Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes, 18 de junio. En la primera de las entradas del blog de hoy martes, el historiador Iván Garzón reseña en Revista de Libros dos libros de actualidad sobre la tradición revolucionaria; la segunda, el Archivo de hoy, de estas mismas fecha de 2018, va de la docilidad con la que los humanos nos hemos adaptado para dar como buenas las noticias falsas que inundan nuestras publicaciones día sí, día también; la tercera, por su parte, reproduce el poema titulado Recuerda, de la poetisa inglesa de la segunda mitad del siglo XIX, Christina Rossetti; y para terminar, como siempre, las viñetas del día. Espero que todas ellas sean de su interés. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Y nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com
La tradición revolucionaria
IVAN GARZÓN
IVAN GARZÓN
05 JUN 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com
Reseña de los libros Revolución. Una historia intelectual, de Enzo Traverso (Akal, 2022) y Los pasados de la revolución. Los múltiples caminos de la memoria revolucionaria, de Edgar Straehle (Akal, 2023).
Se podría especular que cuando Carl Schmitt señaló que todos los conceptos políticos son polémicos estaba pensando específicamente en el de «revolución», pues pocos conceptos en la ciencia política y en la historiografía concentran tal nivel de polaridad cognitiva y emocional, pocos significan por sí mismos y por sus reminiscencias una épica o una tragedia a la vez, pocos son usados y abusados de modo tan prolífico como impune.
Por eso, la reciente aparición de dos monumentales obras que explican, recrean y analizan su historia, intelectual en un caso y cultural en el otro, es pertinente y diría que hasta imprescindible en un tiempo de revueltas por doquier. Dos historiadores, uno veterano italiano y otro joven español asumieron la ardua labor de desentrañar los múltiples usos y significados del concepto de «revolución» a partir de su tradición gráfica y escrita, es decir, a partir de su experiencia imaginada, sufrida y derrotada, es decir, vivida, pues de eso se trata la historia cultural. Conceptualmente, ambos parten de la tradición marxista según la cual la revolución es una interrupción repentina y casi siempre violenta del continuo histórico, una ruptura del orden social y político que, cual bisagra, titubea entre «rescatar el pasado o inventar el futuro» y proponen una conversación crítica con el autor de El Capital.
En Revolución. Una historia intelectual, Enzo Traverso traza un perfil desde «el poder emocional de las revoluciones» entendidas como «acontecimientos esencialmente sociales y políticos en los cuales el afecto está siempre entrelazado con otros elementos constitutivos» (p. 37). Ante este universo de afectos, el observador social debe situarse en una suerte de punto medio, toda vez que «pasar por alto la carga tormentosa y febril de las revoluciones es simplemente malentenderlas, pero, al mismo tiempo, reducirlas a estallidos de pasiones y odios sería igualmente engañoso» (p. 36). Su metodología se despliega a partir del concepto de «imagen dialéctica», la cual aprehende al mismo tiempo una fuente histórica y su interpretación (p. 49), lo que le sirve para rastrear las huellas de las ideas y las pasiones a partir de 98 ilustraciones históricas que revelan por sí mismas la insondable variedad de representaciones revolucionarias.
Traverso explica que, aunque la palabra «revolución» era utilizada en la astronomía para designar una rotación que significaba el restablecimiento de instituciones estables luego de un período de turbulencias, solo después de 1789 adopta en todas las lenguas su significación moderna de cambio o transformación radical. Y luego, en el siglo XIX, será Karl Marx quien apuntalará su comprensión intuitiva como locomotora de la historia, que se popularizará hasta nuestros días.
En Los pasados de la revolución. Los múltiples caminos de la memoria revolucionaria, Edgar Straehle reivindica la revolución como fenómeno político y social, pero advierte que no hay que concebirla como si fuera «un todo intocable o igualmente defendible en todos sus aspectos. Al revés. Se la puede reivindicar de una manera crítica y selectiva, reconociendo sus méritos, logros y causas legítimas al mismo tiempo que admitiendo y siendo plenamente consciente de los errores, así como de las injusticias o crímenes que se deberían evitar en el futuro» (p. 492). Así, al igual que Traverso, el aporte del historiador catalán no solo consiste en su capacidad recopilatoria sino en su mirada con matices. Por eso propone una mirada crítica y selectiva en la cual se pueda «separar la historia del mito, distinguir lo simbólico de lo real, y saber diferenciar el “pasado pasado” del “pasado potencialmente presente y futuro”» (p. 492). La hipótesis principal de su trabajo es que toda revolución está atravesada de múltiples maneras por una rica y profunda relación con el pasado (p. 22).
