martes, 31 de enero de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] El año de Cervantes. [Publicada el 15/12/2016]











Termina 2016 y con él las conmemoraciones del quinto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes. El pasado 23 de abril, coincidiendo con el aniversario de su muerte, publicaba en el blog la última entrada dedicada a la obra de Miguel de Cervantes subiendo al blog la segunda parte del Quijote. Entre el 4 de febrero de este año, que subí su novela La Galatea, y esa última fecha de abril, fui publicando bajo el título genérico de "Celebrando a Miguel de Cervantes", toda la obra poética, teatral y novelística de nuestro más insigne autor patrio. 
Ahora, a escasos días de terminar este año "Año de Cervantes", traigo hasta el blog un hermoso texto del escritor Antonio Muñoz Molina, titulado Diario de una vuelta a Cervantes. La escritura desatada, publicado en Revista de Libros, que no es sino una selección de fragmentos de un extenso diario de lectura en marcha formado por más de doscientas páginas de notas a mano escritas en diversos cuadernos.
  Antonio Muñoz Molina es escritor y miembro de la Real Academia Española. Colaborador habitual en la prensa escrita, su bibliografía es amplísima y en ella destacan novelas como El invierno en Lisboa, El jinete polaco, Plenilunio, Sefarad, La noche de los tiempos y Como la sombra que se va; ensayos como Pura alegría, El atrevimiento de mirar y Todo lo que era sólido; diarios como Ventanas de Manhattan y Días de diario; o colecciones de artículos como El Robinson urbano, La huerta del Edén, Unas gafas de Pla y La vida por delante. Su último libro es El faro de fin del Hudson (2015), una colección de textos breves sobre Nueva York, ciudad en la que ha vivido varios años y en la que fue director del Instituto Cervantes. Está casado con la también escritora Elvira Lindo.

Les dejo con:

Diario de una vuelta a Cervantes. La escritura desatada 
por 
Antonio Muñoz Molina

Imagino un libro sobre Cervantes y Don Quijote; una secuencia que sea un ensayo a la vez riguroso y fragmentario, con elementos de collage, porque las palabras mismas de Cervantes han de estar en él, de indagación imaginativa muy controlada por el respeto a lo que está escrito y a lo que no se sabe. El eje serían las lecturas que he ido haciendo a lo largo de los años, especialmente la primera, en Úbeda, cuando encontré un Don Quijote de Calleja junto a otros dos libros también editados hacia finales del XIX, aquel Orlando furioso con tapas como de ataúd y grabados que me provocaban pesadillas, y la Historia de un hombre contada por su esqueleto, de Manuel Fernández y González. En el Quijote salen muchos libros olvidados o rescatados, manuscritos sin firma, libros que alguien encuentra por azar. Está bien que yo descubriera así la novela, a los diez o los once años, en aquella casa grande en la que casi no había otros libros, pero sí corrales y camaranchones y abrevaderos para animales como en Don Quijote. Cervantinamente, el ejemplar mismo tiene ya una historia: el Orlando furioso tenía unos filos quemados. Mi abuelo Manuel los salvó del incendio de la biblioteca del cortijo en que era mulero, al principio de la guerra. Unos milicianos asaltaron el cortijo, degollaron a los animales, hicieron una gran hoguera con libros, muebles, cuadros, imágenes religiosas. Esos tres volúmenes cayeron un poco más lejos de la hoguera y mi abuelo pudo rescatarlos sin peligro.

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Cervantes está siempre apareciendo y desapareciendo en Don Quijote. Se nos presenta en el prólogo de la Primera Parte, mirándonos de frente, mirando al lector desocupado y singular al que se dirige en un tono de confianza. Nos mira a cada uno, igual que mira a cada espectador Velázquez en "Las Meninas", porque la contemplación y la lectura son experiencias solitarias. Velázquez tiene en las manos los instrumentos de su oficio: la paleta, el pincel. Es raro que se haya puesto para pintar esa ropa de gala. Cervantes se retrata con la pluma. El uno y el otro tienen en común la actitud de suspenso. Velázquez parece estar vislumbrando en la imaginación el cuadro que todavía no ha empezado a pintar, que es el que tenemos delante de los ojos. Cervantes no escribe. Está en ese momento en que uno espera la llegada de las primeras palabras de algo, las más difíciles de todas: Estando en suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete, y la mano en la mejilla, pensando lo que diría.
Al copiar la cita me doy cuenta de la inexactitud de mi recuerdo. Cervantes no tiene la pluma en la mano, sino en la oreja, como los carpinteros antiguos se ponían el lápiz. A veces se quedaban abstraídos y se rascaban con él. La pluma en la mano habría sido un gesto enfático, como de búsqueda de inspiración, como en un busto académico. Con la mano en la mejilla, el codo en el bufete y la pluma en la oreja, Cervantes es un artesano de la literatura que en mitad del trabajo se queda cavilando, no sobre el plinto de la gloria sino en un cuarto que imaginamos de poco lustre. Y entonces queremos saber también qué hay alrededor de esa figura en el autorretrato, cómo es la habitación donde está, si está ordenada o no, limpia o no, si hay polvo, papeles en el suelo, si el suelo es de tierra o de baldosas de barro, por dónde entra la luz si es de día. Si es de noche, habrá una vela y el desconocido en la habitación está en una penumbra de Georges de La Tour. Pero más allá de esa figura sentada sólo hay oscuridad, esa misma negrura translúcida que es el fondo de los retratos de Velázquez.

