jueves, 6 de junio de 2024

De la sugestión del silencio

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves, 6 de junio. En un artículo publicado en 1950 en la revista Science, comenta en Revista de Libros el escritor Diego Malquori, Albert Einstein  reflexionaba así sobre la pregunta fundamental que está en la base de muchos de los problemas éticos relacionados con la ciencia: «¿Cómo debe comportarse el hombre si el Estado le obliga a ciertas acciones, si la sociedad espera de él cierta actitud que su conciencia considera injusta?» Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com









 



La sugestión del silencio
Diego Malquori
08 MAY 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro La desaparición de Majorana, de Leonardo Sciascia (Barcelona, Tusquets, 2023)
En un artículo publicado en 1950 en la revista Science, Albert Einstein reflexionaba así sobre la pregunta fundamental que está en la base de muchos de los problemas éticos relacionados con la ciencia: «¿Cómo debe comportarse el hombre si el Estado le obliga a ciertas acciones, si la sociedad espera de él cierta actitud que su conciencia considera injusta?»1. Esta pregunta nacía de la reflexión impuesta por la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial: una catástrofe que había tocado cada ámbito de la vida humana, y requería por lo tanto un replanteamiento global de los fundamentos éticos de nuestra cultura.
En ese contexto, la responsabilidad que en aquel momento pesaba sobre los que «construían» la ciencia era particularmente grave, y no haría más que aumentar a partir de entonces. Ya no podían permanecer aislados en sus torres de marfil, porque a partir de sus teorías se había materializado la posibilidad de destruir el mismo planeta en que vivimos. No en vano, la pregunta que Einstein pone en evidencia significó un dilema profundo para toda una generación de científicos. Un dilema «existencial» en el verdadero sentido de la palabra, porque implicaba una incertidumbre sobre la misma posibilidad de existencia, tanto a nivel individual como de la humanidad entera.
Expandiendo el alcance de la pregunta de Einstein, entonces, ese mismo dilema podría leerse así: ¿Cómo debe comportarse un científico frente a la posibilidad de que los resultados de sus investigaciones sean utilizados en una dirección diferente, que contradice o incluso traiciona los principios de su propia conciencia? Además, ¿puede un científico rechazar sus responsabilidades por el hecho de no saber lo que ocurre más arriba de su pequeña esfera? O incluso, sabiendo de ello, por el hecho de ofrecer solo unas ideas, pero no la cerilla para encender la mecha, ni la mano para encender la cerilla… Y, sobre todo, ¿puede un científico aplicar el argumento del «mal menor»? Es este argumento, conviene recordarlo, el que supuso una aceleración en la carrera por la bomba atómica, antes de que los científicos del Tercer Reich pudieran alcanzarla.
Leonardo Sciascia, en su reconstrucción de La desaparición de Majorana, nos ayuda a comprender algunas de estas cuestiones analizando el caso de Ettore Majorana, uno de los físicos que contribuyeron a desvelar la estructura de la materia, entre los años veinte y treinta del siglo pasado. Su enigmático destino nos hace reflexionar sobre los distintos caminos que tomaron los protagonistas de la carrera hacia la bomba atómica ―solo unos años después de aquellos descubrimientos―, como una ilustración de las diferentes posiciones de la ciencia frente a aquel dilema existencial. Basándose en los pocos escritos que dejó el científico italiano y en el testimonio de algunos de los científicos que vivieron aquel momento, la interpretación que Sciascia ofrece de este caso da forma a una historia fascinante, aunque ciertamente dramática. Un libro, como muchos de sus trabajos, que oscila constantemente entre investigación periodística y narrativa, y donde el dilema ético que representa la elección de Majorana está constantemente presente.
