domingo, 29 de enero de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Mitos y realidades de la Revolución Cultural. [Publicada el 23/11/2016]










Por algún recóndito lugar de mi inextricable biblioteca familiar, repartida por las casas de mis hijas, un trastero alquilado y la mía propia, debe estar un ejemplar del Libro Rojo de Mao, una edición en español publicada en Francia que me llegó vía una amiga de entonces. Sinceramente, lo único que recuerdo de él es el color. Lo intente leer -locuras de juventud, sin duda- pero no creo que lo terminara. En todo caso lo que leí me resultó casi tan ininteligible como el Finnegans Wake de James Joyce. 
El Libro Rojo de Mao (en chino tradicional: 毛主席語錄), también conocido como el Pequeño Libro Rojo, fue un libro publicado en abril de 1964 por el gobierno de la República Popular China en el que se recogían citas y discursos pronunciados por Mao Zedong, que en aquel momento era el presidente del Partido Comunista de China. Se estima que desde su publicación se han impreso más de 900 millones de ejemplares por lo que sería el segundo libro más publicado de la historia, sólo superado por la Biblia, lo que indica la cantidad de gilipollas, iletrados y pirados que andan sueltos por el mundo. Y no lo digo por la Biblia, un libro que, a pesar de no ser creyente, me parece fascinante, pero del que hoy no toca hablar.
La Revolución Cultural, de la que el Libro Rojo era su catecismo, permitió a Mao recuperar el poder político, del que había sido apartado tras el fracaso del Gran Salto Adelante. Esta lucha por el poder daría lugar a una situación de caos y conmoción política que estuvo acompañada de numerosos episodios de violencia, en su mayoría protagonizados por los Guardias rojos, grupos de jóvenes, apenas adolescentes en muchos casos, que, organizados en comités revolucionarios, atacaban a todos aquellos que habían sido acusados de deslealtad política al régimen y a la figura y el pensamiento de Mao Zedong. La cuestión de cómo una lucha por el poder alcanzó niveles tan altos de violencia y desorden social ha intrigado a los historiadores y a los expertos en psicología de masas, y han sido numerosos los estudios académicos publicados en China y en el extranjero sobre este periodo de la historia reciente de China, que han intentado ofrecer explicaciones sobre las causas de los sucesos de aquellos años.
A poner un poco de orden, claridad y verdad ante tanta palabrería como la Revolución Cultural de Mao ha generado, contribuyen dos recientes publicaciones en inglés: The Cultural Revolution. A People’s History 1962-1976, de Frank Dikötter (Nueva York, Bloomsbury Press, 2016), y The Cowshed. Memories of the Chinese Cultural Revolution, de Ji Xianlin (Nueva York, The New York Review of Books, 2016), que el sociólogo español Julio Aramberri, profundo conocedor de China, en la que ha sido profesor en varias de sus universidades más prestigiosas, reseña críticamente en un artículo del número de octubre de Revista de Libros titulado La Revolución Cultural: lo que se dijo, y lo que fue, que pueden descargar en el enlace anterior o leer directamente en esta entrada. Bastante más extensa de lo habitual, les aseguro que merece la pena leerla. Disfrútenla.
Es difícil calcular los daños económicos causados a China por la Revolución Cultural y, en general, por los años de dictadura maoísta, dice al comienzo de su artículo el profesor Aramberri. Más aún lo es hacerse una idea cabal del número de muertes precoces y de vidas rotas. Con base en este libro de Frank Dikötter y en otros a los que también recurriré, resulta posible conjeturar que entre muertos por violencia o en hambrunas, presos políticos, ciudadanos represaliados, cuadros enviados a campos de reeducación y residentes urbanos deportados, de cincuenta a ochenta millones de chinos –entre el 7% y el 10% de la población de aquellos años– sufrieron directamente los estragos de la era Mao. Si a ellos sumamos sus familiares y allegados, la proporción se dispara. La historia reciente de China había sido aterradora –atraso económico e intelectual, continuas derrotas en conflictos internacionales, guerras civiles, ocupación colonial–, pero no mejoró a partir del triunfo comunista en 1949. Pese a las expectativas de los chinos que le brindaron su apoyo o se limitaron a aceptarla sin rechistar, la revolución maoísta fue un gran desastre para la mayoría.
No cabe esperar una respuesta de las fuentes oficiales. señala. Con una resolución adoptada en 19811, el Partido Comunista Chino dio por cerrado el asunto, aunque posteriormente ha aparecido mucha y nueva documentación. Es un silencio lógico. El retrato de Mao saluda a los visitantes en la entrada de la Ciudad Prohibida y su efigie aparece en todos los billetes de banco. El Partido Comunista Chino no puede separarse de él sin renunciar a su propia legitimidad de origen y, al tiempo, para mantenerse en el poder, necesita hacer justamente lo contrario de cuanto el Gran Timonel persiguió durante su vida política.
Si los dirigentes chinos creen que pueden mantener a sus súbditos ayunos de información y debates sobre esta cuestión decisiva de su historia, se equivocan, dice más adelante. Hay ya un amplio repertorio historiográfico cuyas conclusiones no pueden desecharse. Si los dirigentes esperan que la pregunta se diluya a medida que vayan desapareciendo quienes vivieron aquellos años, yerran aún más.
Las memorias de Ji Xianlin y de otros no pueden esconderse, continúa diciendo. Por su parte, el libro de Frank Dikötter, aparecido justamente al filo del cincuentenario de la Revolución Cultural, desmiente con nuevos datos y argumentos las falacias de la resolución de 1981. De una u otra forma, esos trabajos llegarán al público chino, que en algún momento, le resulte grato o no, tendrá que ajustar las cuentas con su propio pasado para vivir en una sociedad decente.
¿Se acordaba alguien de Hai Rui en 1965?, comenta poco después. Los libros de historia de la dinastía Ming (1368-1644) lo habían ensalzado como un funcionario modelo, de estrictas convicciones neoconfucianas y muy quisquilloso en el manejo del dinero público, lo que le había granjeado gran simpatía popular, a la par que numerosos enemigos entre sus colegas menos chinches. En 1565, desde su puesto en el ministerio de Rentas, Hai Rui envió al emperador Jiajing un memorando para reprocharle el abandono de sus deberes, sus dispendios y los graves males que por su causa iban a caer sobre la patria, una temeridad por la que, naturalmente, fue condenado a muerte. Para su fortuna, el Hijo del Cielo desapareció de entre los vivos antes de su ejecución y Longqing, el nuevo emperador, lo rehabilitó al poco. El susto, sin embargo, no redujo su rigor moral, pues pronto, dada su escasa tolerancia hacia los desmanes de algunos terratenientes, fue castigado de nuevo, ahora con el destierro a su tierra natal de Hainan y allí pasó los quince años siguientes, entre el fervor popular y el desfavor soberano. A emperador muerto, emperador puesto, y Wanli, el nuevo Hijo del Cielo, lo sacó del olvido y lo nombró censor en jefe en su capital, Nanjing. No iba a disfrutar de la nueva sinecura mucho tiempo, porque allí falleció Hai Rui en 1587, sólo un año después de su segunda iteración. Más allá de su incierta fama de espejo de funcionarios, a los chinos de la década de los sesenta del siglo pasado, mayormente azacaneados por el ascetismo forzoso de una frugal subsistencia, pocas cosas podían interesarles menos que la vida y andanzas de Hai Rui.
Había algunas excepciones, continúa diciendo. Wu Han, que unía a su cargo de vicealcalde de la municipalidad de Pekín una condición de historiador profesional y otra de vate ocasional, le había dedicado en 1961 una ópera, al parecer no especialmente inspirada (Hai Rui desposeído de su cargo), que años más tarde, inopinadamente, habría de convertirse en el detonante de la Gran Revolución Cultural Proletaria en la que Mao Zedong engolfó a China hace medio siglo.
Pese a una dura competencia (Hitler, Stalin, los Castro, Pol Pot, la dinastía Kim de Corea del Norte), recalca, Mao ha sido seguramente el mayor asesino del siglo XX, una distinción a la que no se llega solamente por el uso desmedido de la violencia. Es también menester una visión quiliástica de la propia misión y haberse impuesto como el líder indiscutible del movimiento político llamado a hacerla realidad.
Mao había gozado de lo segundo desde el final de la Larga Marcha en 1935, comenta. A principios de los años sesenta, sin embargo, estaba en una tesitura política, digamos, delicada, adonde le habían llevado sus delirios milenaristas. A pesar de su pasión por la lectura, Mao no dejaba de ser un campesino autodidacta, astuto pero falto de experiencia de gestión y de conocimientos de economía. Como tantos de esa condición, creía que cualquier problema podía resolverlo él en cinco minutos. Bastaría con que le dejasen hacer. Así que, tras su reunificación en 1949 –en la jerga comunista local, a ese proceso se le llama Liberación–, China emprendería la construcción del socialismo, algo que en su personal cuento de la lechera Mao tenía por la mayor empresa de la historia de su país y, al tiempo, por el alto honor con que a él le había distinguido el destino. Sin reparar en las limitaciones de la economía y de la sociedad china, con una clase obrera industrial muy pequeña y presente tan solo en algunas grandes ciudades, Mao se había propuesto un programa de industrialización acelerada según la falsilla del desarrollo estalinista y lo impuso a su Partido y al pueblo chino. Con el tiempo, pensaba, su modelo habría de imitarse en todo el mundo.
Sin duda, dice Aramberri, comprendía que al socialismo no podía llegarse de forma inmediata, entre otras cosas porque nadie sabe lo que es, pero él se hacía una idea. La buena nueva: cabía avanzar hacia él por medio de prodigiosos avances que en poco tiempo colocarían al mundo socialista por delante de un capitalismo que marchaba hacia su inexorable ruina. Para un rústico semiculto como Mao, el lanzamiento del Sputnik 1, el primer satélite artificial, justo cuando la Unión Soviética celebraba el cuadragésimo aniversario de su revolución, se convirtió en la prueba del nueve de sus sueños. La Unión Soviética estaba a punto de sobrepasar a Estados Unidos y de convertirse en la primera potencia económica del mundo, demostrando la superioridad del socialismo. Si el primer país socialista de la historia había logrado auparse así en sólo cuarenta años, China podía hacerlo en mucho menos tiempo, porque la ruta ya estaba explorada.
