Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. El Titadyn que apuntaba a ETA, la mochila de Vallecas, el ácido bórico, la tarjeta del grupo Mondragón, la furgoneta Kangoo, el “ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas”, escribe el periodista López Ordaz en El País Semanal explicitando un recorrido por las insidias, mentiras y personajes que torpedearon la investigación hace 20 años del 11-M y fabricaron la teoría de la conspiración tras el atentado yihadista de Madrid. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
El gran bulo
PABLO ORDAZ
03 MAR 2024 - El País Semanal - harendt.blogspot.com
Es un día de primavera, casi verano, de 2006. En el palacio arzobispal de Madrid suena el teléfono. El alcalde de la ciudad, Alberto Ruiz-Gallardón, desea hablar con el cardenal Antonio María Rouco Varela.
—Buenos días, alcalde.
—Buenos días, monseñor.
Ruiz-Gallardón, quien además de alcalde de la capital de España es un destacado dirigente del Partido Popular (PP) y un católico convencido, ha llamado a Rouco Varela para pedirle ayuda. Desde hace meses, sufre el ataque constante del periodista radiofónico Federico Jiménez Losantos, quien, desde los micrófonos de la Cope, la cadena de emisoras de la Conferencia Episcopal Española, insulta, ridiculiza, hace mofa profesional y también personal de quienes no secundan la llamada “teoría de la conspiración”, aquella que pone en duda la investigación oficial sobre los atentados yihadistas del 11 de marzo de 2004 en Madrid, que acabaron con la vida de 192 personas e hirieron a 1.900. El locutor llega a llamar al alcalde traidor, bandido y farsante porque, al contrario que otros muchos dirigentes del PP, no comparte los ataques a la instrucción del caso ni la teoría conspiratoria.
Rouco Varela, un cardenal que ha ejercido un gran poder en la Iglesia española y notable influencia en el Vaticano durante décadas, atiende a Ruiz-Gallardón. El alcalde se queja de que Jiménez Losantos siga vertiendo sobre él acusaciones tan graves como que no le importan los muertos y los heridos del 11-M y que prefiere que no se investigue a los verdaderos autores. “Es evidente”, llega a decir el locutor, “que nos han engañado, que nunca fue Al Qaeda, que no sabemos quién ha sido, pero sí sabemos quién ha sembrado de pruebas falsas el sumario y sí sabemos a quién ha beneficiado la masacre; lo sabemos perfectamente, ahí está, en La Moncloa… Así que lo repito, alcaldín: 200 muertos, 1.500 heridos y un golpe brutal para echar a tu partido del Gobierno te dan igual, Gallardón, con tal de llegar tú al poder”.
El cardenal Rouco escucha con paciencia las quejas del alcalde a través del teléfono, pero la respuesta deja helado al interlocutor:
—No comparto esos insultos, Alberto, pero no puedo hacer nada. Rezaré por ti.
Ya para entonces —dos años después de los atentados—, hace tiempo que la Policía, la Guardia Civil y los servicios de inteligencia han puesto en manos del juez Juan del Olmo y de la fiscal Olga Sánchez, instructores del caso en la Audiencia Nacional, un sinfín de pruebas que demuestran la participación de un grupo de terroristas yihadistas, algunos de los cuales fueron detenidos en los días siguientes a los atentados y otros se suicidaron con explosivos el 3 de abril en un piso de la localidad madrileña de Leganés tras ser descubiertos y sitiados por agentes del Grupo Especial de Operaciones (GEO). Uno de los policías, Francisco Javier Torronteras, murió durante el asalto y se convirtió en la víctima número 193. Pero a pesar de que no existe ningún indicio que conduzca a la autoría de la banda terrorista ETA, Jiménez Losantos, junto al entonces director del diario El Mundo, Pedro J. Ramírez, y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, del PP, lideran una feroz campaña que actúa en dos frentes, uno político y otro mediático. Por un lado, se ataca con dudas malintencionadas, e incluso con noticias falsas, la investigación y a quienes la llevan a cabo; por otro, se intenta deslegitimar al Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, surgido de las elecciones celebradas el 14 de marzo de 2004, porque, según sostienen los líderes de las teorías conspiratorias, la victoria del PSOE se debe a un “vuelco electoral” provocado por el atentado.
Hay historias reales difíciles de creer: los cuatro días que se sucedieron entre el jueves 11 de marzo de 2004 y las elecciones generales del domingo siguiente; o los más de dos años de intoxicaciones y mentiras disparatadas que transcurrieron hasta la celebración del juicio; o el propio juicio, donde algunos abogados que ejercían la acusación por encargo de las víctimas se desentendieron de su cometido y defendieron la teoría de la conspiración. Por eso merece la pena mirar aquellos hechos desde la perspectiva de los 20 años que se cumplen ahora. Y hacerlo desde el principio. Desde el momento justo en que una mentira —”expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente”, según la definición del Diccionario de la RAE— se convierte en un bulo, en una gigantesca “noticia falsa propalada con algún fin”.