Como se ve, ambos textos problematizan la relación de un hecho o proceso histórico con el pasado y sus emociones. Y en efecto, al escribir sobre la historia y la memoria de la revolución es inevitable intentar explicar la carga emocional que el concepto trae consigo en una época posutópica. Así, mientras Traverso ya había explorado este tema en su libro Melancolía de izquierda, planteando que este sector ideológico había recibido una herencia marcada por las derrotas y los fracasos de los proyectos insurgentes de los dos últimos siglos, Straehle, por su parte, sentencia que «buena parte de la nostalgia revolucionaria no lo es tanto por hechos concretos como por la sensación de que entonces se podía transformar la historia y encaminarla hacia un futuro otro» (p. 48). Esta dimensión de la revolución como proceso de cambio social es la que ambos libros reivindican.
Ambos, por lo demás, tejen sus argumentos al tiempo que narran con erudición los pasajes de la historia cultural revolucionaria, pues a fin de cuentas las revoluciones modernas han dejado un legado tan vasto en lo artístico y teórico como en lo político y lo social. Eso explica que Traverso y Straehle repasen con versatilidad los libros de Marx, Lenin, Trotski, Tocqueville, Hegel, Voltaire, Jefferson, Benjamin, Gramsci, Bloch, Lefebvre y Arendt, así como las pinturas de Rivera, Meissonier, Testard, Picasso, Chagall y Strakhov, además de los panfletos, fotografías, retratos, carteles y demás vestigios de la riqueza simbólica legada por estos acontecimientos fundadores del mundo que conocemos y cuya iconografía habla tanto del pasado como del presente y de los posibles futuros. En este sentido, ambos trabajos estudian las revoluciones no como reliquias de un pasado de horrores, sino como experiencias colectivas que imaginaron un futuro utópico y tuvieron sinuosos devenires.
Los dos libros recorren con solvencia los tres últimos siglos de historia intelectual en Occidente para recrear, documentar, y analizar, pero sobre todo para tratar de explicar las múltiples expresiones de la tradición revolucionaria, una expresión que, solo al asomarnos a su historia y a sus memorias, entendemos porqué no es un oxímoron. De hecho, tiene total sentido si se consulta su procedencia etimológica: del latín revolutio y revolvere que significa retornar a los orígenes. Mientras Straehle pone su foco en el carácter plural, heterodoxo, dinámico, contradictorio y pragmático de la memoria revolucionaria, Traverso hace hincapié en cómo el concepto de revolución ha gravitado sobre la historia europea y americana en los tres últimos siglos y cuyo legado se puede rastrear en las «figuras del pensamiento» anidadas en nuestra historia cultural.
En ambos autores se echa de menos una lectura detenida del modo en que las revoluciones iberoamericanas (salvo la haitiana) contribuyeron a enriquecer la tradición revolucionaria occidental. Aunque es innegable el repertorio insurreccional que histórica y conceptualmente aportaron las revueltas francesas posteriores a la gran revolución de 1789 (esto es, las de 1830, 1848 y 1871), solo una mirada eurocéntrica (que el mismo Straehle cuestiona) podría considerar que estas tres insurrecciones fallidas superan en trascendencia histórica lo que ocurrió en las nacientes repúblicas iberoamericanas desde el año 1810. En esta perspectiva, y aun a pesar de su anticipación cronológica, es imposible no ver en el estudio marginal de la revolución haitiana en ambos textos una ratificación de la pertinencia de los estudios poscoloniales como una suerte de ajuste de cuentas con pasados soslayados.
