jueves, 9 de febrero de 2023

De la vida intelectual

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del jurista José María Carabante, va de la vida intelectual. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Elogio de la vida intelectual
Reseña de Pensativos. Los placeres ocultos de la vida intelectual 
JOSÉ MARÍA CARABANTE
02 FEB 2023 - Revista de Libros

La gran paradoja de la sociedad de la información es que todo en ella se encuentra organizado con el propósito de boicotear su principal recurso, la inteligencia, signifique esto lo que signifique: atención, reflexión, pensamiento… Al menos desde Aristóteles muy pocos son los que ignoran que la sabiduría es una virtud escasa y, de hecho, uno de los más sublimes poetas del siglo XX, T. S. Eliot, tuvo a bien recordar a quienes lo pasaban por alto que la acumulación de datos -eso es, a fin de cuentas, la información- no es ni mucho menos lo mismo que el conocimiento.
Con la incapacidad para desprendernos de los mitos urdidos en torno a la Inteligencia Artificial, todo lo que propone Zena Hitz en Pensativos (Encuentros, Madrid, 2022) resulta indudablemente terapéutico. Catárquico, aunque solo sea porque sugiere que si abandonamos el pensamiento -o abdicamos de él, en favor de las máquinas- nos desprenderemos al tiempo de otros regalos que nos constituyen como animales racionales, como la admiración o la libertad. La advertencia no puede ser -confesémoslo- más oportuna pues ya ni siquiera en la universidad, aquel enclave en el que se mantenía vivo el culto a la teoría, alcanza uno a aprender que andamos necesitamos de bienes más altos -e inmateriales- de los que puede proporcionar una aplicación. Resumiendo: que, como seres humanos, comemos y buscamos esquinas para desprendernos de nuestros desechos, pero ansiamos a la vez levantar la mirada para idear soluciones al enigma de las estrellas.
Además, a diferencia de una computadora, sabemos leer entre líneas. Así, aunque hay cosas que, en su encendida y bella defensa de la vida intelectual que es Pensativos, Hitz no dice expresamente, el lector avezado se dará cuenta de que rehúye echar balones fuera, lo que quiere decir que no sucumbe a la fácil tentación de identificar al supuesto chivo expiatorio para explicar lo que nos pasa, endilgando, como hacen muchos, a instituciones, al cambio generacional o a la moda la tarea de acarrear con nuestra crisis de sentido. Todo lo contrario, ya que, aunque alude a las casi insalvables repercusiones que ha tenido tanto una concepción demasiado superficial de éxito como la adaptación de la carrera académica a los cánones industriales de productividad, ella afirma que ejercitar el pensamiento, o ahondar en el misterio, es una vocación personalísima, cuyo cumplimiento depende de cada uno, de nuestras opciones existenciales.
Pensativos es una manera de poner al día libros clásicos e inolvidables como La vida intelectual, de Sertillanges o El trabajo intelectual de Guitton, incluso El ocio y la vida intelectual, de J. Pieper, en los que muchos seguimos abrevando a fin de hallar sosiego. Al igual que los mencionados, Hitz no solo asume el encargo de conminarnos a cultivar una vida profunda, sino que nos sugiere los aperos que necesitamos para ello. Y es en este punto en el que sus páginas dispensan una lección antropológica de calado que tal vez nadie deje de suscribir, pero que no congenia -por desgracia- con el espíritu de nuestro tiempo: nuestro fin prioritario es comprender, no comprar o medrar. Ella intuyó esta verdad tan diáfana un día en que, como profesora de alto nivel, se dio cuenta de que era infeliz. Andaba haciendo equilibrios entre índices de impacto, clases maratonianas, emails y tutorías inútiles; lo que suscitaba su frustración era que lo que la rodeaba la obligaba irónicamente a dejar de lado la quietud y el gozo espiritual que acompaña al descubrimiento y la familiaridad con la verdad.
