tres Reyes Magos al Niño recién nacido.
También se conserva un especial velo humeral, que presenta en su centro bordadas en oro las armas de Felipe II sobre un fondo con motivos vegetales y caligráficos de clara inspiración arquitectónica ornamental mudéjar.
Sin embargo, no todo el importe de las limosnas y donaciones podían emplearse en la Custodia y sus Santos Lugares, ya que parte importante de las mismas debían destinarla los frailes a calmar con cuantiosas gratificaciones las continuas amenazas contra ellos de los súbditos otomanos.
En 1611, Felipe III situó 3000 ducados de renta anual que después ordenó convertir en un juro perpetuo y una limosna extraordinaria de miles de ducados que le solicitó el papa Paulo V. Y, además, con intención de que ardiera perpetuamente en el Santo Sepulcro, envió una lámpara de plata tan descomunalmente grande que, preocupada la Custodia y la Corte por su despacho, cuenta la leyenda que burló la aduana otomana camuflada en un armazón de inmensa tinaja de aceite8.
Felipe IV continuó la tradición real de mandar artículos preciosos además de otros más útiles. Consta la llegada en 1651 de diez quintales de lana para hábitos de los frailes de Tierra Santa y, años después, la de un tabernáculo de plata dorada en dos piezas y una esfera de plata, todo ello engastado en casi 500 piedras preciosas. En forma de ábside, acoge un águila bicéfala con las alas extendidas y con el escudo del rey. En la clave del arco se apoya una cartela con el escudo de armas de Jerusalén. Fue tallado en Mesina en 1665 por Pietro Juvara y sus hijos Eutichio y Sebastiano, miembros de una de las grandes dinastías de orfebres de la ciudad. En la base de la pieza, se cita al rey que se sabe moribundo: «el Augusto rey católico de España, como un sol de esta tierra, ciertamente en su ocaso pero candidato a la inmortalidad, Felipe IV, cumpliendo el último año de su vida, y Carlos II su hijo comenzando, emulador del Fénix, al portar el cetro de la realeza».
Lógico resulta que «la magnanimidad de Felipe IV en favor de Tierra Santa haya quedado en la memoria colectiva de la Custodia como el monarca que más generosidad y piedad mostró por los Santos Lugares, instituyendo un religioso franciscano observante Comisario General en la Corte y con residencia en el Convento de San Francisco el Grande para que se preocupara de que las limosnas recogidas fuesen enviadas a su destino y empleadas para el fin para el que fueron dadas» (Vallecillo, 2018: 76).
Además, Felipe IV financiaría en 1628 la restauración de la Basílica de la Natividad en Belén y, desde 1660, España comenzaría a propugnar un patronato regio para tramitar las ayudas que regularmente enviaba la Corona.
Volverían durante su reinado los recelos por parte de Francia respecto a la gestión de las limosnas españolas. Y sobre la base de las buenas relaciones entre la Sublime Puerta y Francia, esta solicitaría del papa que los frailes franciscanos españoles e italianos de Tierra Santa fueran sustituidos por frailes franceses «ya que serían mejor tratados por las autoridades otomanas». España protestó la pretensión con el argumento imbatible de que eran las gruesas limosnas españolas las que sostenían esos santuarios y a sus guardianes. Finalmente, la tentativa fue descartada por la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe aunque no por ello cejaron los intentos de desbancar a los frailes españoles.
Comienzan también en esta época las usurpaciones de sitios por las iglesias ortodoxas, que negociaban directamente con el sultán. Los franciscanos pierden así la capilla del Calvario, la piedra de la Unción y la cúpula, todos estos lugares en la Basílica del Santo Sepulcro y la gruta de la Basílica de la Natividad, aunque luego recuperarán parte.