En 1953, Mao empezó a insistir ante su Partido en la necesidad de impulsar una rapidísima industrialización, señala. Con la adopción de un plan quinquenal y la colectivización de la agricultura, China daría un Gran Salto Adelante para superar en quince años la producción anual de acero de Gran Bretaña. Los ingleses, decía Mao, tenían una producción anual de quince millones de toneladas de acero y en quince años más llegarían a los treinta. En ese mismo plazo, seguía con una guapeza de campesino jaquetón que calculaba el progreso del socialismo al peso, China llegaría a los cuarenta.
El Gran Salto Adelante (1958-1962) fue un desastre de dimensiones siderales, dice más adelante. Ante todo, generó una hambruna de resulta de la cual murieron millones de chinos. La catástrofe no se debió a causas meteorológicas, como trataron de hacer creer Mao y sus propagandistas, sino ante todo a la colectivización agraria y a la insensata seguridad de que un nuevo milagro de los panes y los peces multiplicaría los rendimientos agrícolas. Además, la producción industrial en general, y en especial la de acero, repartida ahora entre grandes fábricas y pequeñas acerías que mantenían las comunas agrarias, cayó estrepitosamente, y aunque la burocracia estatal se encargó de ocultar las cifras, pronto en sus cónclaves secretos los dirigentes tuvieron que aceptar el fracaso del proyecto. Nada podía ocultar la magnitud de la debacle.
No era la de Mao una posición envidiable a principios de los años sesenta, continúa diciendo. Hacía tiempo que algunos dirigentes del Partido se mostraban remisos a seguir como doctrinos las directivas del Gran Timonel. La denuncia del estalinismo y de sus crímenes en el informe secreto de Nikita Jrushchov ante el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (1956), así como las críticas al culto de la personalidad en la Unión Soviética, hallaron reflejo en el Octavo Congreso del Partido Comunista Chino (1956), en el que Mao tuvo que acceder a que el pensamiento de Mao Zedong dejase de ser incluido entre los fundamentos ideológicos del Partido. Poco antes de su celebración, Mao había tratado de adelantarse a eventuales maniobras en su contra con el Movimiento de las Cien Flores, un gambito mal diseñado que a punto estuvo de costarle caro, aunque astutamente lo abortó con la Campaña Antiderechista de 1957.
Más preocupante había sido el enfrentamiento con el mariscal Peng Dehuai, comenta después. Peng (1898-1974), un compañero de Mao desde los tiempos del soviet de Jangxi y la Larga Marcha, había desempeñado un importante papel durante la guerra de Corea (1950-1953) y fue nombrado ministro de Defensa en 1954. Leal servidor del Partido, Peng no tenía pelos en la lengua a la hora de criticar la creciente devoción que profesaban a Mao sus camaradas y en 1958 empezó a levantar el gallo contra el Gran Salto Adelante. En julio de 1959, Mao convocó en la estación veraniega de Lushan, provincia de Jianxi, una conferencia de cuadros superiores del Partido, seguida del Octavo Pleno del Octavo Comité Central, con el fin de reforzar su posición y acallar las críticas que empezaban a expresarse sotto voce.
Desde el principio de la conferencia, continúa diciendo, Peng se mostró en abierta discrepancia, criticando el falseamiento de las estadísticas de producción agraria y recordando que «todos tenemos nuestra parte de responsabilidad […], incluyendo al camarada Mao Zedong». Más tarde amplió su censura en una carta personal a la que Mao respondió con un furioso ataque. «Me iré [...] a liderar a los campesinos y a derrocar al Gobierno», amenazaba. «Si el ejército te apoya, me echaré al monte para capitanear una nueva guerrilla [...]. Pero creo que el ejército me seguirá». Por si cupieran dudas, Mao hizo comparecer en la reunión al también mariscal Lin Biao, a la sazón miembro del Comité Permanente del Politburó y de la Comisión Militar Central, y Lin lanzó un venenoso ataque contra su compañero de armas.
El todo o nada de Mao en Lushan tuvo efectos inmediatos, añade. Zhou Enlai, Liu Shaoqi y Deng Xiaoping, que habían mostrado una cautelosa empatía con las posiciones de Peng, giraron bruscamente en su contra al verse ante lo que, para sus mentes de revolucionarios profesionales convertidos en burócratas por el triunfo de la revolución, representaba el mayor peligro concebible: una escisión que pusiese en peligro al régimen comunista, al que habían dedicado sus vidas. Aislado y abatido, Peng aceptó someterse a una humillante autocrítica y Mao redujo a cenizas todo atisbo de oposición. En septiembre de 1959, Lin Biao reemplazó a Peng como ministro de Defensa.
Con mayores apuros salió el Gran Timonel del lance conocido como la Conferencia de los Siete Mil Cuadros en enero de 1962, comenta Aramberri. Si en 1959 las aceradas críticas de Peng Dehuai eran premonitorias pero también tempranas –al cabo, el Gran Salto Adelante no había hecho más que empezar–, en 1962 no había forma de ocultar el descalabro. Todos los participantes sabían de los millones de muertos en la hambruna y del hundimiento de la economía, aunque nadie parecía resuelto a ser el primero en criticar al líder. Sin embargo, en su informe oficial de apertura, Liu Shaoqi no pudo evitar la confrontación. Bastaba con referirse fríamente a los resultados de la campaña para que saltasen chispas.
En 1961, dice después, Liu había hecho un viaje de inspección por el país y había vuelto particularmente espantado de lo visto en su propio pueblo de Huaminglou, en Hunan. Ante la Conferencia recordó que la mayoría de sus habitantes creía que la hambruna se había debido en un 70% a errores humanos y sólo en un 30% a causas naturales. Esa muestra de realismo no dejó de caer como una bomba entre los asistentes, porque evidenciaba la falsedad de la versión oficial. Al paso, Liu puso también en solfa el dicho que en ocasiones anteriores había servido a Mao para zafarse de responsabilidad por sus errores –«tener un dedo enfermo no entraña que los otros nueve lo estén»– y recordó que, en su opinión, la proporción genérica era de tres dedos malos por siete sanos y, en algunas provincias, aún peor. Mao saltó como una mangosta frente a una cobra, denunció a Liu y tachó sus argumentos de ofensivos e infundados.
A Liu le faltaron agallas, señala. Había sido desde siempre un conspicuo defensor de todas las alucinaciones económicas de Mao. En el Octavo Congreso del Partido (1956) había apoyado con entusiasmo el Gran Salto Adelante y en abril de 1959 había aceptado la presidencia de la República Popular, con lo que se había convertido en el número dos del régimen. Salvo la discrepancia sobre las proporciones entre dedos, su informe ante la Conferencia no incluía ni un ápice de crítica estratégica al proyecto, cargando sus reproches sobre supuestos fallos de ejecución. No podía ser de otra forma: al fin y al cabo, Liu compartía con Mao una misma visión milenarista del comunismo y del papel del Partido.
Una vez más, continúa diciendo, Lin Biao se mostró como el más resuelto defensor de Mao, sin que Liu osara contradecirle: «Las ideas del presidente Mao son siempre correctas [...]. Nunca pierde el contacto con la realidad [...]. Sólo hemos tenido problemas cuando no se ha respetado íntegramente su pensamiento». Más decisivo aún resultó el coro de flagelantes que se complacía en narrar sus propios excesos. Fue Zhou Enlai quien se convirtió en su corifeo mayor, abriendo una puja de autocríticas. Con ese ardid, sus camaradas absolvían al Gran Timonel de la responsabilidad indivisible y singular que le correspondía, ahogándola en una elusiva culpa combinada.
Con su reputación tocada, pero no hundida, Mao consiguió sobrevivir a la más comprometida tesitura de su vida política desde la conferencia de Zunyi en 1935, sigue diciendo. A los cuadros que se habían permitido comentarios críticos en los grupos de discusión de la Conferencia les distinguía Mao con su más insondable desprecio: «Se quejan todo el día y por la noche se van de juerga. Comer tres veces al día y luego pedorrearse. Eso es el marxismo-leninismo para ellos». Mao se había visto en un tris de perder el control del Partido y se juró evitar que en el futuro se le hiciese pasar por otro trago semejante. Sonaba la hora de la venganza y los camaradas que se habían resistido a encelarse con el milenio que sólo él era capaz de diseñar en todo su esplendor iban a pagarlo caro.
El insepulto Hai Rui estaba llamado a un papel determinante en la ofensiva de Mao, señala. No en balde el rapsoda ocasional que lo había evocado era Wu Han, un adjunto de Peng Zhen, el alcalde de Pekín a quien Mao y su camarilla atribuían oscuras ambiciones de poder. Mao dedicaba buena parte de su tiempo a la lectura de textos históricos y gustaba alardear de sus amplios conocimientos del pasado de China, así que había mantenido frecuentes entrevistas con Wu Han, más interesado por sus trabajos sobre la dinastía Ming –la especialidad profesional de Wu– que por los problemas con que el vicealcalde pudiera enfrentarse en el desempeño de sus funciones burocráticas. Mao conocía a la perfección la historia de Hai Rui y la había utilizado a menudo para animar a sus camaradas a emular su bravura. Pero ahora, cuando su fantasma se superponía incómodamente a la imagen del mariscal Peng Dehuai, y una vez vueltos a casa los flatulentos críticos de la Conferencia de los Siete Mil, el interés de Mao por el personaje no se hallaba guiado por la pasión historiográfica, sino por un irreprimible deseo de desquite. Mao había pasado los tres últimos años urdiendo una maniobra de largo alcance que, por fin, tras dilatados cabildeos con sus leales y turbias maniobras con los afines, estaba casi en sazón. En su ensayo general de 1963 –la exaltación de Lei Feng y la Campaña de Educación Socialista bajo la consigna «No olvidar nunca la lucha de clases»–, el Gran Timonel puso especial atención en recordar a estudiantes, profesores y militares la necesidad de obedecerle ciegamente.
