Desde que tuve la edad y el raciocinio suficientes para comprender el alcance de su significado, sus implicaciones y, sobre todo, la irremediabilidad de sus consecuencias, la pena de muerte me ha parecido una monstruosidad jurídica. Una de las muchas razones que me hacen sentirme orgulloso de mi condición de ciudadano europeo es la abolición constitucional de la misma en todos los Estados de la Unión.
También tengo razones personales para odiar esa lacra histórica de la humanidad aun vigente en la mayoría de los Estados del mundo. Por partida doble: Un tío abuelo mío, Amós Acero, diputado socialista en las Cortes republicanas y alcalde del Puente de Vallecas madrileño entre 1931 y 1939, fue fusilado por el régimen franquista nada más concluida la guerra civil. Sú único delito probado en el consejo de guerra que le condenó fue el de haber sido alcalde y militante destacado del partido socialista. En el bando "contrario", mi padre, teniente de la guardia civil, a finales de los años 40, en Málaga, tuvo que mandar el pelotón que ejecutó a uno de los maquis que deambulaban por la Serranía de Ronda.
Del primer hecho se habló siempre con orgullo en el seno de mi familia materna, especialmente por mi madre, para quién Amós Acero fue siempre su tío más querido y admirado. Del segundo no se hablaba nunca, o en contadas ocasiones, y nunca por mi padre. Como en tantas otras cosas, fue mi madre, una extraordinaria fuente de historia oral, quien aludió alguna vez al hecho, y solo para comentar las pesadillas que sufrió mi padre durante meses.
No soy muy sentimental. No creo en la justicia ni en esa burda consideración de que el sistema penal pretende la rehabilitación social del delincuente. Eso es una falacia. El sistema penal lo único que pretende es castigar. Y hasta eso lo hace mal. Pero la pena de muerte nos retrotrae a la prehistoria, al ojo por ojo y diente por diente, y sobre todo es ineficaz, porque asesinando al delincuente ni siquiera hay castigo.Ignoro por que extraños mecanismos mentales me ha producido tanto malestar y desasosiego el reportaje que el pasado día 8 publicaba el diario El País, firmado por el profesor de la Universidad Politécnica de Valencia, Vicente Torres, y la entrevista que el diario hace al mismo sobre la ejecución en dicha ciudad, ese mismo día de 1972, de un soldado de 21 años, Pedro Martínez Expósito, acusado y condenado por el robo y asesinato de dos mujeres.
Al leer el periódico recordé que en su momento me había impresionado aquella ejecución por el hecho de que el ajusticiado tenía el mismo nombre y apellidos de un antiguo compañero mío de colegio, aunque sabía que no podía ser él por simples razones de edad.
En ese reportaje, el ahora profesor universitario, y en aquellos momentos soldado haciendo el servicio militar en un acuartelamiento de Valencia con el rango de cabo segundo, relata en primera persona su participación en la ejecución de Pedro Martínez Expósito como miembro del pelotón de ejecución que llevó a cabo el fusilamiento del mismo, con toda la horrenda parafernalia que el hecho mismo de la ejecución de un militar implicaba. No me ha gustado, quizá por su distanciamiento emocional; no lo sé, pero me ha dejado un regusto amargo. En la entrevista, el profesor Torres se muestra más emotivo, más humano, más cercano, más intimista. Quizá sea por la habilidad del entrevistador. Reitero que no acabo de "procesar" el mecanismo de mi mente por el que el reportaje me ha producido ese malestar. Y, sinceramente, me duele reconocerlo.
Sean felices, por favor, a pesar de la justicia que padecemos. Tamaragua, amigos. HArendt
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