Los cambios radicales en política siempre son una aventura hacia lo desconocido de difícil evaluación previa sobre sus consecuencias. A toro pasado, por supuesto, todos sabían lo que iba a pasar... Que España necesita cambiar su sistema electoral general, no lo duda nadie; ni siquiera los beneficiarios actuales del mismo, aunque muchos, sino todos ellos, aceptan su necesidad con la boca pequeña, como para complacer a los que lo piden pero sin elevar el tono de voz lo bastante como para resultar audibles a los ciudadanos. Por eso, algunas doctrinas políticas, como el utilitarismo, o los embargados por un sano escepticismo, como yo, preferiríamos que los radicales cambios necesarios en la política española se hagan con cuentagotas, sin prisas pero sin pausas. Pero de una vez por todas. Y para comenzar, revisando el sistema electoral, que como saben los lectores asiduos del blog, es uno de mis caballos de batalla. El otro es el de la Administración de Justicia, pero de ese hemos escrito hace nada y no conviene estar mareando todo el tiempo la misma perdiz.
Alberto Penadés de la Cruz, licenciado en Filosofía, Doctor en Ciencias Políticas y profesor titular en el Departamento de Sociología y Comunicación de la Universidad de Salamanca, especializado en políticas comparadas, estudios electorales, teoría política y sociología analítica es uno de esos pensadores gradualistas que defiende una reforma parcial, pero sustancial, del régimen electoral español. Lo hace en un interesante artículo en El País, titulado Votar sin distorsiones, en el que se centra su propuesta en el cambio de tamaño de las circunscripciones electorales y la supresión de las listas bloqueadas.
Hay al menos una buena razón para no cambiar lo esencial del sistema electoral español, dice al comienzo del mismo, dos buenas razones para reformarlo, y una solución que responde a todo a la vez. O de esto les quiero convencer, añade, porque van a empezar a escuchar otras cosas bien distintas en el debate que puede abrirse tras las elecciones.
La tarea más importante del Congreso es elegir y sostener a un gobierno, en eso consiste la democracia parlamentaria, continúa diciendo. Pensar en la reforma electoral sin poner este hecho en primer lugar es algo frívolo. El sistema electoral español es uno de los que mejor se las han arreglado para encontrar un virtuoso curso medio entre los objetivos de gobernabilidad y representatividad, que es lo que buscan casi todos los sistemas del mundo. Para equilibrar ambos fines, es común que las democracias empleen artificios tales como barreras legales (realmente) excluyentes, sistemas de doble capa de diputados con doble contabilidad de votos, como en los sistemas mixtos, o incluso de doble voto -como en el extravagante sistema alemán- cuando no apaños como los premios de mayoría de Grecia o Italia. Los ciudadanos no entienden la mayoría de estas reglas, ni después de muchos años. Con acierto, algunos países, como España, resuelven la cuestión mediante distritos electorales de tamaño medio moderado; algo transparente, efectivo y poco manipulable. La circunscripción media tiene en España siete escaños y la mitad tienen cinco o menos.
Hasta hoy, continúa diciendo, los gobiernos los han puesto y quitado los votos de los ciudadanos (salvo por el relevo de Suárez) y ha habido claridad en la responsabilidad. España es el único país de Europa occidental en el que nunca ha habido un gobierno de coalición; y es uno de los países en los que más duran los Presidentes del Gobierno, solo por detrás de Alemania. Pero, al mismo tiempo, hemos tenido frecuentes gobiernos de minoría, que han gobernado mediante acuerdos, y el Congreso ha sido razonablemente representativo de todas las opciones políticas. Esto no es solo un efecto del sistema electoral, pero ha ayudado.
La primera razón para reformarlo, y aquí describe muy bien las maliciosas, por no decir perversas, consecuencias del sistema electoral vigente, es que el terreno de juego está inclinado: si el PSOE y el PP hubieran empatado a votos en las últimas elecciones -quedando lo demás igual- el PP habría obtenido nueve escaños más que el PSOE. Y si se hubiera producido un cuádruple empate, los llamados nuevos partidos (Ciudadanos y Podemos) habrían obtenido diez escaños menos cada uno que los partidos tradicionales (PP y PSOE). Además, aunque IU y Podemos hubieran sumado sus votos, logrando más que el PSOE, habrían obtenido menos escaños.
