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jueves, 20 de octubre de 2016

[Historia] La construcción de la España progresista



La diosa Clío, musa de la historia


No soy un especialista en esa época -ni en ninguna otra, dicho sea de paso- pero para mí el siglo XIX es sin duda alguna el más apasionante de la Historia de España, pues en él se forja por vez primera la idea de una "nación española" compuesta por ciudadanos y no por súbditos y se ponen en marcha, a la larga fallidos, los primeros intentos de modernización de una sociedad anclada en el ensueño de un pasado glorioso. Y eso, aun a costa de una interminable guerra civil que se alarga, con intervalos, hasta 1978. La España de hoy, es una opinión estrictamente personal, no puede entenderse sin el conocimiento de lo que les pasó a los españoles del siglo XIX y los dos primeros tercios del XX.

Quizá fuera por ello que, cuando recién terminada mi licenciatura en Geografía e Historia en la UNED, opté a una plaza de profesor interino de la asignatura de Historia Contemporánea de España en la Universidad de Las Palmas, presenté un proyecto de programa para impartir la asignatura basado fundamentalmente en La España del siglo XIX, del profesor Vicente Palacio Atard, y los cuatro últimos tomos de la monumental e insuperable Historia crítica del pensamiento español, del profesor José Luis Abellán. Mi pretensión no prosperó, pero esa es otra historia que, ahora, no viene a cuento.

El profesor Rafael Núñez Florencio, doctor en Historia y profesor de Filosofía, publicó el pasado mes de junio en mi admirada "Revista de Libros", una interesantísima reseña crítica del libro España al revés. Los mitos del pensamiento progresista. 1790-1840 (Marcial Pons, Madrid, 2016), del también historiador Jesús Torrecilla, a la que puso el título que da pie a esta entrada: La construcción de la España progresista, que comienza preguntándose si hay una España progresista o, por lo menos, una España que se considera tal y que así se autodenomina, a la que responde afirmando que sí, que tan cierto como que hay día y noche, contestaría y constataría cualquiera, a la clásica usanza. Tan cierto, al menos, dice, como que hay otra España que sostiene ideas contrapuestas y que, en principio o más unívocamente, resulta fácil y socorrido caracterizar como España conservadora. 

Aguarde el lector apresurado, nos dice más adelante: no, esto no trata de la dialéctica de las dos Españas, sino sólo del proceso de construcción de una idea de España, de lo que era en su momento, de lo que había sido y, por encima de todo, de lo que debía ser. Precisemos más, de un modo que nos introduzca casi imperceptiblemente en el tema: vamos a hablar, matizando la afirmación anterior, de cómo un sector de españoles examinaron en un momento determinado el conflictivo estado de la nación y su problemático papel como elite rectora: un país que, desde su punto de vista, seguía un rumbo incierto y que –esto era lo más doloroso– les daba la espalda o, peor aún, les repudiaba como antipatriotas o antiespañoles. Un país anclado en valores añejos que, según esos sectores ilustrados pero minoritarios, debían ser arrumbados para recuperar su dignidad ante el mundo y ante sí mismo. Y, precisamente, en función de esos ideales y propósitos alternativos, urdieron una determinada concepción de la historia, esto es, interpretaron el pasado en función de sus necesidades presentes y sus objetivos para el porvenir. Por decirlo, en fin, con los términos que están en el candelero desde hace décadas, construyeron un relato a su medida, la crónica de la nación que hubieran deseado más que la que realmente fue.

