No existen procesos políticos ejemplares, pues el ser humano es imperfecto y el azar siempre interfiere en los planes de la razón, produciendo turbulencias, malentendidos y errores, escribe el profesor de filosofía y crítico literario Rafael Narbona, refiriéndose a los sucesos que ocurrieron en los últimos días de enero de 1977 en Madrid, que pusieron en jaque la transición española a la democracia. Sin embargo, añade, hay cambios históricos que merecen ser elogiados por su contribución al bienestar general.
Podemos citar como ejemplos el fin del apartheid en Sudáfrica, la caída del Muro de Berlín, la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial o la Transición española. Desde la crisis de 2008, la Transición ha sufrido un descrédito inmerecido. El populismo de izquierda elaboró un nuevo relato que explicaba el paso de la dictadura al actual Estado de Derecho como una operación de maquillaje del franquismo. Ese planteamiento apareció acompañado por la recuperación de las viejas ideologías que –presuntamente‒ podrían ofrecer una alternativa al sistema capitalista, demonizado hasta lo grotesco. Se rehabilitó el marxismo-leninismo, el anarquismo y, en algunos casos, el estalinismo. Afortunadamente, nadie –al menos que yo sepa‒ agitó la bandera del maoísmo, si bien se alzaron algunas voces en defensa de Corea del Norte, celebrando las excelencias del «socialismo autosuficiente y creativo» de Kim Jong-un. Parece que ese discurso disparatado se ha desinflado notablemente, pero el separatismo regionalista ha aprovechado su fuerza para movilizar a las víctimas de la crisis económica, prometiéndoles el paraíso en el marco de pequeños Estados independientes. De momento, ha copiado las técnicas del populismo izquierdista, promoviendo la insurgencia callejera. Al mismo tiempo, ha surgido un populismo de derechas que habla de Reconquista con una retórica de cartón piedra. En este escenario, el centro político, liberal y reformista, se revela más necesario que nunca, pero en un tiempo de estériles radicalismos casi nadie se atreve a invocar la moderación, la prudencia y el diálogo, las grandes virtudes de la Transición. Un espíritu conciliador, hoy inexistente, podría atemperar el debate político, ahorrándonos los malos modos de algunos parlamentarios, sin otra fuente de inspiración que el lodo, el ruido y la furia de las redes sociales.
Podemos citar como ejemplos el fin del apartheid en Sudáfrica, la caída del Muro de Berlín, la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial o la Transición española. Desde la crisis de 2008, la Transición ha sufrido un descrédito inmerecido. El populismo de izquierda elaboró un nuevo relato que explicaba el paso de la dictadura al actual Estado de Derecho como una operación de maquillaje del franquismo. Ese planteamiento apareció acompañado por la recuperación de las viejas ideologías que –presuntamente‒ podrían ofrecer una alternativa al sistema capitalista, demonizado hasta lo grotesco. Se rehabilitó el marxismo-leninismo, el anarquismo y, en algunos casos, el estalinismo. Afortunadamente, nadie –al menos que yo sepa‒ agitó la bandera del maoísmo, si bien se alzaron algunas voces en defensa de Corea del Norte, celebrando las excelencias del «socialismo autosuficiente y creativo» de Kim Jong-un. Parece que ese discurso disparatado se ha desinflado notablemente, pero el separatismo regionalista ha aprovechado su fuerza para movilizar a las víctimas de la crisis económica, prometiéndoles el paraíso en el marco de pequeños Estados independientes. De momento, ha copiado las técnicas del populismo izquierdista, promoviendo la insurgencia callejera. Al mismo tiempo, ha surgido un populismo de derechas que habla de Reconquista con una retórica de cartón piedra. En este escenario, el centro político, liberal y reformista, se revela más necesario que nunca, pero en un tiempo de estériles radicalismos casi nadie se atreve a invocar la moderación, la prudencia y el diálogo, las grandes virtudes de la Transición. Un espíritu conciliador, hoy inexistente, podría atemperar el debate político, ahorrándonos los malos modos de algunos parlamentarios, sin otra fuente de inspiración que el lodo, el ruido y la furia de las redes sociales.
De las películas que intentaron reflejar los acontecimientos políticos de la Transición, recuerdo dos con especial aprecio: ¡Arriba Hazaña! (José María Gutiérrez Santos, 1978) y Siete días de enero (Juan Antonio Bardem, 1979). ¡Arriba Hazaña! emplea un internado religioso como metáfora de lo que estaba sucediendo en la sociedad española. Los curas más viejos se oponen a cualquier cambio, los jóvenes se muestran partidarios de introducir reformas y los alumnos oscilan entre el pacto y la ruptura revolucionaria. La interpretación de Fernando Fernán Gómez es memorable, encarnando a un sacerdote que ha servido en la Legión durante la Guerra Civil. ¿Quizá se pretendía lanzar un guiño al espectador, aludiendo al papel del actor en Balarrasa, la película de 1951 dirigida por José Antonio Nieves Conde, en la que Fernán Gómez interpretaba al capitán Mendoza, un legionario que ingresaba en un seminario para ordenarse sacerdote? Héctor Alterio también realiza una brillante interpretación como director del internado. Desbordado por los crecientes altercados, Alterio da palos de ciego para mantener el orden. Su impotencia e inseguridad muestra la carga soportada por los políticos que temían pronunciarse en un ambiente de máxima crispación. José Sacristán asume con solvencia el papel de cura reformista con un talante que recuerda a Adolfo Suárez. Los alumnos que rechazan su oferta de diálogo, cabecillas de la oposición surgida contra las rígidas normas del internado, manifiestan su desacuerdo con nuevos actos de sabotaje, pero sus compañeros no les siguen en su deriva hacia ninguna parte. Es evidente que la actitud de esa minoría descontenta se corresponde con el terrorismo de ETA y los GRAPO, dos siglas que han escrito los episodios más negros de nuestra historia reciente, intentando dinamitar la convivencia democrática en nombre la revolución socialista y la independencia de los pueblos. En 2020, HBO estrenará una serie de ocho capítulos basada en Patria, la magistral novela de Fernando Aramburu. Desconozco los planes literarios de Aramburu, pero sería fantástico que se animara a escribir una trilogía, recreando los orígenes de ETA y mostrando las secuelas de la violencia en la memoria colectiva.