A poner fecha a la sacudida que Mao rumiaba contribuyó un acontecimiento inopinado – la caída de Jrushchov en octubre de 1964, dice a continuación. Las malas relaciones entre la Unión Soviética y la República Popular desde el informe secreto al Vigésimo Congreso del PCUS (1956) se habían enconado hasta quedar definitivamente rotas en 1962-1964. Para Mao, sin embargo, el golpe de Moscú venía con salsa agridulce. Si había fulminado a su gran enemigo en el movimiento comunista internacional, también podía servir de acicate para una asonada en Zhongnanhai, el centro de decisión del Partido Comunista Chino. No cabía esperar.
En febrero de 1965, comenta más adelante, Mao envió a Shanghái a Jiang Qing, su cuarta y última esposa, para una misión secreta: sepultar a Hai Rui y liquidar al infeliz de Wu Han por haberse metido a redentor y, sobre todo, a Peng Zhen, su jefe en Pekín. Shanghái era un terreno menos echadizo que el de la capital y su alcalde gozaba de la confianza de Mao. Con su ayuda, Jiang Qing empezó a crear el grupo de ultraizquierdistas leales a toda prueba que luego pasaría a la historia como la Banda de los Cuatro. El honor de convertirse en el verdugo intelectual de Wu Han recayó sobre Yao Wenyuan, el más docto de entre ellos. Yao parió un prolijo panfleto en el que denunciaba el apoyo de Wu a las granjas privadas: un ataque en diagonal al Gran Salto Adelante, decía Yao, y, en definitiva, una ofensiva en pro de la restauración del capitalismo. Mao le dio su bendición y en noviembre de 1965 lo publicaron dos diarios de Shanghái. Era la primera salva de la Gran Revolución Cultural Proletaria.
El fuego amigo contra Wu era claramente de fogueo, indica, pues la verdadera balacera iba a tener por blanco a Peng Zhen y a un grupo de dirigentes acusados de formar una facción antipartido y de preparar un golpe de Estado. En una reunión de gerifaltes celebrada en Shanghái, Lin Biao, convertido ya en el dóberman de cámara de Mao, no se ponía límites: «Son una partida de hijos de puta en busca de un resquicio oportuno para atacar. ¡Quieren matarnos! ¡Acabemos con ellos!». El 23 de mayo de 1966 se anunció su caída. Una impresionante obertura para una escabechina que iba a dejar en mantillas a la Götterdämmerung.
Para rematar con éxito su maniobra, dice Aramberri, Mao precisaba otras dos cosas: legitimidad y fuerzas de choque. El asunto de la legitimidad era peliagudo. ¿Cómo explicar a los chinos, especialmente a los miembros del Partido, que éste estaba a punto de traicionar su ideología revolucionaria? Durante los años de Yan’an (1935-1945), Mao se había convertido en un arúspice mayor del materialismo dialéctico. Su manejo del hermético conceptualismo del Diamat le permitió compilar un amplio bestiario de contradicciones; distinguir entre las no decisivas y las principales, sólo solubles mediante procesos revolucionarios y violentos; y, en especial, acusar a sus críticos de incurrir en todas las principales.
El triunfo de la revolución, señala, había recordado Stalin en su tiempo, enardece a sus enemigos y los anima a usar todos los medios para sabotearla. Aunque el Terror de los años treinta frenó en seco las supuestas maniobras del capitalismo en la Unión Soviética, el posterior revisionismo de Jrushchov –argüía Mao– representaba una nueva y mayor traición a la causa del socialismo internacional porque brotaba del seno del Partido. La camarilla de Peng Zhen había demostrado que la contrarrevolución podía llegar también hasta muy arriba en China. Desenmascarar a los émulos locales de Jrushchov y purgar a fondo al Partido era el gran desafío del momento. La revolución estaba ante un peligro letal.
Encomendada en especial a los órganos de seguridad interior, continúa Aramberri, la purga estalinista no había apuntado como principal objetivo al aparato del Partido, sino sólo a los muchos traidores y a los tibios. La evaluación de Mao era distinta. Ya fuera por insidia, ya por desidia, la burocracia comunista china se había convertido en el principal enemigo de la revolución y tenía que ser destruida desde fuera. Dejando a un lado la posibilidad de convocar un congreso, tras una reunión del Comité Central el 28 de mayo de 1966 se creó el Grupo de la Revolución Cultural, estatutariamente responsable ante el Comité Permanente del Politburó y, de hecho, sólo ante Mao. El Grupo de la Revolución Cultural sentó sus reales en la Residencia Estatal de Dignatarios de Diaoyutai, un complejo de jardines y estanques al oeste de la Ciudad Prohibida, lejos de Zhongnanhai, y se convirtió en el órgano supremo de dirección del país durante los años de la Revolución Cultural.
El 1 de junio, dice, el Diario del Pueblo publicaba un editorial salido de la pluma de Chen Boda («Barramos a todos los monstruos y demonios») con un llamamiento a la aniquilación de los representantes de la burguesía que trataban de «engañar, estafar y embaucar al pueblo trabajador para consolidar su poder reaccionario». El editorial mantenía que esa nueva amenaza había arraigado entre los especialistas burgueses, las autoridades académicas y los maestros venerables atrincherados en sus posiciones ideológicas y culturales. Ese mismo día se difundía por la radio el texto de un cartelón mural (dazibao) aparecido en la Universidad de Pekín en el que Nie Yuanzi, la secretaría del Partido en el departamento de Filosofía, denunciaba que la universidad estaba bajo el control de la burguesía.
El Gran Timonel había encontrado sus tropas de choque, continúa Aramberri. Marchitas durante la campaña de la Cien Flores sus ilusiones de que los intelectuales le ayudasen en sus forcejeos con los cuadros del Partido y se olvidasen de pedir democracia y libertades; desengañado de la capacidad revolucionaria de los apparatchiki a los que él había elevado; y con unas comunas agrarias exhaustas y una clase obrera urbana sólo atenta a mejorar sus condiciones de vida, a Mao no le sobraban aliados entre las masas y sólo la clase ociosa de los estudiantes universitarios y de secundaria podían ayudarle. Ellos sí tenían tiempo libre y disposición para embarcarse en nuevas aventuras revolucionarias.
La generación nacida en los años cuarenta, comenta, es decir, el grupo de edad que en 1966 contaba entre quince y veinticinco años, sólo conocía la revolución de oídas. Los verdaderos revolucionarios habían sido sus padres y sus abuelos. Alentados por el Gran Timonel, a los estudiantes les llegaba ahora el turno de hacer historia aunque, como había advertido Marx, esta nueva edición iba a ser poco más que una farsa. Pero –y esto era lo único importante para él– Mao podía zambullirse en unas masas entusiastas que, como los ríos y las piscinas donde entretenía sus ocios, se entregaban a él sin pedir nada a cambio. En una finta que recogió la prensa de todo el mundo, el Gran Timonel rubricó su fusión simbólica con las masas en la proeza natatoria que protagonizó el 16 de julio de 1966 en aguas del Yangtsé. Mao se explicaba en otra de sus celebradas composiciones poéticas: «No me arredra que el viento sople y que las olas me batan; mejor así que pasear indolente por el patio».
Al dazibao de Nie Yuanzi le siguió una eflorescencia de denuncias contra las autoridades en las escuelas secundarias y en las universidades de Pekín, sigue comentando Aramberri. Su difusión, apoyada firmemente por el Grupo de la Revolución Cultural, empezaba a inquietar a los altos dirigentes del Partido, que seguían sin saber cuáles eran los propósitos de Mao ni qué se esperaba de ellos. Así que Liu Shaoqi y Deng Xiaoping se prepararon, como de costumbre, para ponerse a la cabeza del movimiento y, en la medida de lo posible, controlarlo. Serían ellos, a través de unos llamados grupos de trabajo, quienes definiesen sus objetivos y sus límites. En su mayoría, los grupos hicieron su trabajo según la falsilla establecida y denunciaron por derechistas a los estudiantes más críticos. Poco imaginaban Liu y Deng que estaban cavando su propia fosa, pues la presa a abatir era otra: justamente el aparato del Partido al que ellos trataban de proteger. Era en su seno donde se habían agazapado los críticos del proyecto milenarista. El Gran Timonel no se iba a conformar con las cabelleras de unos cuantos derechistas, los sospechosos habituales a los que se capturaba cuando lo exigía la ocasión. No.
Agosto iba a ser el mes más cruel, comenta después. El 24 de julio, Mao convocó a varios dirigentes a su nueva residencia de Diaoyutai: los recibió en pijama; les afeó su miedo a las masas y la supresión de los estudiantes contestatarios; y ordenó acabar con los grupos de trabajo. El 29 de julio se divulgó su decisión en un acto masivo celebrado en la Gran Casa del Pueblo de Tiananmén. Urgía bombardear el cuartel general del Partido, y así lo anunció el Gran Timonel en un dazibao escrito de su puño y letra el 5 de agosto en el que acusaba a algunos camaradas que «habían adoptado las posiciones reaccionarias de la burguesía e impuesto una dictadura burguesa al tiempo que desmantelaban la naciente Gran Revolución Cultural del proletariado».
La bomba cayó justamente donde y cuando debía, en medio del Undécimo Pleno del Octavo Comité Central, señala. El 8 de agosto el Comité Central adoptó una decisión sobre la Gran Revolución Cultural Proletaria en la que se acumulaban todas las medidas que Mao exigía y que, a partir de entonces, iban a ser ejecutadas por el Grupo de la Revolución Cultural. La reunión acabó con la destitución de Liu Shaoqi de sus cargos de presidente de la República Popular y vicepresidente del Partido Comunista Chino. Le sustituyó Lin Biao, que, una vez más, actuó como el perro de presa favorito de Mao.
