domingo, 24 de marzo de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] El laberinto de la libertad. [Publicada el 24/03/2018]











Al hilo de la controversia surgida con motivo de la obra «Presos políticos en la España contemporánea», de Santiago Sierra, que colgaba en el estand de la galería Helga de Alvear en ARCO-Madrid, y que fue retirada por los propietarios de la galería, Manuel Arias Maldonado (1974), profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga, cuyo trabajo académico gira en torno a la teoría de la democracia, el liberalismo político y los efectos sociopolíticos de la digitalización, publica en su blog Torre de Marfil (Revista de Libros) una serie de tres entregas sobre la libertad y sus laberintos que promete continuación.
Durante la pasada primavera, comienza diciendo, tuve ocasión de visitar una interesante muestra organizada por el Museum of the City of New York, titulada Posters and Patriotism. Selling WWI in New York. Su tema no era otro que la contribución al esfuerzo bélico que realizaron por los artistas e ilustradores neoyorquinos después de la tardía entrada de Estados Unidos en la Gran Guerra en abril de 1917. Muchos de ellos trabajaron para la nueva División de Publicidad Pictórica creada por el gobierno federal, que tenía por objetivo estimular el patriotismo del público norteamericano y fomentar la lealtad, el sentido del deber y el espíritu sacrificial de los norteamericanos. A tal fin debían servir los carteles y folletos, las muestras de arte callejero, las ilustraciones en las revistas y demás imágenes orientadas a la difusión de masas creadas para la ocasión. Qué remedio: una guerra es una guerra. El problema es que, como podía verse con claridad en las salas del museo aquella lluviosa tarde de abril, la mayor parte de las representaciones −muchas de ellas espléndidas en su concepción y acabado− tenían un único tema: la demonización de los alemanes. Del primero al último, los ciudadanos de Alemania eran presentados como aventajados discípulos de Mefistófeles a los que había que combatir sin sentimentalismo y derrotar sin piedad. De ahí a Versalles apenas mediaba un paso; las consecuencias de Versalles son bien conocidas.
He recordado estas imágenes al hilo de la controversia surgida con motivo de la obra «Presos políticos en la España contemporánea», de Santiago Sierra, que colgaba en el estand de la galería Helga de Alvear en ARCOmadrid hasta que se decidió retirarla. Según parece, el revuelo creado por una obra concebida para crear revuelo hizo pensar al director de la feria que sería mejor excluirla de la feria, lo que, por supuesto, no ha hecho sino crear aún más revuelo: he aquí la paradoja ya consabida de las prohibiciones preventivas. Hablar de censura es inapropiado, pues hablamos del espacio privado de una galerista; quizás hablar de presiones institucionales sea más apropiado. En todo caso, la coincidencia en el tiempo con la condena al rapero Valtonyc por injurias a la Corona y enaltecimiento del terrorismo, así como con la menos publicitada sentencia −con castigo similar al del músico balear− a un tuitero por celebrar en la red los asesinatos machistas, han provocado un estado de alarma acerca del estado de la libertad de expresión en España y, en consecuencia, sobre la salud de nuestra democracia. Según editorializaba El País el pasado lunes, España se habría convertido en una «sociedad mojigata»: la combinación de cambios legislativos e hipersensiblidad social estaría conduciéndonos a la intolerancia a pasos agigantados. Para mostrarlo, subraya que se producen más condenas por enaltecimiento del terrorismo ahora que cuando ETA asesinaba: tal vez la banda de rock Kortatu no podría cantar hoy impunemente en favor del terrorismo. Aunque convengamos que está todavía por decidirse si la anomalía se daba entonces o se da ahora.
Suele pasar que las interpretaciones en clave «nacional» de este debate pecan de un cierto ombliguismo: se trata de un problema que aqueja a todas las democracias occidentales, sorprendidas ante el agudo cambio de registro que las redes sociales han provocado en la discusión pública. Todavía está fresca la tinta en el boletín oficial alemán donde figura la ley que obliga a las grandes plataformas tecnológicas a eliminar los mensajes de odio; por su parte, el último número de la revista británica Prospect está dedicado a a las «guerras de la libertad de palabra» en el Reino Unido. Estamos, todos, en un bucle endiablado. Por un lado, las políticas de la identidad y la corrección política han generado una nueva sensibilidad que convierte el disenso en ofensa, generándose así una suerte de victimología alimentada por el debilitamiento de los postulados racionalistas de la modernidad. Por otro, la digitalización multiplica las oportunidades para la libre expresión individual −parte ya indispensable del kit narcisista de estirpe romántica− mientras impone una lógica de la provocación necesaria allí donde no hay otra forma de llamar la atención de los demás. ¡Ahí es nada! La dificultad se agrava si tenemos en cuenta que la cacofonía digital no ha suspendido la vigencia de algunos derechos fundamentales −como el derecho al honor o la intimidad− que siguen mereciendo protección, aunque no sepamos muy bien si sus límites han sido redefinidos. Las cosas se agravan si incluimos en la big picture la pregunta acerca de la autoprotección de las democracias; esto es, el interrogante acerca de lo que éstas puedan o deban hacer para evitar que el empleo inadecuado de sus libertades termine por socavarlas.
