Cien años de soledad, publicada hace medio siglo, fascinó a Mario Vargas Llosa, que consagró a la obra de Gabriel García Márquez un estudio pionero. En esta conversación con el ensayista colombiano Carlos Granés, Vargas Llosa recuerda aquella fascinación y repasa las luces y sombras de un escritor al que conoce como pocos. Pero también merece la pena leer la reseña que de esa conversación, y de la relación entre los dos grandes premios Nobel de Literatura hace el escritor y periodista Juan Cruz en El País.
El pasado jueves, 6 de julio, Mario Vargas Llosa (1936) conversó con el ensayista colombiano Carlos Granés dentro de un curso dedicado a la obra de Gabriel García Márquez (1927-2014). Durante una hora, hablaron de la obra del autor de Cien años de soledad y de la amistad que unió a ambos escritores desde que se conocieron en 1967 hasta su ruptura en 1976. Los fragmentos que siguen son un extracto de esa conversación que reproduce la revista Babelia en su último número.
El pasado jueves, 6 de julio, Mario Vargas Llosa (1936) conversó con el ensayista colombiano Carlos Granés dentro de un curso dedicado a la obra de Gabriel García Márquez (1927-2014). Durante una hora, hablaron de la obra del autor de Cien años de soledad y de la amistad que unió a ambos escritores desde que se conocieron en 1967 hasta su ruptura en 1976. Los fragmentos que siguen son un extracto de esa conversación que reproduce la revista Babelia en su último número.
Gabriel García Márquez publicó Cien años de soledad el 5 de junio de 1967. Poco después conoció personalmente en Caracas a Mario Vargas Llosa. Ambos mantenían ya una intensa relación epistolar que se transformó en amistad. Cuatro años más tarde, el Nobel peruano publicó Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio, un monumental análisis de la obra del colombiano que sigue siendo una referencia para los estudiosos del Nobel de Aracataca. Esta semana la Cátedra Vargas Llosa ha dedicado uno de los cursos de verano de la Universidad Complutense de Madrid a homenajear al creador de Macondo. La conversación entre Carlos Granés y el autor de La ciudad y los perros reproducida parcialmente en estas páginas formó parte de ese curso.
I. Descubrimiento de un autor. Yo trabajaba en París en la radio televisión francesa, tenía un programa de literatura en el que comentaba los libros que aparecían en Francia y que pudieran tener interés en América Latina. En 1966 llegó un libro de un autor colombiano: Pas de lettre pour le colonel. Era El coronel no tiene quien le escriba. Me gustó mucho por su realismo tan estricto, por la descripción tan precisa de este viejo coronel que sigue reclamando una jubilación que nunca le llegará. Me impresionó mucho conocer a este escritor que se llamaba García Márquez.II. Novela a cuatro manos. Alguien nos puso en contacto, no sé si yo fui el primero en escribirle o él a mí pero tuvimos una correspondencia bastante intensa con la que nos fuimos haciendo amigos antes de vernos las caras. En un momento surgió el proyecto de escribir una novela a cuatro manos sobre una guerra que hubo entre Perú y Colombia en la región del Amazonas. García Márquez tenía mucha más información que yo sobre la guerra, en sus cartas me contaba muchos detalles, posiblemente muy exagerados para hacerlos más divertidos y pintorescos, pero ese proyecto sobre el que intercambiamos correspondencia un buen tiempo se eclipsó. Habría sido muy difícil romper la intimidad de lo que cada uno escribía y exhibirlo frente al otro.
III. Amistad a primera vista. Cuando nos vimos las caras en el aeropuerto de Caracas en 1967 ya nos conocíamos y ya nos habíamos leído, pero el contacto fue inmediato, la simpatía recíproca y creo que al salir de Caracas ya éramos amigos. Y casi, casi diría que íntimos amigos. Luego estuvimos juntos en Lima, donde yo le hice una entrevista pública en la Universidad de Ingeniería, uno de los pocos diálogos públicos de García Márquez, que era bastante huraño y reacio a enfrentarse a un público. Detestaba las entrevistas públicas porque en el fondo tenía una enorme timidez, una gran reticencia a hablar de manera improvisada. Todo lo contrario a lo que era en la intimidad, un hombre enormemente locuaz, divertido, que hablaba con una gran desenvoltura.
