Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. La noticia de que varios sacerdotes de la diócesis de Toledo piden la muerte del papa Francisco por hereje, me ha hecho recordar un artículo del filósofo Fernando Bermejo que leí hace años sobre si la iglesia tiene salvación. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
Hans Küng, en la puerta de Rashomon
FERNANDO BERMEJO
23 MAR 2013 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com
Reseña del libro "¿Tiene salvación la Iglesia?", de Hans Küng (Trotta, 2013)
Nunca han faltado en la historia del cristianismo las voces críticas que han denunciado las presuntas traiciones al ideal original, la falta de «conformidad con el Evangelio» y han pedido, cuando no exigido, una reconversión a conciencia. Hasta tal punto es así que el lema, originalmente protestante, Ecclesia semper reformanda, ha pasado a ser enarbolado por no pocos católicos imbuidos de voluntad de cambio. Las controvertidas declaraciones del anciano cardenal Carlo Maria Martini o el libro Lo que el viento se llevó en el Vaticano, del sacerdote Luigi Marinelli (bajo el seudónimo I Millenari), son sólo algunos ejemplos recientes.
No es necesario estar versado en los entresijos eclesiásticos para percatarse de que el título elegido por Hans Küng para su último libro es abiertamente provocador: la institución bimilenaria que se ha arrogado la pretensión de poseer el monopolio de decidir quién merece «salvarse» –condensado en el clásico y presuntuoso adagio Extra ecclesiam nulla salus– se ve enfrentada aquí a una posible condena, en una desafiante inversión. Este aspecto queda expresado, si cabe, de modo aún más impactante en el original alemán de 2011 (Ist die Kirche noch zu retten?), pues en él se plantea si es posible salvar todavía a la Iglesia; el editor español parece haber preferido un título lo más breve posible. Por lo demás, el lector puede estar tranquilo: la traducción de José Manuel Lozano-Gotor no sólo es francamente excelente, sino que apenas se detectan erratas (tan solo un gazapo en el último párrafo de la página 116: donde dice «resultó posible» debería decir «resultó imposible»).
El motivo que ha llevado al muy prolífico teólogo suizo a escribir este libro es expuesto en una suerte de prólogo, en el que se refiere a la existencia de una grave crisis eclesial que consiste, según él, en un problema de gobierno. Esta crisis, que tiene el rango de una «crisis sistémica» se habría hecho visible para el mundo entero en uno de sus síntomas más recientes, a saber, la revelación de los muy abundantes casos de abusos a menores por parte de miembros del clero católico, un tema aludido a menudo, desde el principio hasta el final del libro. Como prueba de la existencia de una crisis objetiva se aducen el abandono de la Iglesia católica por parte de numerosos fieles en los últimos años (varios cientos de miles sólo en Alemania), la opción de muchos por Iglesias protestantes, así como el creciente desapego del pueblo con respecto a sus jerarquías y la alarmante disminución de vocaciones sacerdotales.
El núcleo de la crisis, a juicio de Küng, se halla en que la Iglesia «padece bajo el sistema de dominación romano», un sistema esencialmente medieval que se caracteriza «por el monopolio del poder y la verdad, por el juridicismo, el clericalismo, la aversión a la sexualidad y la misoginia, así como por el empleo espiritual-antiespiritual de la violencia». De hecho, la obra puede entenderse como una crítica al distanciamiento de diversos aspectos del Concilio Vaticano II por parte de los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI y a sus «derroteros restauracionistas», así como a la docilidad de la mayoría de los aproximadamente cinco mil obispos católicos como fieles ejecutores de las órdenes del Vaticano. Dicho de otro modo: el problema de la Iglesia no consistiría –como afirma el discurso oficial romano– en un proceso de creciente secularización o en las campañas de descrédito efectuadas por medios de comunicación hostiles, sino, ante todo, en una funesta evolución interna de la que Roma es directamente responsable.