En particular, durante el reinado de Carlos II, y gracias a la mediación de España, los franciscanos retoman todos sus derechos sobre la Basílica de la Natividad de Belén de los que habían sido despojados por los ortodoxos y, además, con dinero de España, se adquiere en 1674 para la Custodia el Convento de San Juan de la Montaña en la localidad de Eim Karem, lugar al que la tradición atribuía ser el del nacimiento de Juan el Bautista. Los muros de la iglesia aneja al convento se forrarían con maravillosos azulejos de brillantes azules traídos en barcos desde Manises.
Durante todo el siglo XVII, el régimen de los Santos Lugares fue objeto de una minuciosa legislación por parte de la Orden franciscana. En 1662, se hacía mención a la existencia de cuatro comisarios de Tierra Santa, uno en Madrid, otro en París, otro en Viena y otro en Roma, reservándose el título de comisario general exclusivamente para los de Madrid y París. No obstante, cada vez sería mayor la injerencia en los nombramientos de la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe.
A su vez, los estatutos de la Orden de 1663 expresamente determinaban que el cargo de Procurador en Jerusalén recaería siempre en un fraile español. Con anterioridad a la disposición estatutaria, la práctica de los hechos había implantado esta costumbre desde 1625, dado que los recursos pecuniarios que sostenían a la Custodia en los Santos Lugares provenían casi en su totalidad del reino de España.
Corría 1714 cuando la Orden franciscana decía del nuevo rey Borbón llegado a España, Felipe V, que es «amo de estos Sacratísimos Lugares y de su piedad depende no solo su conservación bajo nuestra Custodia sino también nuestro propio sustento9».
En efecto, Felipe V sufragaría otra vez la restauración de la cúpula del Santo Sepulcro ya que, a pesar de la reparación integral de la estructura10 acometida por Felipe II, amenazaba con volverse a hundir11.
El legado de este monarca a Tierra Santa en objetos preciosos es rico y abundante. Destaca entre las piezas un espléndido conjunto de cuatro jarrones y seis candelabros en plata, con apliques de bronce y piedras semipreciosas que se ensamblan entre sí sobre el altar, realizado en Mesina entre 1700 y 1713 por Francesco Natale Juvara, otro gran platero de la conocida familia de orfebres ya citada. En los vástagos de los candelabros se observa, con una ornamentación muy recargada, iconografía propia de la heráldica española. Abundantes son también las vestiduras litúrgicas en riquísimos textiles de singulares diseños en asiduos envíos cuya puntual remisión continuaría, tras el fallecimiento del rey, su viuda Isabel de Farnesio.
La bula de 1746 de Benedicto XIV In Supremo militantes Ecclesiae persiguió reforzar la figura del guardián del Santo Sepulcro como superior de la Custodia de Tierra Santa e imponer que el procurador, siempre español, y el vicario, francés, estuvieran subordinados de derecho y de facto al custodio. También establecía que los superiores del Convento de San Juan de la Montaña y de las residencias de Ramleh, Jaffa, Damasco, Nicosia y Constantinopla12 fueran frailes españoles, mientras que en la Natividad y en el Santo Sepulcro se observaría la acostumbrada alternancia entre frailes italianos, franceses y españoles.
Ninguna protesta ni observación a esas normas surgió en un primer momento de la Corte de España, pero tiempo después comenzó a crecer el antiguo malestar de los frailes españoles por los agravios que les infringían los demás.
Las continuas contiendas llevaron a Carlos III, tras abundantes dictámenes, informes y consultas, a promulgar la Real Cédula de 17 de diciembre de 1772, por la que se declaraba patrono de los Santos Lugares «en razón a concurrir en su Real Corona todos los títulos canónicos de fundación, creación y dotación y cuyo derecho de patronato venían ejerciéndolo sus antecesores de la Corona de España y de Sicilia desde don Roberto y doña Sancha en quienes recayó el reino de Jerusalén» (García Barriuso, 1992:113).