La no equidad entre partidos, aclara por si alguien no lo ha entendido todavía, se sigue de la desigualdad entre distritos. En algunos lugares el número de escaños es propio de sistemas muy proporcionales, en otros es muy mayoritario, y en otros, felizmente, intermedio. La variación misma hace que los costes de los escaños sean muy dispares, menores -pero difíciles de conseguir para los partidos pequeños- en el ecosistema mayoritario, y mucho mayores -pero los únicos accesibles, sumando mucho, para los partidos minoritarios- en los grandes. Por si fuera poco, se refuerza la desigualdad haciendo que los distritos pequeños estén sobre-representados y los distritos grandes infra-representados. Cataluña elige a 47 diputados, con 5,5 millones de electores; la suma de Castilla y León, Castilla-La Mancha, Aragón y La Rioja eligen a 70, con 5 millones. Esto no es inocuo: en estas cuatro comunidades, en torno al 45% de los votantes querrían suprimir las Comunidades Autónomas, mientras que en Cataluña los centralistas son cuatro veces menos.
La segunda razón para reformarlo, continúa diciendo, es la cuestión personal: España es uno de los pocos países que quedan donde los votantes solo pueden votar por listas. El voto personal no es un bien sin tacha, el voto de lista fue una conquista democrática, la de los programas sobre las clientelas. En la vida de los partidos, el óptimo se encuentra, aquí también, entre dos extremos: la política de facciones, el personalismo y los grupos de interés especiales; y el aislamiento de la sociedad, la ausencia de debates y el reclutamiento de medianías. A los ciudadanos les gustan los partidos disciplinados, pero también los buenos políticos que les dicen cosas útiles para entender sus preocupaciones. El sistema electoral no hace milagros, pero es hora de flexibilizar las listas, haciendo que sea posible expresar un voto de preferencia por alguno de los candidatos, como se hace, por ejemplo, en Suecia. Esto podría mejorar la selección de los políticos, y sin duda aumentaría la satisfacción de los votantes.
Se puede, por último, cumplir con todo a la vez, dice más adelante. Para nivelar el terreno, se pueden crear circunscripciones iguales, en torno al tamaño medio de siete escaños, lo más parecidas posibles entre sí, partiendo de las demarcaciones autonómicas y con un reparto proporcional a la población. No existe forma de evitar los sesgos del sistema, que favorece el voto rural sobre el urbano, y el voto del interior sobre el de la periferia, salvo eliminando las provincias como demarcación electoral. Esto supondría una redistribución pues, por ejemplo, a Castilla y León no le corresponderían 32 sino 19 escaños, y a Cataluña no 47 sino 57. Los escaños se dividirían en circunscripciones que representen agrupaciones de municipios o, en el caso de las grandes ciudades, de distritos urbanos. Castilla y León tendría tres circunscripciones y Cataluña tendría ocho. Dentro de algunas Comunidades también habría redistribución, como en Cataluña, donde la mayor parte de su interior formaría un único distrito, mientras que el litoral cercano a Barcelona se dividiría en múltiples circunscripciones.
Los límites pueden trazarse siguiendo criterios políticamente neutrales, si se evita que los políticos intervengan. Basta una comisión independiente y un buen programador con un mandato claro. En todo caso, los límites son menos susceptibles de manipulación que en el caso clásico de los distritos uninominales, en EEUU o Gran Bretaña, pues son distritos mucho mayores.
Es hora de flexibilizar las listas para poder expresar un voto de preferencia por algunos candidatos, añade. Además, las listas cortas harían que el voto personal tuviera sentido. Los ciudadanos podrían conocer a los candidatos y determinar el orden de los nombres propuestos por el partido, emitiendo un mínimo de votos de preferencia (digamos el uno o dos por ciento de los votos del partido). Pueden pensarse otras soluciones, como que el voto de preferencia sea obligatorio, pero es mejor ir paso a paso.
Se mantendría, por último, concluye diciendo, un parecido equilibro entre proporcionalidad y gobernabilidad, tal vez con más dificultad para lograr mayorías absolutas y un mejor acomodo de hasta cuatro partidos. Se conservaría lo mejor y se reformaría lo peor. Sin más aventura que la necesaria desaparición de las provincias y sin intentar que el sistema resuelva problemas que no son suyos, porque eso suele ser peor que no hacer nada. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
1 comentario:
Totalmente de acuerdo, habría que hacer algunos cambios en el sistema electoral y como no en el de la Administración de la Justicia , pero parece difícil que se haga al menos mientras los dos " grandes partidos " tengan mucho poder en el Congreso ¿ porque digo esto ? pues porque si hubiesen tenido la intención de hacerlo ya lo hubieran hecho , tiempo han tenido , 21 años de gobiernos del PSOE y 12 del PP ,algunos con mayoría absoluta. Parece también claro que los criterios para la reforma deben de ser políticamente neutrales por lo cual habría que evitar la intervención de los políticos , cosa bastante complicada . Cordiales saludos
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