Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Una sociedad funciona no porque haya leyes, escribe en La Vanguardia el abogado Juan-José López Burnios, sino porque el ciudadano medio hace habitualmente lo que debe. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
El problema son las personas
JUAN-JOSÉ LÓPEZ BURNIOS
Cuántas veces, a lo largo de mi ejercicio profesional como notario, no le habré dicho a un testador exageradamente cuidadoso, de aquellos que quieren dejarlo todo atado y bien atado, enhebrando una cláusula tras otra con múltiples apartados y salvedades: “No se equivoque, el mejor testamento no es el más complejo, sino el más sencillo”. Y es efectivamente así: un testamento sencillo y sin pretensiones de exhaustividad, si los herederos son personas decentes o el albacea un tipo correcto, funcionará como un reloj; mientras que, en cambio, el más previsor de los testamentos, si los hijos son unos tarambanas o el albacea un aprovechado, provocará una sucesión tormentosa.
Hace falta, por supuesto, un testamento correcto, pero lo esencial son las personas que han de interpretarlo y ejecutarlo. Y esto no constituye ninguna excepción, porque una sociedad funciona no porque haya leyes, sino porque el ciudadano medio hace habitualmente lo que debe, aunque sea a contracor, acudiendo a su trabajo y trabajando, pagando sus deudas e impuestos, y atendiendo a las personas que de él o de ella dependen. Las leyes son por supuesto precisas para: a) establecer un orden social y b) para resolver conflictos de intereses; pero ¡ay de aquel país que todo lo fie a la capacidad coercitiva de sus leyes! No será un país; será un campo de concentración (una dictadura) o un campo de Agramante.
¿A qué viene este sermón pedestre? Solo a llamar la atención del lector sobre un punto que juzgo crucial: que la mayor parte de los males que nos afligen colectivamente no se deben a la mala calidad de las leyes y a la obsolescencia de las instituciones, sino al comportamiento de las personas que, por razón de su cargo, desempeñan la gestión de nuestros intereses colectivos.
Siguiendo el ejemplo antes expuesto del testamento: no se trata de que la Constitución sea un prodigio teórico; las leyes, una condensación quintaesenciada del más depurado espíritu de justicia; las instituciones, un dechado de perfección técnica, y los reglamentos, una carta de navegar omnicomprensiva tan certera como clara. No, no se trata de eso, porque, aunque se den todos estos presupuestos, si buena parte de los que están al frente de las instituciones y han de aplicar las normas carecen de la formación y de la experiencia de gestión necesarias para ello, estamos aviados. Y si, además, estos mismos mandamases están imbuidos de un espurio “patriotismo de partido” y van a lo suyo pensando solo en la conquista o la preservación del poder, el siniestro está servido: el Estado entrará en crisis. Mientras que, por el contrario, con unas instituciones apañadas y unas leyes sin pretensiones de perfección, unos políticos prudentes y comprometidos con el interés general conformarán una sociedad bien gobernada y atenta al bienestar de sus miembros.
Un ejemplo. Datando nuestra Constitución de 1978, un nacido al año siguiente, que cuente hoy 44 años, puede decir: “Ha pasado casi medio siglo, y somos muchos los españoles que no la votamos, por lo que es necesario reformarla para someterla de nuevo a la sanción popular”. Según esta teoría, cada equis años debería refrendarse todo nuestro marco legal. ¿También el código de circulación? Que un desaprensivo sostenga tal dislate es inevitable; ahora bien, que una opinión así cuaje es algo peor: hace pender la vigencia de las leyes de un constante refrendo popular. Algo imposible.
Este desvarío no se produce siempre, pues es exclusivo de aquellos momentos históricos de crisis profunda de los valores comunitarios. Una crisis que se manifiesta en una exacerbación hasta el paroxismo de los derechos individuales, en una mengua del sentido de pertenencia y de lealtad a la comunidad, con la consecuente falta de solidaridad, y en el menosprecio y menoscabo del interés general. Esta sociedad es incapaz de gobernarse democráticamente, porque no respeta las instituciones ni cumple las leyes, sean estas las que sean. En este caso, el problema no son las instituciones ni las leyes. El problema son las personas. El “factor humano” decía Graham Greene. Juan-José López Burniol es abogado.
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