El fin que se buscó entonces —tal vez sin valorar las consecuencias que ha tenido hasta nuestros días— era nada más y nada menos que la deslegitimación de un Gobierno salido de las urnas mediante la construcción de una realidad paralela basada en datos falsos. El 11-M fue, de alguna manera, un anticipo en España de la era de la desinformación a través de unos “hechos alternativos” —como diría muchos años después la consejera de Donald Trump Kellyanne Conway— que, alimentados más tarde por el creciente impacto de las redes sociales, han desembocado en la extrema polarización de la política y de la vida ciudadana.
Durante las primeras horas de conmoción y de dolor que siguieron a los brutales atentados —10 artefactos ocultos en bolsas o mochilas explotaron entre las 7.36 y las 7.40 del jueves 11 de marzo en cuatro trenes de Cercanías de Madrid—, casi todas las miradas se volvieron hacia ETA. Hasta el lehendakari, Juan José Ibarretxe, llamó al presidente del Gobierno, José María Aznar, y al alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, y les expresó sus condolencias: “Siento vergüenza de que unos ciudadanos vascos hayan podido cometer este atentado”. El juez Baltasar Garzón, que en aquel momento era titular del Juzgado de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional, se enteró enseguida de que la investigación de los atentados le había correspondido a su compañero del Juzgado número 6, Juan del Olmo, que era el que se encontraba de guardia aquella mañana, y aun así creyó conveniente trasladarse a los escenarios de la tragedia. Entre las 9.10 y las 9.30, llamó por teléfono al alcalde, con el que mantenía una buena relación. La conversación, según han confirmado ambos interlocutores, transcurrió en los siguientes términos.
—Hola, Baltasar. ¿Estás tú de guardia?
—No, por eso te llamo. La investigación le ha correspondido a mi compañero Juan del Olmo. No sé si lo conoces…
—Lo he saludado, pero no lo he tratado.
—Pues te pido que por favor le ayudes en todo lo que puedas, que pongas a su disposición la Policía Municipal, el Samur, los bomberos…
—Por supuesto, Baltasar. ¡Qué hijos de puta los de ETA!
—No creo que haya sido ETA. Esto parece un atentado yihadista, terrorismo islamista…
—¿Cómo? ¿Pero en qué te basas? Eres la primera persona que me lo dice…
—Por ahora es solo olfato, experiencia. No hay un objetivo militar, ni un juez, un político, un periodista… Es un asesinato masivo, indiscriminado… No sé, veremos.
Garzón recuerda —y tiene apuntado en su diario—todos los pasos que dio aquella mañana. De la Audiencia Nacional se fue a la sede del Ministerio de Agricultura, situada frente a la estación de Atocha, y allí esperó —junto al resto de jueces y funcionarios judiciales— a que la Policía les informara de que ya era posible bajar sin peligro a los andenes. “Nunca se me olvidarán las imágenes que vi. Me di cuenta de que aquello no parecía un atentado de ETA. Fue como si se me activara un mecanismo interior”. El juez, que desde 1988 había dirigido operaciones antiterroristas, contra comandos de ETA pero también contra células yihadistas —en noviembre de 2001, durante la Operación Dátil, detuvo a algunos islamistas relacionados con los atentados del 11-S en Estados Unidos—, empieza a atar más cabos. Habla con los policías que están allí y recibe llamadas de antiguos colaboradores, se interesa por los detalles. El tipo de explosivo, que no utilizaba ETA desde hacía 25 años; la rueda de prensa de Arnaldo Otegi, el líder de la entonces ilegalizada Batasuna, que niega tajantemente la participación de ETA; el hallazgo de una furgoneta utilizada por los terroristas cuyas matrículas no habían sido duplicadas ni habían dejado un dispositivo trampa cargado con explosivos, como sí solía hacer la organización terrorista vasca para borrar huellas y, de paso, llevarse por delante a algún artificiero.
Garzón asegura que, “a partir de la una y media de la tarde, pero sobre todo de las tres”, llega a una conclusión: “No había sido ETA. A las tres de la tarde, ni lo pensaba yo ni ninguno de los expertos de la policía con los que hablé. Y puedo garantizar que los policías no se guardaron esa información, sino que, como hacían siempre en estos casos, se la transmitieron a sus superiores, y estos, a su ministro. Hasta el director de la Policía [Agustín Díaz de Mera, del PP] me dijo sobre esa hora que pensaba lo mismo que yo. Pero luego añadió: ‘Baltasar, las órdenes las imparte el presidente del Gobierno. Punto’. Y así lo anoté en el diario que escribí aquella noche”.
En este relato las horas importan. A las 13 horas, 6 minutos y 45 segundos del 11 de marzo, la centralita de EL PAÍS registra una llamada procedente del palacio de la Moncloa. Es José María Aznar, el presidente del Gobierno durante los últimos ocho años, el mismo que había designado a dedo a Mariano Rajoy como su sucesor después de descartar a Rodrigo Rato; el presidente que había llegado al poder en 1996 precedido de una aureola de ciudadano corriente, austero; incluso Rodrigo Rato, que había sido su vicepresidente económico, llegó a decir de él: “A los poderes fácticos les jode Aznar, porque no ha adquirido con ellos ningún compromiso”. No se sabe si por el síndrome de La Moncloa, que va aislando a los presidentes conforme se van sintiendo cómodos en el palacio, o por la mayoría absoluta obtenida en marzo de 2000, aquel supuesto enemigo de los poderes fácticos y del lujo mundano se fue transformando hasta el punto de que, el 5 de septiembre de 2002, casó a su hija en El Escorial, ante 1.100 invitados, incluidos los Reyes de España, tres jefes de Gobierno y un jefe de Estado.