Con ello institucionalizaba el Real Patronato de la Obra Pía, cuyos efectos se extenderían hasta casi 1840 y lo dotaba de naturaleza jurídica. La Custodia franciscana, más allá de su disgusto por la disposición, no podía prescindir de la protección material española y tuvo que resignarse a aceptar el encargo previsto en la norma real por el que el procurador de Jerusalén ejercía una administración especialísima de las «conductas» que España enviaba a Tierra Santa, debiendo además aplicarlas únicamente a los conventos y religiosos españoles al margen de la legislación de la Orden franciscana. Algunas voces críticas consideran que la innovadora cédula desvirtuaba el cometido esencial de la Custodia, ya que el régimen de los bienes y personas de la Obra Pía de los Santos Lugares de Tierra Santa perdía su connotación eclesiástica para convertirse en una «institución pía, laica, estatal y, precisamente por eso, desprovista de todo fundamento para ostentar sobre ella un título canónico de patrono» (García Barriuso, 1992:110).
Aunque el régimen recogido en la disposición no se viera con buenos ojos ni en Roma ni en Jerusalén, y de hecho nunca fue registrada su implantación ni por la Santa Sede ni por la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe, su puesta en práctica fue acompañada de copiosísimas remesas de la Corona Española que acallaron las protestas.
De hecho, desde Nápoles ya Carlos III había enviado a Tierra Santa un bajo relieve de 300 kilogramos de plata maciza con el Cristo glorioso resucitado fundido en 1736; en 1739 un disco encargado por su esposa la reina María Amalia de Sajonia con una estrella en plata dorada alrededor de una piedra de pórfido rojo para marcar el exacto sitio del nacimiento de Jesús en la Basílica de la Natividad de Belén, y en 1755 y 1757 llegaban, por magnanimidad del rey, un baldaquino eucarístico en oro y piedras semipreciosas con un crucifijo también en oro y lapislázuli, cuyo valor y excepcionalidad harían de ellos los más excelsos objetos recibidos por la Custodia. Algo antes, en 1747, se había remitido el expositor en oro.
Con las armas de Fernando VI y de Bárbara de Braganza se guardan más de veinte piezas de vestiduras litúrgicas. Es de gran valor el conjunto de casulla, dalmáticas y capas pluviales de la Pasión, con imágenes bordadas todas ellas en origen sobre fondo negro, entre las que destaca por su naturalismo una con la imagen de Cristo en la tumba. Las memorias del conde de Campo Rey refieren que «se conservan y aún se usan los Viernes Santos y los Domingos de Pascua en las solemnes funciones litúrgicas los espléndidos juegos de vestiduras sagradas negras y las preciosas capas y dalmáticas que llevan los numerosos sacerdotes que siempre toman parte. Unos y otras llevan bordadas las armas de España. También sobrevive y se utiliza en las solemnes procesiones del Santísimo el riquísimo palio con las armas de España» (Campo Rey, 1982: 268).
También desde España se recibían donaciones anónimas, como un precioso relicario en 1807 obra de Joaquín Giardoni y en el que, con el emblema de la villa de Madrid, dos ángeles en la base miran al espectador y soportan en volandas la copa de finísimo cristal tallado en la Real Fábrica de Cristal de La Granja de San Ildefonso en Segovia.
En 1820, Fernando VII socorrería económicamente a la Custodia, que se encontraba en situación precaria, si bien es cierto que, al mantenerse un sistema de doble caja, la «caja de España» y la  «caja de las otras naciones», los frailes españoles continuaban sufriendo la antipatía y los recelos de todos los demás. Y, de hecho, en 1823, el guardián y el discreto italianos, hartos de conflictos, tomaron la decisión de unificar ambas cajas en contra de la separación de limosnas prevista en la Real Cédula, considerando que esta situación era contraria a los Estatutos de la Custodia y que debían reunirse en una única caja que se llamaría la «caja de Tierra Santa».
Un año después, en 1847, Pío IX restauraba el Patriarcado Latino de Jerusalén justificando la intención en que ya existía en Jerusalén un patriarca ortodoxo e Inglaterra pretendía otro protestante13. El Custodio hasta entonces omnipotente ya «no podría ejercer jurisdicción eclesiástica, ni administrar el sacramento de la confirmación, ni oficiar de Pontifical sino en determinadas circunstancias, ni conferir la investidura de Caballeros del Santo Sepulcro» (García Barriuso, 1992:350). A su vez, la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe designaba presidente del Cabildo Internacional de Jerusalén al patriarca latino.