El libro de Traverso tiene además una omisión atronadora: la del papel de la violencia en los procesos revolucionarios. Aunque es comprensible su explicación metodológica ―que la haría inabarcable―, no se puede dejar de advertir que omitir el papel de la violencia en las revoluciones modernas, especialmente en la francesa y la rusa, que son en las que se detiene el profesor de la Universidad de Cornell, supone silenciar, ni más ni menos, el aspecto que más opaca el legado revolucionario y que hoy en día suscita tanta polarización en el debate público sobre acontecimientos del pasado. Esta omisión parece aún más incomprensible si se tiene en cuenta que cuando Traverso historiza el comunismo señala que, si bien la Revolución de Octubre es la matriz común de todas sus expresiones, en el siglo XX hay cuatro formas en que el papel de la violencia puede ser comprendido y evaluado: como revolución, como régimen, como anticolonialismo y como variante de la socialdemocracia. Dicho de otro modo, el historiador italiano defiende no reducir el comunismo a sus purgas y gulags. Tal aclaración se agradece, más aún ahora que el anticomunismo ha devenido en memes y caricaturas en redes sociales y arengas políticas. Pero justamente esta claridad deja abierta la pregunta de si en la historia conceptual de la revolución la violencia fue paja o viga. Este fue, precisamente, el problema que Hannah Arendt formuló en los años sesenta sobre la revolución francesa y americana y que a día de hoy sigue siendo crucial a la hora de evaluar cualquier empresa insurreccional, esto es: el carácter necesario o instrumental de la violencia como fundadora de un nuevo orden político, así como sus límites y consecuencias. O dicho de otro modo, si es justo que las revoluciones modernas sean vistas como estallidos de tribus enardecidas y sedientas de sangre a las que sobreviene el dominio de un déspota.
En cualquier caso, ambos libros constituyen un lúcido elogio de la tradición revolucionaria, puesto que, desde una postura que se insinúa socialdemócrata o de izquierda crítica, encuentran en el legado revolucionario no solo las claves para comprender los avances y retrocesos del mundo contemporáneo, sino también para revitalizar esa «memoria de la acción» que, según Strahle, el concepto trae consigo. Los dos le hacen un guiño a los nuevos movimientos progresistas, hijos millenials del Mayo francés de 1968, para que tomen del amplio repertorio revolucionario las herramientas necesarias para dotar a su épica transformadora de una memoria de victorias y derrotas que les ayuden a perfilar su identidad, pero sobre todo para aprender del pasado, para hacerle el duelo al fracaso revolucionario y superar el talante victimista.
Se trata, en fin, de dos elogios acompañados de críticas, como lo son los elogios honestos. Y ciertamente, el aspecto más notable de ambos textos es el descriptivo, lo que hace que se lean como dos eruditas narraciones que se detienen pacientemente en pasajes revolucionarios o memoriales que están documentados por innumerables fuentes. Ambos libros sirven como constancia de que las disputas por la historia y la memoria no pueden ser tema de conversación ciudadana solo cuando lo ponen sobre la mesa las campañas electorales o las sesiones del Congreso de los Diputados.
Por lo tanto, en este tiempo político desprovisto de perspectiva histórica y excedido de memoria blandida partisanamente a punta de lugares comunes, ambos libros ofrecen una notable documentación, pero también una lección paradójica: que la tradición revolucionaria no es homogénea ni monolítica, ni puede reducirse a las consignas propagandísticas de quienes la romantizan o la demonizan, y que ha revisitado las ruinas del pasado tanto como ha imaginado las utopías futuras de liberación e igualdad. Iván Garzón Vallejo es profesor de la Universidad Autónoma de Chile.
Por eso, la reciente aparición de dos monumentales obras que explican, recrean y analizan su historia, intelectual en un caso y cultural en el otro, es pertinente y diría que hasta imprescindible en un tiempo de revueltas por doquier. Dos historiadores, uno veterano italiano y otro joven español asumieron la ardua labor de desentrañar los múltiples usos y significados del concepto de «revolución» a partir de su tradición gráfica y escrita, es decir, a partir de su experiencia imaginada, sufrida y derrotada, es decir, vivida, pues de eso se trata la historia cultural. Conceptualmente, ambos parten de la tradición marxista según la cual la revolución es una interrupción repentina y casi siempre violenta del continuo histórico, una ruptura del orden social y político que, cual bisagra, titubea entre «rescatar el pasado o inventar el futuro» y proponen una conversación crítica con el autor de El Capital.
En Revolución. Una historia intelectual, Enzo Traverso traza un perfil desde «el poder emocional de las revoluciones» entendidas como «acontecimientos esencialmente sociales y políticos en los cuales el afecto está siempre entrelazado con otros elementos constitutivos» (p. 37). Ante este universo de afectos, el observador social debe situarse en una suerte de punto medio, toda vez que «pasar por alto la carga tormentosa y febril de las revoluciones es simplemente malentenderlas, pero, al mismo tiempo, reducirlas a estallidos de pasiones y odios sería igualmente engañoso» (p. 36). Su metodología se despliega a partir del concepto de «imagen dialéctica», la cual aprehende al mismo tiempo una fuente histórica y su interpretación (p. 49), lo que le sirve para rastrear las huellas de las ideas y las pasiones a partir de 98 ilustraciones históricas que revelan por sí mismas la insondable variedad de representaciones revolucionarias.
