Los europeos en general y la mayoría de los españoles en particular solemos mofarnos de ellos, comentar que son infantiles, pueriles, prepotentes, matones e incultos... Pero que gran lección nos están dando... Sí, me refiero al pueblo norteamericano. La mayor, la más antigua democracia del mundo, con solo 232 años de existencia... Y cuando la "política" parecía desaparecida de la faz de la tierra, la elección de un hombre, Barack Hussein Obama, como presidente de esa gran nación, nos la devuelve en toda su grandeza al primer plano del acontecer cotidiano de la humanidad... ¡Increíble!...
Oí anoche el discurso de toma de posesión de Obama, pero no tengo buen oído, y dicho sea de paso, la traducción simultánea de las cadenas de televisión que lo retransmitían en directo dejaba mucho que desear. Lo he leído esta mañana en El País (1), ya con detenimiento. Pero no voy a glosarlo. Ni tengo capacidad para ello, ni creo que mi opinión al respecto tenga mayor interés. Leo en el mismo periódico las opiniones y comentarios de relevantes personalidades que sí lo hacen. Lo comparan con los discursos de Franklin D. Roosevelt, de John F. Kennedy, de Ronald Reagan, e incluso con el memorable de Abraham Lincoln (2), no en su toma de posesión, sino en el de la inauguración del cementerio en honor de los soldados muertos en el batalla de Gettysburg (19 de noviembre de 1863) aún en plena guerra civil. O con el más próximo de Winston Churchill (3), apelando al coraje del pueblo británico para enfrentarse a la barbarie nazi, y pronunciado ante la Cámara de los Comunes el 13 de mayo de 1940...
Pero a mi me ha traido a la memoria otro histórico discurso pronunciado mucho antes, en Atenas, en una fecha indeterminada del año 430 a.C. Me refiero a la famosísima Oración Fúnebre (4) de Pericles ante la asamblea ateniense, en homenaje a los soldados muertos durante el primer año de la guerra entre Atenas y Esparta, y que el historiador ateniense Tucídides, contemporáneo de los hechos, dejó reflejada en su "Historia de la Guerra del Peloponeso" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1997)
Tómense unos minutos y hagan el esfuerzo de leer ambos discursos (los de Obama y el de Pericles). Y luego los de Lincoln y Churchill. Compárenlos. Admírenlos. Y reconozcan luego conmigo que todos ellos tienen un mismo sujeto, aunque su nombre se pronuncie con acentos distintos: la libertad, y sobre todo, el valor intrínseco de la libertad. Sean felices. Tamaragua. (HArendt)
Notas:
(1) http://www.elpais.com/articulo/internacional/Discurso/inaugural/presidente/Barack/Obama/elpepuint/20090120elpepuint_15/Tes (Texto original en inglés)
(2) http://es.wikipedia.org/wiki/Discurso_de_Gettysburg
(3) http://www.profes.net/rep_documentos/Propuestas_Bachillerato/La_Segunda_Guerra_Mundial.pdf
(4) http://es.wikipedia.org/wiki/Discurso_f%C3%BAnebre_de_Pericles
Fotos:
(1) El presidente Barack Obama pronunciando su discurso de toma de posesión, en:
http://www.diariolasamericas.com/uploaded_pictures/70488_1.jpg
(2) Busto de Pericles,en:
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/4/4b/Pericles_Pio-Clementino_Inv269_n2.jpg/395px-Pericles_Pio-Clementino_Inv269_n2.jpg
El presidente Barack H. Obama
"Queridos conciudadanos:
Me presento aquí hoy humildemente consciente de la tarea que nos aguarda, agradecido por la confianza que habéis depositado en mí, conocedor de los sacrificios que hicieron nuestros antepasados. Doy gracias al presidente Bush por su servicio a nuestra nación y por la generosidad y la cooperación que ha demostrado en esta transición.
Son ya 44 los estadounidenses que han prestado juramento como presidentes. Lo han hecho durante mareas de prosperidad y en aguas pacíficas y tranquilas. Sin embargo, en ocasiones, este juramento se ha prestado en medio de nubes y tormentas. En esos momentos, Estados Unidos ha seguido adelante, no sólo gracias a la pericia o la visión de quienes ocupaban el cargo, sino porque Nosotros, el Pueblo, hemos permanecido fieles a los ideales de nuestros antepasados y a nuestros documentos fundacionales. Así ha sido. Y así debe ser con esta generación de estadounidenses.
Es bien sabido que estamos en medio de una crisis. Nuestro país está en guerra contra una red de violencia y odio de gran alcance. Nuestra economía se ha debilitado enormemente, como consecuencia de la codicia y la irresponsabilidad de algunos, pero también por nuestra incapacidad colectiva de tomar decisiones difíciles y preparar a la nación para una nueva era. Se han perdido casas; se han eliminado empleos; se han cerrado empresas. Nuestra sanidad es muy cara; nuestras escuelas tienen demasiados fallos; y cada día trae nuevas pruebas de que nuestros usos de la energía fortalecen a nuestros adversarios y ponen en peligro el planeta.
Estos son indicadores de una crisis, sujetos a datos y estadísticas. Menos fácil de medir pero no menos profunda es la destrucción de la confianza en todo nuestro territorio, un temor persistente de que el declive de Estados Unidos es inevitable y la próxima generación tiene que rebajar sus miras. Hoy os digo que los problemas que nos aguardan son reales. Son graves y son numerosos. No será fácil resolverlos, ni podrá hacerse en poco tiempo. Pero debes tener clara una cosa, América: los resolveremos.