Isabel II se mostró dispuesta a sostener el Patriarcado en la misma proporción que las otras naciones, si bien respecto al Cabildo opinaría con su habitual tono campechano que ella «ya disponía de sus propios canónigos que eran los franciscanos españoles en Jerusalén» (Vallecillo, 2018: 81) y con eso le bastaba. Para entonces, en España, como parte del proceso de desamortización, se había suprimido la Comisaría de Tierra Santa en 1836 y la Obra Pía, clasificada desde 1838 como una sección del Ministerio de Hacienda y desconectada, por tanto, de la Orden franciscana, perdía la organización interna de la misma que había establecido Carlos III.
Ante la incertidumbre creada, la reina Isabel II, por Real Decreto de 24 de junio de 1853, instituyó el Consulado de España en Jerusalén. Los concisos siete artículos de dicho Real Decreto reflejaban muy bien la preocupación de España por esta intromisión, autorizada por el papa, del patriarca en los fondos de la caja recién unificada de la Custodia. En síntesis, la disposición real asignaba al recién creado Consulado la gestión y administración de los caudales venidos de España. A estos efectos, la reina compraba un edificio para sede del Consulado dentro del recinto de la Ciudad Vieja14 y, siguiendo la tradición de sus antecesores, continuaría enviando a Jerusalén ricas vestiduras litúrgicas, así como copias en gran formato de retratos de los distintos reyes que habían gobernado España para decorar con ellas la galería superior del Santo Sepulcro.
Pero el Real Decreto había disgustado mucho a Roma y las relaciones entre la Custodia y el Gobierno de España entraron en una importante espiral de deterioro. En busca de una solución, España redactó en 1871 unas bases de negociación que permitieran concluir la difícil situación, pero el proyecto no fue aceptado. El gobierno de la I República ordenó entonces la supresión de la Comisaría General de los Santos Lugares y la gestión de la Obra Pía quedó encomendada desde 1873 a un departamento del Ministerio de Estado, creándose con posterioridad una Junta del Patronato como órgano colegiado para su gobierno. Más adelante, por ley de 3 de agosto de 1886, se suprimió la caja propia incautándose las existencias líquidas que pasaron a incorporarse al Tesoro Público.
Sorpresa causó al procurador español cuando en lectura pública en el Convento del Salvador, sede principal de la Custodia en Jerusalén desde 1559, se dio a conocer el Motu proprio de Pío X Cum ad Nos delatum sit, fechado el 17 de noviembre de 1912, y donde se establecía un régimen nuevo de la Custodia que prácticamente anulaba en once puntos todos los privilegios en Tierra Santa atribuidos a la nación española por la Constitución de Benedicto XIV y sancionados por costumbre. Llegaba al mismo tiempo un nuevo Custodio dispuesto a aplicar de inmediato las modernas reglas. La protesta del cónsul general de España en Jerusalén fue inmediata, y España inició una frenética actividad diplomática de intercambio de notas con Roma que concluyó con un acuerdo el 16 de mayo de 1915.
A estas vicisitudes de España con la Santa Sede se unían las propias con el Imperio otomano. En 1915 se había instaurado en Constantinopla un Consejo laico para incautarse y administrar cuanto la Iglesia católica poseía en los dominios del sultán. Así, fueron requisados muchos conventos y santuarios, entre otros el de San Juan de la Montaña en Eim Karem, el mismo día de San Juan, 24 de junio.