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Otras apariciones son más fugaces, más indirectas. El autor es un pasajero o un polizón en su propia obra. Surge y se pierde como una sombra ágil detrás de otros personajes, o ni siquiera eso, como un nombre en la portada de un libro, uno de esos libros escritos por desconocidos que apenas lee nadie cuando se publican y luego perduran con una inercia triste en rincones de bibliotecas y puestos de saldo. Don Quijote tiene entre sus libros numerosos el primero que Cervantes publicó, el único y olvidado en el tiempo en el que la novela se escribe, unos veinte años después. Del motivo por el que Don Quijote lo compró o de la opinión que tuviera sobre él, si lo había leído, no sabemos nada. Pero el Cura, que es un lector muy alerta, muy al día para vivir en una aldea, sí que ha leído La Galatea, y además resulta que conoce al autor, y hasta asegura que es amigo suyo: Muchos años ha que es grande amigo mío este Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos.
Pero el escrutinio de los libros continúa. Cervantes es ese nombre que surge al azar en una conversación y de inmediato se olvida, como su libro olvidado nada más publicarse, extraviado entre muchos otros, en la gran abundancia que por primera vez ha traído la imprenta. Por lo que dice el cura intuimos que La Galatea es uno de esas obras primeras que no pasan de tentativas y desaparecen sin que se cumpla la promesa que parecían contener: «tiene algo de buena invención, promete algo y no cumple nada; es menester esperar la segunda parte que promete; quizás con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega».

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Un grado más de presencia y desaparición. En la maleta con libros y papeles manuscritos que se guarda en la Venta, donde estaba la copia de La novela del Curioso Impertinente, el cura, siempre muy atento a la palabra escrita, encuentra lo que parece ser otra historia, pero tiene prisa y sólo se fija en el título. Es Rinconete y Cortadillo. Es verosímil que aparezca manuscrita porque cuando Cervantes trabajaba en la Primera Parte faltaban más de diez años para que el texto se imprimiera. El que ha hecho la copia que encuentra el cura no se molestó en copiar también el nombre, aunque es probable que ya no estuviera en el ejemplar que él copió. La novela se ha difundido manuscrita y anónima. La literatura es un mundo de obras copiadas a mano y leídas en voz alta para el recreo de un público en su mayoría analfabeto. Y esa maleta de lector la dejó en la venta un huésped de quien el ventero no recuerda nada, quién sabe si el propio Cervantes, en el curso de algunos de sus viajes, tantos años yendo y viniendo entre Andalucía y La Mancha, cargando en su equipaje las cosas que escribía sin mucha esperanza de llegar a publicarlas.