Traverso explica que, aunque la palabra «revolución» era utilizada en la astronomía para designar una rotación que significaba el restablecimiento de instituciones estables luego de un período de turbulencias, solo después de 1789 adopta en todas las lenguas su significación moderna de cambio o transformación radical. Y luego, en el siglo XIX, será Karl Marx quien apuntalará su comprensión intuitiva como locomotora de la historia, que se popularizará hasta nuestros días.
En Los pasados de la revolución. Los múltiples caminos de la memoria revolucionaria, Edgar Straehle reivindica la revolución como fenómeno político y social, pero advierte que no hay que concebirla como si fuera «un todo intocable o igualmente defendible en todos sus aspectos. Al revés. Se la puede reivindicar de una manera crítica y selectiva, reconociendo sus méritos, logros y causas legítimas al mismo tiempo que admitiendo y siendo plenamente consciente de los errores, así como de las injusticias o crímenes que se deberían evitar en el futuro» (p. 492). Así, al igual que Traverso, el aporte del historiador catalán no solo consiste en su capacidad recopilatoria sino en su mirada con matices. Por eso propone una mirada crítica y selectiva en la cual se pueda «separar la historia del mito, distinguir lo simbólico de lo real, y saber diferenciar el “pasado pasado” del “pasado potencialmente presente y futuro”» (p. 492). La hipótesis principal de su trabajo es que toda revolución está atravesada de múltiples maneras por una rica y profunda relación con el pasado (p. 22).
Como se ve, ambos textos problematizan la relación de un hecho o proceso histórico con el pasado y sus emociones. Y en efecto, al escribir sobre la historia y la memoria de la revolución es inevitable intentar explicar la carga emocional que el concepto trae consigo en una época posutópica. Así, mientras Traverso ya había explorado este tema en su libro Melancolía de izquierda, planteando que este sector ideológico había recibido una herencia marcada por las derrotas y los fracasos de los proyectos insurgentes de los dos últimos siglos, Straehle, por su parte, sentencia que «buena parte de la nostalgia revolucionaria no lo es tanto por hechos concretos como por la sensación de que entonces se podía transformar la historia y encaminarla hacia un futuro otro» (p. 48). Esta dimensión de la revolución como proceso de cambio social es la que ambos libros reivindican.
Ambos, por lo demás, tejen sus argumentos al tiempo que narran con erudición los pasajes de la historia cultural revolucionaria, pues a fin de cuentas las revoluciones modernas han dejado un legado tan vasto en lo artístico y teórico como en lo político y lo social. Eso explica que Traverso y Straehle repasen con versatilidad los libros de Marx, Lenin, Trotski, Tocqueville, Hegel, Voltaire, Jefferson, Benjamin, Gramsci, Bloch, Lefebvre y Arendt, así como las pinturas de Rivera, Meissonier, Testard, Picasso, Chagall y Strakhov, además de los panfletos, fotografías, retratos, carteles y demás vestigios de la riqueza simbólica legada por estos acontecimientos fundadores del mundo que conocemos y cuya iconografía habla tanto del pasado como del presente y de los posibles futuros. En este sentido, ambos trabajos estudian las revoluciones no como reliquias de un pasado de horrores, sino como experiencias colectivas que imaginaron un futuro utópico y tuvieron sinuosos devenires.
Los dos libros recorren con solvencia los tres últimos siglos de historia intelectual en Occidente para recrear, documentar, y analizar, pero sobre todo para tratar de explicar las múltiples expresiones de la tradición revolucionaria, una expresión que, solo al asomarnos a su historia y a sus memorias, entendemos porqué no es un oxímoron. De hecho, tiene total sentido si se consulta su procedencia etimológica: del latín revolutio y revolvere que significa retornar a los orígenes. Mientras Straehle pone su foco en el carácter plural, heterodoxo, dinámico, contradictorio y pragmático de la memoria revolucionaria, Traverso hace hincapié en cómo el concepto de revolución ha gravitado sobre la historia europea y americana en los tres últimos siglos y cuyo legado se puede rastrear en las «figuras del pensamiento» anidadas en nuestra historia cultural.