IV. Devotos de Faulkner. Creo que lo que más contribuyó a nuestra amistad fueron las lecturas: los dos éramos grandes admiradores de Faulkner. En esa correspondencia que intercambiamos hablábamos mucho de Faulkner, la manera como nos había puesto en contacto con la técnica moderna, con una manera de contar sin respetar la cronología, cambiando los puntos de vista... El común denominador entre nosotros fueron esas lecturas. Él había tenido una enorme influencia de Virginia Woolf. Hablaba mucho de ella. Yo, de Sartre, a quien García Márquez creo que ni siquiera había leído. No tenía mayor interés por los existencialistas franceses, muy importantes en mi formación. Por Camus creo que sí, pero él había leído más literatura anglosajona.
V. Ser latinoamericanos. Al mismo tiempo los dos estábamos descubriendo que éramos escritores latinoamericanos más que peruanos o colombianos, que pertenecíamos a una patria común que hasta entonces habíamos conocido poco, con la que apenas nos habíamos identificado. La conciencia que existe hoy de América Latina como una unidad cultural prácticamente no existía cuando éramos jóvenes. Eso empezó a cambiar a partir de la revolución cubana, el hecho central que despierta la curiosidad del mundo por América Latina. Al mismo tiempo esa curiosidad hace que se descubra que había una literatura novedosa.
VI. Cuba y el ‘caso Padilla’. García Márquez ya había pasado por un proceso parecido, sólo que con muchísima más discreción, de un cierto desencanto con la revolución cubana. Él fue a Cuba para trabajar en Prensa Latina, como Plinio Apuleyo Mendoza, su gran amigo. Trabajaron ahí mientras Prensa Latina mantuvo una cierta independencia del Partido Comunista. Pero el Partido Comunista, de una manera que no trascendía a la opinión pública, se puso como blanco la captura de Prensa Latina. Cuando la captura, tanto Plinio como él son purgados. Para García Márquez supone un choque personal y político. Él guardó una enorme discreción sobre este asunto, pero cuando lo conocí, yo era un gran entusiasta de la revolución cubana y él muy poco, incluso adoptaba una posición un poco burlona, como diciendo “¡muchachito, espérate, ya verás!”. Esta era la actitud que tenía en privado, no en público. Cuando ocurre el caso Padilla en 1971 él ya no estaba en Barcelona, no sé si fue una partida temporal o definitiva, no lo recuerdo, sí recuerdo que cuando detienen a Padilla y lo llevan preso bajo acusaciones de que es agente de la CIA nosotros tuvimos una reunión en mi casa de Barcelona, con Juan y Luis Goytisolo, Castellet y con Hans Magnus Enzensberger para armar una carta de protesta por la captura de Padilla. En esa carta que firmaron muchos intelectuales, Plinio dijo que había que poner el nombre de García Márquez y nosotros le comentamos que habría que consultarlo. Yo no podía hacerlo porque no sabía dónde estaba en aquel momento, pero Plinio decidió poner la firma igualmente. Por lo que yo supe, García Márquez protestó enérgicamente a Plinio. Yo ya no tuve contacto con él. Después de que Padilla saliera de los calabozos, tras acusarlo a él y a todos los que le habíamos defendido de ser agentes de la CIA —algo disparatado— hicimos una segunda carta de protesta que él ya no quiso firmar. A partir de entonces la postura de García Márquez contra Cuba cambió totalmente: se acercó mucho, empezó a ir de nuevo —no había vuelto desde que lo purgaron— y a aparecer en fotos junto a Fidel Castro, a mantener esa relación que mantuvo hasta el final de gran cercanía con la revolución cubana.
VII. Amigo de Fidel Castro. No sé exactamente qué es lo que ocurrió, después del caso Padilla ya no mantuve ninguna conversación con él. La tesis de Plinio es que aunque García Márquez sabía que muchas cosas andaban mal en Cuba, él tenía la idea de que América Latina debería tener un futuro socialista y que de todas maneras, aun cuando muchas cosas no funcionaran en Cuba como debía ser, Cuba era una especie de ariete que estaba rompiendo el inmovilismo histórico de América Latina, que estar con la revolución cubana era estar a favor del futuro socialista de América Latina. Yo soy menos optimista. Creo que García Márquez tenía un sentido muy práctico de la vida, que descubrió en ese momento fronterizo, y se dio cuenta de que era mejor para un escritor estar con Cuba que estar contra Cuba. Se libraba del baño de mugre que recibimos todos los que adoptamos una postura crítica. Si estabas con Cuba podías hacer lo que quisieras, jamás ibas a ser atacado por el enemigo verdaderamente peligroso para un escritor, que no es la derecha sino la izquierda. La izquierda es la que tiene el gran control de la vida cultural en todas partes, y de alguna manera enemistarse con Cuba, criticarla, era echarse encima un enemigo muy poderoso y además exponerse a tener que estar en cada situación tratando de explicarse, demostrando que no eras un agente de la CIA, que ni siquiera eras un reaccionario, un pro-imperialista. Mi impresión es que de alguna manera la amistad con Cuba, con Fidel Castro lo vacunó contra todas esas molestias.