Rotos los diques, sigue diciendo, los aún nonatos revolucionarios no iban a detenerse y los acontecimientos se sucedieron con velocidad de vértigo. El 1 de agosto, Mao había mostrado su apoyo a los estudiantes de una escuela de enseñanza media dependiente de la Universidad Tsinghua de Pekín con un mensaje en el que les recordaba que «rebelarse es justo». Tan admirable conseja se convertiría en la coartada para que los rebeldes hicieran cuanto les viniera en gana. En aquella misma escuela los estudiantes habían empezado a utilizar el nombre de guardias rojos para designar a su movimiento y Mao les felicitaba por el acierto. En pocos días, el país se llenó de imitadores que se distinguían por una banda roja en el brazo. El 18 de agosto, Mao, vistiendo la guerrera militar que luego adoptaría su nombre y el brazalete rojo, presidió una concentración de más de un millón de guardias rojos en la plaza de Tiananmén. En los meses siguientes y en procesiones semejantes, Mao pasó revista a otros doce millones de jóvenes revolucionarios.
¿De dónde salían?, se pregunta Aramberri. Entre sus muchas innovaciones, el maoísmo se apuntó un nuevo tipo de viaje: el turismo de masas revolucionarias. Lejos quedaban las penosas jornadas a pie de la Larga Marcha. A los sediciosos del día se les ponían a su disposición los trenes. El 5 de septiembre se dispensó a los guardias rojos del pago de billetes y se les ofreció estancia gratuita allí adonde les llevaren sus desvelos anticapitalistas. Esa congrua, como resulta lógico en un régimen socialista, corría a cargo del plan quinquenal, de los presupuestos locales o de los fondos de las universidades que los acogían, es decir, de los contribuyentes.
Millones de jóvenes cuyas universidades y escuelas habían cerrado disfrutaron, comenta, de unas vacaciones pagadas con las que no podía soñar el resto de los chinos, desplazándose de un lugar a otro para prender la hoguera de la revolución y, de paso, ver mundo, hacer amistades, iniciar romances y matar el ocio con sesiones de lucha. Los más afortunados podían presumir de haber desfilado ante el Gran Timonel.
Inicialmente, los estudiantes habían limitado el llamamiento a criticar a las autoridades académicas con denuncias verbales, recalca. Pronto, sin embargo, se sumaría a ellas la violencia física. Indignados por la perfidia de los contrarrevolucionarios, que se resistían a aceptar su desviacionismo, los guardias rojos empezaron a pasearlos públicamente portando al cuello unos carteles, cada vez más pesados, en los que se detallaban sus culpas y los remataban con un capirote para agrandar el ridículo de sus portadores. Cada vez más, las sesiones de lucha acababan en palizas, torturas y muertes. Frank Dikötter, con su buen ojo para los excesos, recuerda que a finales de agosto de 1966, tan solo en Pekín, unas cien personas morían diariamente a manos de los guardias rojos. El 23 de agosto, el Diario del Pueblo editorializaba: la violencia era imprescindible para acabar con los vicios de la vieja sociedad.
Así se desató una frenética Campaña para la Destrucción de los Cuatro Viejos y el Cultivo de los Cuatro Nuevos, dice después. La sociedad proletaria tenía que triturar las costumbres, la cultura, los hábitos y las ideas defendidas por las clases explotadoras que habían envenenado las mentes de las masas durante siglos. No era fácil destruirlas rápidamente en sus aspectos más intangibles, así que los guardias rojos se emplearon a fondo con todo cuanto fuera susceptible de una rápida destrucción física (monumentos, libros, muebles antiguos, caligrafía, pinturas, música, artes escénicas). Sólo en Shanghái destruyeron dieciocho áreas monumentales, incluyendo la Pagoda Longhua, la más antigua de la ciudad, el Templo de Confucio y la catedral cristiana. La biblioteca Zikawei, una institución creada en 1847 por los jesuitas y que había acumulado un fondo de doscientos mil volúmenes, perdió miles de ellos. Los destrozos, extendidos por todo el territorio nacional, causaron un daño irreparable al antiguo y riquísimo patrimonio cultural de China.
También era menester desarraigar a los malos usos feudales y capitalistas de la vida cotidiana, añade. Plantas y flores fueron denunciadas como adornos superfluos, dando pie a que los guardias rojos arrasaran viveros y jardines. Los registros domiciliarios en busca de libros y objetos reaccionarios, así como de alijos de dinero y joyas, iban habitualmente acompañados del destrozo exhaustivo de enseres domésticos. Por razones de salud pública, los perros caseros habían sido diezmados a principios de los años cincuenta. Ahora les llegó su San Martín a los gatos, cuya inutilidad denotaba la decadencia burguesa de sus dueños. A finales de agosto, los guardias rojos se echaron a las calles de Pekín para acabar con los tacones altos, los peinados llamativos, las faldas cortas, los vaqueros. El callejero tradicional dejó paso a otro más acorde con un tiempo de revolución. Las avenidas se llamaban ahora El Este es rojo, Obreros, Campesinos y Soldados o Yan’an. Se cerraron negocios como las sastrerías y peluquerías. En una sociedad de iguales, ofrecer servicios personales resultaba degradante. Se obligó a las mujeres a cortarse las trenzas, un vestigio feudal, y a las que usaban maquillaje se les embadurnaba la cara con pintalabios. Los productos de uso cotidiano también tuvieron que cambiar de nombre. Un dentífrico que se llamase Magia o un jabón de marca Pagoda Dorada constituían una ofensa para una revolución que privilegiaba la austeridad personal y la utilidad de los productos de consumo.
Si inquietante resultaba el exterminio de los Cuatro Viejos, comenta, menos aún reconfortaba el ánimo el cultivo de los Cuatro Nuevos. Por las trazas, la futura sociedad con que soñaba Mao iba a tener muy poco de excitante. Aprender de memoria sus dichos y discutir sin tregua sus aportaciones al acervo intelectual de la humanidad; agitar el Libro Rojo en incontables desfiles y sesiones de lucha; rememorar sus hazañas; extasiarse con sus poemas; vestirse y peinarse como el Gran Timonel; desenmascarar diariamente a varios contrarrevolucionarios; llenarles de verdugones con la hebilla del cinturón; dedicar horas a leer a los maoístas franceses de Tel Quel: el futuro de los guardias rojos se anunciaba insufriblemente tedioso.
Mao, por su parte, no estaba satisfecho, dice a continuación. Ser aclamado por las masas con un entusiasmo que hubiera envidiado el Hijo del Cielo; los escraches, los ultrajes, los tormentos, los linchamientos de tantos intelectuales envanecidos que se creían superiores a él; ver paralizados por el miedo, como aves de presa sorprendidas por los faros de un coche, a los burócratas desorientados: todo eso era, sin duda, una fuente de alegrías, pero, al tiempo, que los niños siguiesen jugando a la revolución lo dejaba varado en la mitad de su proyecto de crear una convulsión ejemplar dentro del Partido. Los estudiantes podían ser estrepitosos, entusiastas o sañudos e infundir el santo temor de Mao entre la normalmente pusilánime tribu de los intelectuales, pero no podían cambiar las fábricas, asegurar las cosechas, proveer los servicios que necesitaba la población. Eso lo hacía la burocracia del Partido, justamente el grupo social que Mao necesitaba purgar como condición necesaria para el salto al socialismo.
Tras la unificación del país en 1949, sigue diciendo el profesor Aramberri, el antiguo sistema de clases había sido sustituido por una estratificación política. Cada chino contaba con un legajo mantenido por las autoridades en el que se graduaba su fiabilidad revolucionaria. Era un régimen muy complejo basado fundamentalmente en los antecedentes familiares, los trabajos desempeñados, la pertenencia al Kuomintang y la colaboración con los imperialistas, rasgos que determinaban sus eventuales oportunidades de empleo y de acceso a la educación, al sistema de salud, a las pensiones. A grandes rasgos, los chinos quedaron divididos entre rojos, también conocidos como gente nueva, es decir, la elite de los comunistas con carnet y de las masas revolucionarias –el pueblo del que hablaba Mao– a un lado y los renegados, también conocidos como malos elementos o negros, al otro.
Si, como insistía el Gran Timonel, continúa diciendo, la revolución estaba en peligro, era lógico que los rojos fueran los pioneros en la ofensiva, ya que eran sus principales beneficiarios. Los primeros guardias rojos aparecieron, pues, en las escuelas de elite que frecuentaban los hijos de altos funcionarios del Partido. Uno de ellos había defendido la necesidad de mantener fuera de sus filas a quienes no hubieran nacido rojos, y esa gran aportación intelectual la habían recogido y celebrado millones de pasquines. Sin embargo, como el llamamiento de Mao a desenmascarar a la línea reaccionaria burguesa no establecía distingos, más aún, animaba a denunciar a los cuadros del Partido, pronto los primeros guardias rojos se vieron sorprendidos por la aparición de otros de sangre algo más negra que se creían con el derecho y la obligación de desenmascarar a los contrarrevolucionarios. Provenir de una familia roja había dejado de ser una marca del trigo limpio. Como a los antiguos grupos de trabajo, a los purasangres rojos les atacaban ahora por derechistas estos revolucionarios de nuevo cuño, que se hacían llamar rebeldes.
El 3 de octubre, un editorial de Bandera Roja, comenta, el órgano del Partido, cuyo director era Chen Boda, también cabeza del Grupo de la Revolución Cultural, se sumaba a la denuncia de la línea reaccionaria. Dos semanas más tarde, por vez primera, el diario acusaba nominalmente a Liu Shaoqi y Deng Xiaoping de ser sus dirigentes y reputaba de burguesa la tesis inicial sobre la guardia roja («si el padre es un héroe, los hijos también lo son»). El viento había girado y ahora los rojos que defendían a sus padres asentados en la burocracia eran guardias negros y los antiguos negros eran los verdaderos rojos. Parecía un galimatías, pero los resultados estaban claros. Todos los jóvenes, estudiantes o no, fueran sus orígenes los que fueran, podían ser rojos si defendían la línea de masas de Mao Zedong. Se había abierto la veda de los cuadros del Partido.