Según coinciden las fuentes consultadas —entre ellos antiguos altos cargos del PP—, Aznar se aferró a la autoría de ETA en el atentado del 11-M porque, si efectivamente habían sido los islamistas, los votantes castigarían en las urnas al Partido Popular por su apoyo —aquella foto de las Azores junto a George W. Bush y Tony Blair— a la invasión de Irak. Ya no estaba solamente en disputa el resultado de unas elecciones en las que competían dos candidatos primerizos, Mariano Rajoy, por parte del PP, y José Luis Rodríguez Zapatero, por el PSOE; también estaba en juego su propio legado. En vez de la feliz retirada que había diseñado a su medida —dos mandatos y un sucesor designado—, se enfrentaba al peligro de la derrota y el deshonor. Y trató de conjurarlo de la misma manera que había afrontado la marea negra del Prestige, las multitudinarias manifestaciones contra la guerra de Irak o el accidente aéreo del Yak-42: negando la realidad y persiguiendo al discrepante.
Jesús Ceberio, entonces director de EL PAÍS, no grabó la llamada de Aznar, pero sí recuerda lo que le contó el presidente del Gobierno en el “minuto y 51 segundos” que duró la comunicación: “Yo le dije: ‘Hola, presidente’. Él fue al grano y me transmitió su absoluta certeza de que el atentado había sido obra de ETA. Y añadió: ‘Lo han intentado en varias ocasiones y lamentablemente esta vez lo han conseguido”. Como relata en su libro La llamada (Debate), a punto de publicarse, la conversación con Aznar lo llevó a cambiar la portada de la edición especial vespertina para incluir la palabra ETA. Otro de los directores que recibieron la llamada de Aznar fue José Antonio Zarzalejos, que entonces estaba al frente del diario Abc. Aquella conversación fue más temprana —sobre las 11.00, dos horas antes de la llamada a Ceberio— y significativamente más extensa, pero sobre todo tiene un interés particular, porque aquí Aznar no solo emite un mensaje, sino que también recibe una reflexión que contradice su teoría. “Me dice el presidente”, recuerda Zarzalejos, “que estamos ante una tragedia de grandes dimensiones, aunque todavía entonces pensábamos que habían muerto 80 personas y luego se llegó hasta 192. Yo le expreso mi primera duda, que es la magnitud del atentado. Y se lo razono, le doy mi opinión”.
Los argumentos que Zarzalejos ofrece a Aznar aquella mañana proceden de su propia experiencia. Antes de ser director de Abc, lo ha sido de El Correo en Bilbao, ha estado bajo la mira de ETA durante muchos años —sufrió dos intentos de atentado, en 1994 y 1997— y dispone de muchas fuentes en el País Vasco, incluso en el entorno de la izquierda abertzale. “Le digo a Aznar que cuando ETA pasa determinadas líneas de crueldad cuantitativa o cualitativa entra en una crisis interna. Yo recordaba bastante bien lo que había ocurrido en Hipercor, en Vic, en Zaragoza, y lo que ocurre en 1997 con la crueldad extrema del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Aquellos atentados tan brutales habían tenido un gran impacto en la organización terrorista, porque su gente, sus simpatizantes, se desagregaban, y por tanto, desde hacía un tiempo ETA medía el grado de crueldad. Me acuerdo de que llegué a decirle al presidente del Gobierno: ‘Si ha sido ETA, imagino que en estos momentos los de Batasuna se estarán yendo al sur de Francia…’. Y, entonces, el presidente me hizo una pregunta retórica: ‘¿No me crees?”.
La conversación con el director de Abc no es la única en la que, de primera mano, sin subordinados que pudieran acomodar más o menos la realidad a lo que deseaba escuchar el jefe, José María Aznar recibe información directa, y también contradictoria con la tesis que el Gobierno ya había adoptado y a la que se seguiría agarrando hasta la jornada electoral del 14 de marzo. Hay otra información de especial relevancia que le llega directamente desde Washington. Javier Rupérez, que entonces era el embajador de España en Estados Unidos y que en 1979 había sido secuestrado por ETA, recibe la visita de George W. Bush la tarde del viernes 12 de marzo. “En un momento determinado”, recuerda Rupérez, “el presidente Bush, que había acudido a la Embajada acompañado de su esposa y de la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, me dice que si podríamos conversar a solas. Lo acompaño a mi despacho y me pregunta: ‘¿Quién cree usted y quién cree su Gobierno que ha sido el autor del atentado?’. Yo le digo que en ambos casos creemos que es ETA. Y entonces Bush me contesta: ‘Pues mis servicios me dicen que a lo mejor no han sido ellos, sino que han sido otros…’. Se me quedó grabada aquella conversación porque era una información muy significativa, por tratarse de quien me la transmitía y porque dijera que a lo mejor no había sido ETA. Tomé nota y lo transmití a Madrid…”.
