Las tres grandes oportunidades de la izquierda en el siglo XXI son la crisis climática, la geopolítica de corte imperialista y la desigualdad demandan respuestas innovadoras, escribe en Nueva Revista [06/03/2025] el sociólogo sueco, profesor en la Universidad de Cambridge, Goran Therborn.
Tres grandes desafíos tiene por delante la izquierda en el nuevo siglo: la catástrofe climática, atribuible al capitalismo y su dinámica de acumulación y consumo sin freno; la nueva geopolítica de corte imperialista y las abismales desigualdades económicas, fruto del globalismo neoliberal, indica el autor. En el cambio de siglo, la izquierda sufrió una dura prueba ante la derrota de los viejos relatos y de las grandes revoluciones —si bien impulsó, a la vez, movimientos como la Primavera Árabe—y el auge de la globalización capitalista. Todo ello le obligó a remozar algunos de sus postulados para devolver «el socialismo democrático al léxico occidental». Motivos más que suficientes por los que «un superviviente de la generación de 1968 debería saludar con respeto a la izquierda del siglo XXI», aunque haya que reconocer que está lejos de lograr sus objetivos. Tampoco ayuda la actual reconfiguración del mapa político de Occidente, tras el ascenso de la derecha, el nacionalismo y la xenofobia, con hitos como la irrupción de Trump, el brexit, o la presencia en algunos gobiernos de formaciones de extrema derecha que hasta hace poco tiempo eran marginales. A lo que hay que añadir la desorientación de la propia izquierda a medida que los partidos socialdemócratas y comunistas de la clase trabajadora perdían la brújula dialéctica a causa de la desindustrialización y del avance del neoliberalismo.
Sin embargo, los tres desafíos mencionados ofrecen otras tantas oportunidades para perfilar su identidad ideológica y marcar el norte de la estrategia política. No es planteable ya la vieja lucha de clases —al menos en Occidente—, pero sí la lucha por la habitabilidad del planeta, por la paz frente a la geopolítica imperial y por la justicia social frente a la depredación del globalismo neoliberal. Respecto a la amenaza de la catástrofe climática, hay cuatro perspectivas principales, indica Goran Therborn. La primera es la civilizacionalista, que critica al capitalismo por su dinámica de acumulación y consumo. En este enfoque se hace hincapié en la urgencia del activismo climático radical y se propugna una civilización post-acumulación en armonía con la naturaleza. La segunda se centra en la reforma económica, a través del Green New Deal, compatible con políticas keynesianas y socialdemócratas. La revolución industrial verde de los gobiernos sería la tercera perspectiva y, en este sentido, las respuestas más eficaces a la crisis climática han llegado a través de la acción interestatal —el Acuerdo de París de 2015 y los compromisos de Glasgow de 2021—. La cuarta vía consiste en reconducir la lucha contra la crisis climática hacia la financiarización global, dado que la transición verde exigirá enormes desembolsos, y el capital financiero global ve una oportunidad de utilizar «sus recursos faraónicos». Ante esta encrucijada de opciones, considera el autor que la izquierda debería dejar de concentrarse exclusivamente «en la utopía y el apocalipsis» e involucrarse más en el contexto geopolítico para buscar medidas posibilistas contra la crisis climática.
No menos complejo es el desafío de la «geopolítica imperial». La escena internacional del siglo XXI está dominada por grandes imperios: EE.UU. y China, que imponen nuevas reglas del juego; y en menor medida, Rusia. Y el conflicto de Ucrania ha acelerado la tendencia a lo que Therborn denomina «las guerras inter-imperiales», con un nivel de tensión y belicosidad que no se dio, por ejemplo, en la crisis de Cuba de 1962, en la que se evitó la escalada mediante la negociación y el compromiso. La izquierda europea —considera el autor— se encuentra ante una coyuntura tan inflamable como la que afrontó Rosa Luxemburgo en el verano de 1914, pero ahora con el agravante del peligro nuclear. Para la izquierda de hoy, como para el histórico socialista Jean Jaurès en vísperas de la Gran Guerra, «la única posición geopolítica consistente es la de tratar de detener la próxima guerra mundial mientras se lucha por la emancipación humana». Otra importante novedad en el panorama geopolítico es el desplazamiento del poder hacia Asia, con nuevos actores que reclaman la atención de los focos, como China e India, lo cual va a suponer una pérdida relativa de hegemonía de Occidente y, por ende, del eurocentrismo y sus valores. Ello obliga a la izquierda a posicionarse, volviéndose «verdaderamente global y planetaria». La «marcha hacia delante de Asia», propia del siglo XXI, debe reemplazar a «la marcha hacia adelante del movimiento obrero» en el ideario —y la estrategia— de la izquierda.