Ese proceso de construcción, añade, de un pasado ad hoc puede datarse históricamente, tuvo su momento fundacional. Nació y se desarrolló en un preciso intervalo, el que media entre la madurez del pensamiento ilustrado y la consolidación de una cosmovisión liberal en el sentido contemporáneo del término. Es el lapso en que se producen acontecimientos decisivos para la configuración de los Estados tal y como hoy los conocemos en casi todo el mundo civilizado: en primer lugar, y sobre todo –revulsivo por antonomasia en el Viejo Continente–, la revolución de 1789, la deriva subsiguiente, la expansión napoleónica y la guerra continental, con todo lo que los susodichos hechos conllevan de alteración radical del tablero europeo y, aún más, del surgimiento de una nueva mentalidad, unas nuevas aspiraciones, una eclosión, en suma, de sentimientos de autonomía individual e independencia de los pueblos. Si a este proceso complejo, ya de por sí perturbador del statu quo, añadimos la fuerza del romanticismo y la conmoción del nacionalismo, que convergen en el mismo punto reclamando la liberación de las naciones y los individuos, tenemos básicamente el panorama convulso que permite entender la necesidad imperiosa de nuevas concepciones del mundo –y naturalmente, dentro de él, de las colectividades nacionales– para adaptarse a los nuevos tiempos.

En una nota a pie de página, dice más adelante, al comienzo del volumen que nos ocupa (p. 10), se remite Jesús Torrecilla a un estudio fundamental sobre una de las ideologías políticas que ha configurado la España contemporánea, el libro de Javier Herrero sobre Los orígenes del pensamiento reaccionario español (Edicusa, Madrid, 1971). Y lo hace básicamente para perfilar el objetivo medular de su trabajo como la otra cara (complementaria, en gran medida) del análisis que efectuaba el rastreador del pensamiento reaccionario: «Llegaba a la conclusión [el citado Javier Herrero] de que lo que se denomina tradición española “ni es tradición ni es española”. Mi estudio –continúa Torrecilla– parte de un propósito similar: indagar el origen de los principales componentes que configuran el discurso progresista para apartarlo del ámbito de las esencias y enraizarlo en la historia». Al lector mínimamente atento a la bibliografía reciente sobre nación, nacionalismos, tradiciones, memorias y reinterpretaciones varias del pasado, y no digamos ya a los especialistas en estas cuestiones, el propósito del autor de esta obra no sólo no le sorprenderá, sino que le sonará a déjà vu, teniendo en cuenta la inflación de obras con objetivos similares o asimilables. La variación en este caso –y, por ende, la originalidad (relativa, todo hay que decirlo)– del ensayo de Torrecilla estriba en que el grueso de los materiales examinados –que sirven de fuentes primarias para las tesis del libro– no son de índole directamente política (manifiestos, programas, tratados y otras proclamas semejantes), sino de carácter literario (narrativa, poesía, teatro).

Sostiene el autor, señala el profesor Núñez, que su obra trata primariamente de mitos, y los mitos, «para ser eficaces, deben apelar a las emociones del receptor, algo en cierto modo fuera del alcance de la árida exposición historiográfica». Una argumentación un poco para andar por casa, porque puede argüirse que ni el relato histórico tiene que ser tan «árido» ni el mito se circunscribe exclusivamente al campo «emocional», sino también a una simplificación de la realidad y un sistema de valores. Sea como fuere, démosla por buena, porque es evidente que Torrecilla busca –por si acaso– curarse en salud aduciendo que no ha pretendido «escribir un libro de historia en la acepción convencional del término». Advertencia ociosa también a estas alturas, al menos para el curtido en estos lances. Hoy se admite como moneda corriente el papel cardinal de mitos, leyendas, invenciones, relatos fantasiosos o simples estereotipos en la formación de creencias, mentalidades, opiniones y actitudes. Si algo se cuestiona es precisamente lo que antes se daba por supuesto, la existencia de acontecimientos objetivos, registrables como datos incontrovertibles, para trazar una imagen objetiva de la realidad. En el mejor de los casos, el historiador trata de atenerse a los hechos hasta donde le es posible, pero sabe que con esos mismos sucesos pueden construirse –incluso con una inobjetable metodología y, por supuesto, la mejor de las intenciones– historias diversas y a veces hasta contrapuestas. De hecho, y para no irme por las ramas, baste mencionar aquí que existe una extensísima bibliografía sobre el particular. Por lo que toca al caso español, hace ya muchos años que autores como Rafael Pérez de la Dehesa, Inman Fox, Leonardo Romero Tobar y muchos otros estudiaron el papel de la literatura en la conformación de una cosmovisión nacional. Incluso hay un opúsculo de Miguel Ramos Corrada que lleva por título La formación del concepto de historia de la literatura nacional española (Universidad de Oviedo, Oviedo, 2000).