El resto del libro, estructurado en seis capítulos, está construido sobre una alegoría nosológica. La Iglesia católica, nos dice el autor, padece una seria «enfermedad», y la patogénesis debe ser expuesta por alguien que no se entienda a sí mismo como juez, sino como una especie de médico o (psico)terapeuta. El altar se convierte aquí en una mesa de operaciones, y las metáforas médicas –gérmenes patógenos, anamnesis, análisis, diagnóstico, fiebre, virus, infección, rehabilitación, recaída, convalecencia…– inundan el libro. A diferencia de la habitual presentación triunfalista escenificada en una suntuosa liturgia o en las multitudinarias Jornadas Mundiales de la Juventud –acompañadas a menudo de lo que Küng llama «papismo» y otros, «papolatría»–, el autor dibuja una situación dramática.
El reformista, no obstante, suele ser un empecinado optimista. De hecho, la intención del libro no es sólo elaborar un diagnóstico preocupante, sino también proponer una terapia eficaz. Así, el último capítulo («Terapia ecuménica. Remedios») presenta toda una serie de propuestas para la sanación de la Iglesia, que van desde la reforma radical de la curia vaticana –de estructura cortesana– y la remodelación del Derecho Canónico a la transparencia de las finanzas eclesiásticas, pasando por la supresión de la Congregación para la Doctrina de la Fe y de toda forma de represión intraeclesial, la elección democrática de los obispos, el logro de la comunión con las restantes Iglesias cristianas, la autorización del matrimonio a eclesiásticos y la apertura de los ministerios a las mujeres. En palabras de Küng, «un exhaustivo y detallado “plan de salvamento” para la Iglesia gravemente enferma».
Un indudable mérito del libro consiste en estar escrito con claridad y orden, y en combinar de manera suficientemente atractiva información y juicios de valor. El tono es grave y en ocasiones solemne (Küng es alguien que se toma a sí mismo muy en serio, algo que puede llegar a ser divertido), aunque en alguna rara ocasión el autor hace gala de cierto sentido del humor, como cuando propone que la heredera de la Inquisición, la «Congregación para la Doctrina de la Fe», sea sustituida por una «Congregación para la Práctica del Amor», una instancia que examinaría todo acto de la curia «con intención de asegurarse de que no contraría el espíritu del amor cristiano».
Dado que una obra de esta naturaleza es especialmente susceptible de ser valorada de modos harto diversos, en lo que sigue intentaré adoptar al menos algunas de las distintas perspectivas con que podría ser analizada: la de un cristiano progresista, la de uno conservador, la del polemista anticlerical al uso y la de un historiador independiente y aconfesional. A mi juicio, la adopción de estos variados puntos de vista –que en ocasiones, por supuesto, pueden solaparse– contribuirá a poner de relieve con mayor imparcialidad, y de manera caleidoscópica, tanto las luces como los límites de este libro.
Antes, sin embargo, conviene efectuar una observación elemental en la que cualquier crítico concordará: me refiero a la existencia de un nada desdeñable décalage entre el título y el contenido del libro. En efecto, el lector advierte pronto que «la Iglesia» enferma designa en el discurso de Küng a los órganos de gobierno de la Iglesia católica: al papa y a la curia vaticana y, por extensión, a los obispos. Ahora bien, la Iglesia católica es una realidad mucho más vasta y compleja que algunos millares de dirigentes. El propio Küng lo reconoce, aunque en una breve sección titulada «la otra Iglesia», en la que se refiere aprobadoramente a la comunidad de creyentes comprometidos de modo activo y a menudo ejemplar en la transformación de la sociedad. Obviamente, definir una realidad tan amplia como «medieval, contrarreformista y antimoderna» es el resultado de una falacia metonímica. Podría, pues, reprocharse con justicia a Küng no llamar a las cosas por su nombre y desorientar con ello a sus lectores. Sobre este punto –debido sin duda a meras razones de marketing– en el caso de un teólogo muchos tenderán a hacer la vista gorda, pero la falacia sigue ahí: es fácil imaginar qué tipo de reproches se harían a un no cristiano que pretendiese llevar a cabo un diagnóstico crítico de la Iglesia católica qua talis mientras se dedica tan solo a fustigar a las altas jerarquías vaticanas: con seguridad su intento sería juzgado despectivamente como una superficialidad imperdonable. Un título más preciso y riguroso habría sido «Crítica del poder eclesiástico católico» o uno equivalente, pero el dramatismo del título elegido contribuye a aumentar las ventas. Por lo demás, ese título tiene un obvio componente retórico, ¿o a alguien se le pasa por la cabeza que el sacerdote Küng podría responder negativamente al interrogante que formula?