Ni que decir tiene que merece poco crédito en este debate quien hace depender su posición sobre la libertad de palabra de la filiación ideológica del protagonista de cada caso. No vale, por ejemplo, indignarse por la sentencia contra Valtonyc y aplaudir la sentencia contra el tuitero machista; ni vale arremeter contra el autobús de Hazte Oír mientras se firma una petición de apoyo a Santiago Sierra. Por desgracia, esta actitud −a menudo inconsciente− es habitual y denota una comprensión algo estrecha de las libertades democráticas. ¡Si no fueran para todos, no serían libertades! También ocurre que este debate se desliza demasiado fácilmente hacia el trazo grueso: lo mismo son las amenazas que las injurias, la vulgaridad que la incitación al terrorismo, la expresión genérica de odio que el odio con nombre y apellidos. En principio, hay razones para pensar que delitos como la ofensa a los sentimientos religiosos no deberían tener cabida en un Código Penal del siglo XXI, pero claro, no es lo mismo sacar en procesión a una vagina gigante que interrumpir violentamente una misa. Y lo mismo puede decirse de los llamados «delitos de odio»: nos parecen odiosos, especialmente cuando se dirigen contra nosotros o las ideas que profesamos, pero, ¿es deseable una sociedad que no establezca ninguna restricción a los mismos, ni siquiera cuando se criminalizan colectivos enteros o se amenaza veladamente a una persona? No hay respuestas sencillas, porque los distintos bienes en conflicto son igualmente valiosos: la libertad de palabra, la civilidad del debate democrático, el derecho a no ser calumniado o amenazado gratuitamente, la vitalidad de la esfera pública, la prevención del conflicto civil, la defensa de la integridad de las instituciones democráticas, la posibilidad de problematizar las instituciones existentes.
Nuestro primer reflejo es, comprensiblemente, defender la libertad de palabra a la manera tradicional. Esto es, aplicar en lo esencial la argumentación que se ha desarrollado en el seno de la filosofía política liberal, que tiene su origen −conviene recordarlo− en la lucha contra el Estado absolutista. No era este último todavía, por cierto, un totalitarismo: como ha señalado Andrew Pettegree, los gobernantes medievales y renacentistas usaban los medios de comunicación disponibles en su época para justificar sus decisiones, sin duda con objeto de no ser percibidos como gobernantes injustos susceptibles de legítima insurrección. Para el liberalismo, la crítica y el control del poder constituye una de las utilidades de la libertad de palabra; también se trata, como enfatiza Mill, de contribuir con su ejercicio a una sociedad pluralista en la que el ciudadano libre tenga donde elegir. Y, más ampliamente, de hacer posible el intercambio de ideas cuya prueba y error conduce paulatinamente a la mejora de las sociedades. Tal como dice Kant en relación con la censura de los filósofos: «La interdicción de la publicidad obstaculiza el progreso de un pueblo hacia lo mejor». No cabe duda de que la libertad de palabra ha cumplido sobradamente sus funciones y que los excesos causados en su nombre han sido inferiores a sus beneficios. Apenas puede extrañarnos, por tanto, que una de las primeras medidas adoptadas por los dirigentes populistas o de inclinación autoritaria cuando llegan al poder sea restringir la libertad de prensa y de palabra, ítem clásico en el catálogo del iliberalismo; o que, en sentido inverso, el debilitamiento del autoritarismo se manifieste en el aflojamiento de la censura y el control previo de las publicaciones (como sucedió con la Ley de Prensa franquista de 1967). El poder sobre lo que se dice es imprescindible para el poder no democrático.
Sin embargo, ¿no deberíamos pensar hoy de otra manera? Y no es una pregunta retórica, pues no está claro que la respuesta sea afirmativa. Pero es un hecho que la efectiva generalización de la libertad de palabra −que ya no es meramente un derecho abstracto, sino también una posibilidad técnica− puede convertirse en un game-changer. Tanto que, tal como me apuntaba hace unos días el periodista Argemino Barro en un intercambio digital, el gobierno de Putin ha empezado a ensayar un modelo nuevo basado menos −aunque también− en la restricción de la libertad de palabra que en una desinformación sistemática basada en la difusión de versiones contradictorias de los hechos noticiosos, dirigidas a lograr un efecto general de descreimiento. En sociedades democráticas, en cambio, los problemas son otros y remiten menos al aseguramiento de las libertades expresivas que al buen uso de las mismas, a fin de evitar el envenenamiento del debate público o la difusión masiva de ideas antidemocráticas. En buena medida, estamos ante una cuestión de grado: si las expresiones de odio o el rechazo a la democracia es marginal, el problema es manejable; si se normalizan, quizá deje de serlo. O quizá no: ni los alarmistas libertarios ni los conservadores pueden aquí reclamar posesión de certidumbre alguna sobre el rumbo futuro de los acontecimientos. Y es verdad que, en caso de duda, la libertad debe tener prioridad sobre la falta de libertad. Pero volveremos sobre esto, pues la aplicabilidad del modelo analógico de la libertad de palabra a la era digital debe ser razonada y no simplemente señalada por pura inercia teórica.