VIII. Cien años de soledad. Me deslumbró Cien años de soledad, me habían gustado mucho sus obras anteriores, pero leer Cien años de soledad fue una experiencia deslumbrante, me pareció un magnífica novela, extraordinaria. Nada más leerla escribí un artículo que se llamó “Amadís en América”. En aquella época yo era un entusiasta de las novelas de caballería y me pareció que por fin América Latina había tenido su gran novela de caballería en la que prevalecía el elemento imaginario sin que desapareciera el sustrato real, histórico, social, que tenía esa mezcla insólita. Esta impresión mía fue compartida por un público muy grande. Entre otras características, Cien años de soledad tenía el abc de pocas obras maestras, la capacidad de ser un libro lleno de atractivos para un lector refinado, culto y exigente o para un lector absolutamente elemental que solo sigue la anécdota y no se interesa por la lengua ni por la estructura. No sólo empecé a escribir notas sobre la obra de García Márquez sino a enseñar a García Márquez. El primer curso que di fue de un semestre en Puerto Rico. Luego en Inglaterra y finalmente en Barcelona. De esta manera, sin habérmelo propuesto, con las notas que tomé en estos cursos fue surgiendo el material que terminó en el libro Historia de un deicidio.
IX. Gabito y el año perdido. García Márquez leyó Historia de un deicidio, sí. Me dijo que tenía el libro lleno de anotaciones y que me lo iba a dar. Nunca me lo dio. Tengo una anécdota curiosa con ese libro. Los datos biográficos me los dio él y yo le creí, pero en un viaje en barco a Europa paré en un puerto colombiano y ahí estaba toda la familia de García Márquez, entre ellos el padre, que me preguntó: “¿Y usted por qué le cambió la edad a Gabito?” “Yo no le he cambiado la edad. Es la que él me dijo”, contesté. “No, usted le ha quitado un año, nació un año antes”. Cuando llego a Barcelona le conté lo que me había dicho su padre y se incomodó mucho, tanto que cambié de tema. No podía ser coquetería de García Márquez.
X. Poeta, no intelectual. Era enormemente divertido, contaba anécdotas maravillosamente bien, pero no era un intelectual, funcionaba más como un artista, como un poeta, no estaba en condiciones de explicar intelectualmente el enorme talento que tenía para escribir. Funcionaba a base de intuición, instinto, pálpito. Esa disposición tan extraordinaria que tenía para acertar tanto con los adjetivos, con los adverbios y sobre todo con la trama y la materia narrativa no pasaba por lo conceptual. En aquellos años en los que fuimos tan amigos yo tenía la sensación de que muchas veces él no era consciente de las cosas mágicas, milagrosas que hacía al componer sus historias.
XI. El otoño del patriarca. No me gustó. Quizá sea un poco exagerado decirlo así pero me pareció una caricatura de García Márquez, como si se imitara sí mismo. El personaje no me . parece nada creíble. Los personajes de Cien años de soledad, al mismo tiempo que desenfrenados y más allá de lo posible, son siempre verosímiles, la novela tiene la capacidad de hacerlos verosímiles dentro de su exageración. En cambio, el personaje del dictador me pareció muy caricatural, un personaje que era como una caricatura de García Márquez. Además me parece que la prosa no le funcionó, que en esa novela él intentó un tipo de lenguaje muy distinto al que había utilizado en las novelas anteriores y no le salió. No era una prosa que diera verosimilitud y persuasión a la historia que contaba. De todas las novelas que él ha escrito me parece la más floja.