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Don Quijote es un catálogo de casi todas las formas posibles de contar y de representar. Historias personales rememoradas en voz alta, cuentos folclóricos, historias leídas en un manuscrito o en un libro, representadas en una danza alegórica, en un teatro de títeres, cantadas en romances, escenificadas con gran aparato barroco, a la moda de la época. Cada relato y cada variedad de narración permiten un grado distinto de conocimiento o de falsificación o fabulación de la experiencia vivida. Don Quijote viaja al mismo tiempo por los paisajes antiliterarios de la realidad y por la taxonomía de los géneros y los modos de la literatura. Igual que llega a una venta, como llegaría un viajero de hoy a una gasolinera o a un centro comercial, llega a una novela pastoril, o a una estilizada narración a la italiana de amantes ideales separados por el infortunio y reunidos por un milagro del azar. A la mirada sobre la realidad se yuxtaponen sin transición los arquetipos literarios que prescinden de ella, incluso los que en algún caso intentan representarla. La aventura de los galeotes incluye el encuentro de primera mano con la ficción picaresca: Ginés de Pasamonte, cargado de cadenas y condenado a galeras, se enorgullece ante Don Quijote de haber escrito la historia de su vida, asegurando que podrá competir con los únicos dos precedentes que se han publicado por entonces, el Lazarillo y Guzmán de Alfarache. Al poco de encontrarse a unos cabreros reales en las cercanías de Sierra Morena, Don Quijote y Sancho encuentran a personajes vestidos como en las ficciones pastoriles. Los cabreros de la realidad hablan ásperamente como tales. Cuando cenan disponen la comida sobre el mismo suelo, sobre pieles de cabra, y no usan vasos ni platos. Los pastores de la realidad cantan bastos romances acompañándose de instrumentos campesinos. Muy cerca de ellos, en el mismo paraje serrano, en un universo paralelo, los pastores literarios se expresan en sonetos y en octavas reales. El endecasílabo y el amor romántico son patrimonio de las clases superiores. En el contraste entre la vida real y los estereotipos lujosos de la literatura hay sarcasmo, y también autocrítica, mezclada con nostalgia por los ideales estéticos de la juventud. El mismo Cervantes era autor de una novela pastoril; él también ha participado en la retórica embellecedora de la literatura, que se queda desacreditada cuando se la contrasta o se la mide con el espectáculo sin gloria de lo real, que suele ser la vida del trabajo.

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Pero Cervantes también ama la literatura. Si no lo hiciera, no habría incluido tal vez La Galatea en la biblioteca de Don Quijote, ni habría permitido que el cura la salvara de la hoguera. Y desde luego no habría pasado toda su vida planeando una segunda parte, incluso al final, cuando estaba a punto de morir. Cervantes se educó en las abstracciones resplandecientes del Renacimiento italiano y no llegó nunca a desprenderse de ellas, ni tuvo la menor intención. Tal vez las amaba sobre todo porque formaban parte de la atmósfera vivificadora de su juventud, porque las había aprendido sobre todo cuando era joven en Italia. De aquella claridad, de aquella abundancia y dulzura, no se olvidó nunca, en la aspereza posterior de la vida española. Amaba a los héroes de Ariosto y de Tasso, a las parejas de amantes siempre jóvenes y ricos y de extremada belleza de las novelle italianas. El humanismo renacentista había celebrado las figuras ideales: el Príncipe, el Cortesano, la Mujer Musa. En las artes visuales, más aún en las del Manierismo en boga durante los años italianos de Cervantes, prevalecía una belleza genérica, que convertía en fórmula cortesana y eclesiástica la herencia vital de Rafael y Miguel Ángel. Bellas figuras alegóricas en escenarios más o menos clásicos, en paisajes ideales, en las nebulosidades de la Teología, según el código autoritario de Trento. Cristos, Vírgenes, santos, ángeles, paralizados en una beatitud de fe milagrera y pintura en serie; óleos para altares y para capillas de conventos, frescos para palacios nobiliarios, con gran aparato de mitologías. Los frescos relucían recién pintados en las iglesias magníficas que visitara el soldado Cervantes, ávido de mirarlo todo. Lo que él iba a hacer con la literatura lo hizo también un contemporáneo suyo que nació más tarde y murió mucho más joven que él, alguien también versado en las desdichas de la persecución, la marginalidad y las cárceles, de una manera mucho más truculenta: Michelangelo Merisi, Caravaggio. Es llamativo que recorrieran caminos semejantes, con unos años de diferencia. Nápoles, Sicilia, Roma, los espacios fronterizos del Mediterráneo oriental. Los dos huyeron de la justicia por matar a alguien en un duelo. El castigo para Cervantes habría sido que le cortaran la mano; el de Caravaggio, que lo decapitaran. Caravaggio estuvo preso en una cárcel de Malta y escapó descolgándose por un muro con una cuerda. La experiencia carcelaria de Cervantes fue más variada y más duradera. En Caravaggio hay una furia desgarrada, una insolencia de provocación erótica y crueldad física, de caída y castigo. El instrumento igual de afilado de Cervantes es la ironía, la curiosidad, el oído.

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Una transformación gradual sucede a lo largo de los capítulos en que Don Quijote y Sancho son huéspedes de los Duques y víctimas reiteradas de sus bromas. Cuanto más crueles y grotescas las bromas y más zafia la risa de los Duques y sus servidores, más dignos se vuelven Don Quijote y Sancho, víctimas sin culpa, bufones involuntarios, inmunes al escarnio, protegidos de él por su propia inocencia, por la parte de limpieza moral que de pronto irradia la locura doble en que viven: Don Quijote la de su caballería, Sancho la de su gobierno en la Ínsula.

