sábado, 25 de octubre de 2025

DEL POEMA DE CADA DÍA. HOY, EL SUEÑO, DE LORD BYRON

 







EL SUEÑO


I


Vivimos dos veces. El sueño encierra un mundo,

frontera entre las cosas mal llamadas

muerte y existencia: el sueño encierra un mundo,

y un vasto territorio de realidad indómita,

y mientras se construye tiene vida,

y llantos, y suplicios, y una incierta alegría.

Aflige con su peso la reflexión diurna,

despoja de su peso a nuestro diurno errar,

divide nuestro ser, y se convierte

en parte de nosotros y de nuestros instantes,

semejante a un heraldo de la eternidad.

Los sueños son espectros del pasado, hablan

como sibilas del futuro. Es ese su poder:

tiranos del placer y del dolor, nos muestran

no tal y como somos, sino a su voluntad,

turbándonos entre visiones del ayer.

Amenazas de sombras del pasado: ¿es eso lo que son?

¿No es el pasado sombra? ¿Qué serán?

¿Creaciones de la mente? La mente puede crear

sustancia, y poblar planetas de su propia invención

con seres tan radiantes como nunca se vieron,

y dar aliento a formas ajenas a la carne.

Quiero contar ahora una visión que tuve

casualmente en un sueño: pues en él una idea,

una imagen soñada, puede abarcar un siglo,

y plasmar una vida en una sola hora.


II


Veía un par de seres en plena juventud,

allá en una colina, una colina suave,

verde y poco empinada, la última de todas,

como si fuera el cabo de un macizo de alcores,

solo que ningún mar lamía allí su base,

sino una geografía pletórica de vida: el ondear

de bosques y maizales, las moradas del hombre

dispersas a intervalos, y el rizado humo

que se alzaba de tan rústicos techos. La colina

tenía por corona una curiosa diadema

de árboles en formación elíptica, dispuestos

no por un natural capricho, sino por el del hombre:

los dos, una chica y un joven, se habían detenido,

la una a mirar cuanto había allá abajo,

radiante como ella; a ella, en cambio, la contemplaba el chico.

Ambos eran muy jóvenes, y una era hermosa;

ambos eran muy jóvenes, pero no igual de jóvenes.

Como la dulce luna que besa el horizonte,

en la muchacha alboreaban las formas de mujer.

El chico no tenía aún tantos abriles, pero su corazón

había envejecido más allá de sus años, y a sus ojos

no había más que un rostro adorado en el mundo,

y ese rostro brillaba para él: lo había mirado

tanto que apenas veía ya otra cosa.

No tenía aliento, ni vida, sino en ella.

Ella era su voz. No se atrevía a hablarla,

y aun le hacía temblar cada palabra suya: ella era sus ojos,

pues miraba con ella cuanto ella miraba,

objetos que teñía de algún nuevo color. Había dejado

de vivir en sí mismo: ella era su vida,

un mar para el río de sus pensamientos,

allí donde todo finalmente acababa. A su voz,

a un roce suyo, refluía su sangre,

y ardían sus mejillas apasionadamente. Su alma

ignoraba el motivo de semejante agonía.

Pero ella era ajena a sentimientos tan tiernos:

sus miradas no iban dirigidas a él. Para ella era

poco más que un hermano, y ya era mucho,

pues carecía de hermanos, salvo por aquel nombre

con que le había obsequiado en su infantil amistad:

última descendiente que quedaba

de una estirpe de largo abolengo. Era un nombre

que a él le agradaba y a la vez disgustaba. ¿Y por qué?

El tiempo le enseñó la respuesta precisa cuando ella amó

a otro; en ese mismo instante ella amaba ya a otro,

y en la cumbre de aquella colina se afanaba

en mirar a lo lejos, cual si el corcel de su amante

respondiera a sus ansias, y acudiera al galope.


III


Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.

Había una mansión antigua, y un corcel

engualdrapado delante de sus muros:

en un viejo oratorio se encontraba

el chico del que he hablado; estaba solo,

y pálido, y andaba de un lado para otro. De improviso

tomó asiento, cogió una pluma, y escribió

palabras que no pude distinguir; luego inclinó

la abatida cabeza entre las manos, agitado

como por una convulsión. Se alzó de nuevo,

y con dientes y manos temblorosas desgarró

aquello que había escrito, mas sin romper en llanto;

imponiéndose calma, relajó su semblante

en algo parecido a la paz, y al recobrarse,

allí reapareció la dama de su amor.

Estaba sonriente y serena, y aun así

no ignoraba el amor que él sentía por ella. No ignoraba,

pues tal conocimiento llega aprisa, que el alma

de su amigo la eclipsaba su sombra, y veía

lo mucho que sufría, aunque no lo vio todo.

Se puso el chico en pie, y con tacto frío y dulce

la tomó de la mano; por un instante le asomaron al rostro,

como en una tablilla, palabras indecibles,

desleyéndose al punto, tal y como surgieron.

