En el teatro del mundo, uno se examina todos los días y siempre se le juzga por lo último que hace, escribía hace unos días en El Mundo su director, el periodista Francisco Rosell. Resuelta ya la moción de censura presentada por el partido socialista contra Mariano Rajoy que ha convertido a Pedro Sánchez en el séptimo presidente del gobierno desde la restauración de la democracia, las palabras de Francisco Rosell conservan toda su virtualidad.
Poco cuentan los éxitos cosechados por abundantes y magníficos que hayan resultado, señalaba Rosell en su artículo. Por eso, como dijo Tony Blair al despedirse del 10 de Downing Street, todo gobernante acaba indefectiblemente mal por muchas victorias electorales que atesore y éxitos de gestión esmalten su lucida biografía. Ello entraña una enorme injusticia. Sin duda. Pero obliga cuando se desempeñan puestos de alta responsabilidad y de obligada ejemplaridad. A este respecto, pocas cosas tan peliagudas como percatarse de cual es el momento de decir adiós, salvo insinuárselo al que está en la cúspide del poder.
En la historia reciente de España, tamaña osadía originó incluso la voladura de un periódico como el rotativo Madrid. Su editor, Rafael Calvo Serer, clarividente miembro del Opus Dei, no tuvo mejor ocurrencia que establecer cierto paralelismo entre la marcha del general De Gaulle, a causa de la crisis política desatada por la revolución de Mayo del 68, y la conveniencia de que Franco hiciera lo propio, tras acumular entonces seis lustros en la Jefatura del Estado.
Saber marcharse a tiempo es ciertamente la operación más difícil que cabe acometer. En el campo de batalla, pero también en el terreno político. No en vano, la política no deja de ser una guerra con otras armas. "En los regímenes democráticos, incluso, grandes personalidades, como Churchill y Adenauer -aludía Calvo Serer, disimulando el destinatario último de su invectiva- fueron objeto de duras críticas y se vieron obligados a abandonar el Poder de los electores que en otros momentos les manifestaron entusiasta adhesión o un simple reconocimiento de sus servicios".
Ésa es, justamente, la circunstancia del presidente Rajoy. Vive las horas más comprometidas de su carrera política, al haberle pedido al tiempo quizá más de lo que éste podía darle. Merced a ello, tiene el honor indubitado de ser el político que más perdura en el poder desde Franco. Bate la marca de Felipe González a base de hacer divisa de lo dicho por Felipe II de sí mismo: "Yo y el tiempo contra todos". Empero, después de ser un maestro en el manejo del mismo, éste parece haberle abandonado tras la severa sentencia de la Audiencia Nacional sobre la trama Gürtel. Lo ha crucificado sin estar sometido a juicio y sin aguardar a que se enjuicien otras piezas sumariales más comprometedoras por referirse a años en los que tuvo más altas responsabilidades orgánicas.
Ni en la peor de sus pesadillas pudo imaginarse Rajoy un fallo así. Tan demoledor por la enormidad de las penas (más altas que las aplicadas a sanguinarios terroristas). Tan corrosivo por socavar su credibilidad como testigo en aspectos ajenos a esta causa, tan devastador por vincular las actividades del PP a los de una organización delictiva. Y tan catastrófico, en fin, por hacer saltar por lo aires la frágil entente (no ciertamente cordiale, que sí de circunstancias) de los tres partidos constitucionalistas (PP, PSOE y Cs) frente al órdago separatista catalán.
Con su populismo punitivo, afrentoso para un Estado de derecho que se precie de tal, dos jueces (José Ricardo de Prada y Julio de Diego), en línea judicial e ideológica con el instructor inicial del sumario, el ex juez Garzón, pueden haber cambiado la historia reciente de España. Han dispensado una fuerte dosis de demagogia punitiva, valiéndose ciertamente de unos hechos deleznables y merecedores de condena. Ambos togados ya debieron mover a la sospecha de Rajoy cuando se empeñaron contra el criterio del presidente del tribunal (autor del voto particular de la Justicia), Ángel Hurtado, de convertirle en el primer mandatario español que declaraba como testigo en el ejercicio de su cargo, a diferencia de sus antecesores González (caso GAL, en 1998) y Suárez (caso Banesto, en 1995) que lo hicieron cuando abandonaron La Moncloa.
Desde julio del año pasado, pues, el sino de esta legislatura se ha desarrollado bajo la espada de Damocles de aquella declaración como testigo en sede judicial de Rajoy. Ahora esta sentencia que lo crucifica sin sentarle siquiera en el banquillo de los acusados la finiquita. Así las cosas, cuando parecía que Rajoy cruzaba el Rubicón de su mandato y se aseguraba su permanencia en La Moncloa por dos años más, merced al apoyo presupuestario in extremis del PNV, quien le sacaba las hijuelas al Estado, al tiempo que se ponía en jarras con un plan soberanista con el brazo político de ETA (Bildu), el presidente, en horas siquiera veinticuatro, se hundía en sus procelosas aguas del río de todas las metáforas. Su aparente satisfacción, aunque nadie lo diría por su palidez y su balbuceante verbo de la tarde-noche de su particular miércoles de ceniza, era, en realidad, el canto del cisne.
Después de agavillar el variopinto voto de siete formaciones políticas, cual feliz jugador de las siete y media que ronda la plenitud, una ventolera judicial de imprevisibles consecuencias desarboló la baraja haciendo volar sus desparejados naipes. El vendaval judicial puso en solfa una legislatura cogida con alfileres desde el día en que Rajoy fue investido tras repetirse las elecciones. Shakespeare ya lo advirtió: "El tiempo, en su rapidez, modifica el curso de las cosas".