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Es el verano de Cervantes, uno más, el más prolongado e intenso, en los veranos cervantinos de mi vida. En el calor y el agobio de principios de julio empecé a leer Don Quijote un poco por azar, porque tenía muy planeadas otras lecturas: volver a Bashevis Singer, leer completa, en sus más de mil páginas gozosas, la Vida de Samuel Johnson de Boswell. Una mañana, a deshoras, me encontré leyendo el Prólogo, en una de las ediciones que hay dispersas por la casa, una de Austral hecha por Alberto Blecua. Compacta, abarcable por las manos, sin notas. Me encontré leyendo sentado en la cama, por vicio, recién duchado y vestido, con una cierta prisa por llegar a una cita, con la desgana y el agobio de las obligaciones sociales. Tomé el libro impulsivamente y me puse a leer aun sabiendo que sólo disponía de unos pocos minutos, como el fumador que enciende el cigarro que deberá apagar al cabo de unas pocas caladas.
El dormitorio está en el piso de arriba. Los sonidos domésticos y las voces que lo reclaman a uno porque ya se retrasa suenan lejos. En la casa donde yo leí por primera vez Don Quijote también me gustaba esconderme lo más lejos y lo más alto y hondo que podía, en las anchas cámaras en que se almacenaba el trigo y donde en invierno se extendían para que se orearan los jamones recién salados y se guardaban las orzas de lomo en manteca, alimentos recios para el trabajo invernal en el campo. En la cámara que llamaban el Cuarto Grande se amontonaban las panochas de maíz y luego el suelo crujía bajo sus anchas hojas secas. En el piso más alto, encima del tejado, se almacenaba la paja que alimentaría a las bestias mezclándola en los pesebres con cebada. Al niño campesino y lector le sonaba muy familiar la pregunta de Babieca a Rocinante en el soneto burlesco: «¿Y qué es de la cebada y de la paja?»
El trigo tenía un brillo polvoriento de oro. Los colores de los granos de maíz eran extraordinarios: amarillo cremoso, rojo, morado. Las hojas secas de las panochas eran lisas y quebradizas como las del Quijote que yo leía. Al abrir sus páginas se desprendía de ellas un olor a polvo de trigo. Algo como polvo de trilla o como polen se quedaba en las yemas de los dedos cuando se pasaban las hojas.

El libro parecía un artefacto traído por algún Viajero en el Tiempo. Estaba impreso en un año remoto, imposible, un tiempo no de la realidad sino de la fantasía o de la literatura, casi tanto como la época misma en que sucedía la historia. Casa Editorial Calleja, decía, 1881.

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Otras veces he decidido de antemano la lectura. He planeado volver a Don Quijote y he escogido un tiempo propicio, casi siempre en verano, en agosto, con tiempo por delante, y sin la tensión de estar escribiendo yo un libro. He vuelto muchas veces a Don Quijote con la misma determinación con que planearía un viaje; no uno cualquiera, sino un viaje a una ciudad muy bien conocida y querida, en la que ya haya vivido, uno de los lugares que forman parte de la vida y a los que de un modo u otro no dejará nunca de volver.  El mejor camino para que algo no suceda es planearlo mucho. Al principio la lectura estuvo mezclada con obligaciones, tareas, otras lecturas, viajes. Poco a poco, sin que yo me diera mucha cuenta, el libro fue imponiendo su tiempo y su espacio, fue apartando a otros libros. Pero también fue ocupando mi imaginación, no sólo la imaginación lectora sino la inventiva, y desplazando mis propias fantasías narrativas. La imaginación tenía que volcarse entera no en lo que yo estaba en trance de inventar, sino en el ensueño mucho más poderoso del mundo de Cervantes. Las fuerzas que son necesarias para imaginar una novela son las mismas que exige la plenitud de lectura de otra obra de ficción. Por eso un novelista no se entrega de verdad a leer la novela de otro mientras está escribiendo la suya. Así que toda mi imaginación, la de lector y la de novelista, estoy volcándola en esta lectura de Don Quijote. «Me embriago de tinta como otros de vino», dice Flaubert en una carta. Después de pasarse los días escribiendo agotadoramente Madame Bovary, Flaubert escribía durante la noche cartas torrenciales y leía Don Quijote. Cada día me doy cuenta de alguna cosa más que he dejado de hacer, ebrio de tinta cervantina, entregado a la tarea, la embriaguez, la obsesión, la manía de leer Don Quijote y saber más de Cervantes. No leo ningún otro libro. No escucho música. No veo películas. Salgo de casa con fastidio, y estoy impaciente por volver para encontrarme con mis libros cervantinos, con mi pluma y con este cuaderno en el que copio citas y escribo sin propósito, dejándome llevar.

