La víctima que sigue sufriendo es incómoda porque su dolor señala tanto a los culpables como a los cómplices y recuerda que hay un daño sin reparar, afirma la historiadora Edurne Portela.
Hace pocos días, comienza diciendo Portela, el 7 de septiembre, el abad de Montserrat, Josep María Soler, pidió públicamente perdón por los abusos sexuales a menores cometidos por religiosos en su monasterio, en particular por un depredador con nombre y apellido: Andreu Soler, quien abusó impunemente durante 40 años de un número todavía indeterminado de menores. El pederasta murió en 2008 sin haber sido juzgado por sus crímenes. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, debieron de pensar los abades y monjes que lo protegieron. Hasta que ahora, el otro Soler, el abad, ha decidido airear el tema, pedir perdón y prometer “protocolos” (asumiendo así que el abuso de menores es inevitable y que lo que faltan son “protocolos” para detectarlo, en vez de erradicarlo).
Pocos días antes, concretamente el 4 de septiembre, Nora Strejilevich, superviviente de la dictadura argentina de Videla, estaba presentando en Madrid su obra Una sola muerte numerosa (Sitara, 2019), en la que recoge sus experiencias y las de aquellos que no sobrevivieron. No voy a hablar hoy de las víctimas secuestradas, torturadas, desaparecidas, exiliadas, de la dictadura genocida, sino de una respuesta que la autora dio a una mujer del público que le preguntó por el perdón. Strejilevich dijo que ella no tenía nada que perdonar a quien no asumía responsabilidades, a quien no había pagado por sus crímenes, a quien, en el peor de los casos, había vivido defendiendo su violencia; en el mejor, intentando ocultar la verdad. “¿De qué me sirve a mí perdonar?”, preguntó Strejilevich.
He defendido en más de una ocasión que el perdón a veces sirve más al verdugo que a la víctima. La víctima, de hecho, puede sufrir una reactivación de su trauma al tener que enfrentarse al dilema de si debe otorgar el perdón. Esto, por supuesto, no es cierto para todas las víctimas. Algunas sí aceptan la petición de perdón por parte de sus victimarios. Pero también es cierto que en esos casos ha habido normalmente un proceso anterior por el cual el victimario ha mostrado un interés por satisfacer las necesidades de la víctima en cuanto a la consecución de verdad y justicia. Sólo después de ese proceso previo, ha llegado el perdón. Sólo después de ese compromiso restaurador, el verdugo es perdonado.
En demasiadas ocasiones, la misma sociedad o comunidad que ha sido cómplice de los crímenes pasados (por su silencio, omisión o connivencia) exige a la víctima que perdone. La víctima que sigue sufriendo, sobre todo la que hace ese sufrimiento público, es incómoda porque su dolor señala tanto a los culpables como a los cómplices, recuerda que hay un daño sin reparar. Por eso a la víctima se le dice que, si perdona, se sentirá mejor, pasará página, olvidará el agravio. Si no lo hace, se le recriminará que vive en el pasado, que remueve heridas. Cuando la petición de perdón no es el paso final de una serie de medidas concretas de reparación (principalmente la investigación del crimen y persecución de los culpables con intervención de la justicia), no es más que un gesto vacío o, peor, un insulto. “¿De qué me sirve a mí perdonar?”, decía Strejilevich. No le sirve de nada porque lo que ella ha necesitado desde esa tarde de 1977 cuando la secuestraron y la llevaron a un centro clandestino de detención para torturarla brutalmente es justicia. ¿De qué les sirve a las víctimas de Andreu Soler que les pidan perdón cuando no se ha hecho justicia? Eso sólo lo saben ellos, pero el abad y sus colegas deberían preguntárselo. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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