A pesar de mis ideales políticos, que los tengo aunque a veces no lo parezca, en política soy bastante posibilista. O lo que es lo mismo, y mucho mejor expresado por Karl Popper que por un servidor: "hay que hacer lo que se pueda en el momento en que se pueda". Y es que de buenas intenciones está el infierno empedrado, y de utopías, los cementerios a rebosar.
Rubén Ruiz-Rufino, profesor de Política Comparada en el King´s College de Londres y director del Informe de la Democracia en España 2016, publicado por la Fundación Alternativas, escribió hace unas semanas en El País un artículo, titulado Por fin nos representan en el que afirmaba que el nuevo panorama político mostraba que una de las mayores quejas del 15-M había sido escuchada.
Hasta 2015, decía en su inicio, los Gobiernos que perdían la confianza de los ciudadanos solían perder las elecciones. De esa manera, las elecciones servían como catalizador de la irritación. Así ocurrió cuando Aznar ganó a González en 1996, Zapatero venció a Rajoy en 2004 y Rajoy derrotó a Rubalcaba en 2011. Esa tendencia, sin embargo, se rompió en 2015, cuando el PP, pese a haber perdido la confianza del 70% de los ciudadanos, logró permanecer en el poder.
Estamos por tanto, añadía, en un nuevo escenario político en el que la desconfianza en el Gobierno ya no sirve para explicar un cambio de gobierno. ¿Supone esta paradoja un cambio en la forma de hacer política, una metamorfosis institucional? Y si es así, ¿qué define este nuevo modelo? La respuesta requiere analizar tres dimensiones relacionadas entre sí. En primer lugar, la manera en la que los ciudadanos canalizan su frustración con el sistema político ha cambiado. Quizás la muestra más clara de ese enfado con la política fue el movimiento 15-M, pero lo que indican las encuestas es que a partir de 2011 dicha irritación sirvió para activar políticamente a los ciudadanos, sobre todo a los grupos sociales más castigados por la crisis económica, que empezaron a demandar un cambio de rumbo político significativo. Para muchos, este cambio en las preferencias ciudadanas significó el apoyo a actitudes populistas. Recientes datos de encuestas reflejan que más del 50% de los ciudadanos se identifican con afirmaciones sobre la política basadas en actitudes antielitistas, el pueblo como eje central del discurso político o la primacía de la soberanía nacional sobre interferencias internacionales. Es en este contexto en el que surgieron los nuevos partidos políticos y se celebraron las últimas elecciones generales.
En segundo lugar, seguía diciendo, en España la combinación entre crisis económica y descontento ciudadano no provocó un tsunami político. En términos generales, las instituciones que articulan la vida política —como el Parlamento, los partidos o las elecciones— son versátiles y resistentes, lo que les ha permitido evitar el colapso ante un escenario de mucha incertidumbre. El caso del PP y el PSOE es especialmente relevante, pues a pesar de existir un descontento ciudadano grande, ni uno ni otro han sufrido derrotas electorales tan graves que los hayan colocado al borde de la extinción, como sí ha ocurrido, por ejemplo, en Grecia. Además, el sistema electoral ha transformado los votos a las nuevas formaciones en escaños suficientes para convertirlas en actores parlamentarios relevantes. La suma de votos de Podemos y Ciudadanos, casi el 35% en 2015 y el 34% en 2016, se ha transformado respectivamente en el 31% y el 29%. Y esto ha ocurrido en unos procesos electorales limpios y transparentes donde los ciudadanos han votado sin coacciones y donde los relevos de poder se han producido con toda normalidad.
Sin embargo, señalaba más adelante, sería equivocado pensar que nada ha cambiado. Hasta 2015, nuestro sistema político era un sistema de ganadores y perdedores casi absolutos. El sistema político se estructuraba en torno a un partido político que gobernaba y a otro que hacía de oposición. Estos dos partidos, a pesar de representar a una parte muy importante del electorado, no reflejaban, sin embargo, la pluralidad de la ciudadanía. Este sesgo tenía su contrapeso en la capacidad de los votantes para expulsar del gobierno a los partidos cuando estos dejaban de tener la confianza de los ciudadanos. Lo que observamos hoy es algo bien distinto. Ya no hay ganadores o perdedores absolutos sino relativos. El Congreso refleja ahora una fragmentación parlamentaria equiparable a la distribución de preferencias en la ciudadanía. Pero el precio a pagar ha sido una erosión en la rendición de cuentas: ahora, frente a la confianza prima más la representatividad política. Eso explica que el PP siguiera en el Gobierno después de las elecciones a pesar de que solo tres de cada diez españoles decían confiar en su labor.
Aunque es pronto para saber si este nuevo contexto es temporal o pasajero, concluía diciendo, lo cierto es que es totalmente novedoso. El Gobierno ya no se apoya en una mayoría hegemónica en el Parlamento, sino en el apoyo de varias fuerzas políticas que, de forma pivotante, condicionan sus acciones. Mientras que en el pasado los ciudadanos solo contaban con el voto para hacer rendir cuentas al Gobierno, ahora cuentan con sus representantes. La queja del 15-M, "no nos representan", parece haber sido cursada, y aceptada. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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