Respecto a la desigualdad, se pregunta el autor: ¿Por qué debemos aceptar un sistema socio-ecónomico como el actual, de opulencia para el 30 por ciento de la población y de exclusión, explotación y miseria para el resto? En 2020, el ingreso promedio del 1 por ciento más rico del mundo era ciento cuarenta y cuatro veces el ingreso promedio de la mitad más pobre de la humanidad; es decir, el doble que en 1820, en la era predemocrática, en el umbral de la Revolución Industrial. «Si ser de izquierda ha de tener algún significado, debe incluir un compromiso con la igualdad humana», afirma Therborn. Y la izquierda dispone ahora de herramientas de las que carecía en épocas pasadas, como la interconexión entre «los condenados de la tierra» y un mayor dinamismo creativo —en contraste con el desaliento de la izquierda de la era neoliberal temprana—. Dos razones para un «optimismo cauteloso» sobre su capacidad para rebelarse ante la injusticia y enfrentar los nuevos desafíos.
Este ensayo es un intento de comprender el contexto de la izquierda del siglo XXI y sus respuestas innovadoras a los principales retos de la coyuntura actual: la inminente catástrofe climática, el nuevo mundo de la geopolítica imperial y las abismales desigualdades económicas existentes entre una humanidad cada vez más interconectada. ¿Cuáles son las perspectivas para la clase obrera del siglo XXI y para las ideas de la izquierda?
Nos encontramos al final del comienzo del siglo XXI, que se aproxima a su primer cuarto. ¿Qué balance preliminar puede hacerse de la nueva izquierda? Hemos sido testigos de su respuesta a la ola de globalización capitalista, que se inició en torno a 1980 y que ahora está llegando a su fin. De formas innovadoras, la nueva izquierda ha actualizado el legado del siglo XX y ha abierto nuevos caminos, superando la muerte de la gran dialéctica y la derrota de las grandes revoluciones. Ha introducido las cuestiones de la desigualdad y las perspectivas de rebelión popular en las corrientes predominantes de la economía y la ciencia política, así como en la agenda de los jefes de Davos. Ha canalizado nuevos recursos hacia los pobres de Brasil y ha comenzado a reducir la desigualdad en toda América Latina. Ha traducido sus demandas de acción climática en compromisos de los políticos mundiales. La Primavera Árabe derrocó a dos dictadores e inspiró el movimiento transatlántico de Occupy Wall Street. La izquierda de principios del siglo XXI también ha abierto el campo para que surjan nuevas generaciones radicalizadas y ha devuelto el «socialismo democrático» al léxico occidental. Ha ampliado los parámetros ideológicos en un determinado número de países y ha sentado los fundamentos de la política progresista, abriendo el debate sobre el significado del socialismo y las perspectivas de superar el capitalismo, aunque ese debate deberá esperar a otro día.
Cualquier superviviente de la generación de 1968 debería saludar con respeto a la izquierda del siglo XXI. Al mismo tiempo, debemos reconocer que esta se halla muy lejos de conseguir sus objetivos. Además, la reconfiguración del paisaje político del Atlántico Norte por parte de la nueva izquierda parece más limitada y tenue que la precipitada por el ascenso del nacionalismo popular y la xenofobia. Trump y el trumpismo conquistaron gran parte del Partido Republicano, mientras que el DSA [Siglas en inglés de Socialistas Democráticos de América] sigue siendo una corriente minoritaria en el Partido Demócrata; el brexit frenó al laborismo de izquierda y galvanizó a la derecha tory. Los partidos de extrema derecha, antes marginales, se han convertido en respetables socios burgueses-gubernamentales en España, Italia y los países nórdicos; y respetables, si no gubernamentales, en Francia. En el Sur global, el estancamiento del empleo industrial y el creciente número de jóvenes desempleados políticamente volátiles han coincidido con el resurgimiento de la religión en forma de fundamentalismos militantes reaccionarios: cristiano evangélico en Brasil, hindutva en la India, islamista en el mundo musulmán.
