Procesar a un cómico por un delito de blasfemia no solo va contra la libertad de la que debe gozar todo creador, sino contra la sana función social que supone la sátira, comenta en El País [Héctor de Miguel ante el juez, ‘in dubio diarreo’. 11/03/2025] el filósofo Bernat Castany Prado. “Me he cagado de miedo”, exclama el dios Dioniso, en Las ranas de Aristófanes, después de ver a Can Cerbero en la puerta del Hades. Y yo me pregunto ¿cómo es que nadie denunció y procesó a Aristófanes, al igual que el colectivo ultracatólico Abogados Cristianos y el juez Carlos Valle han hecho con el cómico Héctor de Miguel, por bromas menos blasfemas que ésta? Pues no es porque aquéllos fueran menos creyentes que nuestros agelastas, sino seguramente porque lo eran más. Porque, cuando Agustín de Hipona dijo aquello de que “fe sin dudas es fe muerta”, apuntaba al hecho de que todo aquel individuo o institución que no se expone a la otredad, esto es, a aquello que lo niega, y lo amenaza, no sólo verá debilitada su capacidad de respuesta digamos inmunológica, sino también su propia vitalidad. Por eso, todas las culturas, sociedades y religiones, que se sienten —o se quieren— fuertes, permiten, y fomentan, espacios de extrañeza. Lo cual, no sólo explica la existencia de las Dionisias y las Saturnales entre griegos y romanos, donde lo blasfemo era esencial en los rituales de aischrología, sino también las misas del burro y la risa pascual, en la Baja Edad Media, donde las obscenidades que propiciaban los mismos sacerdotes evocaban el alegre triunfo de la Resurrección.
Unos siglos más tarde, lord Shaftesbury (padre de ilustrados) afirmará, en su Carta sobre el entusiasmo, de 1708, que los “entusiastas”, o fanáticos, no deben ser reprimidos, ya que la represión tiende a aumentar “la causa de su perturbación”, dándoles la ocasión de verse “como mártires”, y tomarse “todavía más en serio”, cuando lo mejor sería cortocircuitar su mortífera seriedad, y rebajar su sentimiento de autoimportancia. Porque, no sólo en el interior de los entusiastas, sino en el de todos los ciudadanos, “yacen sustancias inflamables, siempre listas para arder con sólo una chispa”, que deben ser atemperadas mediante “la ironía y el humor”. Y que ni Dios (metafórica y literalmente) debe considerarse exento, puesto que considerar libre de toda broma a un solo grupo o doctrina supondría un privilegio, que acabaría infectando de seriedad a todo el resto de la sociedad. Por eso, en tanto que embajadora de la otredad y censora de nuestro entusiasmo, la comicidad debería gozar de autonomía e inmunidad, como los bufones o moriones medievales, que gozaban de una cierta “legalidad” específica (que no siempre funcionaba...).
Más aún, existe un tipo de comicidad, que podemos llamar excretoria, que tiene la importante función de expulsar la suciedad psicológica que el comercio con el mundo le hace acumular. En el chiste obsceno, cruel o anárquico, por seguir la clasificación de Freud, nuestra alma relaja por un momento sus esfínteres morales, y expulsa nuestras pasiones negativas (que haber haylas), como la violencia, la rabia o el resentimiento, que se han ido acumulando en su interior, propiciando esa “catarsis cómica” de la que Aristóteles seguramente habló en el libro perdido de su Poética, con el que soñó Umberto Eco, en El nombre de la rosa. Transformando las inmundicias en inmundelicias, esa comicidad excretoria también evita que explotemos. De ahí también los insultos públicos ritualizados, que buscan disolver las tensiones colectivas en batallas cómicas, habituales en el África occidental, en las payadas gauchas, las peleas de gallos, y en las cenas entre amigos y amigas (también de los de la parte demandante de la primera parte). Y como esta doble función excretoria y atemperante es la que cumplen también cómicos como Héctor de Miguel, acallarlos sería como vertir toneladas de Fortasec y cafeïna en la red de abastecimiento de agua.
Y ahora una concessio. Puede que, del mismo modo que no defecamos en cualquier parte, tampoco debemos recurrir a la comicidad excretoria ante un público indiscriminado, porque aquello que decimos en broma podría ser interpretado literalmente. Como decía el insigne Pierre Desproges, se puede reír de todo, pero no con cualquiera. Sin duda, las redes sociales han hecho mucho daño al respecto. Y aún más esa legión de personas y movimientos iliberales que aprovechan este tipo de ambigüedades, para difundir con una mano los prejuicios más inicuos, mientras se rasgan las vestiduras con la otra ante el chiste más inocuo. Por eso quizá es necesaria una cierta vigilancia, mejor moral y social que legal, claro, aunque no siempre sea suficiente, que regule el tráfico entre las regiones vecinas de lo cómico y de lo serio.
Dicho esto, los cómicos deberían gozar de inmunidad, y no sólo porque sus obras gocen de una cierta autonomía, como las artísticas, que no son meramente miméticas, sino también porque cumplen las importantes, y difíciles, tareas de explicitar verdades insospechadas o incómodas, de habituarnos a la diferencia, de excretar nuestras bajas pasiones y, sí, de reforzar nuestras respectivas fes dentro de un marco democrático. Ya ven que es un tema complicado, y es normal que todos tengamos dudas al respecto. Pero esas mismas dudas no deberían hacer sino reforzar nuestra adhesión al principio del in dubio pro reo. El problema es que hay muchos que prefieren embarrar con la estrategia del in dubio diarreo.
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