También el entonces candidato socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, trata de establecer una vía de comunicación con José María Aznar. “No fue fácil aquella conversación”, recuerda, “le pedí que convocara a todos los partidos políticos ese mismo día. Pero él no lo vio, no lo aceptó. Me dijo: ‘Espero que ahora nadie ponga en duda que esto fue un atentado terrorista’. No resultó fácil hablar con él, no. La conversación con Aznar fue tan difícil que después llamé a Mariano Rajoy, que era el candidato, a ver si él podía conseguir una cierta foto de unidad de todos los partidos, pero tampoco lo conseguí. Yo creo que ya en ese momento el PP había establecido esa especie de silogismo: si es ETA, perjudica a la izquierda; si es terrorismo islamista, perjudica al Gobierno”.
Aquí podíamos situar la frontera de la mentira, el amplio zaguán que no se convertirá en bulo hasta unos meses más tarde. En las vísperas de la jornada electoral, la batalla contra la desinformación del Gobierno se libra en las calles y por mensajes de texto —aún no existen redes sociales ni por supuesto WhatsApp, que habrían elevado la discusión y la difusión de noticias falsas hasta un nivel impensable entonces—. Durante la manifestación multitudinaria del viernes 12 de marzo por la tarde hay un grito que se eleva sobre la conmoción del suceso: “¿Quién ha sido?”. Parece una pregunta, pero lleva la respuesta dentro. Muchos ciudadanos, no todos necesariamente de izquierdas, sienten que su Gobierno no les está transmitiendo toda la información de que dispone. La noche del viernes, cuando la investigación ya ha descartado de plano la autoría de ETA, Telemadrid emite Asesinato en febrero, un documental sobre el atentado de la banda terrorista que acabó con la vida del político socialista Fernando Buesa y de su escolta.
Aquí podríamos situar el final de la mentira, y el inicio del gran bulo. El día 3 de mayo de 2006, dos años después del atentado, el diario El Mundo tituló a todo trapo en su portada: “La furgoneta del 11-M tenía una tarjeta del grupo Mondragón en el salpicadero”. En el texto de la noticia se decía que un policía de paisano vio “la tarjeta” a través del salpicadero de la furgoneta Kangoo utilizada por los terroristas, que informó a través de su transmisor portátil y que alrededor de 40 agentes pudieron escuchar en directo aquel dato tan relevante “que apuntaba a ETA”. Decía también que la “tarjeta” tenía un “número de teléfono cuyo prefijo apuntaba al norte”. El diario de Pedro J. Ramírez presentaba la noticia como una exclusiva, y añadía que ni Ángel Acebes, el ministro del Interior del Gobierno de Aznar, ni Juan del Olmo, el juez instructor del caso, habían llegado a conocer ese dato. Y en esto último tenían razón. Sobre todo, porque la información era falsa, aunque no por falsa menos malintencionada: escribir que la tarjeta era del “grupo Mondragón” y que el teléfono “apuntaba al norte” buscaba que cualquier lector, de un simple vistazo al quiosco, pudiera inferir que, efectivamente, allí estaba el rastro de ETA. Y, por si alguien había dudado, el ya exministro del PP Eduardo Zaplana se hacía eco al día siguiente del infundio en un programa de Antena 3: “La tarjeta existe con toda seguridad”. La realidad era bien distinta. Lo que se había encontrado en la furgoneta era una cinta de casete de la Orquesta Mondragón, y no una tarjeta del grupo Mondragón —la asociación de cooperativas vascas—, y el supuesto teléfono que “apuntaba al norte” procedía en realidad de una tarjeta de visita de Gráficas Bilbaínas, una empresa radicada en Madrid.
Ahí está, en solo un párrafo, el esquema de funcionamiento del gran bulo que, durante meses, años incluso, alimentó la teoría de la conspiración. El mecanismo siempre era más o menos el mismo. El Mundo publicaba de madrugada una noticia engañosa, Federico Jiménez Losantos le daba pábulo por la mañana en la Cope y el PP la convertía en oficial a través de declaraciones públicas de sus dirigentes. Otras veces, el sentido se invertía: el PP hacía una pregunta parlamentaria y eran los medios afines los que la convertían después en una noticia. En dos años, el partido de Mariano Rajoy formuló más de 400 preguntas parlamentarias sobre estos asuntos.
También se unió al canal conspiratorio Telemadrid, la televisión pública que controlaba con mano de hierro la presidenta de la Comunidad, Esperanza Aguirre, quien además tenía motivos particulares para añadir leña al fuego: dos de sus enemigos íntimos dentro del PP —Alberto Ruiz-Gallardón y Mariano Rajoy— figuraban entre las víctimas propiciatorias de los ataques de Jiménez Losantos.