XII. El poder. García Márquez tenía una fascinación enorme por los hombres poderosos, su fascinación no solo era literaria sino también vital, un hombre capaz de cambiar las cosas por el poder que tenía le parecía una figura enormemente atractiva, fascinante. Se identificaba muchísimo con esos poderosos que habían cambiado su entorno gracias a su poder, en el buen sentido y en el mal sentido por igual. Un personaje como el Chapo Guzmán creo que le habría fascinado a García Márquez, inventar un personaje como el Chapo Guzmán o como Pablo Escobar estoy seguro de que para él sería tan absolutamente fascinante como Fidel Castro o como Torrijos.
XIII. El futuro. ¿Será recordado García Márquez solamente por Cien años de soledad o sobrevivirán también sus otros cuentos y novelas? Eso no podemos saberlo desgraciadamente, no sabemos qué va a ocurrir dentro de 50 años con las novelas de los escritores latinoamericanos, es imposible saberlo, hay muchos factores que intervienen en las modas literarias. Creo que lo que sí se puede decir de Cien años de soledad es que va a quedar, puede ser que haya largos periodos en los que se olviden de ella pero en algún momento esa obra resucitará y volverá a tener la vida que los lectores dan a un libro literario. En esa obra hay suficiente riqueza como para tener esa seguridad. Ese es el secreto de las obras maestras. Ahí están, pueden quedar enterradas pero sólo provisionalmente porque en un momento dado algo hace que esas obras vuelvan a hablarle a un público y vuelvan enriquecerlo con aquello que enriqueció en el pasado a sus lectores.
XIV. Ruptura. ¿Volviste a ver a García Márquez? No, nunca... Estamos entrando en terrenos peligrosos, creo que es el momento de poner fin a esta conversación [risas] ¿Cómo recibiste la noticia de la muerte de García Márquez? Con pena desde luego. Es una época que se termina, como con la muerte de Cortázar o Carlos Fuentes. Eran magníficos escritores pero fueron además grandes amigos, y lo fueron en un momento en el que América Latina llamó la atención del mundo entero. Como escritores vivimos un periodo en el que la literatura latinoamericana era una credencial positiva. Descubrir que de pronto soy el último sobreviviente de esa generación y el último que pueda hablar en primera persona de esa experiencia es algo triste.
Hasta ahí, la conversación entre Vargas Llosa y Carlos Granés, pero no se pierdan la reseña al respecto de Juan Cruz. Merece la pena.
Estos días han sido muy lluviosos en Madrid; llovía como en Macondo, comienza diciendo Cruz. Mientras Mario Vargas Llosa hablaba en El Escorial de Cien años de soledad y de quien fue su amigo, Gabriel García Márquez, Jaime Abello, director de la fundación de Gabo en Cartagena de Indias, desafiaba la lluvia para llegar a un curso que codirigía con el periodista Antonio Rubio en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Diluviaba antes y diluviaba después y siguió diluviando y diluviará aún más sobre lo que dijo Vargas Llosa, y siempre diluviará sobre aquella novela maravillosa de la que se hablaba esa tarde, bajo un diluvio de mil demonios, en El Escorial, en Madrid y seguramente sobre Macondo.
Estos días han sido muy lluviosos en Madrid; llovía como en Macondo, comienza diciendo Cruz. Mientras Mario Vargas Llosa hablaba en El Escorial de Cien años de soledad y de quien fue su amigo, Gabriel García Márquez, Jaime Abello, director de la fundación de Gabo en Cartagena de Indias, desafiaba la lluvia para llegar a un curso que codirigía con el periodista Antonio Rubio en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Diluviaba antes y diluviaba después y siguió diluviando y diluviará aún más sobre lo que dijo Vargas Llosa, y siempre diluviará sobre aquella novela maravillosa de la que se hablaba esa tarde, bajo un diluvio de mil demonios, en El Escorial, en Madrid y seguramente sobre Macondo.
La constelación lluviosa era magnífica, en todo caso. En la Universidad Rey Juan Carlos se contaban cosas bellas de la escritura de Gabo. Jorge F. Hernández, mexicano ahora de Lavapiés, recordó, para regocijo de Abello, que Gabo lo llamaba de madrugada para verificar con él (y lo había hecho con otros, médicos o legos) cuánto tarda en morir un hombre mordido por un perro rabioso; Abello, Antonio Rubio, los periodistas presentes, los que habían hablado, se habían referido a la capacidad que tienen todas las obras de Gabo para transmitir el enorme poder de su prosa periodística, que se cuela como una obligación de verificación en sus textos más novelescos e incluso más noveleros.