Durante toda la Primera Guerra Mundial, el cónsul general de España en Jerusalén, Antonio de la Cierva y Lewita, conde de Ballobar, desempeñó un papel singular. En un momento en el que Francia no podía ejercer su protectorado, el representante de España, país neutral en la contienda, asumió la tarea de velar por las vidas y los intereses de todos los cristianos en Tierra Santa con independencia de su nacionalidad. Conocido como «el cónsul universal», consiguió que el Convento de San Juan de la Montaña fuera desalojado por las tropas turcas, que no se expulsara de Jerusalén a los religiosos de naciones en guerra con Turquía y, sobre todo, que el Convento de El Salvador, con una notable biblioteca y archivo además de taller de órgano y todas las piezas preciosas y valiosísimos objetos enviados por las cortes europeas, no fuera volado íntegramente, como tenían previsto las tropas turcas en el momento de su retirada de la ciudad. Gracias a las gestiones personales de Ballobar ante la Sublime Puerta, la dinamita con la que habían rodeado todo el perímetro del convento no fue detonada15.
El 11 de diciembre de 1917, el general Allenby, con los comandantes de los destacamentos francés e italiano y los agregados militares, entraba en Jerusalén a pie por la puerta de Jaffa. Desde los muros de la ciudadela, el general hizo leer una proclama en árabe, hebreo, inglés, francés, italiano y ruso en la que, entre otras garantías, proclamaba que «respetando además la integridad de vuestro suelo, consagrado por la peregrinación y la oración de los devotos de las tres grandes religiones de la humanidad, os afirmo que todos los edificios sagrados, santos lugares, capillas, fundaciones y cuantos sitios sirvan para la oración serán protegidos por mis fuerzas y respetados todos sus fieles. Firmado: Allenby» (De Madrazo, 2020: 56).
Pero los pleitos de España no acababan. Y en 1919 se vio obligada a demandar a la Custodia cuando esta presentó a la administración inglesa del mandato un listado de propiedades para inscribir a su nombre en el registro; entre ellas, aparecían muchos inmuebles que estaban a nombre de distintos superiores de la Custodia españoles y que pertenecían a la Obra Pía conforme al listado guardado en los archivos del Consulado de España.
Medió Benedicto XV, aludiendo a las razones de urgencia que impulsaban la inscripción de todos los bienes a nombre de la Custodia para demostrar que los bienes de la Iglesia católica en Palestina eran muy superiores a los de la confesión ortodoxa griega y aseguraba que la cuestión precisa de la titularidad de España se analizaría después en un comité creado específicamente a estos efectos.
A su vez, el Gobierno de España, muy alarmado por el giro de los acontecimientos, reconocía que, aunque no se encontraban títulos jurídicos evidentes que probaran la propiedad de los bienes en Tierra Santa, habían aparecido ingentes cantidades de documentos de negociaciones iniciadas durante los dos primeros tercios del siglo XIX con la Santa Sede. En ellos se manifestaba que, si bien no cabía duda de que dichas propiedades fueran siempre consideradas por los reyes de España y por sus gobiernos como propiedad española, ya que con fondos de España se habían edificado o reedificado, resultaba muy difícil o imposible presentar títulos escritos donde constara la propiedad de modo fehaciente en el terreno estrictamente jurídico. Y, aunque la Custodia o la Santa Sede tuvieran a su favor la posesión de los inmuebles, tampoco ellas podrían presentar títulos, documentos o inscripciones que confirmaran sin posibilidad de refutación la propiedad de los bienes.
Durante la II República, por Decreto de 26 de mayo de 1932, se restauró, «por razones nacionales, comerciales y culturales», un órgano colegiado en el Ministerio de Estado denominado Patronato seglar de la Obra Pía, presidido por el titular del departamento y destinado a revitalizar la institución. El 5 de agosto de 1933, el Procurador General de Tierra Santa, padre Roque Martínez, firmaría al cónsul general de la República el último recibo de la recaudación diocesana y a partir de entonces quedaría suspendido todo envío de limosnas.