Sin embargo, si las imágenes de la exposición del museo neoyorquino me han venido a la cabeza ha sido en relación con Santiago Sierra y las justificaciones empleadas para avalar su obra. Sobre todo aquella de la que ya daba cuenta Arcadi Espada en su columna del pasado domingo: la idea de que el arte es libre y el artista, por tanto, también. Y me vinieron a la cabeza porque lo que tenía delante aquel día en Nueva York era una muestra de impecable talento artístico al servicio de la razón de Estado, es decir, de la demonización del alemán en cuanto alemán. Por supuesto, el caso de Santiago Sierra es diferente: su finalidad es otra y sus rendimientos, también. Pero la pregunta que queda flotando en el aire es la misma: ¿goza el artista de impunidad sólo por ser artista? Dejemos por un momento a un lado una derivación interesante del asunto, como es la de que bastaría con que cualquiera de nosotros se declarase artista para gozar de la inmunidad correspondiente. Vamos a detenernos en el problema central: la tesis según la cual el artista es un sujeto que, por sus cualidades especiales, puede decir cualquier cosa. Y no me refiero aquí tanto a la afirmación «artística» de que existen «presos políticos» en España; el problema consistiría más bien en situar ese argumento en un plano distinto al propio del debate público ordinario sólo porque aquí se trata de «arte» y nos las tenemos con un artista. Si así fuera, ¿qué hay del artista que pone su arte al servicio del nazismo, o del estalinismo, o del fascismo? Tenemos cercano el ejemplo de las famosas Bagatelles de Louis-Ferdinand Céline, el panfleto antisemita que finalmente no será reeditado en Francia: ¿está exento el genial escritor francés de toda responsabilidad cívica o política gracias a su condición de novelista? ¿Y qué hay de la contribución del futurismo italiano a la legitimación del fascismo? ¿Habrían cambiado las cosas entonces si ciertas ideas no se hubieran expresado con tanta libertad, o esa restricción no las hubiera hecho desaparecer ni las hubiera debilitado? Por su parte, y dejando también en suspenso el debate sobre la proporcionalidad de su condena, ¿puede Valtonyc ampararse en sus cualidades musicales para desentenderse del enaltecimiento del terrorismo que realiza en sus canciones? También se ha sugerido recientemente, en un sentido distinto, que una novela como Lolita debe ser leída con prevención, pues ocultaría bajo su grandeza literaria una historia típicamente patriarcal. Escribe Laura Freixas:
Quienes defienden Lolita, ¿lo hacen porque es una obra de arte y a pesar de que muestra, e implícitamente justifica, la violación de una niña, la reducción del ser humano femenino a la condición de objeto para el placer masculino, la ridiculización y burla de cualquier mujer no sometida [...] o lo hacen porque su condición de obra de arte la sacraliza y nos prohíbe por lo tanto criticar todo lo anterior?
Pero, ¿son lo mismo Lolita, las Bagatelles antisemitas de Céline y las canciones de Valtonyc? ¿Qué entendemos por libertad del artista y cuáles son sus límites? ¿O no hay límites? Claro que quizá tampoco podamos pedir al artista más de lo que pedimos al ciudadano. ¿O tal vez sí, debido a su mayor prominencia o influencia? ¿Somos de verdad una sociedad mojigata, o estamos confundiendo distintos problemas bajo una misma etiqueta? En definitiva, ¿cómo diferenciar las ideas incómodas de las peligrosas y qué hacer con estas últimas, si es que puede hacerse algo? La respuesta, la semana que viene.
La realidad puede moverse más rápido que el pensamiento, comienza diciendo el profesor Arias: si en la entrada anterior de este blog dejábamos en el aire varios interrogantes concernientes al ejercicio de la libertad de expresión en las sociedades democráticas, el tiempo transcurrido desde entonces nos ha traído nuevas noticias al respecto. Se trata de una efervescencia demostrativa de la actualidad del asunto, al menos en unas democracias occidentales sacudidas por el impacto casi simultáneo de la digitalización de las comunicaciones y los efectos de la crisis económica, entre ellos un despertar del populismo político certificado por los inquietantes resultados de las elecciones italianas del pasado domingo.
Por una parte, la Audiencia Nacional ha ratificado la condena contra el rapero Pablo Hásel por enaltecimiento del terrorismo, injurias y calumnias contra la Corona y las instituciones del Estado, por entenderse que adopta posiciones que van más allá de la protesta pacífica. Hásel, que ha reaccionado a la ratificación de su sentencia llamando «fascistas de mierda» a los jueces y anunciando que «jamás claudicará», habría traspasado esa línea en tuits en los que manifestaba su apoyo a miembros del grupo terrorista GRAPO o imputaba delitos de tortura y asesinato a las fuerzas de seguridad. Por otra, contrariamente, la tuitera Cassandra Vera ha sido absuelta por el Tribunal Supremo tras ser condenada en las instancias inferiores por enaltecimiento del terrorismo, tipo penal que se entendía contenido en sus chistes sobre el asesinato de Carrero Blanco en 1973. En este caso, la sentencia recuerda que no todo mensaje inaceptable es delictivo: lo decisivo está en los matices, que nos permiten distinguir entre mensajes que expresan animadversión o resentimiento y aquellos otros que supuran «un odio que incita a la comisión de delitos», sembrando «la semilla del enfrentamiento y erosionando los valores esenciales de la convivencia». Es un tipo de odio, este último, que los tribunales sí pueden perseguir penalmente con la legislación vigente en la mano.
Ahora bien, para que pueda aplicarse el delito de enaltecimiento del terrorismo ‒afirma el Tribunal Supremo‒, debe producirse una manifestación del discurso del odio que «propicie o aliente, aunque sea de manera indirecta, una situación de riesgo para las personas o derechos de terceros o para el propio sistema de libertades». Estaría alentándose, en otras palabras, una conducta criminal. Y ese fomento de las acciones terroristas no se produce, a ojos de los magistrados, en el caso de Cassandra Vera y sí, en cambio, en los de Pablo Hásel o el también rapero Valtonyc, cuyos versos comportarían ‒según la sentencia correspondiente‒ «una alabanza, no ya de los objetivos políticos, sino de los medios violentos empleados por las organizaciones terroristas y contienen una incitación a su reiteración». No se mide aquí cuál es la probabilidad de éxito que tendrán los versos de Valtonyc a la hora de convencer a los terroristas existentes o potenciales para que se lancen a la comisión de atentados, sino que se valora la peligrosidad de que esos mensajes se conviertan en expresiones normalizadas de la libertad de palabra. Y ello porque, tomados literalmente, suponen una incitación a la violencia.