La simultaneidad de tres factores contextuales parece haber estado en juego en este sentido. El primero es la desindustrialización, siempre acompañada por el desempleo, la movilidad descendente, las dislocaciones y la periferización de los bastiones centrales de la clase trabajadora, todo ello fortalecido por el neoliberalismo imperante. En segundo lugar, la inmigración a gran escala hacia Estados Unidos, impulsada por las crisis socioeconómicas de América Latina, y hacia Europa, estimulada por el creciente diferencial de pobreza existente respecto a una África mejor conectada y por la devastación de sus regiones occidentales y septentrionales dirigida por Estados Unidos. Estas convulsiones socioeconómicas y culturales crearon grandes cúmulos de resentimiento popular. En tercer lugar, estas situaciones de turbulencia económica y social se verificaron al mismo tiempo que el debilitamiento o el abandono de la izquierda y del centro-izquierda, de la mano de la erosión experimentada por los partidos socialdemócratas y comunistas de la clase trabajadora fruto de la desindustrialización y la implosión del bloque soviético. Las periferias dañadas, los «perdedores» de la globalización, fueron abandonados por la Tercera Vía, pero también por gran parte de la nueva izquierda del siglo XXI, urbana y educada, «alterglobalista» más que antiglobalización. Se abrió así un nuevo espacio social políticamente vacío, que fue ocupado por hábiles empresarios políticos portadores de un mensaje de extrema derecha.
En el futuro, la humanidad se enfrentará a tres desafíos principales en lo que queda de este siglo. En primer lugar, está la cuestión de la habitabilidad del planeta, ya que las frágiles esperanzas de la conferencia COP 26 se han visto eclipsadas por la guerra de Ucrania y sus ramificaciones. En segundo lugar, la nueva geopolítica imperial trae consigo el riesgo de una guerra mundial, que nos retrotrae al verano de 1914. El envite es la dominación del mundo: ¿podrá el linaje blanco de ascendencia europea mantener la posición preeminente que ha mantenido durante más de medio milenio, dado el creciente peso económico de Asia? En tercer lugar, nos topamos con el triste legado de la globalización neoliberal, cuyas abismales desigualdades siguen negando la tecnología y los avances médicos a la mayoría de la población humana. (La inteligencia artificial y la automatización también pueden causar grandes desastres, pero disponemos de pocos conocimientos fiables sobre su posible evolución y comportamiento).
Crisis climática. En el amplio movimiento climático existe la convicción de que para evitar una catástrofe planetaria será necesario llevar a cabo una profunda transformación social, que nos aleje de un mundo basado en la acumulación privada y nos oriente hacia una política de cuidados, solidaridad e igualdad.
Hay al menos cuatro grandes perspectivas sobre el cambio climático, que podrían resumirse así. Una es civilizatoria y anticapitalista, que se basa en la crítica del capitalismo moderno considerado responsable de la crisis climática a través de su dinámica despiadada de acumulación y consumo y su destructiva falta de respeto por la naturaleza. Esta concepción impulsa el movimiento de activistas climáticos radicales, incluidas las poblaciones indígenas de todos los continentes. Concentra su atención especialmente en la urgencia de la acción radical y trabaja por la trascendencia del capitalismo y por construir una civilización pos-acumulación —o, como dirían algunos, de decrecimiento—, orientada hacia la armonía con la naturaleza en lugar de hacia el dominio la misma. Esta corriente está lejos de los salones del poder, pero posee una dinámica cultural generacional, como lo demuestra la resonancia mundial de los Fridays for Future, que bien puede tener un impacto cultural duradero, muy parecido al de la revolución de 1968.
Una segunda perspectiva se centra en la reforma económica, encapsulada por el Green New Deal, del cual hay muchas variantes que comparten entre sí la opción por una economía igualitaria keynesiana desfosilizada. Este programa debería ser compatible con la socialdemocracia dominante, pero parece no tener un respaldo significativo de la corriente dominante.