Todo este largo proceso concluyó en el acuerdo aprobado en Consejo de Ministros de 2 de mayo de 1978 por el que España renunciaba a «los derechos o privilegios de cualquier modo relacionados, sea con el histórico Patronato Real, sea con actos o aceptaciones de la Santa Sede», reconocía «la plena y única competencia de la misma Sede Apostólica y de las autoridades de la Orden de los Frailes Menores» y, a cambio, la Custodia y el Patriarcado Latino se comprometían a misas solemnes por España en ciertas efemérides, a mantener el escudo e insignias de la Corona de España en los edificios donde ya se encontraran y «a tomar las medidas para que sean recogidas en un museo en el Convento de San Juan de la Montaña en Eim Karem, objetos y muestras históricas que reflejen la presencia y la obra de España en Tierra Santa».
España había condicionado el cumplimiento de lo acordado a que el resto de las naciones renunciaran también a sus privilegios. Pero al no hacerlo Francia e Italia, se suspendió la aplicación del acuerdo. Tras muchas negociaciones, el 21 de diciembre de 1994 se firmaba entre el reino de España y la Santa Sede el Acuerdo sobre asuntos de interés común en Tierra Santa. En cuanto a la Obra Pía, una ley de 3 de junio de 1940 la había constituido como una institución autónoma del Estado, con personalidad y patrimonio propios, regida por una Junta de Patronato presidida por el ministro de Asuntos Exteriores. El texto insistía en el prestigio de España, sin menciones explicitas a los fines de la Obra Pía ni a los donantes pasados, por lo que desaparecía toda vinculación histórica, aunque en el artículo 3 se recomendaba vivamente proceder «a la elaboración de un inventario de todos los cuadros, objetos artísticos de culto, ornamentos sagrados y demás objetos de valor histórico que reflejen la presencia y la obra de España en Tierra Santa»16.
En los depósitos de la Custodia franciscana quedaban casi 1118 piezas artísticas catalogadas y enviadas por benefactores españoles a Tierra Santa. Muchas de ellas se expondrán en el futuro Museo de Tierra Santa que la Custodia tiene previsto inaugurar en 2025. España, además de contar con una sala propia, como no podría ser de otra manera, estará presente en muchas otras.
En 2013, la Custodia organizó una magnífica exposición en el palacio de Versalles que, bajo el título Tesoros del Santo Sepulcro. Regalos de las Cortes Reales europeas en Jerusalén, mostró muchas magníficas obras de arte españolas en su posesión. Cierto es que, sin tanta difusión como la acaecida con esta exposición de París, en 1954 ya se había presentado otra exposición en Madrid con casi 20.000 objetos vinculados a la Palestina bíblica y a los Santos Lugares, con la intención de crear un museo y una biblioteca de Tierra Santa en España. Costeada por el Ministerio de Asuntos Exteriores y el de Educación Nacional, con el apoyo del Vaticano, la muestra constaba de cinco secciones y además, se consiguió editar un libro de la exposición y rodar un documental para el NODO (Mangado Alonso, 2022:370).
A la poética manera de la rediviva saxa tan utilizada en Jerusalén para dar otra existencia en nuevos monumentos a las piezas de los anteriores, ha intentado el presente ensayo revivir esos apuntes históricos y recordar que, de igual manera que hoy la Unesco o Europa Nostra se implican en la salvaguarda del patrimonio cultural y de la memoria de los pueblos, la Corona española y sus feudatarios, con el apoyo de la Orden franciscana, adoptaron desde muy antiguo esa misión protectora de lo que se consideró durante siglos y siglos la esencia de las creencias occidentales y base de su civilización.
Con indudable maestría, Chateaubriand traspone a la literatura la técnica edilicia romana de reutilización de materiales en su Itinéraire de París à Jerusalem: «La iglesia del Santo Sepulcro no existe ya, pues ha sido incendiada enteramente desde mi vuelta de Judea; soy, por decirlo así, el último viajero que la ha visto, y por esta razón seré su último historiador. Mas, como no aspiro a mejorar un cuadro bien hecho, me aprovecharé de los trabajos de los que me han precedido, limitándome a adornarlos con algunas observaciones» (Chateaubriand, 1982: 206). Carmen Serrano de Haro Martínez es arquitecta y abogada.













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