Cuestión distinta es que quien emite esos mensajes fomente el terrorismo de manera figurada y no literal, una distinción que podría ampararse ‒al menos en el caso de los raperos‒ en el hecho de que está ejerciéndose la libertad artística. Ésta, de creer a sus practicantes, sería menos un subtipo de la libertad de expresión que una libertad superior que les permitiría ir más lejos que los demás ciudadanos en el empleo de sus potencialidades expresivas. Tal como se sugirió la semana pasada, el artista funcionaría como un visionario emancipado de constricciones en el uso de sus derechos: la libertad, y sólo la libertad, sería su signo distintivo. De tal manera que, si Marcel Duchamp hizo que un urinario fuese arte colocándolo en un museo, una frase de apoyo al GRAPO no sería una frase de apoyo al GRAPO si está incluida en una canción o, rizando el rizo, constituye el contenido de un tuit cuyo autor es un artista. Si esa misma frase hubiera sido tuiteada por un fontanero, la protección jurídica que le asiste podría verse reducida, por ser también inferior su estatuto moral. ¡Pista, que viene el artista!
Según The Economist, en línea con lo que advertía el diario El País recientemente, el aumento de las sentencias de este tipo indica que España padece un ataque de intolerancia. Los jueces, a los que atribuye exceso de celo conservador, estarían dañando la imagen de nuestra democracia ante el mundo en un momento político delicado. Pudiera ser, aunque ya vimos que los problemas que aquí se ponen sobre la mesa no pueden minusvalorarse ni resolverse mediante una genérica apelación a la primacía de la libertad de expresión: es necesario discutirlos en detalle y responder, o intentar responder, a los graves interrogantes que plantean en relación con el funcionamiento de la democracia liberal.
Ya se ha insinuado aquí: continuar aplicando el principio volteriano según el cual hemos de defender la libertad de otros de decir aquello que nos disgusta como si siguiésemos combatiendo el absolutismo monárquico quizá resulte un poco anacrónico. Diríase que, al menos en las democracias occidentales, las circunstancias han cambiado. Y la cuestión no sería tanto ganar libertades expresivas frente al Estado, cosa que, en cambio, sucede en los regímenes autoritarios y en los que experimentan regresiones iliberales, como gestionar la sobreabundancia expresiva con objeto de evitar que esta última dañe la convivencia democrática y refuerce la creciente conflictividad de unas sociedades que se nos antojan, ahora mismo, más agonistas que liberales. Eso no implica bajar la guardia ante las posibles extralimitaciones del Estado, pero no parece que se trate del principal problema de la esfera pública digital. El gran interrogante es si una sociedad democrática debe amparar cualquier uso de la libertad de expresión o, más bien, tiene que restringir algunos usos de ella para protegerse a sí misma. Pero no, claro, por integrismo democrático, sino con objeto de proteger los valores cuya realización justifica la superioridad de esta forma de organización política sobre otras: de la tolerancia a la autonomía, de la igualdad al autogobierno, sin olvidar la convivencia pacífica y el disfrute de mejores condiciones materiales de vida.
Pero, ¿es que acaso puede restringirse la libertad de expresión en nombre de la tolerancia o la autonomía personales? Claro que se puede. De hecho, la libertad de expresión no ha sido nunca absoluta, como no lo ha sido el ejercicio de casi ningún derecho: conocía ya limitaciones relativas al honor y la intimidad personales, a las que se han añadido recientemente las concernientes a las manifestaciones de odio contra grupos sociales concretos. No se trata de constricciones cuya delimitación sea siempre sencilla, ni que puedan desligarse de la evolución de las costumbres sociales: el escándalo de ayer es la rutina de hoy. Pero eso no suprime la principal dificultad que aquí se plantea cuando hablamos de proteger a la democracia de sí: la sutil distinción entre las ideas incómodas y las ideas peligrosas. La distinción no parece imposible: incómoda será aquella idea que atente contra las convicciones más o menos establecidas; peligrosa será la que socave los fundamentos del régimen democrático. O, lo que es igual, las ideas peligrosas serían aquellas que fomentan la destrucción de la democracia o el empleo de medios no democráticos para la persecución de fines políticos, mientras que las ideas incómodas desafían los valores dominantes, pero respetan el marco democrático. Sucede que el propio marco democrático ha cambiado con el tiempo, por ejemplo ampliando el rango de la participación política informal; y sucede, también, que la democracia se traicionaría a sí misma si impidiese defender la ida de que existen otros órdenes políticos concebibles. Ciertamente, no deja de apreciarse una cierta contradicción ‒acaso insalvable‒ en el hecho de que esas alternativas habrán de fructificar, llegado el caso, mediante procedimientos democráticos. Y claro, los enemigos de la democracia ‒a izquierda y derecha‒ no siempre se andan con tantos remilgos, de manera que las ideas peligrosas pueden defenderse como si fueran ideas incómodas, aprovechándose de la democracia para menoscabarla. Es lo que podríamos considerar un empleo táctico de la libertad de palabra. Algo parecido a lo que hizo Santiago Sierra, en clave mercantil, en su enésima provocación a cuenta de los llamados «presos políticos» del independentismo.
De ahí que la noción de la «democracia militante», o democracia que permanece atenta a su propia supervivencia ejerciendo la defensa activa de sus valores, no carezca de sentido. España, si atendemos a los pronunciamientos de nuestro Tribunal Constitucional, no lo es; Alemania, como veremos enseguida, sí. Y merece la pena cuestionarse si no habrá llegado el momento de que todas las democracias sean militantes en la defensa de sí mismas, no sea que, en momentos de turbulencia política, terminen por perder la vida «par délicatesse», como dice el verso de Rimbaud que cita con delectación el joven Michi Panero en El desencanto, la película de Jaime Chávarri. ¡Mejor militantes que inexistentes!