En el otro lado del diluvio se producían algunas coincidencias que conviene tener en cuenta para decir luego algo sobre el diluvio políticamente correcto que ha caído sobre la cabeza del hombre que escribió el mejor texto sobre Cien años de soledad y sobre Gabriel García Márquez, con el que tuvo la diferencia personal más publicitada de la historia de la literatura española después de Góngora y Quevedo. El curso en el que Mario Vargas Llosa se sentaba a hablar, por fin, de su amigo perdido en 1976, después de una reyerta que duró un minuto, para toda la vida, estaba organizado por la cátedra que él preside y que lleva su nombre. Su interlocutor fue Carlos Granés, un intelectual de prestigio, ensayista, ganador del Premio Isabel de Polanco, antólogo de Vargas y perfecto conocedor de su paisano, Gabriel García Márquez. Fue una conversación poliédrica, que no huyó de ningún diluvio, como se comprueba en la transcripción que publicó el sábado Babelia.
Por tanto, ahí se habló (habló Vargas Llosa) de aquella novela maravillosa, de otras que le parecieron menos maravillosas, o que no le gustaron en absoluto, y se rozó el famoso rifirrafe, que Vargas despachó como por cierto lo despachaba su ilustrísimo colega: con el silencio. Los que especulan son los otros. Granés, que es también un excelente entrevistador, le preguntó por la política. Ahí se abrió entre un Nobel, el peruano, y el otro Nobel, el colombiano, un abismo acrecentado por la trayectoria que ambos siguieron ante la Revolución cubana. Las declaraciones de Vargas Llosa han irritado, como si constituyeran una novedad en su manera de referirse a aquella época; como si el caso Padilla (que sigue sucediendo) no hubiera sucedido antes.
Y lo que en El Escorial pasó, bajo el diluvio, es lo que siempre pasa cuando le piden a Vargas Llosa que hable de algo que tiene sustancia: va al fondo de la sustancia, y como dice cosas que no todo el mundo comparte, se le acusa de equivocarse de sustancia. Suele ser así. Octavio Paz pidió que lo echaran de México porque Mario se refirió al PRI como “la dictadura perfecta”. Cuando fue a Jerusalén (a defender a los palestinos) lo políticamente correcto procuró borrar ese viaje para que no pareciera que este maldito sionista projudío siguiera siendo el sionista projudío hijo y padre putativo del capitalismo mundial.
Sobre Vargas Llosa lleva años diluviando lo políticamente correcto; es mejor leerle al bies que leerle. Es mejor imaginar que dice exabruptos que leer sus argumentos (que lo son) para entender que las posiciones que defiende, o las historias que desarrolla, están marcadas por la intención de pensar y de expresar lo pensado. Y que esa es, en el periodismo, en la política y en la vida, la sustancia de la democracia y de la controversia a la que se debe someter la inteligencia de criticar a otros.
Amo a Gabo, amo ese libro; en algunas cosas que dijo Vargas Llosa estoy en desacuerdo; ese desacuerdo es intuitivo, es difícil saber tanto como él, que más quisiera; él sabe más de Cien años de soledad que la mayor parte de la gente que diluvia sobre él. De hecho, fue el primero que supo más, y sigue diciendo, por escrito y hablando como en El Escorial, cómo ama sin reserva alguna (diez sobre diez) ese libro maravilloso, o cómo ama el tan extraordinario El coronel no tiene quien le escriba, una suma artis de Gabo. Pero el desacuerdo ahora, no solo en este caso, basta para que a alguien se le lance todo el agua de lo políticamente correcto, para inundarlo, para ahogarlo.
Siento que esta oportunidad gozosa de escuchar a un escritor extraordinario hablando de la obra de arte de otro escritor extraordinario se tope con los artilugios ya famosos de la intransigencia sobre la opinión o la descripción o la palabra que no nos gusta. Ya no pueden expulsarlo de México, por ejemplo; pero de lo que estoy seguro es de que si él no dijera estas cosas sobre la escritura de otros la literatura de nuestro tiempo sería mas difícil de entender, menos gloriosa.