La reacción del cristiano progresista ante el último libro del teólogo no es difícil de adivinar: oscilará entre la moderada aprobación y el encendido entusiasmo. Al fin y al cabo, la crítica de Küng es –por propia confesión– intrínsecamente eclesial, y está dictada por una no quebrantada lealtad y un profundo amor a su Iglesia. Así, el núcleo de su propuesta no estriba en la eliminación del papado o del Vaticano, sino sólo en la supresión de la ideología de dominio y en la profunda reforma del papado, que debería ser entendido como un «servicio petrino». El primado de Roma es susceptible de ser conservado, sí, pero no como primado de gobierno o jurisdicción sobre el conjunto de la Iglesia, sino como un primado pastoral. El lector favorable al autor dirá que este se mantiene en un justo equilibrio: valora la tradición sin ser tradicionalista; está abierto a lo nuevo, sin ser un adicto a ello, propugnando un camino medio dotado de libertad sin caer por ello en un modernismo entusiasta como acomodación al espíritu de la época.
El cristiano progresista hará hincapié en el valor crítico del análisis histórico llevado a cabo por el teólogo suizo. Dado que la «historia clínica» de la Iglesia es antigua y compleja, la exposición que efectúa Küng en sus «anamnesis» (en el doble sentido del término: «rememoración» y «conjunto de datos clínicos en el historial de un paciente») no sólo resultará instructiva para muchos lectores, sino que permite contemplar sub specie temporis lo que a menudo es presentado simplemente sub specie aeternitatis. Este procedimiento ayuda a relativizar no pocas pretensiones, y a apreciar como resultado de una evolución –a menudo fundada en intereses particulares o veleidades subjetivas– lo que se presenta como verdades de fe o principios inmutables, en asuntos tales como la idea del pecado original, el celibato sacerdotal, la desvalorización de la sexualidad o la exclusión de la mujer de los ministerios eclesiásticos (fenómenos que, por cierto, no tienen lugar en otras Iglesias cristianas).
Esta exposición posibilita –e invita a– una conveniente autocrítica, en la medida en que permite entender las principales escisiones acontecidas en el seno de la cristiandad no como el resultado de arbitrarias iniciativas heréticas, sino como procesos más complejos en los que las pretensiones desaforadas del papado tuvieron una responsabilidad principal. Así, el factor desencadenante del cisma oriental del siglo XI habría sido la pretensión primacial del papa, considerada por los bizantinos como no suficientemente fundada en la tradición eclesial, y hoy día esa pretensión seguiría siendo el principal obstáculo para el restablecimiento de la comunión eclesial. Asimismo, la Reforma protestante debería ser considerada la reacción a una Roma refractaria a las reformas.
Dado que el cristiano progresista confía espontáneamente en el pueblo y desconfía por principio de los jerarcas, de quienes presume que –con honrosas excepciones– se hallan cómodamente apoltronados en sus cátedras y palacios episcopales, encontrará certeras e iluminadoras las páginas dedicadas por Küng a los procesos de elección de los obispos y la «política de personal» de Roma, que explican no sólo la uniformidad constatable en aquellos (virtualmente ningún obispo se atreve a contradecir al papa en público), sino también los repentinos cambios de opinión que experimentan algunos de ellos en cuestiones controvertidas como conditio sine qua non para un fulgurante ascenso en la jerarquía.
En particular si es sensible a la sobrepoblación y a los problemas asociados con ella (contaminación creciente del medio ambiente, disminución de los recursos, aumento exponencial de la desigualdad, la injusticia y el hambre), este lector valorará sin ambages la actitud crítica del autor respecto al rechazo tajante de los procedimientos anticonceptivos por parte de las jerarquías de la Iglesia católica, y en particular de los sucesivos papas. De hecho, Küng ve la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI como el factor que precipitó a la Iglesia en una dramática crisis de credibilidad, pues este momento representa el primer caso en que la amplia mayoría de cristianos negó la obediencia al papa en un asunto relevante.