El sistema era perfecto porque todos salían ganando. El PP asumía el papel de agraviado, la víctima electoral de una oscura conspiración urdida por políticos socialistas, policías corruptos, jueces y fiscales vendidos o ineficaces, agentes secretos de potencias extranjeras, terroristas de ETA en connivencia con los yihadistas… Para El Mundo, el negocio era redondo, sobre todo porque su principal competidor en aquellos tiempos, el diario Abc, decidió apostar por el periodismo en vez de por la conspiración y, cada día, con la puntualidad de una misa de ocho, su director, José Antonio Zarzalejos, recibía el oportuno correctivo por parte de Jiménez Losantos, quien además de locutor en la Cope era columnista en El Mundo y propietario de Libertad Digital, otro de los medios afines a la conspiración. “Entre 2006 y 2007″, recuerda el entonces director de Abc, “perdimos del orden de 20.000 ejemplares. Hay que tener en cuenta que el boicot era muy específico, porque la Cope era una emisora que impactaba de lleno en un espectro de la audiencia que era también lector de Abc. Y muchas mañanas, en antena, [Jiménez Losantos] daba el teléfono de las suscripciones de Abc para que la gente llamara y se diera de baja. Me acuerdo de que hasta me llamó la duquesa de Alba para mostrarme su preocupación por la línea de Abc… Eso significaba que la campaña contra nosotros les estaba funcionando”. Zarzalejos fue destituido como director de Abc en febrero de 2008.
La noticia falsa de la supuesta tarjeta del grupo Mondragón solo fue una más de la larga cadena de mentiras y medias verdades. Entre las más destacadas, la de la mochila —aunque en realidad era una bolsa—que no estalló y que, gracias a que fue desactivada en un parque de Vallecas, condujo a la Policía hasta los autores de la matanza. Para El Mundo, la cadena de custodia policial de aquella bolsa se había roto y cualquiera pudo haberla colocado allí para dirigir la investigación hacia los islamistas. Rajoy asumió la intoxicación —descartada después por la sentencia— y, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, denunció públicamente: “¿Dónde estaba la mochila? ¿Quién la puso allí? Esto es enormemente grave. La obligación de la policía es explicarlo. Si esto se confirma, podría anular la investigación y podría anular el sumario”. Por supuesto nada de eso sucedió, pero, a pesar de que habían pasado dos años, la semilla de la sospecha seguía sembrándose.
Otra de las supuestas exclusivas de El Mundo y la Cope, tal vez una de las más estrafalarias, fue la que, también en portada, se tituló así: “Interior falsificó un documento para ocultar al juez lazos entre el 11-M y ETA”. Uno de los subtítulos explicaba en qué consistía la supuesta noticia: “Tres peritos certificaron que la misma sustancia hallada en el domicilio del presunto instigador de la masacre, Hassan el Haski, había sido encontrada también en el piso franco de un comando de ETA en Salamanca”. ¿Dónde estaba el truco? En que la “sustancia” era ácido bórico, un producto que se vende libremente en droguerías y que sirve para matar cucarachas o para combatir el olor de pies, jamás para fabricar bombas. Un policía que registró el piso del yihadista hizo constar la coincidencia en un borrador del informe, su superior lo quitó del informe definitivo que elevó al juez porque aquello no tenía relevancia, pero El Mundo publicó en portada a cinco columnas la copia de sendos documentos para denunciar que Interior, ya bajo el mando de un ministro socialista, estaba ocultando pruebas. La noticia la firmaba Casimiro García-Abadillo, entonces vicedirector de El Mundo.
Hubo una historia en la que la connivencia de los responsables de la matanza y los periodistas abonados a la conspiración pudo rayar lo delictivo. El exminero Emilio Suárez Trashorras fue detenido días después de los atentados por facilitar a los terroristas los explosivos para cometer los atentados. En septiembre de 2006, concedió una entrevista a El Mundo cuyo título fue: “Soy una víctima de un golpe de Estado encubierto tras un grupo de musulmanes”. Más tarde, les llegó a confiar a sus padres durante una conversación desde la cárcel: “Si El Mundo paga, les cuento la Guerra Civil”. Trashorras admitió años después que implicó a ETA para generar confusión, y que la línea editorial de El Mundo era la que más le convenía a sus intereses. Fue condenado a 34.715 años de cárcel por su participación en los atentados. Aún sigue en prisión.
Ninguna de aquellas falsas polémicas era inocente. Tenían un objetivo. Los jueces, fiscales, policías, periodistas o políticos que se plantaron ante la conspiración —a pesar de que muchos de ellos pertenecían a la órbita política y sociológica del PP— empezaron a ser atacados sin piedad, en el ámbito profesional y también en el personal, con graves repercusiones familiares. Ya han quedado reseñados aquí los casos del alcalde Ruiz-Gallardón y del periodista Zarzalejos, pero también fueron muchos los policías que sufrieron las consecuencias. Entre ellos, Juan Jesús Sánchez Manzano, Rodolfo Ruiz o Telesforo Rubio.
A Sánchez Manzano, que era comisario jefe de los Tedax (la unidad de desactivación de explosivos de la Policía), ex altos cargos del Gobierno del PP le pidieron, justo antes de que se inaugurase la comisión de investigación del 11-M en el Congreso (en julio de 2004), que admitiera que los artificieros de la Policía habían hablado de la existencia de Titadyn —el explosivo usado habitualmente de ETA— en el escenario de los atentados yihadistas. “Me lo pidieron”, relató en una entrevista con este periódico, “para poder explicar su error. Pero me negué porque era mentira. Y entonces, a medida que se acercaba la comisión parlamentaria, algunos periodistas, como Pedro J. Ramírez, Casimiro García-Abadillo o Federico Jiménez Losantos, comenzaron a difundir teorías para tratar de mantener la relación de los atentados con ETA. Fueron creando lo que luego se llamó la teoría de la conspiración. Llegaron a decir cosas tan delirantes como que la mochila que contenía la bomba hallada en el Puente de Vallecas la tenía yo en la cocina de mi casa”.
