sábado, 7 de enero de 2023

De los villancicos

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del escritor Antonio Muñoz Molina, va de los villancicos. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Perduración de una fábula
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
31 DIC 2022 - El País

Hay una particular intensidad de símbolos en estos días cercanos al final del año; una gravitación de leyendas antiguas sobre nuestra conciencia laica. Lo que no es más que una división ilusoria de fechas en el calendario cobra una presencia inmediata de umbral y paso fronterizo. Por debajo de todo late la evidencia astronómica del solsticio de invierno, la noche más larga y más oscura del año, que a partir de ahora irá retrocediendo muy gradualmente según avance la duración solar de los días. Las leyendas originarias tienen sobre nosotros un influjo tan poderoso, y tan inadvertido, como las leyes de la naturaleza, que por frivolidad o soberbia tecnológica no nos cuesta nada ignorar. Lo queramos o no, igual que no podemos ignorar la alternancia cotidiana entre el día y la noche, que rigen nuestros ritmos vitales, tampoco podemos librarnos del influjo de las historias que vienen transmitiéndose desde hace milenios, y a las que respondemos de una manera tan instintiva como a la música.
Los historiadores nos enseñan que en la Roma de los primeros tiempos del cristianismo se celebraba ya el Natalis Solis invicti, el nacimiento o el renacer del sol después del día más corto del año. Encima de ese sustrato se cuenta la historia equivalente del nacimiento de Cristo en una noche cerrada de invierno, del mismo modo en que sobre el mismo solar en el que hubo un templo pagano se erige una iglesia. Como ha explicado hace poco Juan Arias en estas mismas páginas, con la sabiduría cordial que pone en todo lo que escribe, la mayor parte de los detalles familiares del relato navideño son imaginarios, y ni siquiera están fundamentados en la autoridad de los Evangelios. Pero son esos detalles circunstanciales los que alimentan la fuerza poética y narrativa de una fábula que nos estremece más aún porque su antigüedad histórica tiene su equivalencia con la lejanía de su arraigo en nuestra memoria personal: y no ya con la memoria consciente, tan limitada y tan infiel, sino con la otra más profunda, la que responde a la música y a los olores y sabores que el recuerdo voluntario no puede invocar.
A Cyril Connolly, tan inglés en su desapego irónico, tan exigente en sus criterios de calidad literaria, lo estremecía la belleza simple del villancico castellano: “La Nochebuena se viene, / la Nochebuena se va. / Y nosotros nos iremos / y no volveremos más”. Cuando encontré esos versos en la obra maestra casi secreta de Connolly, The Unquiet Grave, tuve la sensación de reconocer una voz conocida y querida en un lugar extranjero. La congoja súbita que expresan sobre el paso del tiempo contrasta con el júbilo de la música y del estribillo que los acompañan. Al niño que le presta atención por primera vez, ese villancico lo sobrecoge porque le confirma la revelación dolorosa del hecho de la muerte, que suele llegarle con tan innecesaria precocidad hacia los cuatro o los cinco años. Las cosas no seguirán siendo siempre igual que son ahora, en la arcadia sin tiempo del presente infantil. Los padres se harán viejos y morirán, igual que morirán el perro o el gato de la familia, y aunque parezca increíble también se morirá uno mismo, y no volveremos más.
Béla Bartók resume en tres los rasgos decisivos de la música popular: desnudez formal, intensidad expresiva, ausencia de sentimentalismo. Ahora los villancicos suelen ser una cantinela de voces azucaradas y agudas que suena de fondo en un centro comercial, pero los que se cantaban todavía cuando yo era niño podían enunciar verdades tan amargas como la de esa estrofa que entusiasmó a Cyril Connolly, y se correspondían exactamente con los rasgos que definió Béla Bartók, que son más o menos los mismos que atraían a los dos grandes indagadores españoles de la música popular, Manuel de Falla y Federico García Lorca. Yo despertaba una mañana de diciembre y sabía que estaban empezando las Pascuas, como se decía entonces, porque olía a ciertos dulces caseros que solo se hacían en esas fechas y porque las voces de las mujeres de mi casa iban cantando villancicos por las habitaciones según hacían las tareas diarias.
En ellos, el contenido devocional era casi inexistente, más allá de la proclamación de la alegría por el recién nacido, en la que estaba cifrado todo el júbilo y el asombro terrenal por ese hecho inusitado que es el nacimiento de una criatura. Lo que seducía de aquellos villancicos eran sus historias de intemperie y de desamparo, y una riqueza de pormenores sobre la vida popular muy parecida a la que está en los belenes napolitanos, en la pintura tardomedieval y del Renacimiento, y en esos presépios o pesebres portugueses del siglo XVIII que son como enciclopedias visuales y documentos precisos sobre los oficios, las devociones y las fiestas de la gente trabajadora, los campesinos y los pastores que son los primeros en recibir la buena nueva del nacimiento de Cristo. Había un villancico de la Huida a Egipto en el que el niño lloraba de sed: “No pidas agua mi niño / no pidas agua, mi bien / que los ríos bajan turbios / y no se puede beber”. Había otro en el que el niño Jesús aparecía aterido y desnudo a la puerta de una casa, y una mujer caritativa decidía acogerlo: “Pues dile que entre / y se calentará / porque en esta tierra / ya no hay caridad”.
De nuevo son palabras tremendas, que contrastan con la dulzura de la entonación y de la melodía, y por eso se escuchan al final de la más amarga fábula navideña del cine, el Plácido de Luis G. Berlanga, donde se les añade una apostilla sobre la caridad que también cantaban a veces las mujeres en mi casa: “Y nunca la ha habido/ y nunca la habrá”. En Plácido, mientras la gente de orden se pavonea exhibiendo la santurronería de sus caridades mezquinas, una familia desvalida va de un lado a otro pidiendo una ayuda que nadie le concede, tan vagabunda en su pobre motocarro como José y María en el cuento evangélico, el carpintero sin trabajo y la embarazada muy joven a punto de parir que no encuentran un refugio donde pasar la noche y donde tal vez ella tenga que dar a luz. Escuchando los villancicos en el calor y la seguridad de su casa, en el abrigo de su familia, el niño intuía el espanto del desarraigo, la crueldad sin explicación de un mundo en el que había personas sin un techo que las protegiera en las noches heladas de aquellos diciembres.
Al cabo de muchos años y mucho descreimiento me doy cuenta de que quizás fue en los villancicos y en las artes populares de la Navidad donde a muchos de nosotros se nos transmitieron las primeras nociones sobre la bondad y la justicia, sobre la frontera radical entre los protegidos y los expulsados, entre los poderosos que cabalgan en comitivas cargadas de tesoros y los pobres que llevan al portal de Belén la ofrenda tan valiosa de una cesta de huevos, o un queso, o una gallina. Al fondo de algunos cuadros de la Natividad, y de algunos presépios portugueses, se ven escenas terribles de la Matanza de los Inocentes. La misma pareja errante que no encontró albergue en Belén tiene que salir huyendo a otro país con su hijo recién nacido para escapar a la persecución de un déspota homicida. Vladímir Putin bombardeando escuelas y hospitales de maternidad es uno de los nombres variables de Herodes. Hay fábulas que duran siempre porque contienen una médula contemporánea de verdad.



















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