El juicio que el libro suscitará al católico conservador, devoto del orden y la tradición, será –comprensiblemente– muy diferente. Este tenderá a considerar la pretensión del autor de ofrecerse como médico o terapeuta de los cuadros dirigentes de la Iglesia católica como un inequívoco síntoma de hybris: alguien que se presenta a sí mismo de este modo, ¿no está acaso usurpando una función que no le corresponde e incurriendo en infatuación? En apoyo de sus sospechas podrá aducir una considerable cantidad de pasajes en los que su correligionario se cita a sí mismo sin mucha discreción y con considerable complacencia, incurriendo en varias ocasiones en el autoelogio: así, de su síntesis La Iglesia, él mismo afirma que es «un clásico insuperado», y no se abstiene de citar in extenso una nota de un amigo que se refiere al propio libro como una «magnífica obra». Por lo demás, Küng confía en que los movimientos reformistas asumirán y difundirán internacionalmente su exhaustivo programa reformista. Quien discrepe podrá ironizar fácilmente ante alguien que se concede a sí mismo tanta importancia.
Este lector podría preguntar también si este libro era realmente necesario, y observará que está infestado de tópicos: la aversión de los cuadros dirigentes de la Iglesia a la ciencia y el progreso; el carácter retrógrado del papa y los cardenales; el arribismo, la codicia y la corrupción de la curia vaticana; la incompatibilidad del sistema romano con la democracia… Como reconoce expresamente él mismo, Küng había expuesto ya anteriormente sus consejos de manera detallada en numerosos libros, que el autor vuelve aquí a citar y recomendar. ¿Para qué, entonces, otro más, a no ser que su relativa brevedad aspire a convertirlo en una suerte de vademécum? Quien cuestione el carácter novedoso de esta obra podría asimismo recordar que, ya en 1981, un sacerdote y teólogo alemán, Rudolf Schermann, publicó un libro titulado Woran die Kirche krankt? (¿De qué padece la Iglesia?). Esta obra, que anticipa en muchos aspectos la de Küng y que sin duda ha tenido considerable influencia en ella –aunque el suizo jamás la cita–, está dividida en tres partes –Diagnóstico, Historia del enfermo, Terapia– que recuerdan demasiado la terminología y la estructura de la que aquí se comenta. Quid sub sole novum?
Más allá de las esperables discrepancias con un teólogo que toma partido en contra del celibato obligatorio o a favor de la participación de mujeres en los ministerios eclesiásticos, este tipo de lector reprochará seguramente a Küng efectuar en muchos casos interpretaciones discutibles, cuando no in malam partem. Así, por ejemplo, mientras el teólogo acusa al papa Ratzinger de haber admitido en la Iglesia sin ninguna condición previa a obispos de la tradicionalista Fraternidad Sacerdotal de San Pío X –que fueron «ilegalmente ordenados fuera de la Iglesia católica»–, habrá quien lea este gesto como un signo de caridad y acogimiento evangélico. La fusión de parroquias, que Küng, haciéndose eco de otras voces en Alemania, llega a calificar como «persecución de cristianos por parte de la jerarquía cristiana», será defendida por el crítico como un ejemplo de racionalización necesaria. La decisión del Vaticano de no reconocer legitimidad a los obispos de la Iglesia «patriótica» oficial china es criticada por Küng, pero habrá muchos cristianos que discreparán razonablemente de que sea conveniente ceder a las presiones del gobierno de la República Popular China con el fin de lograr una normalización de las relaciones entre esta y el Vaticano.
Si lo anterior se mantiene aún en el orden de lo opinable, más contundente será la crítica allí donde pueda señalar algunos elementos del discurso de Küng que resultan reveladoramente contradictorios. Así, por ejemplo, el teólogo afirma que «ya no se puede seguir creyendo en una pronta primavera de la Iglesia» «a la vista de la elección del jefe de la Inquisición como papa». Al margen de la valoración que merezcan estos juicios, es evidente que el hecho de que Ratzinger fuera el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe entre 1981 y 2005 le era perfectamente conocido a Küng cuando en 2005 este mantuvo lo que él mismo califica como «una amistosa conversación personal» de cuatro horas con el nuevo papa en Castelgandolfo, lo que le hizo –según confesión propia– albergar esperanzas de una renovación eclesial. Curiosamente, que Ratzinger hubiera sido durante un cuarto de siglo «el jefe de la Inquisición», el cual «con sus autoritarios documentos doctrinales e innumerables procesos inquisitoriales secretos es responsable del sufrimiento de gran cantidad de personas en la Iglesia», cobra una gran relevancia sólo ahora, pero entonces no pareció importarle mucho al teólogo: lejos de ello, esa entrevista resultó entonces muy rentable para realzar su imagen pública.