Una tercera vía es la del capitalismo verde nacional competitivo o una revolución industrial verde. Hasta ahora las respuestas más eficaces a la crisis climática han llegado a través de la acción interestatal (el Acuerdo de París de 2015 y los compromisos de Glasgow de 2021) y el Estado-nación demostró su duradera centralidad durante la pandemia. En cuanto a la mitigación del cambio climático, los países nórdicos y Alemania lo están haciendo relativamente bien, aunque ninguno de ellos está en vías de lograr no superar los 1,5º C de calentamiento por encima de sus valores preindustriales. Pero también pueden encontrarse variantes de capitalismo verde competitivo en otros países en los que las fuerzas del capital se están movilizando en su favor. En Suecia, una carta abierta firmada por doscientos veintisiete empresarios, publicada durante la campaña electoral de 2022, se titulaba «Políticos, dejad de frenar la transición climática».
En cuarto lugar, está el plan de utilizar la crisis climática como trampolín para extender la financiarización global. Esta opción es escasamente percibida más allá de los círculos de inversores o economistas financieros, pero tiene implicaciones mayores. La transición verde exigirá enormes desembolsos, y en esto el capital financiero global ve una oportunidad de utilizar sus faraónicos recursos. Después de la conferencia COP 26, la Alianza Financiera de Glasgow para el Cero Neto anunció que los administradores de activos financieros que controlan 130 billones de dólares (equivalentes al 137 por ciento del PIB mundial) se habían comprometido verbalmente a reducir sus emisiones a cero. Cómo se desenvolverá este compromiso en la práctica está por ver.
El movimiento climático de izquierda necesita ampliar su perspectiva y dejar de concentrarse exclusivamente en la utopía y el apocalipsis para involucrarse en el contexto geopolítico y la posibilidad de un cambio capitalista y una vida planetaria sub-apocalíptica, aunque todavía desalentadora.
Nueva geopolítica imperial. La globalización neoliberal ha sido superada por la geopolítica imperial. Cuando el establishment estadounidense comenzó a darse cuenta de que China estaba ganando el juego de la globalización, cambió las reglas del juego. Esta tendencia se inició con Trump y se consolidó con Biden. El libre comercio y la libre circulación de capitales se ven superados ahora por los intereses nacionales, que deben protegerse con aranceles, prohibiciones de importación, prohibiciones de ciertas inversiones extranjeras y la forma de guerra económica conocida como sanciones. Esta es la doctrina de America First, que actualmente está siendo replicada por la doctrina de la Fortaleza Europa. La invasión rusa de Ucrania aceleró la tendencia del siglo XXI de rivalidad, conflictos y guerras inter-imperiales. A pesar de las advertencias no solo de los líderes rusos, desde Gorbachov hasta Putin, sino también de importantes figuras del establishment de la política exterior estadounidense, los sucesivos presidentes estadounidenses, desde Clinton hasta Biden, persistieron en expandir la OTAN hacia el Este y armar a Ucrania. [1] Francia y Alemania, mientras tanto, se negaron a impulsar la implementación de los Acuerdos de Minsk, que habrían garantizado la autonomía de las regiones rusófonas en el Este de Ucrania.
Vale la pena comparar la crisis de Ucrania de finales de 2021 con la crisis de los misiles cubanos de 1962. En aquel entonces, la guerra se evitó mediante la negociación y el compromiso: se retiraron los misiles soviéticos, Estados Unidos se comprometió a no invadir Cuba y retiró discretamente sus propios misiles de Turquía. Esta vez, no se hicieron intentos serios de abordar pacíficamente las preocupaciones de seguridad rusas, como dar a Ucrania un estatus neutral a cambio de medidas conjuntas de Rusia y Estados Unidos para garantizar su soberanía.
