El filósofo Javier Muguerza acuñó el término “pensar en español” y concibió el disenso como una herramienta para renovar los consensos, escribe en El País Roberto R. Aramayo, filósofo e historiador de de las ideas.
Durante las tres últimas décadas del milenio pasado y la primera del presente siglo, comienza diciendo Aramayo, Javier Muguerza ha sido el mentor de varias generaciones filosóficas y acuñó la expresión pensar en español para tender puentes con Iberoamérica, particularmente con México, gracias a su amistad con Fernando Salmerón, prestando una especial atención al exilio republicano. Resulta significativo que su DNI consignara como fecha de nacimiento 1939 y no 1936, como si hubiera preferido nacer una vez terminada la contienda y no en sus inicios. La reconciliación fue una de sus prioridades, merced a los traumas personales de una Guerra Civil que su familia vivió trágicamente, como tantas otras de uno u otro bando.
Por eso concebía el disenso como una herramienta fundamental para renovar los consensos, al utilizarlo como un instrumento para explorar espacios inéditos en el ámbito de los derechos humanos que nos permitan soñar con un mundo mejor y contribuir a cambiar todo cuanto no sancione nuestro fuero interno; lo cual no supone tratar de imponer a los demás nuestros criterios u opciones vitales, pero sí negarse a secundar aquello que consideremos injusto sin plegarnos a una obediencia cuyos resultados puedan parecernos perniciosos.
Durante su primer destino en Tenerife supo mantener muy alto el pabellón filosófico que había izado allí Emilio Lledó, e incluso encabezó una reivindicación estudiantil para conseguir que los alumnos pudiesen acabar su licenciatura en La Laguna. De aquella época datan La concepción analítica de la filosofía y La razón sin esperanza. No desdeñó los logros del “giro lingüístico”, sin renunciar a conjugarlo con las herramientas del marxismo, y respaldó el feminismo académico cuando daba sus primeros pasos entre nosotros, entre muchas otras cosas.
Le interesó el pensamiento de Kant, según testimonia una entrevista de Carlos Pereda, en la que Muguerza presenta sus propias obras como sendas Críticas donde se replantean las preguntas kantianas. Los bicentenarios de la segunda Crítica y Hacia la paz perpetua originaron sendos volúmenes colectivos coeditados por él: Kant después de Kant y La paz y el ideal cosmopolita de la Ilustración. Y este ascendiente kantiano se plasmó de modo paradigmático en su célebre imperativo del disenso.
Su carisma le posibilitó rescatar a la filosofía moral del ostracismo al que le había condenado el franquismo, logrando identificarla con un espíritu de la transición que se compadecía cabalmente tanto con su pensamiento como con sus avatares biográficos, dado su insaciable anhelo de reconciliación. En este sentido, Muguerza se caracterizaba por leer y citar a todos, ya se tratara de una tesis o del trabajo aún por publicar de un joven estudiante, haciendo con ello honor a la isegoría. Sus libros fueron dados previamente a conocer en memorables conferencias de gran impacto. Ahora nos quedan por descubrir los inéditos que alberga el archivo legado por sus familiares a la Universidad de La Laguna, junto a su biblioteca personal.
Rehuyó la tentación de intervenir en la política, porque no creía en la panacea platónica del rey filósofo y entendía, una vez más con Kant, que la filosofía debe ocupar el ala izquierda del parlamento universitario, para criticar de oficio al poder sin dejarse contaminar por él. Tampoco aceptó cargos burocráticos, aunque su impulso resultó imprescindible para estructurar las Facultades de Filosofía de la UNED, la Universidad de La Laguna y el Instituto de Filosofía del CSIC o poner en marcha la Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía.
El único puesto que conservó durante largo tiempo fue la dirección de su querida revista Isegoría, a cuyo Consejo de Redacción ha pertenecido hasta el final, y que no hubiera visto la luz sin su legendaria insistencia. Otro rasgo que caracterizó a Javier Muguerza fue rehuir todo tipo de galardones, que, sin embargo, procuraba obtener para quienes apreciaba. No estaría mal que ahora se le concediese algún reconocimiento oficial, se crease una fundación para custodiar su legado y/o el CSIC pusiera su nombre a ese Instituto de Filosofía del que fue primer director.
En Muguerza destacaba el ingenio de una perspicacia que se conjugaba con una generosa benevolencia. Lo mejor de su legado no se ciñe a ese liderazgo institucional o a su obra publicada e inédita, porque a todo ello se debe añadir la enorme influencia dejada en cuantos le conocieron.
Quienes no tuvieron esa fortuna pueden leer sus páginas, donde se combinan el rigor ensayístico con un estilo literario que hace su lectura tan fecunda como amena. Como ha escrito Jacobo Muñoz, la pluma de Javier Muguerza es homologable a las de Unamuno, Ortega o Zambrano. Dos meses después de su muerte, el gremio filosófico que piensa en español está de luto por uno de sus exponentes más egregios, a cuya figura le habrá de hacer justicia el paso del tiempo y la publicación de sus obras completas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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