En el asunto que nos ocupa, la «militancia» de la democracia alemana ‒que elabora su Carta Fundamental en la segunda posguerra con la intención de diferenciarse del régimen nazi e impedir toda posibilidad de que algo parecido a aquello suceda otra vez‒ se muestra en la principal limitación que sufre el derecho a la libertad de palabra. Viene determinada esta última por el concepto del «Estado libre y democrático de Derecho», cuyo punto de partida es la posibilidad ‒memento Weimar‒ de que cualquier libertad, entre ellas la libertad de expresión, pueda ser empleada con el objetivo de abolir la libertad. De ahí que se conceda al gobierno la facultad de proteger los fundamentos del orden político. Tal como señala Winfried Brugger en su iluminador estudio sobre el tema, esto distingue a Alemania ‒y, en general, a la tradición continental‒ del más relativista concepto anglosajón de democracia, donde, de acuerdo con las palabras de Oliver Wendell Holmes, el famoso juez del Tribunal Supremo, las minorías podrían llegar a ser suprimidas por las mayorías:
Si, a largo plazo, las creencias expresadas en la dictadura proletaria llegan a ser aceptadas por las fuerzas dominantes de la comunidad política, el único significado de la libertad de palabra será darles su oportunidad y dejarlas prevalecer.
Algo que Alemania, allá por 1949, no tenía tan claro. La posición norteamericana, derivada de su texto constitucional, se deja ver en aquellos países donde la libertad de expresión encuentra menos restricciones, e incluso un ejercicio de la misma que incluya «discursos de odio» será generalmente aceptado; por el contrario, la posición alemana, compartida por los miembros del Consejo de Europa (incluida España) y Canadá, entre otros, considera que la libertad de expresión debe conocer algunas limitaciones, lo que incluye la protección de la dignidad e igualdad de quienes son objeto de esos discursos de odio. Nótese que, como se sugirió la semana pasada, se trata de ponderar el sentido de estas restricciones sea cual sea la orientación ideológica de las opiniones en juego, en lugar de limitarse a querer solo para nosotros la libertad que no querríamos conceder a otros. Ramón González Férriz recordaba hace poco que el pluralismo tiene que ver con la tolerancia, es decir, con la necesidad de aceptar la libre expresión de aquello que nos molesta, o entonces no es tal pluralismo. La dificultad estriba, de nuevo, en diferenciar entre lo incómodo y lo peligroso: entre lo que cabe dentro del pluralismo y lo que amenaza al pluralismo. En su contribución al número especial de la revista Prospect dedicado a las «guerras de la libertad de palabra», la activista pro-derechos humanos Afua Hirsch llamaba la atención sobre la necesidad de impedir la normalización de ciertas ideas bajo el pretexto del pluralismo democrático:
Tratar el racismo como una opinión como cualquier otra ‒como si se tratase de una visión alternativa que equilibrase el debate, no de un sistema de opresión‒ produce una suerte de amplificación cultural [de las ideas racistas].
Así es. Pero, ¿puede decirse lo mismo del nativismo que desearía restringir la inmigración por razones de pureza cultural? Seguramente no, por mucho que nos espante la propuesta. Distinguir lo incómodo de lo peligroso: he ahí una tarea permanente para las sociedades democráticas que no se despreocupan del contenido de las ideas que circulan en su interior. En caso de duda, habrá de prevalecer la libertad de palabra; dar por sentada prima facie esa prioridad, sin embargo, supone ignorar los conflictos que se producen en el interior del cuerpo democrático como efecto de la colisión entre sus valores nucleares. A pesar de los impecables principios que justifican este principio general, la salida es demasiado fácil y no se aleja tanto ‒en su espíritu‒ de la descrita cláusula de «excepción artística» que exime al artista de los deberes que rigen para el ciudadano común.
Por el contrario, es necesario enfrentarse al choque de valores y hacerlo en relación con casos concretos. Al Tribunal Constitucional alemán corresponde, así, decidir si el derecho de opinión prima sobre otros intereses constitucionales con los que puede entrar en conflicto: la dignidad y el honor, la igualdad y la protección de la infancia, la paz social y la civilidad. Ninguno de estos principios es absoluto; todos estos derechos y libertades se complementan mutuamente. Por eso, la priorización ‒que se lleva a cabo mediante una ponderación de los bienes en conflicto‒ es tan importante: son los matices de los que habla también nuestro Tribunal Supremo en la sentencia que absuelve a Cassandra Vera y que difieren de los que concurren en otros casos.
El problema es que los matices no caben en los titulares ni en los tuits. Podríamos incluso decir, parafraseando a Cesare Pavese, que los matices cansan. ¡A todos! Pero este tema, como tantos otros, no puede abordarse sin ellos: no pueden los jueces ni podemos los demás. Quien tenga la paciencia suficiente, se encontrará aquí con nuevos matices dentro de una semana, cuando trataremos de recoger los cabos que han ido quedando sueltos para bosquejar algunas conclusiones, siquiera tentativas, sobre un tema acerca del cual será, en todo caso, imposible ponerse de acuerdo.
El profesor Arias Maldonado culmina con esta de hoy la serie de entregas que ha ido dedicando estas semanas en su blog Torre de Marfil (Revista de Libros), que Desde el trópico de Cáncer ha reproducido con enorme satisfacción y que pueden leer en las entradas correspondientes de los días 2 y 13 de marzo, al asunto de los límites de la libertad de expresión, y por ende, de eso que hemos dado en llamar el laberinto de la libertad, del que la de expresión es su pilar fundamental.
