viernes, 3 de febrero de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Stalin en su mundo. [Publicada el 08/06/2015]











La verdad es que resultan incomprensibles las querencias que una personalidad como de la Iósif Vissariónovich "Stalin" sigue despertando entre algunos intelectuales de izquierda en esta nuestra Europa del primer cuarto del siglo XXI. 
Que eso ocurriera en mayo de 1945, tras las entrada y conquista de Berlín por el Ejército Rojo, resulta del todo comprensible. Como cuenta el historiador Arthur M. Schlesinger, Jr., en el prólogo del libro de Susan Butler "Querido Mr. Stalin" (Paidós, Barcelona, 2007), del que hablé en extenso en mi entrada de septiembre del pasado año titulada "Realpolitik". El propio presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt y el primer ministro británico Winston Churchill, a pesar de mantener la opinión de "la Unión Soviética era una dictadura tan absoluta como cualquier otra del mundo", reconocieron sin paliativos lo que las democracias debían al Ejército Rojo en la derrota de Hitler, y que el "Día D" no hubiera sido posible si Stalin no hubiera retenido a la mayor parte del ejército nazi en el frente oriental de Alemania. 
Pero menos concebible resulta que muchos de esos intelectuales europeos siguieran creyendo en él una vez que, con cuentagotas, se fuera filtrando en Occidente el contenido del demoledor Informe Secreto que el secretario general del partido comunista de la Unión Soviética, Nikita Khrushchev, presentó el 25 de febrero de 1956 ante el XX Congreso del PCUS, y menos aun que sigan manteniendo esa misma postura hoy. 
Hace unos días me vi envuelto en una de esas querellas estúpidas que se dan en las redes sociales, especialmente en el Facebook, a resultas de un artículo publicado en El País por el historiador y catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales de la Universidad Complutense de Madrid, el profesor José Álvarez Junco, titulado "El otro monstruo". La culpa es mía, evidentemente, por entrar al trapo de los comentarios suscitados por el artículo del profesor Álvarez. Uno no aprende a pesar de la edad y a pesar, también, de compartir el dicho de que sabe más el diablo por viejo que por diablo, Pero ni por esas... Salí escaldado una vez más y con firme propósito de enmienda, pero como el espíritu es débil (la carne, mejor ya ni mencionarla) aquí estamos de nuevo, reincidiendo.
El artículo del profesor Álvarez Junco no puede negarse que comienza golpeando donde más duele: El otro día recordé sin lamentarla- dice- la muerte de Hitler, ocurrida hace ahora 70 años. Hoy toca hablar del otro personaje que compartió con él el dominio del tablero europeo y que, tras derrotarle en “la Gran Guerra Patria”, disfrutaba en esos mismos días de su momento de máxima gloria. Me refiero a Iósif (José) Vissariónovich Stalin; para los amigos, Koba. Lo primero que debe decirse sobre Stalin -continúa diciendo- es que, al igual que Hitler, fue un loco; un loco asesino. Millón más, millón menos, eliminó al mismo número de personas que el jerarca nazi y con métodos parecidos: los fusilamientos y los campos de concentración; con la diferencia de que en los de Stalin los prisioneros no eran inmolados en cámaras de gas al poco de llegar sino que, tras una supervivencia media de cinco años, morían a causa de los trabajos forzados, el frío o el hambre. El número de reclusos de los “campos de trabajo correctivos” (Gulag) superó los diez millones, y los muertos los dos millones. Aquellos campos fueron creados para los antiguos aristócratas, los kulaks (campesinos medios opuestos a la colectivización), el clero ortodoxo, los delincuentes comunes y, sobre todo, los disidentes políticos. Sobre estos últimos, solo en las “grandes purgas” de 1936-1938 hubo 1,3 millones de detenidos, de los que unos 700.000 acabaron ejecutados. En total, los fusilados bajo Stalin ascienden a un millón, como mínimo, que se eleva a cuatro si se añaden los muertos en campos de trabajo y en deportaciones masivas de población. Doy cifras conservadoras, multiplicadas por dos o más por algunos historiadores... Pueden seguir ustedes si lo desean leyéndolo en el enlace de más arriba. 
Curiosamente, por esos azares de la diosa Fortuna (de la que soy ferviente devoto) recordé haber leído el pasado mes de abril en Revista de Libros una magnífica reseña del historiador e hispanista estadounidense Stanley G. Payne, catedrático en la Universidad de Wisconsin-Madison, con el mismo título que da pie a esta entrada, al libro del profesor en Historia de las Relaciones Internacionales de la Universidad de Princeton, Stephen Kotkin, titulado "Stalin. Vol. I: Paradoxes of Power, 1878-1928" (Penguin, Nueva York, 2014).
Del libro de Kotkin, al que Stanley G. Payne considera la mayor autoridad mundial en el estudio y conocimiento de la vida y la historia de Stalin, dice que toda su segunda mitad podría titularse «El ascenso de Stalin» y que gira alrededor de dos temas paralelos: el primero es la expansión de su poder personal tanto antes como después de la muerte de Lenin hasta que finalmente fue él quien se hizo con el dominio; el segundo, el camino en ocasiones titubeante mediante el cual implementó la lógica de una revolución violenta y totalitaria hasta que en 1928, convertido ya en un dictador de facto, dio comienzo a la creación del sistema estalinista pleno. 