Dado el poderoso atractivo del nacionalismo y la xenofobia, las épocas de rivalidad geopolítica imperial son difíciles de manejar para la izquierda. La primavera de 2022 recordó el verano de 1914, con un conflicto devastador y sin sentido en camino, al que la única respuesta racional de la izquierda fue el grito impotente de ¡Alto a la guerra!. La izquierda europea de 2022 se encuentra ahora en una situación similar a la que afrontó Rosa Luxemburg en 1914, de aislamiento y desesperación. Además, ahora existe el riesgo nada desdeñable de una guerra nuclear. Las provocaciones estadounidenses en el Mar de China Meridional también aumentan los riesgos de un conflicto entre Estados Unidos y China por Taiwán. Si esto sucediera, lo más probable es que se trate de un caso de caminar sonámbulos hacia la guerra, como en la Primera Guerra Mundial, mediante errores de cálculo y una escalada irresponsable. A principios de la década de 2000, la joven izquierda protestó contra la globalización neoliberal; tenía toda la razón. Pero el mundo geopolítico que sigue es más oscuro y amenazante.
La marcha hacia adelante de Asia. Sigue existiendo la posibilidad de que se produzcan desplazamientos tectónicos de poder sin que estalle la guerra. La visión tendencial del mundo de la izquierda del siglo XX podría resumirse como «la marcha hacia delante del movimiento obrero». [2] El equivalente del siglo XXI se encuentra en un registro social diferente, geográfico más que social: la marcha hacia delante de Asia.
En los conflictos y luchas del mundo contemporáneo subyace una deriva continental fundamental. Lo que ocurrirá con la hegemonía mundial estadounidense en este siglo sigue siendo una cuestión abierta, pero su férreo control está debilitándose claramente. Los mandatarios latinoamericanos pueden ahora rechazar una invitación de Estados Unidos a una Cumbre de las Américas, porque no se ha invitado a todos los jefes de Estado; los intentos de reclutar a los países de Asia, África y América Latina en una guerra económica global contra Rusia han fracasado. Estados Unidos sigue disponiendo, sin embargo, de formidables recursos, principalmente militares y financieros, y Europa es un colaborador cada vez más fiel. China, con su asombroso ascenso tecno-económico, es el rival más directo, pero a largo plazo el creciente peso de Asia como continente parece una apuesta más segura. La India está llamada a competir por el estatus de gran potencia y el bloque de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), que incluye a grandes países en rápido desarrollo como Indonesia y Vietnam, también está avanzando. Esta tendencia puede implicar, tarde o temprano, la reestructuración del sistema financiero mundial, poniendo fin al dominio de Estados Unidos y Europa sobre el mismo. También significará la capacidad cada vez menor de imponer los valores occidentales en el mundo.
Para la izquierda no asiática, la marcha hacia delante de Asia no tiene todavía un significado claro y su trayectoria dependerá de cómo se desarrollen las luchas sociales en la propia Asia, pero sí supone una clara advertencia contra el eurocentrismo, el americanocentrismo y el acomodamiento a la OTAN por parte de Occidente y, del mismo modo, contra el asiacentrismo en Asia. Al tiempo que mantiene los pies firmemente en el suelo de su propia geocultura, la perspectiva político-intelectual de la izquierda debe ser también verdaderamente global y planetaria. Para la izquierda del Norte global, dicha perspectiva debe incluir el reconocimiento de la existencia de una diferencia crucial entre Estados Unidos, por un lado, y China y la India, por otro. Estados Unidos sigue siendo el bastión definitivo del capitalismo y, como imperio misionero cristiano, aspira a hacer que el resto del mundo sea como él, mientras que China y la India no tienen esa ambición. Un mundo pluralista en el que no exista una superpotencia hegemónica debería ser sin duda un objetivo de la izquierda.
