Están los memes de escarnio, los zascas de congreso, los chascarrillos de cuñado, las bromas de anuncio, las sonrisas de selfi, las risas enlatadas, los monólogos costumbristas, la ironía posmoderna, el cinismo neoliberal, la mala leche reaccionaria… No parece que tengan razón los que dicen que al final no podremos reírnos de nada. Lo que sucede es que hay muchas risas y muy poca alegría. Pues no nos reímos ni mucho, ni poco, ni todo lo contrario, sino que nos reímos mal. Y eso sí que no es ninguna broma.
Lejos de mí la tradición agelástica, que abomina de la risa, desde los padres de la Iglesia, que destacaron que en los Evangelios sólo se ríen los que se burlan de Cristo, hasta el conde de Chesterfield, que aseguraba que nadie lo vería reír jamás. Lejos de mí también los que dieron en la locura de creer que la risa todo lo cura, como si no hubiese risas crueles, fatalistas e incluso desesperadas. La comicidad es como un cuchillo, que igual te sirve para pelar una manzana que para degollar a un vecino. Así que ni siquiera tienen razón los que sostienen que siempre será mejor reír que llorar, porque después de reír no tienes que pasar la fregona…
Los griegos distinguían entre la buena risa, gelas, y la mala risa, katagelan. Yo prefiero hablar, more spinoziano, de risa triste y risa alegre, según disminuya o aumente la potencia o la vida de los implicados. La risa triste reduce la capacidad de hacer o de aparecer del individuo o grupo del que se ríe, al aislarlo, avergonzarlo, asustarlo y paralizarlo. Es la risa del que se burla del diferente o del débil, que no es de naturaleza muy diferente a la del acosador, el torturador o el asesino, pues todos ellos se congratulan de ver su potencia ejercida o aumentada en el acto mismo de vampirizar la de sus víctimas. Pero esa risa es triste por partida doble, porque no solo reduce la potencia de la víctima, sino también la del victimario, ya que en ambos casos deforma su conocimiento de las cosas, reduce su superficie de exposición al mundo, aumenta su sentimiento de indignidad, y les hace temer, o desear, la venganza. De modo que ni el primero ni el último ríe mejor.
Pero la risa triste no es siempre hostil. De hecho, es habitual que adopte una apariencia refinada y seductora, cuando no lúcida y trágica. Son las risas de cocodrilo del cinismo irónico que reina en la cultura de masas y en algunos ambientes intelectuales, y que tiene un efecto desmoralizador, en los tres significados del término: indiferencia respecto de la injusticia, corrosión del carácter e incremento de la sensación de impotencia. David Foster Wallace clamó contra este tipo de ironía, que el sistema capitalista ha sabido poner a trabajar en favor de nuestra servidumbre voluntaria. Es el sonría que le están grabando. La guirnalda de flores que oculta las cadenas. Y por eso le interesa tanto al poder.
Lo cual no significa que debamos reír menos, sino que nos iría mejor si aprendiésemos a reír de otro modo. Porque está la risa alegre, que supone un aumento de nuestra potencia, individual y colectiva, ya que no se ríe de tal o cual persona en concreto, sino de los falsos valores que nos hechizan a todos. Al burlarse de la ansiedad por el estatus, del miedo a ser diferente o de nuestros ataques de importancia, la risa alegre produce una agradable levedad de ser. Y aunque en un primer momento esta suele dirigirse hacia los demás, no tarda en identificarse con la vulnerable ridiculez que nos iguala a todos. Al levantar, en ese momento, el pie de la manguera de la empatía, nos convertimos en el regador regado. Y es esa risa universal la que nos eleva abrazados, como chorro de ballena.
La risa alegre ha sabido renunciar a la doble fantasía de que existe una sola verdad, que además es solo nuestra. Es la ironía tierna de Cervantes, que tenía el superpoder de ver las dos caras de todas las cosas. Y es también la risa salvaje de Shakespeare, al que John Keats atribuyó la negative capability, o capacidad de ver las tensiones que atraviesan el mundo sin sentir la imperiosa necesidad de resolverlas. Esta renuncia a la verdad absoluta —este “no haber razón para nada, de haber razón para tanto”, como diría Sor Juana—, ha llevado a algunos a concebir el humor como la politesse du désespoir, como la cortesía de la desesperación. Mas cambiar la risa megalómana, pero falsa, del que se cree por encima de aquellos de los que se ríe, por la sonrisa modesta, pero real, del que deja caer su sábana de fantasma —¡sabanidad de sabanidades!— para entrar en la danza general de la ridiculez humana, no implica pérdida, sino ganancia. Pues, como diría Cantinflas, “antes estábamos bien, pero era mentira, no como ahora, que estamos mal, pero es verdad”.
La risa alegre también aumenta nuestra potencia política, porque reírse de uno mismo junto con el otro es una forma de reconocer su ser, y, con este, sus derechos. Es dar un paso atrás para abrir la puerta y dejarle entrar. Y también es dar un paso al frente para dejar fuera a los que quieren cerrarla, pues, como dice un refrán alemán, “si en una mesa hay 10 personas y un nazi, entonces en esa mesa hay 11 nazis”. La risa triste petrifica a la gente, como la mirada de la Medusa, o los memes de la ultraderecha, que luego hace gravilla con ella. Mientras que la risa alegre personifica, como la buena literatura. Hace caer la venda de los ojos del reo, para que el pelotón de fusilamiento vea en sus ojos una evidencia, que al mismo tiempo una súplica: “Somos diferentes, pero no dispares...”.
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