Rodolfo Ruiz, que era el comisario jefe de Vallecas, recuerda aquella época con mucho dolor: “Un día me encerré a escuchar todo lo que Jiménez Losantos había dicho de mí. Fue tan duro que todavía se me saltan las lágrimas… Llegó a decir, y luego lo repitió El Mundo, que yo había colaborado en la matanza y que había llenado de pruebas falsas el sumario. Aquello lo escuchaba, lógicamente, todo mi entorno familiar, la gente del pueblo… Mi hija y mi esposa cayeron en una depresión, y mi mujer acabó quitándose la vida”.
Telesforo Rubio, que fue nombrado comisario general de Información por el Gobierno de Rodríguez Zapatero, aporta un dato: “En los dos años que estuve en el cargo, desde 2004 a 2006, detuvimos a 123 terroristas de ETA, rastreamos si alguno de ellos había tenido alguna relación con los yihadistas, y no salió nada. Pero esa insistencia de la teoría de la conspiración, cada mañana, en el periódico o en la radio, nos obligaba a hacer un repaso completo de todas las actuaciones, por si había algo, pero no había nada. Y a la mañana siguiente, vuelta a empezar”.
Es una situación parecida a la que relata Mercedes Gallizo, que fue nombrada por Rodríguez Zapatero directora general de Instituciones Penitenciarias nada más llegar al Gobierno. “Si la primera fase de la teoría de la conspiración fue la de decir que fue ETA”, explica, “y la segunda la de que, bueno, habrán sido los yihadistas, pero no tenían capacidad de hacerlo solos, así que estará ETA detrás; la tercera era la de introducir la duda. Nos vimos atrapados entonces en un montón de preguntas parlamentarias del PP que intentaban demostrar lo que no había, pero que aun así teníamos que investigar. No se encontró nada sospechoso, no había nada, era evidente que no lo había, pero tuvimos que poner a muchos funcionarios a trabajar para buscar un fantasma. Porque es muy difícil desmontar un bulo, pero desmontar una duda es muchísimo más difícil aún. Pero se intentó, se hizo un gran esfuerzo y se llegó a la conclusión evidente de que no había nada”.
De aquella época, Gallizo guarda una reflexión con un retrogusto amargo: “Todas aquellas teorías provocaron una distorsión grave. Colocaron bajo sospecha la convicción que los ciudadanos debemos tener en una sociedad democrática: la seguridad de que la Policía funciona, de que no miente ni fabrica pruebas falsas, de que no existe una conspiración permanente en la que están mezclados los servicios de inteligencia, la Guardia Civil, los jueces… Todo eso crea un ambiente muy corrosivo, y yo creo que aquella dinámica terminó pervirtiendo tanto las relaciones políticas que sus efectos llegan hasta nuestros días. El no aceptar que te has equivocado, no pedir disculpas, incluso hacer todo lo contrario: deslegitimar al que no piensa como tú, tratar al adversario como enemigo”.
Hubo tres personas que, además de los políticos, policías y periodistas citados, sufrieron especialmente el ataque de los portavoces de la mentira. El juez Juan del Olmo, la fiscal Olga Sánchez y la mujer que durante aquellos días encarnó ante todo el país el sufrimiento de las víctimas, Pilar Manjón. La fiscal recuerda que una de las cosas que más le afectaban eran los ataques a los policías y a las víctimas: “Todavía mantengo relación con muchos de los agentes que durante aquellos días se dejaron la piel en la investigación mientras eran vilipendiados en algunos medios”. José María Fuster-Fabra, el abogado de Manjón y de otras víctimas, explica que las mentiras y los bulos supusieron un dolor añadido para ellas: “Iban allí cada día con la esperanza de buscar justicia y, por el contrario, se encontraban en medio de un espectáculo lamentable en el que a veces, más que la condena de los responsables, se buscaba lo contrario”.
Aznar nunca se desdijo de su actuación. En febrero de 2021, durante una entrevista con Jordi Évole, rehusó retractarse de aquella frase suya tan célebre que pronunció en la comisión de investigación del Congreso, y que viene a constituir en sí misma una apología de la duda: “Yo creo que los responsables del atentado no están ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas”.
—¿Sigue pensando que detrás pudo estar ETA?
—Digo que los que lo hicieron tenían una información muy detallada de gente que conocía muy bien el terreno y que conocía muy bien lo que pasaba en España.
—¿Eran de ETA?
—Eso yo no lo sé.