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«Después de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido»: Veinte años justos, cuando escribe estas palabras en el Prólogo al primer Don Quijote, en 1604. Y lo que se dispone a publicar, después de tanto silencio, es un librote del que ni él mismo puede decir qué es, a cuál de los géneros aceptados y previsibles pertenece. La Galatea no había tenido mucha repercusión, pero al menos se sabía lo que era, una novela en clave de pastores intelectuales, una égloga en prosa, una obra primeriza publicada a la tardía edad de treinta y seis años. Ni el mismo Cervantes conservaría un ejemplar, con la vida atribulada que llevó después, consumido por sus obligaciones y sus apuros de funcionario errante, tan perdido en ella como si hubiera renunciado a la literatura.
La gente desastrada y diversa con la que Cervantes se había mezclado en todos aquellos años acabará prodigándole los personajes que iban a poblar todo lo que él escribiera en ese libro sin precedente ni género
Pero justo en esos años en los que menos tiempo y sosiego tenía para escribir, y menos aún para presentarse a los otros como escritor, fue cuando pudo hacer acopio de todos los materiales que iban a alimentar su imaginación y su entrega recobrada a la literatura. Una de las cosas que necesita un escritor es la capacidad de aprender de la propia experiencia del mundo, que ha de ir aparejada con el hallazgo de una voz y de una forma. Hay quien llega muy pronto a ese conocimiento, y quien tarda casi toda su vida. Entre la vida verdadera que Cervantes había tenido hasta los treinta y seis años y el libro que publicó a esa edad, La Galatea, apenas podrían encontrarse conexiones, a no ser las muy cifradas de las alusiones personales. No hay necesidad de poner en juego la propia vida para escribir una literatura hecha primordialmente de referencias literarias. La literatura, para un contemporáneo de Cervantes, trata de la belleza, el misterio, el suspenso, el heroísmo. La vida común es demasiado mediocre y mezquina para ser usada como material de partida. Con los años, esos oros que deslumbran al aprendiz de escritor resultan ser poco más que papel dorado, espejismo y mentira; una mentira que ya no cumple su antiguo efecto de consuelo o narcótico porque ha perdido su capacidad de hechizar, o porque quien tanto la amaba ya no resulta hechizado. Entonces puede descubrir que el barro desdeñado de la realidad es un material muy valioso y muy dúctil. La gente desastrada, innumerable y diversa –y nada literaria– con la que Cervantes se había mezclado en todos aquellos años en los que estuvo más lejos de la literatura acabará prodigándole los personajes que iban a poblar todo lo que él escribiera en ese libro sin precedente ni género, el que prologaba ahora, recién terminado, a los cincuenta y siete años, una edad mucho más avanzada entonces que ahora, dispuesto a regresar del silencio, de la deportación del olvido.

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En el Prólogo, detrás de la ironía, de la vindicación de sí mismo, de las imprudentes puyas a Lope de Vega, se trasluce una inseguridad, no tanto sobre el valor como sobre la naturaleza literaria del libro. No lo llama novela porque él sabe mejor que nadie que la palabra novela significa otra cosa. ¿Cómo llamar a lo que no tiene nombre, por la simple razón de que hasta ahora no ha existido? Un escritor trabaja en el marco de un género. El género modela de antemano su imaginación; le suministra recursos, estrategias, límites. El escritor de talento casi siempre fuerza el marco del género; incluso puede hacerlo estallar desde dentro al someterlo a una presión expansiva que la forma aceptada no puede contener. No ocurre sólo en literatura: lo hace Miguel Ángel en el Juicio Final, Beethoven en la Novena Sinfonía, en la Gran Fuga, en las últimas Sonatas para piano.
Pero Cervantes, cuando se pone a escribir Don Quijote, no tiene ningún género al que someterse y del que sacar provecho, o contra el que rebelarse. Tiene el instinto de la parodia, muy arraigado en él, la lectura del Lazarillo y el Guzmán de Alfarache, y también la tradición popular y carnavalesca del escarnio, con su método riguroso de inversión de los valores, más grotescos que nunca en una sociedad obsesionada con el heroísmo militar, la ortodoxia católica, la limpieza de sangre.

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Con el mes de agosto llegó el silencio a la casa y al barrio, a la ciudad entera de la que casi todo el mundo se ha ido. El silencio de mi casa parece una prolongación del «maravilloso silencio» que a Cervantes debía de gustarle tanto, porque usa el mismo adjetivo varias veces. Es el silencio que reina en casa de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán. Influido por él, Stendhal imaginó un silencio así para Fabrice del Dongo en su cautiverio de La Cartuja de Parma: un silencio de contemplación y de retiro, la antítesis de los ruidos invasores del mundo; los peores de todos, los de la cárcel, «donde todo triste ruido hace su habitación».