Es verdad, añade, que Torrecilla no se propone stricto sensu estudiar la génesis de una concepción nacional en la España contemporánea, ni el papel que desempeñaron en ese sentido la literatura o las elucubraciones míticas. Para entendernos, estamos lejos de obras tan ambiciosas y omnicomprensivas como la ineludible Mater dolorosa, de José Álvarez Junco. El propósito de este libro es más concreto y, por ello, más modesto: la formulación de un pensamiento progresista o, acaso sería más adecuado decir, una interpretación progresista de España que constituyera la alternativa al modelo conservador dominante. La matización nos desliza algunas claves que no deben pasar inadvertidas. Arguye el autor que el planteamiento progresista no sólo debía jugar a la contra –sin ir más lejos, contra el añejo y enraizado modelo que amalgamaba patria, religión y corona–, sino que también se desenvolvía en un entorno francamente desfavorable, porque «las ideas avanzadas venían de fuera». Presentaba así un evidente flanco débil ante sus críticos, que tenían muy fácil tildarlos de «antipatriotas» y estigmatizarlos por ello.

Como es sabido, sigue diciendo, al compás de la incorporación reciente de España a las instituciones europeas, se ha desarrollado en la historiografía una nueva perspectiva de la trayectoria hispana que ha llevado a la sustitución de la antaño preponderante noción de «especificidad» por el llamado paradigma de «normalidad». En este caso, sin embargo, frente a la concepción «normalizadora» de la historia reciente, representada por Gonzalo Anes, que defiende que a comienzos de la edad contemporánea «no había diferencias esenciales entre España y los países más prósperos de Europa», Jesús Torrecilla mantiene, por el contrario, que «la evidencia de los textos prueba que los españoles de la época tenían una conciencia de marginalidad (o, por ponerlo en otros términos, de debilidad) muy acentuada con relación a países como Francia e Inglaterra». Una argumentación que no tiene por qué conducir a la estigmatizada singularidad hispana: por esas fechas «había otros muchos países que se encontraban en una situación parecida y para los que la idea de modernidad estaba igualmente asociada con una realidad extranjera» (p. 12).

Ahí se inscribe, continúa diciendo, siempre según la apreciación de nuestro autor, el punto de partida de la «nueva interpretación de la historia» y la «nueva mitología» que pondrá en marcha el sector que propugnaba la modernización del país. Acusados de que sus ideas procedían de Francia (y Francia, no hace falta subrayarlo, constituía no sólo el mal por antonomasia en el aspecto doctrinal, sino el enemigo concreto que había invadido España), los progresistas se empeñarán en demostrar que su proyecto era genuinamente nacional. Más aún, según ellos, su programa de reformas no sólo hundía sus raíces en la tradición nacional, sino que era en última instancia un intento de redimir España y hallar el verdadero sentido de la historia hispana. Había que rescatar la trayectoria histórica de España del secuestro interesado y mendaz de los conservadores. Estas premisas indican claramente que, como apuntábamos antes, la alternativa progresista se construye en lucha abierta con la hegemónica representación tradicional. Sólo de esa manera pueden entenderse los nuevos mitos y la función que les toca representar en sus distintos niveles. Frente a la España uniforme y dogmáticamente cristiana de la Reconquista, la reivindicación de Al-Ándalus como parte de España y hasta un cierto modo de «ser España». Frente al absolutismo y despotismo real, una idea medieval (y, no hace falta subrayarlo, idealizada) de la monarquía como pacto entre el soberano y los territorios, respetando fueros y libertades establecidas. Frente a la preponderancia homogeneizadora y hasta castrante de Castilla, el modelo más abierto y teóricamente más respetuoso con la diversidad peninsular de la Corona de Aragón. Frente a las imposiciones e intereses de una dinastía extranjera –primero los Austrias, luego los Borbones–, la defensa de una idiosincrasia genuinamente española que ya se manifestó en su momento en hechos heroicos, como el levantamiento de los comuneros. Villalar se convierte no sólo en un símbolo, sino en el hito que inaugura una resistencia y permite establecer un hilo de continuidad con los catalanes en su también cerrada oposición al centralismo borbónico.