La decisión que tomó fue drástica -darse un largo respiro lejos de los campus, en un monasterio-, aunque no supuso, como pensaba al principio, dejar su vocación intelectual en barbecho. He aquí la moraleja de esta historia porque sin libros, sin grupos de investigación ni proyectos I+D, ni workshops, halló en la naturalidad e inocencia de la vida sencilla las huellas de una sabiduría olvidada. Tras su experiencia, y después de reflexionar mucho, descubrió que no hay que trasladarse a la ladera de una montaña para optar por una existencia auténtica, sino curarse del virus utilitarista que nos aqueja.
Hay un hilo muy fino -quebradizo- que conecta la reflexión sobre la labor profesional -cualquiera que sea- con la búsqueda intelectual. Lo vieron los griegos; lo heredó el cristianismo y lo intentó transmitir la cultura medieval, pero factores que no vienen al caso han desviado nuestra mirada. Cuando se recuerda -y con Hitz lo viene haciendo con sutileza e insistentemente ese filósofo mainstream que es Byung Chul-Han- que estamos llamados a la contemplación, al ocio, no a arrostrar, como bestias de carga, el fardo de la necesidad, uno puede darse cuenta de que descansar es algo más que descabezar un sueño mientras distraemos nuestra conciencia con los estrenos de Netflix. Nuestra humanidad -y todo lo que conlleva- crece o se marchita dependiendo de lo que hagamos en esas horas que transcurren desde que regresamos a casa hasta que fichamos de nuevo por la mañana en la oficina.
Pero Hitz va más allá, primero, porque, como hemos comentado, indica que la vocación a la vida espiritual no conoce de clases sociales ni de cocientes intelectuales, y bien puede uno ahondar en el significado de lo que somos tanto desentrañando la obra sesuda de filósofos ignotos, como esbozando en un papel los colores del amanecer. O acaso solo contemplándolo. De una manera u otra, el ocio humanizador no tiene nada que ver con un centro comercial; sí con sintonizar nuestro temple espiritual con lo profundo, para lo cual, afortunadamente, no se necesita mucha sofisticación. Lo sabe bien esta profesora americana que tropezó con más sabiduría entre los desnudos muros de un monasterio, en sus escuálidos huertos, que entre académicos empeñados en exhibir sus galones desde la tarima. En segundo lugar, la defensa de la vida intelectual que propone parte de una realidad: y es que los ejercicios espirituales resultan ser un compendio de los valores humanos por excelencia, como la gratuidad, el servicio, el cariño, la persistencia o la libertad.
La línea argumental de Pensativos resplandece como el mediodía en verano. En efecto, si estamos desquiciados por lo útil, lo cuantitativo, el rédito, nada mejor que embarcarnos en la aventura intelectual, que nos descubre bienes altos -y nobles y bellos-; fines en sí, pues, no medios ni puntales para otra cosa. La ascesis nos cincela, quitando lo que nos sobra y poniéndonos sobre la pista de lo que nos falta.  Los clásicos dieron nombre a todo ese capital espiritual que se nos ha destinado y entendieron que necesitábamos del bien, la belleza y la verdad tanto como del agua. Puede que no apaguemos la sed con nada de lo que hallemos, pero en el camino que transitado para aproximarnos a esas fuentes espirituales tallamos lo que nos hace humanos, como muestra este libro con el ejemplo de novelas y anécdotas. 
El estudio -afirmaba Simone Weil- es valioso en cuanto sirve para entrenar nuestra atención. Lo mismo ocurre con el silencio, que ayuda a captar latidos cósmicos. La distracción -ese mal del alma del que hablaba Pascal-, las pantallas y el ruido en el que vivimos son síntomas de nuestra necesidad de auxilio. Este libro muestra los viajes siderales que nos estamos perdiendo con nuestra superficialidad. Comprender, pensar, observar, no son hábitos o costumbres que nos encierran en nosotros mismos, sino que, en su más alto grado de desarrollo, repercuten en nuestro encuentro con los demás. La sabiduría, enseñaba San Agustín, sirve para afinar el amor.
«Lo que quiero es comprender» escribió H. Arendt en sus diarios. Se trata de un deseo que debe concernirnos y sacudirnos, siempre que la cultura ambiental no lo impida. Para atizar la llama de ese anhelo, nada mejor que acompañarse en el viaje por Hitz y aprender de ella esos placeres ocultos que nos brinda el ejercicio de la inteligencia.




















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