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Mateo Alemán se marcha para siempre a las Indias llevando en su equipaje un ejemplar del Don Quijote de 1605. La nave parte de Cádiz el 12 de junio de 1608 y llega al puerto de San Juan de Ulía, en la Nueva España, el 19 de agosto. A pesar de las incomodidades de la navegación, la lectura sería un alivio para todo el tedio de una travesía tan larga. A la llegada, un oficial de la Inquisición registra el equipaje y se incauta del libro. Le pareció al comisario de Aduanas «ser romance que contiene materias profanas, fabulosas y fingidas».

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En 1939, recién hundidos los últimos frentes republicanos, un teniente muy joven, de diecisiete años, Eulalio Ferrer, cruza la frontera de Francia y es internado por los gendarmes en uno de aquellos infames campos de concentración para los soldados del ejército vencido. «Cuando entré al campo de Argelès-sur-Mer, un miliciano me ofreció un libro a cambio de una cajetilla de tabaco. Como yo no fumaba, se la cambié por el libro. Lo guardé en la mochila y entré al campo de concentración. Había que dormir sobre la arena y mi almohada era la mochila. Al día siguiente, al sacar el suéter que llevaba para abrigarme, porque hacía mucho frío, vi el libro, que era Don Quijote, en una edición de Calleja de 1912».

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En 1934 Thomas Mann viaja a Nueva York en un transatlántico, en un camarote de primera clase. Ya está exiliado de Alemania. Va leyendo Don Quijote, en una traducción que le gusta mucho, una edición en cuatro tomos pequeños, encuadernados en tela. A Mann lo decepciona que Don Quijote recupere el juicio antes de morir. En la cubierta de primera clase no hay otros viajeros.

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Hay una tarea muy necesaria pero muy difícil, quizás imposible: aceptar el hecho de que no sabemos cómo era la cara de Cervantes, negarnos a la inercia de imaginarlo con las facciones del retrato falso de Jáuregui o del otro, más inverosímil todavía, que está en la Real Academia. No sabemos cómo era. No tenemos más descripción que la muy burlesca que él mismo ofrece en el prólogo a las Novelas ejemplares. Pero las palabras jamás dan la menor idea sobre algo tan específico visualmente como un rostro humano. Y hay cosas definitivas que nos perdemos por no saber cómo era el de Cervantes. Cómo imaginaríamos a Lope si no conociéramos el suyo. En qué medida el retrato que le hizo Velázquez influye en nuestra manera de pensar sobre Góngora y de leer su poesía e imaginar su vida. Qué no daría uno por tener un retrato de Cervantes como los que hay de Montaigne: esa media sonrisa, esa mirada de inteligencia y desapego. Miguel de Cervantes, visualmente, es Don Nadie. El marco de su retrato está vacío, como esas hornacinas vacías en las que se hacía visible la ausencia de Buda, esas huellas de pisadas que lo representan a veces, esa silla en la que no está sentado nadie, ese parasol que no da sombra a nadie.
Algo sí sabemos, abruptamente, de un posible retrato verídico de Cervantes. En su vejez usaba gafas. En una carta de Lope de Vega atisbamos por unos instantes la intimidad de una velada literaria en Madrid, en 1604. Lope va a leer en alto un poema y comprueba que no ha traído sus «antojos». Es Cervantes, sentado junto a él, quien le presta los suyos. Y parece que, tratándose de Cervantes, Lope no puede evitar el sarcasmo. Se burla de los anteojos desastrosos, deformes, «como dos huevos fritos». Quizá habría que aprovechar el próximo centenario para añadirle gafas a todos los bustos de Cervantes.

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El preso alto y flaco de Faulkner en Wild Palms, el preso bajo y gordo. Ninguno de los dos tiene otro nombre. Su anonimato es un rasgo de su pasividad forzosa y aceptada hacia el mundo, Quijote y Sancho que deambulan sin moverse, arrastrados por una barca sin remos en mitad de la gran llanura de agua de la inundación del Misisipí en 1927. Las dos figuras resaltan contra el horizonte liso de un río inmenso devenido ahora en océano. Por el mismo río ya había navegado otra pareja quijotesca, Huck Finn y Jim, el esclavo fugitivo. Huck se cubre en algún momento con un sombrero de paja que parece, nos dice Twain, un yelmo de Mambrino: roto, con un hueco ancho como una mordedura en la parte delantera del ala.
El preso alto de Faulkner cumple una condena de quince años porque se dejó enloquecer por la lectura, no de novelas de caballerías, sino por las novelas y las revistas baratas de atracos y crímenes, las pulp fictions con portadas truculentas y páginas mal impresas que se vendían en todos los quioscos. También él quiso dar el salto de la lectura delirante a la acción, cruzar la frontera entre las palabras escritas y la realidad a que parecían referirse. Compró por correspondencia un antifaz de forajido y una pistola de juguete que se anunciaban en una de aquellas revistas. Su primer atraco inepto acabó rápidamente en la detención y la condena. Más de tres siglos después de Don Quijote, el preso alto es otra víctima de los malentendidos de la ficción y de la palabra impresa.