Paradójicamente, un libro escrito por un creyente con objetivos reformistas podrá hacer las delicias de algunos anticlericales, especialmente de los menos informados, que encontrarán en él abundante material para sus invectivas: Küng menciona, por ejemplo, las numerosas falsificaciones con las que se fundamentó la supremacía de la comunidad romana y su obispo (Decretales pseudoisidorianas, la «Donación de Constantino»…), las equivocaciones de los papas Vigilio y Honorio I que refutan las pretensiones de infalibilidad, las muchas infamias en la historia del papado del siglo X o saeculum obscurum, las medidas antisemitas del IV Concilio de Letrán (1215-1216), la falta de escrúpulos de los papas del Renacimiento, la condena por parte de Pío IV de «la despreciable filosofía de los derechos humanos» en el siglo XIX o el nepotismo a la antigua usanza de Pío XII en pleno siglo XX, así como una buena cantidad de jugosas anécdotas y detalles escabrosos de los últimos años: la corrupción y oscurantismo del Banco Vaticano (de eufemístico título: Instituto para las Obras de Religión); los elevadísimos costes de los numerosos procesos de beatificación y las irregularidades en el proceso de beatificación de Karol Wojty?a; la referencia a la dimisión del obispo pederasta de Brujas, Roger Vangheluwe, por haber abusado de su propio sobrino durante trece años (y las presiones del cardenal Godfried Danneels al sobrino para que retirara la denuncia), los tejemanejes del antiguo cardenal secretario de Estado, Angelo Sodano, y muchos otros. Küng pone con nombres y apellidos varios casos de «chaqueteros eclesiásticos» que muchos lectores encontrarán paradigmáticos.
Pero incluso a un anticlerical podrían resultarle tan ajenas como excesivas algunas observaciones del autor, como cuando este critica el uso de ciertos paramentos sacerdotales con el argumento de que se prescinde de los colores litúrgicos clásicos en beneficio de otros más chillones. Küng se pregunta si el abigarramiento de tales vestiduras litúrgicas, «con colores propios de papagayos», puede conferir vitalidad a la «vapuleada Iglesia», pero uno podría preguntarse legítimamente si no valdría la pena reflexionar sobre cuestiones más sustanciosas. Lo mismo cabría decir del párrafo dedicado por Küng a lamentarse de que el elitista Pontificium Collegium Germanicum et Hungaricum de Roma tenga hoy menos alumnos que antaño, y que estos procedan ya no de Alemania, Austria o Suiza, sino sobre todo de Europa Oriental. Pues a mí, pensarán muchos, plim.
También este tipo de lector acabará por percatarse de algunos elementos del discurso del teólogo que no se distinguen por su coherencia. Por ejemplo, resulta llamativo que Küng parezca depositar grandes esperanzas en la celebración de un concilio ecuménico, porque los individuos que podrían tomar parte en él son exactamente los mismos sobre los que se arroja una mirada poco benevolente, siendo presentados como funcionarios serviles y carreristas. Guicciardini escribió de Alejandro VI que la reforma de la Iglesia era para él algo más espantoso que cualquier otra cosa. Sin el menor ánimo de comparar las cotas de infamia del papa Borgia con las que podrían alcanzar las jerarquías eclesiásticas contemporáneas, cuesta imaginar que los bien engrasados engranajes de un mecanismo de poder que, como tal, busca perpetuarse, estén dispuestos a renunciar a sus prebendas. Incluso el anticlerical que quiera aprovechar pro domo sua el discurso de Küng tenderá a juzgarlo aquí como un tanto inconsistente.