Tal como corresponde a una sociedad cada vez más agonista, comienza diciendo Maldonado, cuyas dinámicas de atención siguen el ritmo sincopado de las redes sociales, el intenso debate público sobre los límites de la libertad de expresión se ha interrumpido bruscamente: ya no hablamos de Pablo Hásel ni de Valtonyc. O mejor dicho, el debate ha pasado a segundo plano ante la irrupción de otros Grandes Acontecimientos, todo ello mientras la vida sigue su curso fuera de la burbuja digital. Pero nada de eso va a impedirnos poner fin a esta serie, dedicada al problema de lo que puede decirse y lo que no en la esfera pública de las democracias contemporáneas. Y, con un poco de suerte, el asunto volverá a los titulares a finales de semana.
Sería injusto, bien pensado, no mencionar un pequeño episodio reciente que guarda relación con nuestro tema. A saber: la multa impuesta por la Federación Inglesa de Fútbol a Pep Guardiola, entrenador del Manchester City, por lucir en su solapa el lazo amarillo que, en la cosmovisión nacionalista, equivale a la petición de libertad para los así llamados «presos políticos» que esperan juicio mientras se instruye su caso en la Audiencia Nacional. La política de la asociación británica estipula que ni entrenadores ni futbolistas podrán emitir «mensajes políticos» como el encapsulado en el lazo de marras. Guardiola se ha defendido de forma desconcertante ante quienes lo acusan de doble moral por callar ante los déficits democráticos del país que en la práctica le paga el sueldo, Abu Dabi, diciendo que cada sociedad decide cómo quiere vivir y su tarea es garantizar que España siga siendo una democracia. Es desconcertante, porque no se recuerda que nadie haya preguntado nunca a los habitantes de Abu Dabi cómo quieren vivir y porque los llamados «presos políticos» han violado el orden constitucional y democrático español, graves delitos que poco tienen que ver con la libertad de opinión.
En todo caso, lo que interesa del caso es el tipo de afirmación que realiza Guardiola cuando habla de los «presos políticos»; que es, por cierto, la misma que hacía Santiago Sierra en el cuadro que fue retirado de ARCO. Lo que está diciéndose, en una palabra, es que en España se encarcela a los disidentes políticos. Esto es una falsedad constatable con las leyes vigentes en la mano, pero una falsedad que se difunde con rapidez y produce en quienes se adhieren a ella benéficos efectos emocionales. En lo que aquí nos ocupa, es claro que la Federación Inglesa de Fútbol está aplicando el principio de neutralidad con objeto de evitar la instrumentalización política de un deporte de masas que pertenece a la categoría del entretenimiento. Nada nos dice, pues, sobre la conveniencia de que una opinión así pueda ser emitida por cualquiera y en cualquier momento. Pero el asunto ofrece un ángulo inesperado si tenemos en cuenta un matiz de la jurisprudencia constitucional alemana, cuya legislación y práctica sobre la materia traíamos a colación la semana pasada para ilustrar las diferencias entre los enfoques continental y anglosajón sobre la libertad de expresión.
El artículo 5 de la Ley Fundamental de Bonn protege la libertad de opinión, pero, como sucede en el caso de los «presos políticos» catalanes, salta a la vista que las opiniones se entremezclan a menudo con las afirmaciones factuales. Y éstas pueden ser verdaderas o falsas, así como tener su veracidad sometida a discusión. ¿Hasta qué punto ampara la libertad de opinión la afirmación de hechos falsos? La respuesta del Tribunal Constitucional alemán está en su sentencia sobre el negacionismo del Holocausto judío, donde se estipuló que las afirmaciones factuales no son ‒en sentido estricto‒ expresiones de opinión. Ya que, a diferencia de lo que sucede con las opiniones, un componente esencial de las afirmaciones factuales es la relación objetiva (u objetivable) entre la afirmación y la realidad, que es justamente lo que permite que podamos determinar su veracidad o falsedad. Eso no significa que las afirmaciones factuales queden fuera de la protección constitutional de la libertad de palabra, pero sí que esa protección no se extiende a aquellas afirmaciones factuales que no contribuyen a la formación «constitucional» de la opinión democrática. La libertad de expresión no ampara una afirmación factual que el opinante sabe falsa o que se ha demostrado falsa. Así sucede con la negación del Holocausto.
Si fuéramos estrictos, habríamos de incluir dentro de esa categoría la aseveración de que los secesionistas imputados son en realidad «presos políticos». Pero no somos estrictos y el mismísimo presidente del Parlamento de Cataluña puede emplear esa expresión en presencia de la cúpula del Poder Judicial en Cataluña, en el curso de un acto institucional, sin que se deduzca de ello consecuencia alguna. Nótese que esa afirmación supone acusar a los jueces de la Audiencia Nacional de prevaricación, si bien es dudoso que la mayoría de quienes manejan esa categoría en la esfera pública hayan descendido a ese nivel de detalle tipológico: más bien protestan contra una realidad que les disgusta. Santiago Sierra ni siquiera hace eso, sino que, como ya se señaló, hace un uso táctico de la libertad de expresión que anticipa la reacción de la opinión pública con objeto de producir un escándalo económicamente rentable. De alguna manera, en fin, el Tribunal Constitucional alemán está levantándose contra la famosa afirmación de Friedrich Nietzsche según la cual ya no existen hechos sino sólo interpretaciones. O, si se prefiere, está recordándonos que las interpretaciones deben hacerse sobre la base común y aceptada de los hechos demostrables, punto sobre el que había incidido ya Hannah Arendt en sus escritos sobre el tema. La singularidad de nuestra época estriba en que la tecnología digital multiplica la fuerza difusora de cualquier mensaje, lo que produce un doble efecto paradójico: incrementa el peligro de que circulen con normalidad las afirmaciones factuales demostrablemente falsas y dificulta sobremanera su persecución o ‒si se prefiere una aproximación más anglosajona‒ su derrota argumentativa. Y esto último debe tenerse en cuenta a la hora de diseñar cualquier política eficaz de regulación de la libertad de palabra.