Se comprenderá ahora, añade, en todo su sentido el título que Torrecilla ha buscado para su ensayo, España al revés: «La mitología elaborada por los liberales implicaba una reacción contra los mitos de la España oficial y necesitaba distanciarse de todo lo asociado con ella. Sus mitos son contramitos. Por eso producen a veces la impresión de que su interpretación de la identidad española es una imagen invertida de la que en esos momentos existía» (p. 27). En este punto da la impresión de que en el libro se cargan demasiado las tintas en una contraposición que no fue tan rotunda y maniquea como el autor pretende y que no deja cabida a otros matices de la elaboración modernizadora, no necesariamente definidos y definibles por el conflicto abierto contra la tradición. Pero entrar en ello nos alejaría de nuestro asunto principal y nos enredaría en cuestiones menores. Porque, más allá de las gruesas líneas del dictamen de que hemos dado cuenta, los esfuerzos fundamentales de la obra se dirigen y extienden a un análisis prolijo de algunas obras y autores que representan diversos jalones en ese camino de construcción de una historia de España distinta a la establecida. En última instancia, la propia estructura del volumen viene condicionada para bien y para mal por un contraste llamativo entre, por una parte, una introducción y unas conclusiones hasta cierto punto generalistas y, por otro lado, cuatro capítulos que estudian asuntos bastante específicos. Da la impresión de que el libro se ha urdido no como obra ex novo, sino como yuxtaposición de artículos previos –aunque ciertamente emparentados entre sí–, a los que se les ha procurado luego dotar de un sentido unitario con los mencionados prólogos y epílogo.

El capítulo primero, dice, aborda «la conflictiva relación de los liberales con el pueblo», centrándose en las actitudes y escritos de un puñado de españoles que, entre finales del siglo XVIII y primer tercio del XIX, grosso modo, vivieron y padecieron la contradicción poco menos que insoluble de que «el pueblo» del que se proclamaban adalides prefiriera la superstición y el despotismo (el consabido «¡Vivan las caenas!») antes que la ilustración y la libertad. Algunos, como Capmany, optaron por anteponer la pasión y visceralidad nacionalistas a la racionalidad ilustrada, aduciendo que, en todo caso, el pueblo siempre tenía razón. Otros, como Larra, sufrieron el conflicto de forma más desgarradora y por ello desembocaron en el pesimismo y la exasperación personal. Una posición hasta cierto punto intermedia o más templada, representada por José Somoza, encomendaba al tiempo y la paciencia instructora el cambio en las actitudes de un pueblo al que le quedaba mucho para llevar su educación al nivel de su heroísmo.

Estudia el segundo capítulo, continúa el articulo, «el mito de los comuneros y los fueros medievales», un asunto que recibiría un espaldarazo decisivo entre 1820 y 1823, al compás de los avatares políticos del momento. Se necesitaban referencias históricas que legitimasen la lucha contra el absolutismo (Fernando VII) como la continuación de una trayectoria secular de rebelión y resistencia del pueblo y sus representantes frente al despotismo real (entonces, Carlos V). El primer escritor que da forma literaria al mito es José Quintana, pero otros muchos literatos, como Martínez de la Rosa o el duque de Rivas, contribuyeron con diversos enfoques a magnificar de una u otra forma a los protagonistas de la revuelta comunera. El mito comunero se abría además a interpretaciones variopintas, provenientes a veces de perspectivas e intenciones contrapuestas, aunque en el fondo convergían casi de modo complementario en lo mismo: rechazo al dominio extranjero, levantamiento contra la tiranía, defensa de las libertades tradicionales y respeto a la diversidad peninsular.