La introducción de la perspectiva de un historiador o crítico cultural independiente permite efectuar algunas observaciones de calado que estarán vedadas a quienes comulguen –en todo o en parte– con los presupuestos del autor, o a aquellos cuyo sentido crítico se halle limitado por un afán sólo superficialmente polémico. Esa perspectiva será proclive a incidir en la calidad del análisis y en su fundamentación. De un autor que se presenta a sí mismo, y que es presentado por editores y turiferarios, como «uno de los pensadores sobresalientes de nuestro tiempo», y que presume de «reflexionar con rigor científico», se espera una profundidad que permita comprender cabalmente las cuestiones abordadas. Pero, ¿está su obra a la altura de estas expectativas?
Ante todo, cabe observar que, en ocasiones, Küng no parece estar suficientemente bien informado sobre algunos de los asuntos que comenta, o bien ha preferido no tratarlos con el necesario rigor. Un ejemplo es la relación del papado con la lucha contra la pederastia. Es indudable que, a diferencia de los actuales apologistas eclesiásticos que anuncian a bombo y platillo la idea de que Benedicto XVI ha sido un paladín de la «tolerancia cero», Küng asegura con razón que este papa fracasó a la hora de afrontar el problema de los abusos a menores por parte de clérigos del mundo entero. Sin embargo, el teólogo ha preferido no ahondar en la cuestión de la responsabilidad de Benedicto XVI en el caso, por ejemplo, del sacerdote mexicano Marcial Maciel (fundador de los Legionarios de Cristo), a pesar de que está demostrado que Ratzinger estaba perfectamente informado de los abusos, no sólo genéricamente en su calidad de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sino de modos mucho más concretos. Por ejemplo, en 1999, el obispo mexicano Carlos Talavera se entrevistó con Ratzinger para contarle pormenorizadamente cuanto se sabía sobre los abusos de Maciel, a pesar de lo cual el cardenal no hizo nada hasta muchos años después. Küng afirma que «hace ya treinta años que las primeras acusaciones contra Maciel llegaron a Roma» (p. 122), pero lo cierto es que las primeras acusaciones ante la Sagrada Congregación de Religiosos llegaron mucho antes, a finales de los años cuarenta y a principios de los cincuenta; de hecho, en agosto de 1956, Maciel fue acusado de abusos sexuales y adicción a la morfina, lo que ocasionó su primera suspensión por parte de Roma. El asunto, pues, es mucho más grave de lo que Küng da a entender (el lector interesado puede consultar el muy documentado libro de Fernando M. González, Marcial Maciel. Los legionarios de Cristo. Testimonios y documentos inéditos, Barcelona, Tusquets, 2010).
Otra deficiencia que cabe advertir en el libro de Küng es que ciertas críticas aparentemente incisivas ocultan asuntos mucho más preocupantes, que pasarán del todo inadvertidos a sus lectores. Así, por ejemplo, al referirse a la relación del papado y los judíos en la Edad Media, se afirma que «papismo y antijudaísmo van de la mano» (p. 70). Sin embargo, Küng ni siquiera plantea en su libro que el antijudaísmo sea un problema extremadamente serio de la teología cristiana como tal, que hunde sus raíces en el proprio proceso de constitución del cristianismo como secta diferenciada del tronco común judío, en el Nuevo Testamento y en la literatura de los siglos II y III (en su clásico Faith and Fratricide, Rosemary Ruether argumentó de manera detallada que el antijudaísmo es la mano izquierda de la cristología).
Un problema aún más serio es que el discurso de Küng se articula en torno al mito de lo originario, según el cual la verdad –rápidamente adulterada y perdida– se halla sólo en el origen, en este caso en el supuesto «orden eclesial neotestamentario, que habría que hacer valer de nuevo en aras de una Iglesia más cristiana» (p. 73), y, en última instancia, en el propio Jesús histórico, al que el autor se remite con cierta frecuencia y que constituye la condición de posibilidad de su crítica. Ahora bien, este procedimiento –dicho sea de paso, perceptible en otros muchos intelectuales cristianos– está caracterizado por un paralogismo (por no decir falacia) esencial: el supuesto «Jesús histórico» es siempre el resultado de un previo lifting conceptual efectuado por medio de conocidos tópicos, cuando no por la introducción de rondón de alguna versión del Cristo de la fe. Este paralogismo es perceptible en una reveladora expresión utilizada dos veces por el autor: la noción de «Jesucristo histórico» (pp. 45 y 145) es, en efecto, ya un oxímoron, pues «Cristo» es una evaluación teológica que designa una supuesta realidad metahistórica.