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En el final desastroso de su primera salida, cuando un labriego conocido suyo que lo ha encontrado maltratado en el campo lo trae de vuelta a su aldea, atravesado como un fardo sobre el lomo de un asno, dice Don Quijote: «Yo sé quién soy».
En la Segunda Parte, en Barcelona, en casa de don Antonio Moreno, donde le muestran como una milagrosa curiosidad una cabeza de bronce que responde en voz alta cuando se le pregunta algo al oído, uno de los caballeros ceremoniosos y burlones que agasajan a Don Quijote pregunta a la cabeza encantada: «¿Quién soy yo?» Y la voz que murmura en los labios entreabiertos de la cabeza hueca le dice: «Tú lo sabes».

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La imaginación de Cervantes siempre es narrativa y conversadora. A diferencia de Mateo Alemán, de quien sin duda aprendió tanto, no accede nunca a la disquisición ni a la prédica. Personajes, peripecias, lugares, conversaciones, ocupan la mayor parte del relato, en un flujo permanente de novedad. Los personajes actúan en la historia y a la vez cuentan otras historias. Los relatos nunca suceden en el vacío, en la neutralidad de lo que pareciera estar desarrollándose por sí solo. Alguien bien identificado cuenta en voz alta, alguien escucha. Don Quijote está escrito en tercera persona, pero el punto de vista es el de ese narrador que se ha identificado en primera ante nosotros y nos ha interpelado solicitando nuestra atención. La tercera persona no es esa voz más bien teológica que cuenta desde un lugar invisible, con una omnisciencia ajena a la duda y a la incertidumbre. La tercera persona de muchas novelas es tan inescrutable como la de la Santísima Trinidad. La de Don Quijote es Cervantes mismo, que ya lo avisa en el prólogo. Es él quien dice haber investigado «en los archivos de La Mancha»; él es quien se queda sin saber cómo sigue la historia justo en el momento de máxima tensión, cuando Don Quijote y el Vizcaíno alzan las espadas, como esas películas que se quedaban paralizadas en un fotograma en los cines antiguos. El público protesta en la sala. El proyeccionista sale al escenario para acallar el escándalo y pedir excusas. El director de escena o el actor principal se disculpan ante los espectadores de la comedia interrumpida diciendo que el texto de la obra se les ha extraviado y no saben cómo sigue.
Detenida la acción, es el narrador quien ocupa el primer plano, mientras al fondo los dos combatientes se mantienen inmóviles a caballo, con las espadas en alto, y junto a ellos, como hechizados, los demás personajes de la escena: las damas en su coche, las mulas que tiran de él, los frailes.

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Hay un corte, un salto en el espacio y en el tiempo. Ahora no estamos en La Mancha, ni en el pasado, sino en un barrio de Toledo, el Alcaná. El tiempo ha dado un salto hacia adelante, hacia un presente que todavía no podría estar escrito. Las historias nunca están garantizadas, no pueden darse por supuestas. A veces se interrumpen porque se ha perdido parte del manuscrito, o porque faltan fuentes documentales, o porque le ha pasado algo a quien las estaba contando. Toda continuidad pende de un hilo. Cervantes juega aquí la burla del manuscrito encontrado y el narrador apócrifo, habituales en los libros de caballerías, pero le da la vuelta, y va un paso más allá. El lugar común es socavado por la parodia, pero también celebrado por ella. En la burla de Cervantes no está la censura antipática del puritanismo, sino, en el fondo, la condescendencia de un amor por los arquetipos de los géneros. Se recrea en la patraña antigua del manuscrito perdido y encontrado, pero le da una encarnadura de precisión y de verdad, la gloria novelesca de lo específico: el deambular por la calle, la tienda del sedero, el muchacho que llega a vender los cartapacios escritos en árabe. La escena, como tantas veces en Cervantes, es un atisbo hacia el interior de otro tiempo, y se filtra a nuestra imaginación como a través de esa ranura mínima que permite una visión detallada y luminosa en la concavidad de una cámara oscura: es otra España, negociante y mudéjar, de gente que compra y vende cosas, que viste de maneras diversas y habla en castellano y en árabe. Hasta es posible que, si se pone oído, se pueda escuchar a alguien que habla en hebreo, aunque Cervantes elude cautelosamente el nombre: «otra lengua mejor y más antigua». Porque la ciudad donde sucede el hallazgo es precisamente Toledo, y no otra, en los años anteriores a la expulsión de los moriscos.