Luchas de clases: el desafío de la desigualdad. El siglo XXI no sólo tendrá que ver con la resiliencia climática y la geopolítica. También tendrá que ver con la lucha de clases a escala mundial. En 2020, la renta media del 1 por 100 más rico del mundo era ciento cuarenta y cuatro veces superior a la renta media de la mitad más pobre de la humanidad, el doble que en 1820, esto es, en la era predemocrática y poco antes de la Revolución Industrial. [3]
La existencia de una pobreza dantesca en medio de la más grotesca abundancia es una tendencia persistente en la historia humana, pero en el momento actual esta presenta dos nuevas características. En primer lugar, la capacidad y los recursos sin precedentes del mundo contemporáneo para cambiar esta situación: la tecnología, la medicina y la superabundancia de capital. En segundo lugar, nunca antes los «condenados la tierra» habían estado tan conectados, tanto con el resto del mundo como entre ellos mismos. En su conjunto, estas posibilidades a nuestro alcance, pero negadas crean una situación explosiva, especialmente en los Estados nacionales frágiles atravesados por crecientes desigualdades. Si ser de izquierda tiene algún sentido, tal debe incluir el compromiso con la igualdad humana, con la posibilidad de que todos realicen sus capacidades en la vida, lo cual no debe reducirse a los recursos materiales, sino incluir también la igualdad vital. [4]
El desafío de la desigualdad requerirá tanto movilizaciones masivas de coaliciones políticas como políticas e instituciones estatales innovadoras. Por ahora no se vislumbran políticas igualitarias vigorosas ni ninguna estrategia prometedora desde abajo. Pero las luchas sociales han estado reviviendo después de la pandemia. En algunos países del Sur, han tomado la forma de grandes coaliciones de trabajadores, campesinos, estudiantes, profesionales, organizaciones de pueblos indígenas, precariado y jóvenes desempleados.
El dinamismo creativo de la izquierda. Las grietas en el sistema mundial están abriendo espacios para nuevas rondas de creatividad de izquierda, y la ira humana ante la injusticia global se ha fortalecido como fuerza de cambio. Cómo evaluar las cuestiones que plantean las inestables nuevas divisiones geopolíticas –y cómo encontrar respuestas prácticas frente a ellas– serán tareas realmente difíciles y exigentes de este siglo, en particular para la izquierda del Norte global. Estas respuestas tendrán que combinar una concepción crítico-realista de las relaciones internacionales con otra idealista en aras de la paz y del derecho humano a la vida. Ninguna izquierda racional puede enrolarse en la defensa de la dominación mundial estadounidense o en la perpetuación del dominio practicado por Occidente durante el último medio milenio, aunque ambos se revistan de los recién inventados «valores universales». Para la izquierda de hoy, como para Jaurès y Luxemburg, la única posición geopolítica coherente es la de intentar detener la próxima guerra mundial mientras se lucha por la emancipación humana.
Es posible que la izquierda del siglo XXI no esté aún suficientemente preparada para los previsibles retos que le esperan, pero ya ha demostrado su capacidad de conexión, de protesta y de resistencia. Su dinamismo creativo, a diferencia del cansancio y el desánimo de la izquierda de la primera fase neoliberal, y su rebelde movimiento de masas son dos motivos racionales para ser cautelosamente optimistas sobre su capacidad para afrontar los próximos retos.
¿Por qué debemos aceptar que el actual sistema socioeconómico —que ofrece abundancia y riqueza, a lo sumo, al 30 por 100 de la población humana y exclusión, explotación y vidas brutales, desagradables y cortas al resto de la misma— es lo máximo que puede construir la humanidad? La izquierda debe desempeñar un papel crucial en los monumentales desafíos del siglo XXI. Es hora de prepararse.
NOTAS: [1] Sobre la oposición del establishment a la expansión de la OTAN, véase, por ejemplo, Michael MccGwire, «NATO expansion: “A policy error of historic importance”, Review of International Studies, vol. 24, núm. 1, 1998. La cita del título procede de una carta abierta dirigida a Clinton en junio de 1997 por cincuenta exsenadores estadounidenses, secretarios del gabinete, embajadores, un jefe de la CIA y varios especialistas en política exterior.
[2] Cf. la clarividente conferencia de Eric Hobsbawm, The Forward March of Labour Halted?, publicada con respuestas a la misma en un libro del mismo título publicado por Verso en 1981. Como muchos pensadores dotados, Hobsbawm se adelantó a su tiempo, pero no por mucho.
[3] Lucas Chancel et al., World Inequality Report 2022, París, World Inequality Lab, p. 59.
[4] Goran Therborn, The Killing Fields of Inequality, Cambridge, 2013.
Versión abreviada del ensayo de Goran Therborn La izquierda y el mundo, aparecido en la edición española de New Left Review (noviembre-diciembre de 2022). La publicamos en Nueva Revista con permiso de New Left Review.
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