La investigación consistentemente crítica llevada a cabo desde la Ilustración ha revelado que Jesús de Nazaret fue una figura más caracterizada por los claroscuros y mucho más difícil de digerir para el sujeto moderno de lo que el discurso eclesiástico tradicional –que Küng comparte a pies juntillas– pretende transmitir, hasta el punto de que esta figura histórica tiene, en diversos aspectos, muy poco que ver con la imagen oficial compartida por la práctica totalidad de nuestros contemporáneos, creyentes o no. Siendo así, «la vuelta a Jesús» propugnada por el teólogo corre el riesgo de ser sólo una ilusión vacua que descansa sobre arenas movedizas: ¿qué significa «regirse más por el propio Jesucristo» o por su «espíritu», si esa figura a la que se remite es, en rigor, una realidad inexistente?
Cabe señalar varios casos reveladores de estas ficciones sobre Jesús reiteradas por el teólogo suizo. Por ejemplo, el galileo es definido como «el predicador de la paz, la no violencia y el amor» (p. 46), «el no violento Jesús» (p. 183). Sin embargo, hay varios elementos en los Evangelios canónicos que contradicen tal extendida visión del predicador judío, desde el comportamiento en el Templo de Jerusalén hasta los testimonios sobre las espadas portadas –y empleadas– por su grupo. Si no se quiere recurrir a los muy diversos autores que, desde Reimarus hasta el presente, comparten la hipótesis de que Jesús estuvo implicado en la resistencia antirromana (crucifixión y pretensiones regiomesiánicas son dos síntomas elocuentes), bastará con citar al respetado y poco sospechoso exégeta católico Klaus Berger, quien concluyó su análisis sobre este aspecto con la afirmación de que Jesús no se opuso por principio al uso de la violencia («Der “brutale” Jesus. Gewaltsames in Wirken und Verkündigung Jesu», Bibel und Kirchek, núm. 51 (1996), pp. 119-127).
Küng afirma de modo parenético que la Iglesia debería actuar «en el sentido de su fundador», como una comunidad de personas «fundamentalmente iguales». Sin embargo, dejando aparte que los historiadores más rigurosos han llegado hace tiempo a la conclusión de que Jesús de Nazaret ni fundó ni quiso fundar Iglesia alguna (Mateo 16, 18 es un obvio anacronismo), la ficción de que este fue una suerte de igualitarista ha sido también convincentemente desmontada (véase, por ejemplo, John H. Elliott, «Jesus Was Not an Egalitarian. A Critique of an Anachronistic and Idealist Theory», Biblical Theology Bulletin, núm. 32 (2002), pp. 75-91). Por lo demás, frente al intento de Küng de mostrar que la Iglesia, según el Nuevo Testamento, debe ser comparada a una democracia (?), lo cierto es que hay muchos indicios de que Jesús no sólo se consideró a sí mismo una figura regia, sino que prometió a un restringido núcleo de seguidores que serían los jueces (gobernantes) de las reconstituidas doce tribus de Israel. También aquí todos serían iguales, pero ciertamente unos más iguales que otros.
Algo similar cabe decir de la afirmación de Küng de que Jesús se adelantó a su tiempo en la valoración de la mujer (p. 174). Aunque, a fuer de repetida, esta idea es universalmente creída, no es más que una de las muchas ficciones que se vierten sin cesar sobre el personaje (para una visión crítica, el lector interesado puede recurrir, por ejemplo, a Kathleen Corley, Women & the Historical Jesus. Feminist Myths of Christian Origins, Santa Rosa, Polebridge Press, 2002). Aunque esto no significa ni mucho menos justificar la discriminación de la mujer en el seno de la Iglesia católica, es responsabilidad del historiador advertir que a la lucha contra la discriminación de la mujer se le hace un flaco favor cuando se sustenta en mero pensamiento desiderativo: no hay la menor prueba de que Jesús de Nazaret se distinguiera precisamente por ser un feminista avant la lettre.