Kotkin -sigue diciendo el profesor Payne- no es el primer biógrafo en demoler el mito de un Stalin permanentemente traicionero y tiránico. Muestra que conquistó su ascenso dentro del partido y se ganó la confianza de muchos de sus colegas y subordinados no por medio de la tiranía, sino gracias al trabajo duro y a una administración eficiente, mostrando una devoción constante por el desarrollo del partido y del sistema. Para muchos él no parecía más despiadado que sus colegas, sino mucho más estable y fiable, más absolutamente entregado, día tras día, no el más radical, sino el más práctico, el más digno de confianza y el más trabajador de los principales dirigentes. Stalin construyó su preeminencia en un principio gracias a sus cualidades positivas, no las negativas; de haber estado ausentes las primeras, nunca habría podido desempeñar un papel importante. Pero en cuanto empezó a ejercer un mayor poder, se volvió cada vez más exigente y, a la postre, cada vez más resentido con los desprecios y la resistencia mostrados por otros dirigentes. Él no creó la dictadura, sino que la transformó en un Moloch que se cobró millones de víctimas. Esto se debió no simplemente a su orgullo, su ambición o su sed de poder, sino que siguió la lógica del violento colectivismo de Lenin, que era intrínsecamente paranoico en su visión del mundo. Tal como escribe elocuentemente Kotkin, la paranoia de la política de Lenin acabó por contagiar a Stalin, cuyo liderazgo personal hizo a su vez que el sistema se volviera aún más paranoico de lo que ya lo había sido con su antecesor.
En 1927-1928, continúa diciendo el profesor Payne en su reseña, el régimen soviético había llegado a un momento decisivo. No había resuelto sus profundas contradicciones internas, no había conseguido promover la revolución mucho más allá en otros países y no había superado su propia debilidad militar. Hasta ese momento, Stalin había seguido una política comparativamente moderada, esperando a que la economía soviética se recuperara de la destrucción masiva provocada por la revolución y la guerra civil. La mayor parte de esa economía aún seguía estando fuera del control del Estado y la gran mayoría campesina de la población no era aún comunista. A partir de 1927, Stalin dio cada vez más pasos conducentes a poner fin a esta contradicción, empezando con un gigantesco programa para colectivizar la agricultura y transformar la estructura económica y luego, el año siguiente, con la adopción de un programa igualmente audaz para crear un enorme complejo industrial estatal que modernizaría la economía soviética, sentando las bases para que la Unión Soviética se convirtiera en una gran potencia militar. Estos tres objetivos se conseguirían en el mayor programa de transformación económica impuesta por el Estado de la historia, pero es justamente al llegar aquí cuando Kotkin pone punto final al primer volumen de su proyectada trilogía. La consecución de estos grandiosos objetivos y la creación plena del totalitarismo estalinista –el primer auténtico totalitarismo de la historia– serán el objeto del segundo volumen.
¿Qué lugar le corresponde a este monumental estudio dentro de la amplísima literatura sobre Stalin? El tratamiento anterior más extenso era el del general retirado del Ejército Rojo, Dmitri Volkogónov, que tuvo acceso a documentación especial durante el derrumbamiento de la Unión Soviética y que escribió una obra en cuatro volúmenes, publicada poco después en Occidente en una sinopsis de un solo volumen en 1991. Los últimos estudios que lograron presentar material nuevo sobre la vida personal de Stalin fueron los dos libros comparativamente recientes, y ya citados, de Simon Sebag Montefiore, aunque algunos de sus datos podrían no ser del todo fiables. En punto a nivel de detalle y extensión de tratamiento, Kotkin puede compararse con el primero, aunque supera a Volkogónov en alcance, profundidad de análisis y amplitud de contextualización, en todo lo cual su propia obra no tiene parangón. Si es capaz de completar los dos volúmenes siguientes de un modo similar, habrá producido tanto la más extensa como, también, la más completa de todas las biografías políticas. 
El presente volumen, termina diciendo Payne, constituye un impresionante comienzo de lo que puede convertirse en el magnum opus de toda la era estaliniana. Pero tendremos que esperar a su culminación y posterior publicación. En el ínterin, les invito a leer la reseña completa de Payne, el artículo del profesor Álvarez Junco y el "informe secreto" de Khrushchev en los enlaces de más arriba. Espero que les resulten interesantes.
Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt











1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

Buen artículo...

Saludos