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El espacio del pensamiento es la conversación, casi nunca el soliloquio. La forma que prefiere Cervantes, la que le brota con naturalidad, es el contrapunto. El prólogo a la primera parte ya es una invitación a la charla. El lector es interpelado desde la primera línea. Y muy pronto la cavilación solitaria del escritor se convierte en diálogo cuando entra su amigo «gracioso y avisado» en la habitación.
Está, desde luego, el juego de las dos voces principales que atraviesa toda la novela, pero en torno a ese hilo hay muchas más conversaciones, igual que las hay en las Novelas ejemplares. La amistad inmediata de Rinconete y Cortadillo desemboca en una conversación en la que cada uno le cuenta al otro su vida. El monólogo receloso y misántropo de los narradores de la picaresca se transmuta en Cervantes en conversaciones dilatadas y sabrosas. Cipión y Berganza aprovechan el prodigio de poder hablar para pasarse la noche entera conversando, dispuestos a no desperdiciar ni un minuto de ese regalo. El escrutinio de los libros es un episodio de crítica literaria narrada y conversada. Mientras Don Quijote va encerrado en su jaula, en el carro de bueyes donde cree que lo llevan hechizado, cerca de él caminan y conversan durante páginas y páginas el cura y el canónigo de Toledo, apasionados discutidores sobre literatura que acaban de conocerse en el azar del camino. Conversando es como los personajes se revelan a sí mismos y los unos a los otros, sin que haga falta la intervención explicativa del narrador. Cuanto más seguro va estando Cervantes de sus facultades como escritor y más profundo es su conocimiento de los personajes, más largas y más sustanciosas y sin orden se van volviendo las conversaciones entre ellos. La gran explosión creativa del Don Quijote de 1615 se hace visible en la secuencia prodigiosa de conversaciones en los primeros capítulos: Don Quijote y Sancho, Sansón Carrasco y el Cura y el Barbero, culminando en el despliegue magnífico de comicidad en la conversación entre Sancho y su mujer. En esos capítulos, el arte de la novela abre el camino de una naturalidad que ha de culminar en el fluir plano de La educación sentimental. Todas las huellas del artificio se han borrado. No hay flecha narrativa, no hay tensión, no hay énfasis. La prosa discurre como la vida misma, «como las aguas mesmas de la vida», en las palabras de Santa Teresa. La vida de todos los días es esa escritura sin aspavientos. Eso no lo había captado nunca la literatura, igual que las cámaras fotográficas primitivas no eran capaces de captar imágenes que se movieran.

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Conversación a cuatro voces: polifonía en una noche oscura. Don Quijote conversa con el Caballero de la Blanca Luna; Sancho conversa y come y bebe vino de la bota opulenta del otro escudero. Los cuatro hablan en la oscuridad, en un bosque, dos y dos, alto y bajo, solemnidad y burla, picaresca y libro de caballerías, romance y novela.

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No hay personaje, por episódico que sea, que no tenga una identidad precisa, que lo salva en una o dos líneas del estereotipo y de lo genérico. El Ventero es «andaluz, de los de la playa de Sanlúcar». Las dos mozas «del partido» no se describen, más allá de la circunstancia de que van de viaje con unos arrieros, camino de Sevilla. Hemos escuchado su risa, que encoleriza a Don Quijote. Luego ayudan en la parodia de armarlo caballero, y de nuevo la risa es lo único que las define. Tienen que contenerse para no reventar de risa. Sólo un poco antes de desaparecer de la historia se perfilan ante nosotros. Cada una de ellas tiene un nombre, un origen, una familia. No son figuras de extras que cruzan al fondo. «Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón de Toledo, que vivía en las Tendillas de Sancho Bienhaya». La otra se llama la Molinera: «Era hija de un honrado molinero de Antequera». Lo concreto sigue existiendo más allá del encuadre de la narración, y aunque parezca superfluo está bien consignarlo. Cuando aparecen unos viajeros como una caravana oriental por el camino polvoriento, el lujo de los detalles cobra un valor de historia verdadera: «un gran tropel de gente que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que iban a Murcia a comprar seda».¿Después se supo? ¿Quién se molestó en averiguarlo?

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Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt










1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

Excelente aportación...

Gracias