En ambos autores se echa de menos una lectura detenida del modo en que las revoluciones iberoamericanas (salvo la haitiana) contribuyeron a enriquecer la tradición revolucionaria occidental. Aunque es innegable el repertorio insurreccional que histórica y conceptualmente aportaron las revueltas francesas posteriores a la gran revolución de 1789 (esto es, las de 1830, 1848 y 1871), solo una mirada eurocéntrica (que el mismo Straehle cuestiona) podría considerar que estas tres insurrecciones fallidas superan en trascendencia histórica lo que ocurrió en las nacientes repúblicas iberoamericanas desde el año 1810. En esta perspectiva, y aun a pesar de su anticipación cronológica, es imposible no ver en el estudio marginal de la revolución haitiana en ambos textos una ratificación de la pertinencia de los estudios poscoloniales como una suerte de ajuste de cuentas con pasados soslayados.
El libro de Traverso tiene además una omisión atronadora: la del papel de la violencia en los procesos revolucionarios. Aunque es comprensible su explicación metodológica ―que la haría inabarcable―, no se puede dejar de advertir que omitir el papel de la violencia en las revoluciones modernas, especialmente en la francesa y la rusa, que son en las que se detiene el profesor de la Universidad de Cornell, supone silenciar, ni más ni menos, el aspecto que más opaca el legado revolucionario y que hoy en día suscita tanta polarización en el debate público sobre acontecimientos del pasado. Esta omisión parece aún más incomprensible si se tiene en cuenta que cuando Traverso historiza el comunismo señala que, si bien la Revolución de Octubre es la matriz común de todas sus expresiones, en el siglo XX hay cuatro formas en que el papel de la violencia puede ser comprendido y evaluado: como revolución, como régimen, como anticolonialismo y como variante de la socialdemocracia. Dicho de otro modo, el historiador italiano defiende no reducir el comunismo a sus purgas y gulags. Tal aclaración se agradece, más aún ahora que el anticomunismo ha devenido en memes y caricaturas en redes sociales y arengas políticas. Pero justamente esta claridad deja abierta la pregunta de si en la historia conceptual de la revolución la violencia fue paja o viga. Este fue, precisamente, el problema que Hannah Arendt formuló en los años sesenta sobre la revolución francesa y americana y que a día de hoy sigue siendo crucial a la hora de evaluar cualquier empresa insurreccional, esto es: el carácter necesario o instrumental de la violencia como fundadora de un nuevo orden político, así como sus límites y consecuencias. O dicho de otro modo, si es justo que las revoluciones modernas sean vistas como estallidos de tribus enardecidas y sedientas de sangre a las que sobreviene el dominio de un déspota.
En cualquier caso, ambos libros constituyen un lúcido elogio de la tradición revolucionaria, puesto que, desde una postura que se insinúa socialdemócrata o de izquierda crítica, encuentran en el legado revolucionario no solo las claves para comprender los avances y retrocesos del mundo contemporáneo, sino también para revitalizar esa «memoria de la acción» que, según Strahle, el concepto trae consigo. Los dos le hacen un guiño a los nuevos movimientos progresistas, hijos millenials del Mayo francés de 1968, para que tomen del amplio repertorio revolucionario las herramientas necesarias para dotar a su épica transformadora de una memoria de victorias y derrotas que les ayuden a perfilar su identidad, pero sobre todo para aprender del pasado, para hacerle el duelo al fracaso revolucionario y superar el talante victimista.
Se trata, en fin, de dos elogios acompañados de críticas, como lo son los elogios honestos. Y ciertamente, el aspecto más notable de ambos textos es el descriptivo, lo que hace que se lean como dos eruditas narraciones que se detienen pacientemente en pasajes revolucionarios o memoriales que están documentados por innumerables fuentes. Ambos libros sirven como constancia de que las disputas por la historia y la memoria no pueden ser tema de conversación ciudadana solo cuando lo ponen sobre la mesa las campañas electorales o las sesiones del Congreso de los Diputados.
Por lo tanto, en este tiempo político desprovisto de perspectiva histórica y excedido de memoria blandida partisanamente a punta de lugares comunes, ambos libros ofrecen una notable documentación, pero también una lección paradójica: que la tradición revolucionaria no es homogénea ni monolítica, ni puede reducirse a las consignas propagandísticas de quienes la romantizan o la demonizan, y que ha revisitado las ruinas del pasado tanto como ha imaginado las utopías futuras de liberación e igualdad. Iván Garzón Vallejo es profesor de la Universidad Autónoma de Chile.
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