Dejó caer la mano, y con pasos pausados

se marchó, mas no como si aquello fuese una despedida,

pues con mutuas sonrisas ambos se separaron. Atrás dejaba

el sólido portón de aquella vieja sala,

y a lomos del corcel emprendió su camino.

y nunca más cruzó aquel vetusto umbral.


IV


Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.

El chico ya era un hombre. En lo más fiero

de climas implacables construyó su hogar,

y el alma hizo abrevar en los rayos del sol: adquirió

unos rasgos extraños y atezados. Ya no era

el mismo que había sido. En el océano

y en tierra firme era un peregrino.

Hubo una mezcolanza de innúmeras imágenes

alzándose ante mí como las olas, pero él

formaba parte de ellas, y en la última

reposaba del ardiente resol del mediodía,

reclinado entre columnas caídas, a la sombra

de derruidos muros que habían sobrevivido

a los nombres de quienes los alzaron: dormido,

a su lado pastaban los camellos, y soberbios corceles

se hallaban atados al lado de una fuente; y un hombre

envuelto en amplias ropas vigilaba entretanto,

en tanto dormitaban los otros de su tribu.

Les servía de palio la bóveda celeste,

tan prístina, tan limpia, tan puramente hermosa,

que a Dios se hubiera visto allá en el Paraíso.


V


Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.

La dama de su amor casó con alguien

que no la amaba tanto; en su hogar,

a mil leguas de él, su hogar nativo,

vivía rodeada de numerosos niños,

hijos de la Belleza, ¡mas mirad!

En su rostro se advierte un atisbo de dolor,

la sombra ya continua de una lucha interior,

y una intranquila pesadez en sus párpados,

cual si llevase en ellos sus reprimidas lágrimas.

¿Qué podía afligirla? Tenía cuanto amaba,

y aquel que la adoró no estaba junto a ella

para turbar con torvos deseos o esperanzas,

o mal guardado afecto, sus puros pensamientos.

¿Qué podía afligirla? Ella nunca lo amó,

ni le dio una razón para creerse amado,

ni podía ser parte de aquello que su mente

había trastornado: no era sino un espectro del pasado.


VI


Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.

Había regresado el peregrino. Le vi en pie

ante un altar, junto a una novia hidalga.

Era blanca su tez, mas no era el mismo rostro

que fue como una estrella en su niñez; incluso ahora,

erguido ante el altar, vinieron a su frente

idénticas arrugas y el temblor agitado

que en el viejo oratorio convulsionó

su pecho solitario; y otra vez,

como entonces, le asomaron al rostro,

cual en una tablilla, palabras indecibles,

desleyéndose al punto, tal y como surgieron.

Sosegado y tranquilo, pronunció

los votos oportunos, mas no se oyó decirlos,

y todo daba vueltas, y vueltas. No veía

ni lo que había, ni lo que debería haber,

sino la vieja casa. Y el familiar salón,

las recordadas cámaras, el sitio,

el día y hora, la luz del sol, la sombra,

todo cuanto asociaba al lugar y el momento

y a aquélla que era su destino, regresaron

a interponerse ahora entre él y la luz:

¿qué les traía allí, justo en aquella hora?


VII


Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.

La dama de su amor, ¡oh!, había cambiado

como enferma del alma. La cordura

había abandonado su morada, y sus ojos

ya no tenían el lustre acostumbrado, sino un aire

que no es de nuestro mundo. Se había convertido

en princesa de un reino de la imaginación: sus ideas

eran combinaciones de cosas inconexas,

y formas impalpables e invisibles

a los ojos ajenos se hicieron familiares a los suyos.

Y a esto el mundo lo llama desvarío… Pero al sabio

lo aflige una locura mucho más profunda, y la mirada

de la melancolía es un don tenebroso:

¿qué es sino el telescopio de la verdad,

que desmonta la distancia de sus fantasías,

y acerca la vida en su desnudez más pura,volviendo la fría realidad aún más real?


VIII


Un cambio sobrevino al espíritu de mi sueño.

El peregrino se hallaba tan solo como siempre,

los seres que le habían rodeado ya no estaban,

o bien se habían alzado contra él. Era la marca

de lo infecto y la desolación. Se le evitaba

con desprecio y calumnias. El dolor se mezclaba

en todo cuanto le era ofrecido, hasta que igual

que el póntico rey de los siglos pasados,

se nutrió de venenos, que ya no poseían

más poder que no fuera el servir de alimento. Vivió

lo que hubiera sido la muerte para muchos,

y trabó amistad con las montañas: con los astros

y el alígero Espíritu del Cosmos

mantuvo sus diálogos. Compartieron

con él su magia y sus misterios. Para él

se abrió de par en par el libro de la noche,

y las voces del abismo profundo revelaron

una maravilla y un secreto. Que así sea.


IX


Pasó mi sueño; ya no hubo más cambios.

Es ciertamente extraño que el destino

de esas dos criaturas se resolviera así,

casi como una realidad: ella

terminó en la locura, ambos en la desgracia.




GEORGE GORDON BYRON, LORD BYRON (1788-1824)

poeta británico
























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