Eso resultaba especialmente atractivo para amplios sectores de la clase obrera urbana, señala. Para controlar las enormes pérdidas del Gran Salto Adelante, el Partido había seguido una política draconiana de reducción de efectivos laborales y de costes. Al hukou, creado en 1955, se le unió en 1961-1962 una política de vuelta al campo aplicada a unos veinte millones de personas carentes de hukou urbano. Su extrañamiento redujo considerablemente los presupuestos de las ciudades, pues muchos de ellos tenían puestos de trabajo estables y fueron sustituidos por temporeros sin beneficios.
Por su condición de campesino, dice, Mao conocía bien el dicho popular de que «los montes son altos y el emperador está lejos», es decir, que el pueblo solía culpar de sus desdichas a las autoridades locales antes que al gobierno central, y lo aprovechó a fondo. Los descontentos de las ciudades iniciaron grandes campañas en contra de los cuadros a los que consideraban responsables de su situación. Formaciones de rebeldes aparecieron en ciudades, fábricas y talleres atacando a sus dirigentes en nombre de la gran democracia proletaria. Los cuadros, por su parte, no eran tan ingenuos como los académicos; muchos de ellos se habían curtido en la Larga Marcha y la guerra civil, así que pusieron en marcha los muchos recursos de que disponían (fondos, organización, comités del Partido, sindicatos) para crear sus propios grupos de rebeldes que decían ser los verdaderos intérpretes de la línea de masas. Todos levantaban la bandera roja al tiempo que acusaban a sus rivales de defender la bandera negra. En Pekín, en Shanghái, en la mayoría de las grandes ciudades, todos criticaban a la línea burguesa y todos defendían la proletaria. A Mao no parecían importarle las consecuencias. El 26 de diciembre de 1966, en su fiesta de cumpleaños, hizo un brindis ante los miembros del Grupo de la Revolución Cultural: «Por el nacimiento de una guerra civil en todo el país».
Deseo cumplido, dice Aramberri. Los enfrentamientos entre grupos de rebeldes de uno y otro signo se multiplicaron con tanta rapidez como confusión. Los choques oponían a menudo a miles de rebeldes de cada bando que se atacaban con todas las armas a su alcance, incluyendo armas pesadas y artillería. Meses antes, en septiembre, a las fuerzas armadas se les había exigido mantenerse al margen de la Revolución Cultural. Ahora Mao explicaba a Lin Biao que «debe emplearse al ejército para apoyar a las amplias masas de la izquierda».
Pero, ¿quién representaba a la izquierda, comenta, de entre todas esas organizaciones enfrentadas? En Shanghái, por ejemplo, Zhang Chunqiao, animado por sus colegas del Grupo de la Revolución Cultural, convocó una gran manifestación el 5 de febrero de 1967 para proclamar una Comuna Popular controlada por sus seguidores con exclusión de otros grupos de rebeldes. Pronto Mao comprendió el peligro de esa iniciativa y, aun en contra de sus propias expectativas, le obligó a abjurar de sus ensoñaciones. Si cada quien, decía, podía proclamar su propia comuna, ¿qué papel le quedaba al Partido Comunista? El 25 de febrero, la Comuna de Shanghái cambió su nombre por el de Comité Revolucionario, con una composición más amplia. Comités similares se convirtieron en el nuevo modelo político extendido por todo el país. En ellos se incluían representantes de todos los grupos rebeldes, cuadros del Partido de uno y otro signo, y oficiales del ejército; estos últimos se convertían, de hecho, en la autoridad final. La guerra civil tendría que esperar, pero desde ese momento las tensiones entre el Grupo de la Revolución Cultural y las fuerzas armadas fueron incesantes y crecientes.
Por una vez, sigue diciendo, Mao tenía que andar con pies de plomo y apoyarse sucesivamente en una u otra facción. En febrero de 1967, un grupo de mariscales del ejército se revolvió contra el Grupo de la Revolución Cultural. Chen Yi, uno de ellos, que era también ministro de Asuntos Exteriores, recordaba con una analogía envenenada que, en los días de Yan’an, Liu Shaoqi, Deng Xiaoping y Peng Zhen pasaban por ser los más resueltos entusiastas de Mao y que Jrushchov siempre había defendido a Stalin. El Gran Timonel pudo salvar la cara a duras penas con el apoyo de Lin Biao y, una vez más, de Zhou Enlai, y la oposición militar se vino abajo. Pero Mao se veía obligado a arriesgar cada vez más en su defensa del Grupo de la Revolución Cultural.
El 6 de abril de 1967, continúa más adelante, se prohibió al ejército disparar contra los rebeldes, disolver organizaciones de masas o tomar represalias contra quienes atacasen puestos militares, un triunfo aparente del Grupo de la Revolución Cultural que dividió a las organizaciones rebeldes en dos mitades cada vez más enemistadas: leales y críticos del ejército. La acuidad del desafío alcanzó su culmen con el llamado golpe reaccionario de Wuhan. Acabado el plante en esa ciudad, el Grupo de la Revolución Cultural volvió a tomar las riendas e impulsó nuevas medidas revolucionarias. El 1 de agosto, nuevamente en Bandera Roja, sus miembros llamaban a las fuerzas armadas revolucionarias a oponerse a las fuerzas armadas contrarrevolucionarias. Había que expulsar del ejército al puñado de partidarios del capitalismo que estaba manipulándolo. Lin Biao se unió, pidiendo que se armase a la izquierda, y los rebeldes empezaron a asaltar las armerías y las comandancias militares.
Mientras tanto, señala, la economía del país sufría: en los puertos no se descargaban mercancías; los grupos rivales asaltaban trenes; las fábricas paraban; las comunas no atendían a las cosechas; la criminalidad ascendía sin freno; la gente utilizaba la Revolución Cultural como excusa para resolver querellas personales y se tomaba la justicia por su mano. El caos, empero, no había llegado aún a su cenit.
El Grupo de la Revolución Cultural, comenta, se sentía cada vez más envalentonado. El 22 de agosto de 1967, una turbamulta de guardias rojos asaltó la embajada británica en Pekín, tomando pie en la represión de los activistas que habían intentado levantarse contra el gobierno colonial de Hong Kong y ello provocó una grave crisis internacional. En realidad, el asalto no era sino una excusa para atacar un objetivo más importante: Zhou Enlai, de quien, como primer ministro, dependía también el Ministerio de Asuntos Exteriores. Pese a su perruna fidelidad a Mao, los izquierdistas acusaban a Zhou de servir de tapadera a los enemigos de la revolución y de cómplice de los desmanes imperialistas. Mao, sin embargo, siempre atento a mantener un equilibrio inestable entre sus partidarios, decidió que el Grupo de la Revolución Cultural había ido demasiado lejos y envió a la cárcel a algunos de sus miembros. Llegaba el reflujo.
En cualquier sociedad pasablemente meritocrática, señala, Ji Xianlin hubiera llegado lejos. Nació en 1911 en una familia campesina muy pobre, pero un golpe de fortuna le permitió cursar estudios y destacar. En 1934 se graduó en la Universidad Tsinghua de Pekín y en 1935 se trasladó a Alemania con una beca; allí vivió los diez años siguientes y se doctoró en lingüística sánscrita y pali, las dos grandes lenguas muertas que habían servido de vehículo para el desarrollo de la cultura indoeuropea, de la religión hindú y del budismo. Al final de la Guerra Mundial, Ji regresó a China y en 1946 fue nombrado profesor y jefe del departamento de Lenguas Orientales de la Universidad de Pekín, un alto honor para una persona de treinta y cinco años.
A pesar de que China estaba en plena guerra civil, sigue diciendo, ni sus intereses ni su esotérica especialidad académica empujaban a Ji hacia la política. Como a tantos chinos, la rampante corrupción del Kuomintang y el régimen policíaco de Chiang Kai-shek le llevaron a extender crédito a la nueva República Popular. El triunfo comunista, sin embargo, no iba a facilitar la vida de los intelectuales, en quienes el nuevo Estado veía un baluarte del antiguo régimen. Pronto comenzaron las campañas de reeducación y se les exigió hacer autocrítica o, como se decía entonces, «bañarse» en las masas. Ji salió indemne del baño y, dice, «lloré al sentirme limpio de mi mentalidad capitalista». Pero la atmósfera empezaba a volverse progresivamente espesa y la comunidad académica se dividiría pronto entre los perseguidos y sus perseguidores. Las iniciales promesas de libertad del régimen comunista decayeron y los argumentos intelectuales se trocaron en muletillas. La coyuntura empeoró sensiblemente con la Revolución Cultural.
En la Universidad de Pekín, señala, aparecieron pronto las divergencias entre los guardias rojos de la nobleza revolucionaria y los rebeldes. Llevado de su antipatía personal por Nie Yuanzi, espejo de maoístas y autora del primer dazibao, Ji acabó tomando partido por sus adversarios. Sabía poco de política y no tenía un pasado del que arrepentirse, así que se sentía seguro; pero la tierra empezó a temblar bajo sus pies. A los estudiantes revolucionarios se les había llamado a criticar a las autoridades académicas y él llevaba ya veinte años como director de su departamento. ¿Con cuál de las acusaciones en boga –discurría Ji– iban a atacarlo: con la de perro faldero del capitalismo o con la de autoridad académica burguesa y reaccionaria? Ji creía que le aplicarían la segunda, pues nunca en sus autocríticas había rehusado denunciar su tendencia «revisionista» a primar el trabajo académico sobre el político. Acertó, aunque hubiera dado igual que no lo hiciera: ambos cargos merecían un severo castigo.
Las hostilidades, sigue diciendo Aramberri, se rompieron con un registro domiciliario a cargo de un grupo de sicarios de la «emperatriz consorte» (así llama Ji despectivamente a Nie Yuanzi para equipararla con la atrabiliaria Ci Yi de la dinastía Qing), con el habitual acompañamiento de amenazas, destrozo de muebles, antigüedades, libros y archivos. «Con anterioridad yo había venerado la idea de revolución, pero ahora caía en la cuenta de que no era sino la forma más burda, más grosera de superchería metafísica». Un poco tarde, pues Ji estaba ya en la cuesta abajo. Como lo que se avecinaba sería aún peor, decidió recurrir al suicidio, la «solución capitalista» que le decían los revolucionarios de ocasión, pero no tuvo tiempo. El día en que pensaba atiborrarse de somníferos los matones se lo llevaron a una sesión de lucha.