¿Es hablar de presos políticos una afirmación factual palmariamente falsa que socava las bases de la formación constitucional de la opinión? Salta a la vista que esa posibilidad ni siquiera se plantea en España, donde la sensibilidad mayoritaria en estas materias se parece más a la anglosajona que a la alemana: nuestra cultura política está marcada por las restricciones de la libertad de opinión durante la dictadura franquista, y la sociedad alemana, con la mente puesta en el nazismo, presta más atención a la posible difusión de ideas tóxicas en contextos democráticos. Así lo demostraría la reciente ley federal que, aprobada no sin escándalo, obliga a los operadores digitales a borrar los mensajes que potencialmente incurran en un delito de odio; un odio que, se entiende, tampoco queda amparado por la libertad de palabra. Estas diferencias se ponen también de manifiesto en aquellos casos en los que la libertad expresiva se entreteje con el insulto o la ridiculización del adversario. En la jurisprudencia constitucional alemana, la legítima crítica política no abarca la denigración maliciosa que, expresada de manera despectiva, es marginal al mensaje político en cuestión o nada tiene que ver con él. De alguna manera está presumiéndose aquí que un debate enteramente civilizado es posible: como si las malas maneras no existiesen.
El caso de la caricatura del presidente de Baviera Franz-Josef Strauß, publicada en 1981, viene perfectamente al caso. La revista satírica alemana Konkret representó a Strauß con la figura de un cerdo que copulaba con otro cerdo, ataviado este último con una toga judicial. Al tratarse de una sátira, la caricatura estaba inicialmente cubierta por la protección constitucional de la libertad de expresión. Sin embargo, el Tribunal Constitucional concluyó que las características propias de la sátira ‒exageración, distorsión, alienación‒ se veían aquí sobrepujadas por el derecho a la propia dignidad. Su razonamiento podría tal vez aplicarse al caso de la portada del semanario satírico español El Jueves en la que el entonces príncipe de Asturias era representado mientras mantenía relaciones sexuales con su esposa, la reina Letizia. La intención de los caricaturistas en el caso Strauß, razonaban los jueces de Karlsruhe, no era otra que atacar la dignidad personal de la persona caricaturizada, como se demostraría en el hecho de que no usaran sus peculiaridades humanas, sino que subrayaran sus rasgos «bestiales» e hicieran uso de un aspecto de la vida personal ‒la conducta sexual  que forma parte del núcleo de la intimidad y es, por tanto, digna de protección. Dado que se trata de devaluar a la persona caricaturizada, de privarlo de su dignidad humana, concluía el Tribunal Constitucional alemán, semejante retrato no puede ser aprobado por un sistema legal que sitúa la dignidad del ser humano como su valor más elevado. Una cuestión de prioridades.
En Estados Unidos, la realidad jurídica ha solido ser muy diferente. Tomemos un caso relatado cinematográficamente por Milos Forman en su retrato de Larry Flynt, el editor de Hustler, que tiene claras concomitancias con el de Strauß. El conocido telepredicador Jerry Falwell fue representado en Hustler mientras tenía una cita sexual con su madre, borrachos ambos, en una letrina. Igual que en el caso alemán, esta parodia constituye antes un juicio de valor que una afirmación factual. Un tribunal inferior condenó a la revista por «infligir intencionadamente estrés emocional», causa que no exige demostración factual alguna. Pero el Tribunal Supremo anuló la condena invocando el estatus de Falwell como figura pública, que por definición supone una mayor exposición a la crítica en cualquiera de sus formas. Incluso una crítica desligada de todo apoyo factual encontraría así acomodo en la aproximación anglosajona a la libertad de expresión.
En cualquier caso, si atendemos a la realidad de la esfera pública contemporánea, nos encontramos con un panorama muy distinto al de primeros de los años ochenta. En esta breve serie se ha insistido en la necesidad de reconocer que la digitalización ha alterado las categorías con que ordenábamos el debate sobre la libertad de expresión. Ya se ha dicho que la capacidad de difusión de la falsedad se ha multiplicado; a eso hay que añadir la evidente degradación del debate público que trae consigo ‒por el momento‒ su democratización. Eso significa que la función moderadora de los viejos medios se ha debilitado, ampliándose, en cambio, la capacidad de influencia de los discursos situados en los extremos: ya sea por el contenido de los mensajes, por la forma en que se difunden, o por ambos motivos. Y aquí nos encontramos con el factor fundamental de la escala. Siendo la relación entre escala y democracia una vieja relación: si tenemos democracias representativas, es porque la escala de la sociedad moderna no admite ninguna otra posibilidad. En el terreno de la libertad de palabra, el cambio de escala viene dado por la generalización de una tecnología que nos convierte a todos en emisores. Quizá sea pronto para extraer conclusiones definitivas, pero si la proporción de los actos de comunicación malintencionados, deliberadamente falsos o vocacionalmente ofensivos aumentase de manera significativa en relación con el total, podríamos encontrarnos con un grave problema ambiental. Ya se ha apuntado más de una vez en este blog que la digitalización de la esfera pública parece estar provocando el desplazamiento de las esferas públicas liberales hacia el modelo agonista. Y, si bien la vitalidad cultural y política de las sociedades liberales necesita de ese excéntrico al que ya elogiase John Stuart Mill, pudiéndose decir lo mismo de eso que los anglosajones denominan un contrarian, figura pública caracterizada por su oposición a las visiones mayoritarias, mal podrían funcionar nuestras sociedades si todos fuéramos disidentes a tiempo completo.