El mito de Al-Ándalus, añade, al que se dedica el capítulo tercero, resulta especialmente significativo por cuanto supone la reelaboración de la imagen del «otro» por antonomasia en la larga trayectoria histórica de España: el musulmán, el «moro», por decirlo en términos populares. Significa también la redefinición del mito fundacional de España como nación, primero por la gesta de don Pelayo y Covadonga, e inmediatamente después por la «lucha continuada» de la cristiandad durante ocho siglos, nada menos. Lejos, por tanto, de la visión tradicional, estas páginas se detienen en los autores que elaboran una visión alternativa de la presencia del islam en la península Ibérica: así, el arabista José Antonio Conde, que pretende contar la historia de aquellos siglos no desde la atalaya cristiana, sino desde la trinchera musulmana. Conde influyó en algunos exiliados liberales, que tendieron a ver su suerte como una nueva edición de la España intransigente, expulsando de su seno a los discrepantes, ahora por motivos políticos (como antaño lo fuera por razones religiosas). Otros siguieron su estela (como, por ejemplo, José Joaquín de Mora) y finalmente terminaría cristalizando una minoritaria pero influyente tendencia maurófila que entroncaría con el romanticismo de cartón piedra (los antes citados Rivas y Martínez de la Rosa). Como en los demás casos, el autor especifica claramente que el mito arabista no reflejaba una realidad histórica, sino que servía a los propósitos «de los liberales que lo crearon a principios del siglo XIX» (p. 206).

Me parece percibir, señala poco después, en el último capítulo un cambio de perspectiva, pues el precedente enfoque de historia de las ideas se trueca ahora en atención a las vicisitudes personales de dos «extranjeros en su patria», José María Blanco White y Mariano José de Larra. Aunque el capítulo en sí es interesante, no puedo evitar la sensación de que está metido en el conjunto de un modo algo forzado y, en todo caso, no añade nada a lo ya reseñado. La breve parte final, bajo el epígrafe de «Conclusiones», retoma las grandes líneas desarrolladas en las páginas precedentes. Ahí, por ejemplo, insiste Torrecilla en que algún que otro mito, como el de los comuneros (que se elabora por autores que poco o nada dicen al público de hoy, como José de Marchena, Manuel José Quintana o incluso el Condorcet más ignoto), pervive durante toda la edad contemporánea y llega hasta hoy mismo, a veces de modo subrepticio o con símbolos insospechados: «Que no se trató de una moda irrelevante o pasajera lo prueba el hecho de que, mucho más adelante, en los inicios de la Segunda República, se añadiría a la bandera española una tercera franja con el color del pendón por el que supuestamente lucharon los héroes de Villalar» (p. 261). El ejemplo es significativo, en mi opinión, porque representa bien la persistencia de determinados mitos en el imaginario colectivo. Y no sólo eso, sino que nos ayuda a entender determinadas actitudes y realidades de la España actual. Así, no son pocos los analistas políticos que siguen manifestando su asombro por el hecho de que la izquierda española, incluso la más formalmente marxista (yo diría que sobre todo esta), lejos del internacionalismo proletario que marca la ortodoxia, no pierde ocasión de aliarse con las agrupaciones locales en una deriva centrífuga que, desde el cantonalismo, parece el rayo que no cesa en la política peninsular. Pero hay más.