Ji había visto muchas y creía estar preparado para lo que se avecinaba, comenta. Vana ilusión. Confucio había dicho que puede matarse a un intelectual pero no humillarle. Aunque para Mao y sus jóvenes revolucionarios los profesores no fueran más que víctimas colaterales, el propósito de las sesiones de lucha era precisamente su degradación. Al tiempo que enardecía a los guardias rojos, Mao mostraba así a las masas que en el cielo no cabía más que un solo sol: el suyo. Por su parte, para un intelectual chino, educado en la tradición confuciana de la deferencia debida al sabio, ningún castigo podía ser peor que la humillación. Entre los insultos, los golpes y el "avión", el público coreaba los delitos del «luchado» y le exigía confesar. Eran peores que los leones, que, como había recordado Lu Xun, no exigen que sus presas les provean de coartadas para comérselas.
Con el tiempo, comenta, sin embargo, hasta las sesiones de lucha se convertían en una rutina predecible y, a pesar de las palizas, Ji, como tantos «luchados», acabó por acostumbrarse a ellas y conseguía incluso desconectarse cuando le tocaba una. Otro mal rato, más chichones, una luxación, algún hueso roto, pero… mañana será otro día. Tal vez por eso, los dirigentes maoístas introdujeron torturas más imaginativas, como la reeducación por el trabajo en los «establos». Un establo es un lugar donde se enclaustra a las vacas, es decir, un sitio apropiado para encerrar a los íncubos bovinos (niugui), como se conocía a la especie petulante y sabihonda de los profesores. ¿No había animado el Diario del Pueblo a erradicar a todos los monstruos?
Los establos, señala Aramberri, eran instituciones de castigo, pero no campos de exterminio como Auschwitz, y las condiciones de trabajo en ellos no resultaron tan letales como en Kolyma o Vorkuta, aunque no dejaran de producirse muertes entre los internos cuando alguno de los estabuladores se enardecía. El verdadero salto cualitativo hacia peor lo representaba la pérdida del derecho a pernoctar en el propio domicilio y, con ella, a horas de relativo descanso y al aliento y apoyo de sus familias. Ji no es exactamente Primo Levi, pero sus lectores encontrarán en sus páginas la habitual retahíla de crueldades tan estúpidas como innecesarias, abusos físicos, mala alimentación, rituales bárbaros, degradación, división y traiciones entre los internos, incitados por sus guardianes y por su deseo de sobrevivir, así como también ejemplos estremecedores de amistad y compañerismo. Nada nuevo en la literatura habitual de los campos de concentración.
Y, de repente, comenta, sin saber por qué, de igual modo que seguían sin conocer la verdadera razón de sus desdichas, a algunos estabulados les llegaba su libertad. A principios de 1969, a Ji le permitieron volver a casa. Luego anduvo unos meses en otro campo de reeducación en el que ya no había sesiones de lucha y después fue reasignado a su antigua universidad, esta vez en calidad de conserje de un dormitorio. Con el tiempo, le permitieron volver a las tareas eruditas que le habían buscado la ruina y logró su readmisión en el Partido. ¿Cómo, si no, hubiera podido ganarse la vida?
Y la vida, dice Aramberri, indudablemente siguió. Ji escribió la mayor parte de su legado académico a partir de ese momento; obtuvo los premios y honores que se merecía; en mayo de 1989, sus nuevos estudiantes lo llevaron en andas a Tiananmén. También tuvo que encontrarse muchas veces con algunos de sus antiguos torturadores, que ahora seguían apaciblemente sus carreras en el mismo campus universitario en el que había estado el establo. Ninguno se excusó con él. Daba igual: nada podría devolverle los años de vida que le habían triturado los caprichos del dictador visionario y sus secuaces. Tampoco se los devolverían a los millones de chinos que habían conseguido sobrevivir. A los muertos, el Partido prefiere que aún hoy no se les nombre.
Desde el asalto a la embajada británica y el intento fallido de descabalgar a Zhou Enlai, dice, la Revolución Cultural comenzó a desinflarse, si bien en una tolvanera de sorpresas y sobresaltos. En el teatrillo del Gran Timonel, los malos se convertían sin cesar en buenos, los buenos en los malos y, entre medias, aparecían nuevos actores, con los que Mao montaba otro drama plagado de impredecibles metamorfosis dialécticas.
A finales del verano de 1967, sigue diciendo, los enfrentamientos entre grupos opuestos aún no cejaban y los izquierdistas se disponían a arremeter contra el ejército. El editorial de Bandera Roja del 1 de agosto de 1967 contra los mandos militares, ya citado, amenazaba con saltar la santabárbara, y Mao, con su fino olfato para el peligro, firmó el 5 de septiembre un decreto que autorizaba a las fuerzas armadas a defenderse de eventuales ataques de las organizaciones rebeldes. En los campus, los altavoces repetían sin cesar las nuevas consignas («Unidad»; «No hay contradicciones fundamentales entre los trabajadores»). El 1 de octubre, en el aniversario de la unificación nacional, medio millón de soldados, seguidos por cientos de miles de ciudadanos, desfilaron en Tiananmén ante una tribuna de autoridades en la que figuraban de forma prominente los mariscales criticados pocos meses antes. Mao dio un paso más: había que implantar comités revolucionarios en todas partes. Como los comités estaban en manos de militares, la moraleja estaba clara: el ejército se había convertido en el único garante de la revolución.
Numerosos estudiantes, señala, empezaron a hartarse de la política para recluirse en el ocio y en la vida privada. Al tiempo, el culto a Mao dejaba de ser un reflejo hasta cierto punto espontáneo del sentir de las masas para convertirse en una política específicamente militar que, según Lin Biao, uniría «a todo el Partido, a todo el ejército, a todo el pueblo». Lejos de tranquilizarlo, al Gran Timonel tanto protagonismo castrense le alarmaba. El demonio de la contrarrevolución o, en plata, su eventual derrocamiento –para Mao no había diferencia entre ambas cosas– podía salir de la fosa. Nuevo bandazo, pues. Jiang Qing, obligada a pasar a un discreto segundo plano desde septiembre, volvió a escena a mediados de marzo de 1968 para denunciar que el «derechismo» se había convertido en «la principal amenaza».
Las alegrías izquierdistas, empero, duraron poco. En Guangxi, comenta mñas adelante, una provincia meridional, se habían producido continuos enfrentamientos entre dos facciones del ejército apoyadas respectivamente por Zhou y Lin. Al tiempo, Mao les encizañaba, ensalzando a una facción hoy y a su enemiga, mañana. En julio de 1968 empezó una guerra abierta entre ambas y el número de muertos ascendió a ochenta mil. Tras haberles dejado hacer durante largo tiempo, Mao intervino entonces para exigir que todos depusiesen las armas. Su llamamiento, dijo, no valía sólo para Guangxi: tenía que respetarse en todo el país. En las semanas siguientes, los rebeldes comenzaron a ser desalojados de las universidades y escuelas que el Gran Timonel les había llamado a ocupar un par de años antes. En su lugar llegaban ahora unos equipos obreros y campesinos de propaganda del pensamiento de Mao Zedong: una reencarnación de los grupos de trabajo con los que Liu Shaqi y Deng Xiaoping habían intentado controlar en sus inicios la Gran Revolución Cultural Proletaria. Tampoco ahora había entre los nuevos equipos muchos obreros y campesinos: la mayoría de sus miembros eran cuadros de confianza y militares en traje de calle. Pese a sus temores, frente al caos que él había sido el primero en atizar, Mao tenía que apoyarse en una dictadura castrense.
Las campanas tañían, pues, por los guardias rojos, fueran o no rebeldes, sigue diciendo. Entre el verano de 1968 y el otoño de 1969 los equipos y los comités revolucionarios desataron otra furiosa persecución, ahora de antiguos rebeldes, para limpiar a fondo las filas del Partido. En esta ocasión no se los llamaba perros falderos del capitalismo ni revisionistas: eran, simple y llanamente, espías y agentes secretos a las órdenes de un impreciso enemigo exterior. ¿La Unión Soviética, Estados Unidos, el Kuomintang? Cualquiera valía. Frank Dikötter estima que, en total, más de doscientas mil personas fueron ejecutadas o se suicidaron durante esa campaña.
El plato fuerte estaba por llegar. El 22 de diciembre de 1968, comenta, Mao ordenó que los estudiantes abandonasen las ciudades para marchar a pueblos y aldeas («subir a los montes y bajar a los llanos», decía con su estro poético el Gran Timonel) y ser reeducados por el campesinado. En un santiamén, los revolucionarios de ocasión cambiaron el turismo de masas por la deportación masiva. No más vacaciones; los desterrados perdían su hukou de residentes urbanos para los restos y las ventajas asociadas a él. Muchos de ellos, contagiados aún por el sarampión revolucionario, veían en su nuevo destino la ocasión de servir a su país y al comunismo. Otros, más sensatos, trataban de resistir o escapar a Hong Kong, especialmente cuando vieron que sus destinos campestres no eran exactamente los Campos Elíseos. En su destierro de Manchuria, escribía a casa una de las recién llegadas, no había montañas nevadas ni amenos bosques, sino sólo marismas llenas de mosquitos feroces; no podía bañarse salvo en un pequeño barreño en el dormitorio común y tenía que desnudarse delante de sus compañeras. Para lavar la ropa acarreaba agua del pozo; una vez hecha la colada, no podía ponérsela, porque se había congelado con el frío.
En general, señala, la hambruna del Gran Salto Adelante era ya sólo un mal recuerdo, pero la dieta de los campesinos no resultaba envidiable, salvo que los estudiantes fueran veganos: cocidos de berza, patatas y remolacha, sin grasa, con poco arroz y menos carne. Enfermedades prácticamente erradicadas en las ciudades, como la viruela y el bocio, se contraían con facilidad. El trabajo del campo resultaba muy penoso para estudiantes que nunca se habían visto en otra igual, mientras que en los ratos de ocio «no tenemos televisión, cine, bibliotecas, pingpong, ajedrez o cartas de póquer», se quejaba otro.