De estos cursos bajo el diluvio Gabo ha salido triunfante, también en El Escorial, en muy gran medida gracias a Mario Vargas Llosa, el autor de Historia de un deicidio. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
En el otro lado del diluvio se producían algunas coincidencias que conviene tener en cuenta para decir luego algo sobre el diluvio políticamente correcto que ha caído sobre la cabeza del hombre que escribió el mejor texto sobre Cien años de soledad y sobre Gabriel García Márquez, con el que tuvo la diferencia personal más publicitada de la historia de la literatura española después de Góngora y Quevedo. El curso en el que Mario Vargas Llosa se sentaba a hablar, por fin, de su amigo perdido en 1976, después de una reyerta que duró un minuto, para toda la vida, estaba organizado por la cátedra que él preside y que lleva su nombre. Su interlocutor fue Carlos Granés, un intelectual de prestigio, ensayista, ganador del Premio Isabel de Polanco, antólogo de Vargas y perfecto conocedor de su paisano, Gabriel García Márquez. Fue una conversación poliédrica, que no huyó de ningún diluvio, como se comprueba en la transcripción que publicó el sábado Babelia.
Por tanto, ahí se habló (habló Vargas Llosa) de aquella novela maravillosa, de otras que le parecieron menos maravillosas, o que no le gustaron en absoluto, y se rozó el famoso rifirrafe, que Vargas despachó como por cierto lo despachaba su ilustrísimo colega: con el silencio. Los que especulan son los otros. Granés, que es también un excelente entrevistador, le preguntó por la política. Ahí se abrió entre un Nobel, el peruano, y el otro Nobel, el colombiano, un abismo acrecentado por la trayectoria que ambos siguieron ante la Revolución cubana. Las declaraciones de Vargas Llosa han irritado, como si constituyeran una novedad en su manera de referirse a aquella época; como si el caso Padilla (que sigue sucediendo) no hubiera sucedido antes.
Y lo que en El Escorial pasó, bajo el diluvio, es lo que siempre pasa cuando le piden a Vargas Llosa que hable de algo que tiene sustancia: va al fondo de la sustancia, y como dice cosas que no todo el mundo comparte, se le acusa de equivocarse de sustancia. Suele ser así. Octavio Paz pidió que lo echaran de México porque Mario se refirió al PRI como “la dictadura perfecta”. Cuando fue a Jerusalén (a defender a los palestinos) lo políticamente correcto procuró borrar ese viaje para que no pareciera que este maldito sionista projudío siguiera siendo el sionista projudío hijo y padre putativo del capitalismo mundial.
Sobre Vargas Llosa lleva años diluviando lo políticamente correcto; es mejor leerle al bies que leerle. Es mejor imaginar que dice exabruptos que leer sus argumentos (que lo son) para entender que las posiciones que defiende, o las historias que desarrolla, están marcadas por la intención de pensar y de expresar lo pensado. Y que esa es, en el periodismo, en la política y en la vida, la sustancia de la democracia y de la controversia a la que se debe someter la inteligencia de criticar a otros.
Amo a Gabo, amo ese libro; en algunas cosas que dijo Vargas Llosa estoy en desacuerdo; ese desacuerdo es intuitivo, es difícil saber tanto como él, que más quisiera; él sabe más de Cien años de soledad que la mayor parte de la gente que diluvia sobre él. De hecho, fue el primero que supo más, y sigue diciendo, por escrito y hablando como en El Escorial, cómo ama sin reserva alguna (diez sobre diez) ese libro maravilloso, o cómo ama el tan extraordinario El coronel no tiene quien le escriba, una suma artis de Gabo. Pero el desacuerdo ahora, no solo en este caso, basta para que a alguien se le lance todo el agua de lo políticamente correcto, para inundarlo, para ahogarlo.
Siento que esta oportunidad gozosa de escuchar a un escritor extraordinario hablando de la obra de arte de otro escritor extraordinario se tope con los artilugios ya famosos de la intransigencia sobre la opinión o la descripción o la palabra que no nos gusta. Ya no pueden expulsarlo de México, por ejemplo; pero de lo que estoy seguro es de que si él no dijera estas cosas sobre la escritura de otros la literatura de nuestro tiempo sería mas difícil de entender, menos gloriosa.
De estos cursos bajo el diluvio Gabo ha salido triunfante, también en El Escorial, en muy gran medida gracias a Mario Vargas Llosa, el autor de Historia de un deicidio. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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