Esa insinuación, larvada en la víspera electoral del 14 de marzo de 2004, era y sigue siendo el acta fundacional de la teoría de la conspiración, lo que, en el lenguaje de Rouco Varela, vendría a ser “el pecado original”, la línea editorial que Pedro J. Ramírez y Federico Jiménez Losantos se encargan de desarrollar, cada uno a su estilo, a lo largo del tiempo. Ellos no han accedido a ser entrevistados para este reportaje. Sí lo han hecho, en cambio, cuatro de aquellas personas que enarbolaron —y aún lo siguen haciendo— las dudas sobre la autoría del atentado y la posterior investigación policial y judicial. Una es Esperanza Aguirre, la entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, que aún niega que el Gobierno del PP se guardara información sobre la autoría yihadista, pero que, como Aznar, insiste en que todavía no se conoce toda la verdad: “Yo recuerdo de aquellos días que el ambiente se tornó muy desagradable para los que éramos del PP. Como si hubiéramos sido nosotros los que pusimos las bombas. Echaban la culpa al presidente Aznar porque decían que habíamos estado en la guerra de Irak, cosa que era falsa. Los socialistas rodearon nuestras sedes… Lo que sí tengo claro es que perdimos las elecciones por el atentado y que, mientras el 11-S tiene un autor intelectual, el 11-M no lo tiene todavía”.
El otro exdirigente del PP es Vicente Martínez-Pujalte, que por aquel entonces se convirtió, junto al también diputado Jaime Ignacio del Burgo, en el principal ariete contra el Gobierno de Rodríguez Zapatero en la comisión de investigación. Pujalte insiste en otro de los argumentos que enarbolan quienes cuestionan la versión oficial: no cree que aquel grupo de jóvenes yihadistas tuvieran la preparación suficiente para cometer los atentados.
También ha aceptado responder a algunas preguntas Casimiro García-Abadillo, quien firmó en El Mundo una parte de las informaciones principales de la teoría de la conspiración y que más tarde, tras la marcha de Pedro J. Ramírez, se convirtió en director del diario. “Yo no creo que Aznar mintiera”, sostiene, “lo que sí pienso es que creyó lo que quería creer”. Con respecto a la autoría del atentado, dice que sigue teniendo dudas, sobre todo en dos sentidos: si los yihadistas detenidos tenían capacidad para una acción de tal magnitud (algo que queda resuelto en la sentencia) y sobre si Jamal Zougam (uno de los autores del atentado, que fue condenado y continúa en prisión) estuvo presente aquella mañana en los trenes.
—¿Y sobre la actuación de El Mundo?
—Yo creo que se cometieron errores, sin duda, pero que la mayoría se cometió de buena fe. Por lo menos es lo que yo viví. No quiero hablar de otros medios ni de otros periodistas, pero yo creo que nos movía una voluntad genuinamente periodística, la de saber qué había pasado ahí. Pero es verdad que, en ese marasmo, en esa situación de confusión, de lío, de distintas fuentes, probablemente alguna vez tendríamos que haber sido más prudentes.
Lo que sucedió en el periódico fundado por Pedro J. Ramírez merece capítulo aparte. Durante aquella época, recuerdan algunos de sus periodistas, aparecieron por la redacción unos personajes hasta entonces desconocidos que se hacían llamar “peones negros” y que tenían la autorización del director para utilizar los recursos del periódico. El líder era un ingeniero llamado Luis del Pino, que se dedicó a estudiar a fondo el sumario para hallar posibles fallos e incongruencias. Juan Carlos Girauta, quien por aquella época pertenecía al PP y colaboraba en El Mundo y en la Cope y de quien se llegó a decir que pertenecía a aquel misterioso grupo —”nunca formé parte de la asociación, solo fui a un par de manifestaciones”—, sostiene que el verdadero cerebro era Del Pino, quien sigue teniendo un programa en la actual emisora de Jiménez Losantos. “Luis, al que considero un amigo”, explica Girauta, “es alguien verdaderamente brillante, y llegó a conocer de tal manera el sumario del 11-M que había que estar muy preparado para poder discutir con él. Yo creo que era él la verdadera fuente de los periodistas de El Mundo y de la Cope, nadie estaba a su altura”. A partir del 18 de abril de 2004, solo un mes después del atentado, varios periodistas a las órdenes de Ramírez empezaron a publicar historias como aquella en la que se confundía una cinta de casete de la Orquesta Mondragón con una tarjeta del grupo Mondragón. Una serie llamada Los agujeros negros del 11-M, en la que se atacaba de forma sistemática la instrucción del caso, llegó a tener 39 capítulos.
La redacción de la versión digital del diario, dirigida por Gumersindo Lafuente, decidió actuar de forma autónoma cuando consideraba que una noticia no reunía los imprescindibles requisitos periodísticos. Eran los tiempos en los que las redacciones de la edición impresa y la digital trabajaban por separado. Uno de los muchos enfrentamientos con Pedro J. Ramírez se produjo, precisamente, a raíz de la publicación en la versión impresa de la historia del supuesto grupo Mondragón. “Como vimos que aquella historia era a todas luces falsa”, explica Lafuente, “decidimos no incluirla en la web y, a la mañana siguiente, me llamó Pedro J. a su despacho. Cuando llegué me encontré con que estaban también allí Casimiro, Miguel Ángel Mellado y Victoria Prego. Aquello parecía un tribunal. Me preguntó que por qué no lo habíamos publicado, y le dije que teníamos una copia del sumario —nosotros habíamos decidido investigar por nuestra cuenta—y que aquella tarjeta no estaba entre la relación de objetos hallados en la furgoneta. Nadie abrió la boca”.