Siete días de enero recrea la semana más trágica de la Transición. Con un estilo neorrealista y testimonial, Bardem combina ficción y realidad para reproducir el clima de tensión creado por una cascada de catástrofes: el secuestro de Antonio Oriol y el teniente general Emilio Villaescusa, el asesinato del estudiante Arturo Ruiz, la muerte de la universitaria María Luz Nájera y la matanza de Atocha. Oriol y Villaescusa fueron secuestrados por los GRAPO. Arturo Ruiz cayó bajo las balas de la ultraderecha. María Luz Nájera perdió la vida cuando un bote de humo de la policía impactó en su cara. La matanza de Atocha –cinco muertos y cuatro heridos graves‒ se produjo el 24 de enero de 1977. El 4 de octubre del año anterior, ETA había asesinado Juan María Araluce Villar, presidente de la Diputación de Guipúzcoa, ametrallado por un comando que también acabó con la vida de su chófer y sus tres escoltas. Las fuerzas que luchaban contra la Transición hicieron todo lo posible para propagar el caos y evitar que se celebraran las primeras elecciones democráticas. La película de Bardem emplea imágenes de la época para acentuar la credibilidad, logrando un perfecto encaje entre lo cinematográfico y lo documental. José Manuel Cervino interpreta magistralmente a uno de los pistoleros ultraderechistas que dispararon contra los abogados de Atocha. La película produce desasosiego y malestar. No está de más recordar esos días de sangre, frustración y esperanza en una época de revisionismo histórico que falsea la verdad.
La Transición triunfó sobre sus enemigos. No fue el preámbulo del régimen de 1978, sino una valiente y difícil apertura que hizo posible una sociedad libre, plural y democrática, con elecciones, pluripartidismo, derechos, libertades, separación de poderes y avances sociales. No fue una maniobra perfecta que abrió las puertas a la utopía, sino un ejercicio de precisión que hizo posible un escenario donde las diferencias podrían resolverse al fin pacíficamente. No significó el fin de los problemas económicos y sociales, pero sí el descrédito de la violencia como arma política. Las necesarias críticas al régimen de Franco no deben desfigurar nuestro pasado. El cine político debe aspirar a la objetividad. De momento, no se ha cumplido esta exigencia. Las películas de las últimas décadas no se cansan de exaltar a la izquierda revolucionaria de los años treinta, omitiendo sistemáticamente que la Revolución de Asturias no fue una gesta épica, sino un golpe de Estado organizado por el PSOE con la colaboración de la CNT. Salvador de Madariaga, notable antifranquista, escribió en 1979: «El alzamiento de 1934 es imperdonable. [...] El argumento de que José María Gil-Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la vez hipócrita y falso. […] Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936» (España. Ensayo de historia contemporánea). También se silencia que la represión republicana no fue obra de «incontrolados», sino una estrategia de guerra respaldada por los sucesivos gobiernos, como ha demostrado Julius Ruiz en El terror rojo (2012) y en Paracuellos, una verdad incómoda (2015).
Ruiz sostiene que Santiago Carrillo se limitó a cumplir las órdenes de la Junta de Defensa y el Gobierno, organizando con su íntimo amigo Segundo Serrano Poncela, delegado de Orden Público, la matanza de Paracuellos, perpetrada con el pretexto de aniquilar a una quinta columna inexistente. Los supuestos traslados o evacuaciones que finalizaron con fusilamientos en masa contaron con el apoyo de Manuel Muñoz (director general de Seguridad), Ángel Galarza (ministro de Gobernación), Juan García Oliver (ministro de Justica) e incluso Francisco Largo Caballero (presidente del Gobierno). Dentro de esta estrategia represiva, hay que mencionar los campos de trabajos forzosos. En abril de 1937 se abre el primero en Totana (Murcia). No fue creado por las autoridades franquistas, sino por las republicanas, y no se distinguió por su carácter humanitario. Según Julius Ruiz, se ejecutaba sumariamente a quienes se negaban a trabajar por estar demasiado enfermos o hambrientos. Corrían la misma suerte los compañeros de brigada de los presos fugados para desanimar a posibles fugitivos. A la entrada del campo había un cartel con la siguiente consigna: «Trabaja, y no pierdas la esperanza». Juan Negrín, presidente de Gobierno, aprobaba esta política represiva, pues creía que no había otra forma de ganar la guerra.
La Transición pudo fracasar. En aquellos siete días de enero de 1977 se tambaleó la reforma política que condujo a la democracia, pero, afortunadamente, la crisis se superó, permitiendo que en junio se celebraran las primeras elecciones generales. Después vendrían el 23-F y los años de plomo de ETA y los GRAPO. La democracia volvió a imponerse, no sin grandes dosis de sufrimiento, pero el cine aún no nos ha proporcionado obras a la altura de los acontecimientos. Espero que las películas de las próximas décadas sean justas con la Transición, pues –como señaló Felipe VI ante el Parlamento con motivo del cuadragésimo aniversario de la Constitución de 1978‒ «en el espíritu, en los valores y en los ideales que inspiró este período de nuestra historia se encuentra la mejor España».
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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