En esa carrera, en efecto, hubo quien participó con entusiasmo, al menos inicialmente. Robert Oppenheimer, que dirigía la parte científica del proyecto Manhattan, es sin duda uno de ellos. Como escribe Sciascia, la relación entre el físico estadunidense y el general Groves, que dirigía la parte militar del proyecto, recuerda la del prisionero colaboracionista con los comandantes de los campos de exterminios; no en vano Oppenheimer salió de Los Álamos emocionalmente destrozado. Un caso ligeramente diferente es el de Enrico Fermi, aun siendo él el padre científico de la «pila atómica» y habiendo participado activamente en el proyecto. Fermi era una persona muy pragmática, un científico de laboratorio que no se hacía muchas preguntas sobre el mundo externo. Las ideas y las opiniones eran demasiado ambiguas para su mentalidad, algo que difícilmente encajaba con la exactitud de sus experimentos. Así pues, su postura parece motivada por una pura curiosidad científica; lo que ciertamente no disminuye sus responsabilidades.
El caso de Einstein es más conocido. A pesar de su posición fundamentalmente pacifista ―expresada en muchos de sus escritos―, él también siguió la lógica del mal menor: frente a la posibilidad de que «del otro lado» también estuvieran trabajando en ello, utilizó el peso de su nombre para escribir al presidente Roosevelt, en agosto de 1939, pidiendo apoyar sin reservas el proyecto de la bomba atómica (aunque, como era de esperar, Roosevelt no le hizo mucho caso, y se decidió solo después del ataque de Pearl Harbour). No obstante, del otro lado, el que sin duda hubiera tenido la habilidad científica para llevar a cabo este proyecto, Werner Heisenberg, no solo se negó a colaborar, sino que pasó los años de la guerra con un sentimiento de angustia, imaginando que algunos de sus viejos compañeros hubieran podido utilizar aquellas ideas para producir algo tan espantoso: nada menos que arrancar la energía que compone la materia para volverla contra el mundo. Como dijo Otto Hahn: «¡Dios no puede querer esto!»2.
Y sin embargo, también hubo otras voces que expresaron esa angustia, aunque fuera a través del silencio. Un caso sugestivo es precisamente el de Majorana, uno de los jóvenes discípulos de Fermi en el instituto de física de Via Panisperna, en Roma. Según su propio mentor, Majorana estaba a la altura de los más grandes científicos de todos los tiempos, al nivel de Newton o Einstein. Pero su tiempo fue muy fugaz, y desapareció en la nada en marzo de 1938 ―apenas unos meses antes de que se anunciara el descubrimiento de la liberación de la energía atómica―, cuando solo tenía treinta años.
Evidentemente, no sabemos casi nada de su destino ni de las razones de su huida. Y la idea de que él pudiera haber intuido, antes que los demás, la posibilidad de construir una bomba basada en la energía del átomo siempre ha sido negada en el mundo de la ciencia. Aun así, teniendo en cuenta su asombrosa capacidad para comprender varios aspectos de la estructura de la materia antes que sus propios colegas, no es imposible vislumbrar esa idea. Y, en consecuencia, es posible imaginar que fue precisamente la «revelación» de la posibilidad de destruir el mundo lo que provocó su misteriosa desaparición. Como sugiere Sciascia, entonces, esta misma revelación tiene un gran valor simbólico: ante la destrucción de la estructura natural de las cosas, el silencio es la única respuesta existencial. El silencio del monasterio en el que, según algunos, huyó de la locura del mundo. O, más en general: el silencio como dimensión fundamental, como condición de posibilidad de la existencia y del mismo pensamiento.
Tal vez, pensando en la misteriosa trayectoria de Majorana, se podría concluir recordando un pasaje de una de las obras de Dürrenmatt. En Los físicos, Möbius se opone así a la lógica de una ciencia que se convierte en un peligro para la humanidad: «O permanecemos en el manicomio, o el mundo se convierte en un manicomio. O nos eliminamos de la memoria de la humanidad, o la humanidad se elimina a sí misma»3. En la obra, a la afirmación de Möbius le sigue un significativo «silencio». Para los personajes de Dürrenmatt, la negación de la ciencia significa al mismo tiempo la negación de la razón, pero es la única forma de defender su libertad interior.  Diego Malquori es un escritor e investigador italiano. 






























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