Existe un proverbio ruso que habla de que el pasado es impredecible y ese ayer se le ha presentado a Rajoy en el peor momento. Sin haber querido éste dar los pasos precisos para una eventual sucesión ni haber establecido las bases para que un partido clave en la historia reciente de España subsista a su inevitable marcha, evitando experiencias trágicas como las de la UCD.
Adoptando una resistencia numantina, Rajoy no puede enfrentar una encrucijada histórica para una nación de Estado menguante, por mor de unos gobernantes carentes de la grandeza de miras de los estadistas y que se entregan al exclusivo interés del momento. Es verdad que la política hace extraños compañeros de cama, como decía Churchill, pero carece de sentido, cuando está en danza la existencia misma de la nación, que el PP fíe su suerte a un partido que busca desarbolar España como el PNV, moviendo a la vez la encina del PP y el nogal de ETA.
Para colmo de desgracias, el PSOE defiende, según días y dependiendo de la hora, una cosa y la contraria, sin importarle entregar su alma al diablo. En estas, un volatinero Sánchez plantea una moción de censura que se deslegitima con tan extraños compañeros de viaje y que resultan ser, en parte, aquellos independentistas a los que la víspera combatía con el artículo 155 en ristre. Vuelve a las andadas -o, probablemente, no sale de ellas-, de igual modo que Zapatero suscribía con una mano el pacto antiterrorista de Aznar y con la otra firmaba compromisos bajo cuerda con ETA. Este maquiavélico PSOE desprecia a esa musa del escarmiento a la que Azaña, en la amargura de su trágico fracaso, aconsejaba encomendarse para no incurrir en los errores del pasado. Era evidente que Sánchez, huérfano de escaño,por atender en mala hora la recomendación de Patxi López, rondaba el edificio de las Cortes para saltar al hemiciclo al menor pretexto, y en este caso se le ha presentado una oportunidad que legitima una eventual moción de censura. Empero, no debiera hacerlo a cualquier precio y sin ningún tipo de recato, por más que cavile que, con las expectativas electorales bajo mínimos, no habrá de perjudicarle este salto de la rana. Si sale con barbas, San Antón; si no, la Purísima Concepción. no habrá de perjudicarle este salto de la rana. Si sale con barbas, San Antón; si no, la Purísima Concepción. no habrá de perjudicarle este salto de la rana. Si sale con barbas, San Antón; si no, la Purísima Concepción. De paso, saca a Albert Rivera de su zona de confort y le fuerza a mojarse, despreciando el hecho de que las mociones de censura son un campo propicio para el suicidio.
Por encima de esa perversión de las mociones de censura, en las que más que buscar soluciones a los problemas de España se persigue poner en evidencia a los contrincantes, el mejor servicio que unos y otros pueden prestar es disolver el Parlamento y convocar elecciones, como antaño le reclamó Rajoy a Zapatero. Los españoles tienen el derecho inalienable de decidir quién debe dirigirle en un momento tan complicado y no asistir al asalto al poder por medio de una moción de censura temeraria en la que el PSOE recurre a aquellos mismos a los que desechó antes del golpe de Estado del 1 de octubre y a los que se reengancha cuando estos separatistas ya han rebasado todos los límites. Quien lo entienda que lo explique. Fuera máscaras, pues, y que cada cual vaya a cara descubierta, sin subterfugios, a la búsqueda del voto ciudadano.España parece el cántaro del Talmud: "Si la piedra cae sobre el cántaro, desdichado cántaro; si el cántaro cae sobre la piedra, desdichado cántaro; de cualquier manera siempre es el cántaro el que sufre".
En tesitura tan difícil, Rajoy parece el unamuniano "guía que perdió el camino", siendo quizá "un general que comprende que ha perdido la batalla», pero que "no puede declararlo si con esta declaración provoca una desastrosa retirada de sus soldados". Ello le obliga "a fingir una victoria, si con ello consigue una retirada en orden". Ante ese estado de confusión, quizá Rajoy eche en falta la presencia de alguien cercano que le diga, aunque deba hacerlo con el coche en marcha para luego escapar a todo trapo, que el mejor servicio que puede prestar en estos momentos es propiciar unas elecciones generales. Los españoles tienen la responsabilidad de darse un Gobierno que enfrente con fortaleza y credibilidad los retos de una nación que ve cómo su Estado se deshace por la impericia de aquellos que tienen encomendada su custodia y salvaguarda.
No debiera esperar -ni se lo merece- una cruel reprimenda en los acres términos del bufón del drama shakesperiano. Ante los desvaríos del rey Lear, a merced de la catástrofe que había desencadenado a su alrededor, aquel loco payaso le espeta al atribulado monarca: "No deberías haber envejecido antes de ser sabio".
En definitiva, Rajoy padece el triste sino de los gobernantes que se hacen viejos en el poder. "Son sus mismos éxitos -refería Calvo Serer, en su artículo de época, pero tan actual en su radiografía de los hábitos de poder- los que les traicionan, porque se aferran a los que en otras ocasiones les fue favorable, aun contra la opinión de quienes les rodeaban. Pero al cambiar las circunstancias, ese inmovilismo resulta funesto". Saber marcharse puede salvar a un partido clave para la estabilidad de España y puede librar a un país del bloqueo en que puede sumirle el numantinismo de uno y la temeridad de otro. No es fácil papeleta situarse ante el espejo y discernir si es la hora en que uno suma o resta. Es el ser o no ser de una existencia política. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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