En total, comenta, entre dieciocho y veinte millones de jóvenes urbanos pasaron por ese trance. A ellos había que sumar los funcionarios depurados que fueron enviados a las Escuelas de Cuadros 7 de Mayo. No eran millones, como los estudiantes, pero se contaban en cientos de miles. Uno de ellos era Nie Yuanzi, la «emperatriz consorte» de Ji Xianlin que, de escribir dazibaos y aterrorizar a sus colegas con el establo, había pasado a desempeñar una tarea algo menos exaltada pero más útil: vaciar orinales. A partir de 1973 las condiciones de vida de los deportados mejoraron, pero siguieron sin poder volver a las ciudades hasta 1978. Había que aliviar los presupuestos de sus ayuntamientos.
Desmovilizadas las masas con las que tanto había jugado, a Mao le quedaba aún otra importante tarea, recalca Aramberri: meter en cintura a los militares. Una vez más, no dejó de acompañarle la suerte. En 1968, la muerte en la cárcel de Liu Shaoqi, el antiguo presidente de la República Popular, recordó que había un hueco en la jerarquía. ¿Había que llenarlo? ¿Con quién? Lógicamente, el cargo debía recaer sobre Lin Biao, el mejor compañero de armas del presidente y el número dos del Partido desde el Noveno Congreso (1969), pero había un pequeño problema. Mao, que ya había renunciado a la presidencia con anterioridad, no quería volver a ocuparla y, a su vez, Lin no se atrevía a plantear la cuestión sucesoria por si lo acusaban de ambicioso y de saltarse el orden lógico de precedencia: si Mao era el Número Uno en el Partido, ¿cómo podía nadie aspirar a serlo en el país? Para salvarle la cara, los secuaces de Lin urdieron un quid pro quo zarzuelero: acompañar la eventual elección de Lin con un cambio en la constitución del Partido, en la que se reconociese que el Gran Timonel era un genio que había contribuido de forma decisiva al desarrollo del marxismo-leninismo. Así –pensaban– Mao se quedaría tranquilo.
En el Comité Central del verano de 1970, sigue diciendo, el siempre obsequioso Lin pidió permiso al líder supremo para rebatir a los posibles críticos con la decisión y echó mano para la ocasión de un ensayo de Chen Boda titulado Sobre el genio. Al elegir a ese mentor, Lin cometía una seria torpeza. Sobre el papel, Chen seguía siendo presidente del Grupo de la Revolución Cultural, pero su estrella estaba en declive. Desde el Noveno Congreso, Chen se había acercado demasiado a Lin, y Mao, que creía ver en esa aproximación una eventual alianza entre los ultraizquierdistas y el ejército, decidió pasar al ataque con uno de sus famosos monólogos. Pese a haber sido un estrecho colaborador suyo desde los tiempos de Yan’an, así como el negro de muchos de sus escritos, el Gran Timonel denunció a Chen como «un marxista de pega», «un traidor, un espía y un carrerista» por fin desenmascarado. Chen fue inmediatamente apartado de todas sus funciones. Por supuesto, Mao prohibió cualquier discusión sobre el asunto de su propia genialidad y, de paso, también sobre el de la presidencia de la República. A Lin no se le ocultaban las consecuencias. Más aún cuando Mao tomó partido por sus oponentes en el crucial asunto de una posible guerra con la Unión Soviética. Mientras que Lin veía en Estados Unidos un enemigo tan principal como la Unión Soviética, sus críticos proponían jugar sin ambages la carta de una aproximación a Estados Unidos. El presidente Nixon estaba abierto a esa iniciativa y, en julio de 1971, Henry Kissinger inició una visita secreta a Pekín.
La sima entre Mao y Lin no hacía sino ampliarse. Después de la marcha de Kissinger, señala Aramberri, Mao emprendió un largo viaje por el sur de China para tomar la temperatura de los cuarteles: «Hay quien dice que un genio aparece en el mundo sólo una vez en cientos de años y que en China eso no ha ocurrido durante milenios», decía a sus generales. «Hay quien dice que desea apoyarme, elevarme; en realidad lo que quiere es apoyarse, elevarse a sí mismo». Mao no mentaba a Lin por su nombre. No hacía falta. Aunque no hubiesen visto "Con faldas y a lo loco", sus oyentes sabían cómo acababan los avisos del Pequeño Bonaparte a Botines Colombo.
El 12 de septiembre, señala, Mao regresó a Pekín y la noche siguiente un avión militar se estrelló sobre Mongolia. Aún se desconocen los detalles del asunto, pero el nombre de sus principales pasajeros resultaba familiar: Lin Biao, Ye Qun, su esposa, y Lin Liguo, el hijo de ambos. Para el Gobierno, se trataba de la huida de un grupo de traidores que había tratado de asesinar a Mao y desencadenar un golpe de Estado. Con esa ayuda final, tan imprevista como oportuna, de su mastín de cámara –ahora ya sólo un felón de carril–, la Revolución Cultural se perdió en el silencio. Mao consiguió recomponer su control sobre el Ejército Popular, pero a costa de un notable descrédito. A pesar de su infalibilidad, el Gran Timonel se había revelado incapaz de frenar la traición de su «más leal compañero de armas». Muchos chinos coincidían con la estudiante deportada a Manchuria: «Mis creencias comunistas y mi porfiada fe en Mao se han venido abajo». La Revolución Cultural había llegado a su fin.
Muchas cosas habían de suceder aún en China antes de la muerte de Mao en 1976, dice, pero nada pudo resucitar su proyecto de asaltar los cielos. Ni la reconciliación con Estados Unidos; ni los forcejeos entre facciones que el Gran Timonel alentó hasta el final de sus días para mantenerse en el poder; ni las hilarantes insidias en el seno de la corte de los milagros que lo rodeaba podían resucitar la indigna grandiosidad de la Revolución Cultural.
Suele decirse que los grandes acontecimientos históricos están sobredeterminados, comenta. Es una expresión cursi que sólo recuerda que cuentan con más de una sola causa. La era de Mao no es una excepción, así que trataré de evocar varias y atribuirles un peso relativo, nunca fácilmente cuantificable.
Hay un factor capital para entender la era Mao, dice, y al que todos –lógicamente– recurrimos, aunque no todos sepamos qué hacer con él. Me refiero al Mao personaje público que, no en balde, dio su nombre al ciclo que va de la retirada a Yan’an (1936) hasta su muerte cuarenta años más tarde. Sin Mao, obviamente, tendríamos otra historia que contar. ¿Cómo llegó Mao a convertirse en el Gran Timonel? En El cero y el infinito, por boca de Rubashov, Arthur Koestler explicaba a Stalin cómo «la personificación de un rasgo típicamente humano: el de creer a pie juntillas en la infalibilidad de nuestras propias convicciones y sacar de ella la fortaleza necesaria para defenderlas con una total falta de escrúpulos». Puede que, por típicamente humano, ese rasgo anide en la conciencia de todos nosotros, hombres y mujeres, pero no explica por qué no todos nos convertimos en Stalin, en Hitler, en Mao o en… Churchill. Para eso hay que referirse a la relación entre el individuo y su medio.
Hay, sin duda, señala, rasgos de personalidad que se acoplan mejor que otros a situaciones convulsas y, a mi entender, Mao contaba con muchos para abrirse paso en una época tan turbulenta como los años que siguieron a la caída de la dinastía manchú (1912). Era un campesino de pocas letras, pero las que tenía se las había ganado con su propio esfuerzo. Sus lecturas eran caóticas, pero haberse aupado intelectualmente tirando de los cordones de sus zapatos le hacía sentirse superior a los intelectuales de misa y olla, tan torpes para comprender los problemas en su conjunto, tan incapaces para la acción. Mao tenía un altísimo concepto de sí mismo, pero no era un creador. Tampoco un conciliador. En cuanto veía un nudo gordiano, lo cortaba. Si algo acarreaban sus espaldas era la astucia acumulada por incontables generaciones de campesinos para resistirse a los desafueros y a las humillaciones. Tenía una memoria elefantiásica en la que archivaba el menor ninguneo, cada afrenta, toda humillación, hasta las menores diferencias de opinión. También sabía aguardar para devolverlas al ciento por uno. Y, sí, como el Stalin de Koestler, Mao carecía de los más elementales escrúpulos. La humanidad no se contaba entre su dotación emocional; había cedido su espacio a la sed de revancha, la mejor estrategia para asegurar el cumplimiento de la misión redentora que –así se lo contaba Mao a sí mismo y a los demás– le había reservado el destino: convertir a China, tal vez al mundo entero, en el ansiado reino de la justicia.
Ese sueño distópico, dice después, hecho de materialismo ramplón, iconoclasia y mojigatería, le alentó durante toda su vida, pero no era ninguna novedad en China. A lo largo de su historia, sobre todo en épocas de insurgencia campesina, habían florecido propuestas parecidas. Los turbantes amarillos entre 184 y 205 d. C., en la dinastía Han; la sociedad del Loto Blanco y los turbantes rojos (1351-1368) que se levantaron contra la dinastía Yuan; los Taiping que tuvieron en jaque a la dinastía Qing entre 1850 y 1864, así como la rebelión de los Boxers en 1900, habían hecho gala de un rigorismo parecido. Con Mao sus dirigentes compartían, todos ellos, un acendrado milenarismo y soñaban, cada cual a su manera, con fundar una sociedad perfecta que ninguno consiguió establecer. Como Mao, muchos de ellos eran campesinos autodidactas y semiletrados. Pero –y ésta era la cesura básica entre ellos y Mao– no contaban con el apoyo del marxismo-leninismo para conseguir sus sueños. Con Mao, el milenio iba a dejar de ser sólo un espejismo.