Sucede que, al mismo tiempo, nuestras sociedades están experimentando un fenómeno que apunta en la dirección contraria y, de hecho, constituye un freno a la libertad de palabra: una hipersensibilización que puede entenderse como efecto de la convergencia de la doctrina de la corrección política y las políticas de la identidad. Ya hemos hablado aquí antes de esta tendencia, que proporciona a cualquier individuo o colectivo una herramienta insuperable para la presentación de demandas en la esfera pública: el victimismo. ¡Dame una víctima y moveré el mundo! Es evidente que la victimización universal plantea problemas para las víctimas particulares, objetivables, que ven devaluada su justa causa si su condición es apropiada por los demás y, con ello, frivolizada. En lo que aquí nos interesa, parece que cualquier argumento susceptible de ofender a alguien debe entenderse como literalmente impresentable. De manera asombrosa, esta susceptibilidad ha alcanzado incluso a Lolita, la novela de Vladimir Nabokov, acusada en este caso de promover una cosmovisión sexista y poseer, por tanto, efectos pedagógicos negativos. El hecho de que la novela sea narrada por un hombre enloquecido sobre cuyo relato de los hechos ha de sospecharse no parece tener la menor importancia; que hablemos de ficción literaria y no de un discurso moral prescriptivo, según parece, tampoco.
Nada más comprensible, pues, que sentirnos confundidos. La vulgarización del debate público, con el condigno aumento del discurso del odio y la mayor difusión de ideas que atentan contra los principios democráticos, coincide en el tiempo con la victimización identitaria y la hipersensibilización tribal. Todo ello facilitado por la digitalización del debate público y en el marco de una crisis democrática que conviene tomarse en serio. Por eso sugería en las entradas anteriores establecer una distinción entre las ideas incómodas (pero aceptables y, de hecho, necesarias) y peligrosas (por tanto, inaceptables), preguntándome de paso si las democracias liberales no debían convertirse, todas ellas, en democracias militantes. La distinción es delicadísima y no puede hacerse sino en atención a los casos concretos, a la manera de la jurisprudencia. Y lo mismo sucede con la colisión entre los derechos expresivos y los derechos de la personalidad: sólo cabe ponderarlos cuidadosamente. A su vez, esto significa que no puede aplicarse de manera automática ninguno de los marcos normativos disponibles. Uno, el que afirma, en todo caso, la primacía de la libertad de expresión, como si siguiéramos combatiendo a los totalitarismos de entreguerras y no hablásemos más bien de sociedades libertarias donde cada smartphone es un arma de realización narcisista. Otro, el que recomienda restringirla de manera fuerte, bien para evitar sentimientos de ofensa o en nombre de proyectos educativos abanderados por ideologías concretas (causa de los recelos provocados por Lolita).
Se hace, por tanto, necesario defender a la democracia pluralista de sí misma, o, si se prefiere, defenderla de las consecuencias del pluralismo beligerante. La dificultad es palmaria: no sólo disfrutamos cuando podemos acogernos espuriamente al estatuto de víctimas, sino que también lo hacemos cuando creemos luchar contra un poder injusto ante el que podemos rasgarnos las vestiduras en nombre de la libertad. ¡España es una dictadura! Bien, pero cualquier ciudadano español recordará los benéficos efectos que tuvo en su momento la Ley de Partidos que ilegalizó a Batasuna, pese a los temores que despertó entre los más acendrados defensores de la libertad de opinión. Estos últimos años están recordándonos algo que habíamos olvidado, a saber, cuán frágiles pueden ser los regímenes democráticos cuya existencia dábamos ya por supuesta. Defender la libertad de palabra a la manera tradicional es tentador, pero quizás incongruente. Ya no estamos en el mundo épico de antaño, donde una vanguardia trataba de garantizar la libertad; ahora esa libertad está generalizada ‒aunque pueda estar desigualmente distribuida‒, pero se ejerce con escaso sentido de la responsabilidad. Es decir: con escasa autoconciencia. ¿Cuándo vamos a dejar de hablar de libertad (en sentido romántico) para hablar de libertad (en sentido democrático)? Para que, por ejemplo, el artista que se lanza a emitir opiniones políticas a través de su arte haga un esfuerzo por conocer la realidad social y no confíe el contenido de su discurso a la mera «intuición» o a la visita de las musas.
Simultáneamente, empero, no vivimos en sociedades redondas y acabadas, sino en sociedades perfectibles que requieren de una esfera pública vibrante donde pueda hacerse política presentando visiones alternativas de la realidad. ¡Seguimos necesitando disidentes! Dicho esto, el ideal regulativo de la esfera pública siempre ha sido optimista acerca de las posibilidades del debate ordenado y racional. Si Jürgen Habermas habla de la fuerza del mejor argumento identificado en el marco de la deliberación pública, John Rawls se refiere al desacuerdo razonable y al deber de civilidad. En la práctica, el debate democrático no puede cumplir con esos estándares, aunque el ideal que representan tampoco admite reemplazo alguno. Obviamente, puede discutirse sin insultar ni injuriar; a menudo insultos e injurias no expresan más que un tribalismo moral carente de argumentos. Pero no parece fácil limitar su número, por aconsejable que resulte.
Sea como fuere, no parece que haya necesidad de crear nuevas categorías jurídicas para ordenar la esfera pública en la era digital. Basta con las existentes, derechos incluidos, ponderados con arreglo a las nuevas circunstancias. Porque una cosa es la imprescindible diversidad de opiniones y otra que aceptemos como opiniones lo que en realidad es otra cosa: la difusión deliberada de falsedades factuales, la incitación a la violencia, el ataque personal desligado de cualquier propósito argumentativo. Que nada de esto debería formar parte del debate democrático parece evidente; que seguirá formando parte del mismo también lo es. Pero seamos, al menos, conscientes de ello. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

Un artículo realmente interesante ...