Con las excepciones o matices que se quieran, señala, la izquierda española sigue pensando –todavía a estas alturas– que Barcelona es la modernidad frente a la funcionarial Madrid, del mismo modo que Cataluña o la periferia en general representa la España tolerante frente al dogmatismo castellano. Esta misma Castilla –la Meseta, la España interior– continúa simbolizando para el pensamiento progresista el centralismo intransigente que intenta imponer su hegemonía a una España definida intrínsecamente como plural, rica y vigorosa precisamente por su diversidad. Por eso, toda defensa del idioma castellano en la España de hoy sigue siendo sospechosa para los autodenominados progresistas. La «guerra de las lenguas» en las comunidades autónomas no es más que una expresión de esa realidad y de esas convicciones. La responsabilidad del franquismo en la exacerbación de tensiones en este aspecto es incuestionable, pero no debe obviarse que las mencionadas tendencias son, como tales, anteriores a la Guerra Civil. De hecho, hay una continuidad de al menos dos siglos en los pilares de este pensamiento progresista. Si se me permite la esquematización inevitable, podría decirse que las izquierdas piensan España –o, si se prefiere, el mapa de España– como mosaico y, en el mejor de los casos, como voluntaria confluencia de movimientos autónomos y específicos, cada uno con su personalidad propia. Es decir, mantiene que el molde castellano fue de por sí un error (con o sin franquismo) y, en términos históricos, hubiera preferido que triunfase el modelo alternativo de la Corona de Aragón o incluso la colaboración de reinos (regiones) peninsulares preexistente a la forzada unificación de los Reyes Católicos.

Si nos retrotraemos más en el tiempo, añade, lo que se cuestiona es la Reconquista como hazaña hacedora de la nación. Primero porque, como expresó Ortega, no puede haber unidad y sentido en algo que se prolonga ocho siglos. Segundo, porque los mitos de la Reconquista –todos ellos– fueron fabricados por los vencedores y servían a sus intereses y valores. Frente a esta versión conservadora de la historia –que trata de legitimar la fusión de altar y trono–, los liberales del XIX y luego los progresistas de toda laya dirigirán una mirada amistosa al otro bando, que a veces pasa por la comprensión de las razones del otro –en este sentido se habla de aquellos siglos como de guerra civil entre hermanos– y en otras ocasiones desemboca en la idealización de Al-Ándalus. Una idealización, dicho sea de paso, que persiste, sobre todo en Andalucía.

En conclusión, se pregunta, ¿puede hablarse de que el pensamiento progresista pergeña una «España al revés», tal como establece el autor desde la misma portada del volumen? El título parece un poco exagerado a la hora de hacer balance y a tenor de lo que se nos ha ofrecido. Es incuestionable, desde luego, que buena parte del pensamiento progresista se fraguó a la contra, como señala Torrecilla en el libro y –podría añadirse– en condiciones especialmente adversas. Y sí, hasta cierto punto construyeron una historia alternativa que daba una imagen invertida del país. Pero el enfoque de este libro dista de darnos una acabada visión de conjunto, por cuanto atiende casi exclusivamente a fuentes literarias, examina relativamente pocos autores y se circunscribe a un lapso muy concreto que no supera el medio siglo. Su tesis es convincente y está bien argumentada, pero con las limitaciones apuntadas. Ello no resta interés a lo que se nos ofrece: de hecho, el libro no se lee, se devora, y ciertamente Torrecilla consigue a menudo dar pinceladas muy esclarecedoras, como cuando toma como referencia la pretensión monopolizadora y excluyente del pensamiento conservador (España, «martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio...»). Un dogmatismo intransigente que le permite escribir: «El rechazo de la España oficial les lleva [a los progresistas] a identificarse con todos aquellos grupos que habían sido víctimas del autoritarismo y la intolerancia de sus dirigentes: con los comuneros y aragoneses que murieron en la defensa de sus fueros [...], así como con los catalanes que perdieron sus libertades tras la Guerra de Sucesión, pero también con los indígenas americanos oprimidos por brutales conquistadores sin escrúpulos, o con los judíos y musulmanes expulsados por negarse a renunciar a su credo» (p. 39). No cabe mejor repaso de la historia patria desde la perspectiva progresista. Sin tener en cuenta todo ello no puede entenderse lo que sucede en nuestros lares ahora mismo, a comienzos del siglo XXI. Lo cual, dicho sea de paso, no deja de tener sus ribetes melancólicos.


El fusilamiento de Torrijos, de Antonio Gisbert (1888)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt


HArendt




Entrada núm. 2972
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)