Cada noche, después de consultar la versión impresa del día siguiente, Lafuente y el equipo que dirigía elmundo.es escogía qué se iba a publicar al día siguiente en función de la credibilidad de la noticia. Ya entonces no era difícil imaginar cómo iba a terminar aquel enfrentamiento, solo faltaba ponerle fecha. Gumersindo Lafuente fue apartado en julio de 2006 y unos meses más tarde despedido. Se fue con la convicción de que, detrás de aquella estrategia de la conspiración, también había latente un interés comercial: “Había una estrategia política y mediática, una coordinación muy clara entre El Mundo, la Cope y Telemadrid. Pero también una estrategia comercial. Asistí a reuniones en las que se mostraron gráficas que demostraban que, cada vez que El Mundo publicaba historias de la conspiración en colaboración con Jiménez Losantos, nuestras ventas subían y las del Abc bajaban”.
Las teorías de Del Pino, que no quiso hablar para este reportaje, quedaron en la nada. Si acaso dieron pie —como han reconocido el comisario Telesforo Rubio y la exdirectora de prisiones Mercedes Gallizo— para que la Policía, el juez Juan del Olmo y la fiscal Olga Sánchez —ambos también maltratados por la teoría de la conspiración— repasaran una y otra vez sus pesquisas, sus autos, cada escucha, cada interrogatorio, en busca de una pista que en realidad no existía más que en la pretecnología de la mentira. Pero, por el camino, fueron arrastrando mucho dolor. En primer lugar, el de las víctimas, que en vez de hallar consuelo, vieron aumentado su desasosiego, sus dudas, su pena.
Ruth Rogado, que perdió a su padre aquella mañana terrible, sigue pensando que el Gobierno no pensó en las víctimas: “Ni en las familias, ni en absolutamente nada. Lo que querían era tapar algo. Y ganar. A cualquier precio. Mintiendo si hacía falta”. Francisco Javier Córdoba, que salió del tren de milagro, con el rostro quemado y una de sus orejas desprendidas de la cara, recuerda cada detalle. Acompaña el relato con una sonrisa, una alegría de estar vivo con la que trata de compensar el recuerdo de aquella mañana, tan presente en su cabeza como el pitido que para siempre se instaló en sus oídos. A pesar de sus heridas, de su cara vendada, recuerda con orgullo que el domingo de las elecciones sí salió un momento de casa: “Evidentemente, fui a votar”.
—¿Por qué evidentemente?
—Hombre. Si por la mañana del mismo día 11 ya se iba sabiendo que todo apuntaba a los islamistas, ¿por qué estuvieron tres días vendiéndonos la moto de que fue ETA? Hay que ser muy desalmado, por querer quedarse en el Gobierno. Aquello me sentó a cuerno quemado. No puedo verlos desde entonces.
Rogado y Córdoba asistieron a algunas de las sesiones del juicio, en los asientos habilitados para las víctimas y sus familiares, muy cerca de la habitación de cristal blindado de los acusados. Por entonces, la teoría de la conspiración lo había infectado todo, incluso la relación entre las propias víctimas. Los ataques descarnados hacia Pilar Manjón, la madre de uno de los jóvenes que murieron en los trenes, aumentaron un dolor que ya de por sí parecía insuperable.
Desde la presidencia del tribunal, el juez Gómez Bermúdez recuerda que presenció escenas inauditas: “Uno de los peores recuerdos que tengo del juicio es el comportamiento de algunos abogados que ejercían la acusación por parte de las víctimas. Actuaron como si fueran defensores de los acusados. No me cabía en la cabeza que aquellos abogados de las víctimas pudieran sostener la teoría de la conspiración. Porque, además, no hay ni una sola de aquellas teorías que tenga una base sólida. Se mintió conscientemente. Pudo haber algunas partes de la teoría de la conspiración que pudieran ser, digamos, involuntarias. Pero hubo mentiras descaradas que fueron hechas de mala fe”.
La polarización del país emanada de la mentira y el bulo también llegó al juicio, que se celebró entre los meses de febrero y julio de 2007. El dilema que se había planteado Aznar —si es ETA, beneficia al PP; si son los yihadistas, al PSOE— se instaló también en los prolegómenos del juicio. “Me acuerdo de los rumores de aquellos días”, explica Gómez Bermúdez, “se decía que, si la sentencia iba en un sentido, es que los jueces nos apoyábamos en determinados partidos de izquierda; y si iba en el otro, en la derecha. Absolutamente falso. El tribunal era un tribunal conservador. Yo era y soy conservador. Y los otros dos magistrados, que yo sepa, también. Y la sentencia es la que fue”.
Después de analizar todas las dudas y darles respuesta, el tribunal presidido por Gómez Bermúdez dedicaba un párrafo de la sentencia, dictada el 31 de octubre de 2007, a explicar cuál era la fórmula del bulo, de qué manera los instigadores de la conspiración lograron envolver sobre un manto de duda las actuaciones de la Policía, del juez, de la fiscal. Ahora, después de tantos años, Gómez Bermúdez asegura con toda rotundidad: “Se mintió conscientemente. No hay una sola de aquellas teorías de la conspiración que tuviera una base sólida. Se cogía un dato, se descontextualizaba, se ocultaba cualquier otro dato que lo contradijese y se sacaba una conclusión. Algunos podían tener apariencia de verdad, pero eran mentiras”. Pablo Ordaz es periodista.
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