El equívoco consistente en recurrir a Jesús como norma de las Iglesias cristianas alcanza su paroxismo cuando Küng declara que le resulta imposible imaginar que si, como en el relato de Dostoievski, Jesús volviera a la tierra, defendería posiciones afines a las que adoptan las autoridades romanas en lugar de sostener lo que al teólogo le parece más conveniente en asuntos como el aborto, el divorcio, las relaciones prematrimoniales o el ecumenismo (pp. 146-147). Aparte de que al piadoso judío de Nazaret varios de los dogmas cristianos le resultarían ininteligibles o blasfemos, la conversión de Jesús en una suerte de mente abiertamente progresista descuida alegremente el hecho de que la investigación crítica ha llegado hace tiempo a la conclusión de que, si bien Jesús parece haber mantenido posiciones laxas en ciertos aspectos de la Torá, en otras se comportó claramente como un rigorista. Además, el intento –en sintonía con la exégesis confesional y con la teología cristiana moderna– de convertir a Jesús en un modelo de tolerancia cosmopolita olvida asimismo oportunamente los pasajes de los Evangelios canónicos cuya historicidad resulta probable (Marcos 7, 26-27; Mateo 5, 47; 6, 7-8, 32; 15, 22-26) que testimonian una actitud despectiva hacia los paganos, quienes llegan a ser comparados con perros. Hasta tal punto es esto así, que varios eruditos exégetas e historiadores judíos, como Joseph Klausner, Paul Winter y el recién fallecido Geza Vermes, han calificado la actitud de Jesús no sólo de «nacionalista», sino también de «chauvinista».
Así pues, la «Iglesia que se remite a Jesús», el concepto que opera como el fulcro de esta propuesta reformista –y el de innumerables libros, tanto del suizo como de multitud de otros teólogos– carece en rigor de fundamento y se muestra, a los ojos de la razón histórica, con la misma consistencia que un castillo de naipes.
Entre las inconsistencias y fragilidades que caracterizan al discurso de Küng, aquellas que un intelectual ajeno a posiciones confesionales puede poner fácilmente de relieve son especialmente dignas de ser tenidas en cuenta, porque manifiestan algunas de las razones más profundas que han llevado a muchos espíritus exigentes a no conceder credibilidad a las Iglesias cristianas. Y esto evidencia, a su vez, otro límite de la obra del teólogo: a diferencia de lo que este declara desde la obertura de su libro, lo que muestra la «crisis sistémica» de las Iglesias para las mentes más exigentes no es sólo ni principalmente un problema moral –como la revelación de los casos de abusos a menores y su encubrimiento sistemático–, sino la ausencia de una adecuada fundamentación de las pretensiones de tales instituciones. Sin embargo, la cuestión de la verdad de las pretensiones cristianas no es siquiera planteada, sino que se presupone: la Iglesia, afirma el teólogo, «tiene que ver, de hecho, con algo duradero, con la verdad, incluso con la verdad eterna» (p. 42). Küng reprocha a los dirigentes eclesiásticos rehuir las cuestiones que les plantea su indignada grey, pero parece no querer advertir que los teólogos cristianos como él suelen emplear exactamente el mismo procedimiento cuando se trata de afrontar desafíos más básicos. En este sentido, su discurso, para muchos un modelo de profundidad crítica, podrá resultar –a una mirada más detenida– intelectualmente decepcionante.
En una comparación entre George W. Bush y Joseph Ratzinger, en la que pone de relieve ciertos parecidos entre ambos, Küng prosigue diciendo que al menos en Estados Unidos sirve de algo el mecanismo corrector de las elecciones, mientras que en el Vaticano «es impensable la elección de un “Obama” como papa», y más tarde añade que «por el momento no parece que vayamos a tener pronto un papa como Juan XXIII». A la luz de la reciente renuncia de Benedicto y de la elección del nuevo pontífice, que ha sido saludada por tantos de manera entusiasta como una primavera de la Iglesia, cabe preguntarse si el rostro de humanitario pastor que ofrece Francisco será considerado por el teólogo, al igual que en el caso del Benedicto entonces en ciernes, únicamente «una campaña inicial dirigida a ganarse las simpatías de los fieles». De lo que no cabe la menor duda es de que a Küng nunca le faltará material para nuevos libros ni la voluntad de seguir presentándose ante su Iglesia y ante el mundo como el más perspicaz y desfacedor de entuertos. Fernando Bermejo Rubio, es doctor en Filosofía y máster en Historia de las religiones.
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