Esa convicción prometeica de que, por fin, dice, la humanidad podía contar con una ciencia de la revolución –el socialismo científico, tan positivo en su teoría y eficaz en su práctica como las ciencias naturales– fue una aportación específica de Marx y de Engels a los movimientos sociales de los siglos XIX y XX. Ni Thomas Münzer, ni Girolamo Savonarola, ni Gerrard Winstanley, ni Maximilien Robespierre, ni tantos otros visionarios anteriores, habían contado con una base tan firme: de ahí sus perdurables fracasos. Para Lenin, por el contrario, El Estado y la revolución era la consecuencia lógica, científica, de su Materialismo y empiriocriticismo.
Como a toda ciencia, comenta, al socialismo podía llegarse por el esfuerzo individual. Sus seguidores no eran, pues, una secta cerrada, sino la vanguardia del proletariado y de las masas oprimidas, es decir, de la gran mayoría social. La creencia en la propia infalibilidad de la que hablaba Koestler no era, pues, un rasgo de personalidad reservado a algunos dirigentes, sino un don repartido entre millones de creyentes. ¿Creyentes? No; testigos y actores principales del devenir de la Historia humana: un intelectual colectivo. Seguir a quienes se habían revelado como los mejores intérpretes del materialismo dialéctico era, pues, una obligación moral para sus miembros. A Liu Shiaoqi, a Deng Xiaoping, a tantos otros cuadros, no se les alcanzaba la posibilidad de que el Partido pudiera equivocarse y de ahí su determinación berroqueña de aceptar la estrategia diseñada en cada momento por el líder. Mao no estaba, pues, solo; se apoyaba en los hombros de una interminable cadena de activistas, alrededor del 6%-8% de la población de China en aquel momento y de su gigantesco aparato de propaganda. Tras 1949, además, todos ellos se habían convertido en los principales beneficiarios del poder y de sus privilegios.
Otros muchos chinos no comunistas, señala, tenían ambiciones más mundanas. Para ellos, la República Popular representaba ante todo la oportunidad de ajustar las cuentas al anterior siglo de humillación y de acabar con los sentimientos de inferioridad que había generado. Al volver de Alemania en 1946, Ji Xianlin se sentía, por fin, orgulloso de ser chino. Aun en medio de una guerra civil, su país había conseguido librarse del yugo extranjero. Esa misma emoción embargaba a millones de expatriados que, a partir de 1949, dejaron atrás mejores condiciones de vida y trabajos superiores para participar en la construcción de la Nueva China. Que fuera comunista o no importaba poco: China se había puesto en pie. Y aunque pronto, especialmente entre los intelectuales, muchos empezaron a sufrir los rigores que Mao les dispensaba, todo lo pasaban si con ello devolvían su antiguo esplendor a la nación.
La nueva visión de grandeza patria, dice, que confortaba a millones de chinos se caracterizaba, pues, por un nacionalismo sustentado en el ansia de desquite. Los males de China, reales o figurados, eran todos ellos fruto de la intervención extranjera, ante todo de los japoneses, pero no menos de los imperialistas europeos y, de paso, de los norteamericanos, aunque Estados Unidos nunca hubiera tenido colonias ni concesiones en el país. En esa versión neonacionalista de la decadencia china no había lugar para la menor crítica a su propia historia. Sus partidarios olvidaban el origen foráneo de la extinta dinastía manchú y de sus dirigentes; eliminaban la memoria del atraso económico y cultural que se había apoderado de China desde mediados del siglo XVIII; diluían el impacto de la aterradora guerra Taiping. Y, así, millones de chinos sólo soñaban con restaurar el antiguo Imperio del Centro al que durante siglos habían rendido tributo otras naciones: una copia cabal del nacionalismo que animaba a Mao.
A ese orgullo nacionalista, continúa Aramberri, se sumaba un intenso sentimiento de culpa entre los chinos emigrados. Ji Xianlin lo formulaba así: «Me avergonzaba de haber desarrollado mi carrera viviendo a miles de kilómetros como un egoísta mientras que mi gente moría combatiendo a los japoneses [...]. Durante mucho tiempo me sentí un parásito que no había contribuido en nada a su país y había vuelto sólo para disfrutar de los frutos de la victoria». El nacionalismo y la mala conciencia tenían sin duda horizontes más limitados que la utopía socialista de Mao, pero se acoplaban perfectamente a ella y contribuyeron muy principalmente a su legitimación popular.
Otros grupos sociales, continúa diciendo, también tenían mucho que ganar. La frustración de la generación más joven por haber nacido doppo della rivoluzione fue un factor decisivo para que Mao se hiciera con su apoyo fanático. Si no habían participado en la guerra civil, los guardias rojos podían redimirse exterminando a los perros falderos del capitalismo y si, como les habían dicho, éstos se habían refugiado entre los cuadros del Partido, escribir dazibaos, repetir mantras revolucionarios o participar en las sesiones de lucha resultaba no menos heroico o audaz que haber combatido contra los japoneses o participado en la campaña de Manchuria.
Ese envite, comenta, contaba con un reverso, algo menos glorioso, pero más tangible. De suyo toda revolución es una etapa de cambios rápidos, de vencedores y vencidos, de oportunidades de ascenso social para muchos recién llegados. Volvamos a Arthur Koestler. El beneficiario de la caída de Rubashov no es Ivanov, su antiguo camarada de los tiempos románticos. Por más que, veinte años más tarde, para salvar la piel, se haya convertido en un colaborador cínico del Terror, Ivanov es otro peso muerto. Hasta lo ejecutan antes que a Rubashov. Quien se los lleva por delante es Gletkin, una alegoría de la nueva generación de funcionarios almidonados, horros de ideales, de emociones y de decencia. Para ellos, la depuración de la vieja guardia era la garantía de su propio futuro: las mañanas que ríen de la propaganda oficial. Tras su paso por el establo, Ji Xianlin lo traducía al chino con exactitud: «A los guardias rojos les ha ido muy bien; algunos se han hecho millonarios, otros se han casado con ricas herederas y otros más han trepado por la escurridiza cucaña de la burocracia del Partido». Pese a que algunos perecieran en sus turbulencias, los guardias rojos fueron los grandes beneficiarios de la Revolución Cultural.
Suma y sigue, añade. Los campesinos no tenían demasiadas cosas que agradecer a la revolución. Habían caído como moscas en los años del Gran Salto Adelante; odiaban las comunas que les despojaban de sus tierras y de su esfuerzo individual; sufrían los desmanes de los cuadros del Partido. En su estrecho mundo, sin embargo, era sólo a esos cuadros a quienes culpaban de su infortunio: «Si el emperador supiese...», repetían haciéndose eco de los trenos de sus antepasados. ¿Cómo iban a desconfiar del emperador cuando precisamente era el propio Mao quien les azuzaba contra los cuadros revisionistas? Los trabajadores urbanos también veían una luz al final del túnel en la depuración de sus jefes inmediatos y en su mayoría seguían depositando sus esperanzas en la pervivencia de la revolución socialista.
¿No había resistencia?, se pregunta Aramberri. A diferencia de la soviética, la revolución china se vio precedida de una guerra civil. Tras la derrota del Kuomintang, la huida a Taiwán ofreció una salida honorable a sus partidarios. La guerra civil había entrado, según ellos, en un paréntesis y su refugio de la isla les permitiría acumular fuerzas hasta que llegara una nueva oportunidad. Pese a las incesantes campañas de denuncia de los espías y los revanchistas del Kuomintang, sus partidarios tenían mejores asuntos a los que dedicarse que el de resistir en la China continental.
Sería una ingenuidad, comenta, cargar las atrocidades del período sólo a su locura personal. Por difícil que resulte de imaginar, Mao creía a pie juntillas en su proyecto quiliástico de una China sin clases, sin división del trabajo, sin alienación, sin mancha. Sin duda su alto concepto de sí mismo y la venganza contra quienes lo ponían en duda contribuyeron de forma decisiva a la tragedia. Pero para explicarla cabalmente hay que llamar a escena a otras muchas fuerzas y actores que le permitieron intentar llevarla a cabo. Así pereciese el mundo.
¿Estaba China más cerca de esa sociedad ideal tras la muerte de Mao?, se pregunta Aramberri. Indudablemente, no. Sobre los fundamentos científicos del marxismo-leninismo-pensamiento-de-Mao-Zedong, la nueva sociedad socialista iba a levantar una economía de la abundancia y también a forjar un hombre nuevo, moralmente superior a todos sus ancestros que no habían gozado de la fortuna de conocer tan admirable ciencia. Por el momento, sin embargo, el socialismo sólo había alumbrado hambre y miseria.
En cuanto a la moral colectiva, señala, sólo en el imaginario marxista-leninista puede considerarse un progreso que la mentira se hubiese enseñoreado de China. El Partido mentía; los dirigentes no dudaban en echar mano de la calumnia si eso facilitaba la consecución de sus fines; sus cuadros inflaban las estadísticas; los medios de comunicación acusaban a personas inocentes a sabiendas de que lo eran; los profesores contaban patrañas a sus estudiantes; los comuneros trabajaban más cuando podían vender su producción en el mercado negro; en fin, «la gente respondía a la mentira con más mentiras, al fraude con más fraude, a la retórica vacía con mantras aún más vacíos». Pero, pese a los desvelos del Gran Timonel y de sus sicarios, una mayoría de chinos seguía aferrada a instituciones como la familia o la religión popular y a la tradición confuciana, es decir, a los cimientos en que había sustentado su integridad personal y su moral colectiva durante siglos. También, aun a riesgo de perder sus vidas, muchos chinos buscaban la verdad en las radios extranjeras y en los libros que circulaban de tapadillo, ya fueran de Albert Camus, del presidente Truman, de Milovan Ɖilas, de algún trotskista. La literatura erótica (entre la que las autoridades contaban El rojo y el negro) ofrecía a un amplio público emociones ajenas a la política.
Y a las óperas revolucionarias, concluye Aramberri, salidas del caletre insustancial de Jiang Qing sólo asistían audiencias cautivas de funcionarios y tiralevitas.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt















1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

Excelente y trabajado artículo...