Hoy estamos reunidos aquí porque hemos escogido la esperanza por encima del miedo, el propósito común por encima del conflicto y la discordia. Hoy venimos a proclamar el fin de las disputas mezquinas y las falsas promesas, las recriminaciones y los dogmas gastados que durante tanto tiempo han sofocado nuestra política.
Seguimos siendo una nación joven, pero, como dicen las Escrituras, ha llegado la hora de dejar a un lado las cosas infantiles. Ha llegado la hora de reafirmar nuestro espíritu de resistencia; de escoger lo mejor que tiene nuestra historia; de llevar adelante ese precioso don, esa noble idea, transmitida de generación en generación: la promesa hecha por Dios de que todos somos iguales, todos somos libres, y todos merecemos una oportunidad de buscar toda la felicidad que nos sea posible.
Al reafirmar la grandeza de nuestra nación, sabemos que esa grandeza no es nunca un regalo. Hay que ganársela. Nuestro viaje nunca ha estado hecho de atajos ni se ha conformado con lo más fácil. No ha sido nunca un camino para los pusilánimes, para los que prefieren el ocio al trabajo, o no buscan más que los placeres de la riqueza y la fama. Han sido siempre los audaces, los más activos, los constructores de cosas -algunos reconocidos, pero, en su mayoría, hombres y mujeres cuyos esfuerzos permanecen en la oscuridad- los que nos han impulsado en el largo y arduo sendero hacia la prosperidad y la libertad.
Por nosotros empaquetaron sus escasas posesiones terrenales y cruzaron océanos en busca de una nueva vida. Por nosotros trabajaron en condiciones infrahumanas y colonizaron el Oeste; soportaron el látigo y labraron la dura tierra. Por nosotros combatieron y murieron en lugares como Concord y Gettysburg, Normandía y Khe Sahn. Una y otra vez, esos hombres y mujeres lucharon y se sacrificaron y trabajaron hasta tener las manos en carne viva, para que nosotros pudiéramos tener una vida mejor. Vieron que Estados Unidos era más grande que la suma de nuestras ambiciones individuales; más grande que todas las diferencias de origen, de riqueza, de partido.
Ése es el viaje que hoy continuamos. Seguimos siendo el país más próspero y poderoso de la Tierra. Nuestros trabajadores no son menos productivos que cuando comenzó esta crisis. Nuestras mentes no son menos imaginativas, nuestros bienes y servicios no son menos necesarios que la semana pasada, el mes pasado ni el año pasado. Nuestra capacidad no ha disminuido. Pero el periodo del inmovilismo, de proteger estrechos intereses y aplazar decisiones desagradables ha terminado; a partir de hoy, debemos levantarnos, sacudirnos el polvo y empezar a trabajar para reconstruir Estados Unidos.
Porque, miremos donde miremos, hay trabajo que hacer. El estado de la economía exige actuar con audacia y rapidez, y vamos a actuar; no sólo para crear nuevos puestos de trabajo, sino para sentar nuevas bases de crecimiento. Construiremos las carreteras y los puentes, las redes eléctricas y las líneas digitales que nutren nuestro comercio y nos unen a todos. Volveremos a situar la ciencia en el lugar que le corresponde y utilizaremos las maravillas de la tecnología para elevar la calidad de la atención sanitaria y rebajar sus costes. Aprovecharemos el sol, los vientos y la tierra para hacer funcionar nuestros coches y nuestras fábricas. Y transformaremos nuestras escuelas y nuestras universidades para que respondan a las necesidades de una nueva era. Podemos hacer todo eso. Y todo lo vamos a hacer.
Ya sé que hay quienes ponen en duda la dimensión de mis ambiciones, quienes sugieren que nuestro sistema no puede soportar demasiados grandes planes. Tienen mala memoria. Porque se han olvidado de lo que ya ha hecho este país; de lo que los hombres y mujeres libres pueden lograr cuando la imaginación se une a un propósito común y la necesidad al valor.
Lo que no entienden los escépticos es que el terreno que pisan ha cambiado, que las manidas discusiones políticas que nos han consumido durante tanto tiempo ya no sirven. La pregunta que nos hacemos hoy no es si nuestro gobierno interviene demasiado o demasiado poco, sino si sirve de algo: si ayuda a las familias a encontrar trabajo con un sueldo decente, una sanidad que puedan pagar, una jubilación digna. En los programas en los que la respuesta sea sí, seguiremos adelante. En los que la respuesta sea no, los programas se cancelarán. Y los que manejemos el dinero público tendremos que responder de ello -gastar con prudencia, cambiar malos hábitos y hacer nuestro trabajo a la luz del día-, porque sólo entonces podremos restablecer la crucial confianza entre el pueblo y su gobierno.
Tampoco nos planteamos si el mercado es una fuerza positiva o negativa. Su capacidad de generar riqueza y extender la libertad no tiene igual, pero esta crisis nos ha recordado que, sin un ojo atento, el mercado puede descontrolarse, y que un país no puede prosperar durante mucho tiempo cuando sólo favorece a los que ya son prósperos. El éxito de nuestra economía ha dependido siempre, no sólo del tamaño de nuestro producto interior bruto, sino del alcance de nuestra prosperidad; de nuestra capacidad de ofrecer oportunidades a todas las personas, no por caridad, sino porque es la vía más firme hacia nuestro bien común.
En cuanto a nuestra defensa común, rechazamos como falso que haya que elegir entre nuestra seguridad y nuestros ideales. Nuestros Padres Fundadores, enfrentados a peligros que apenas podemos imaginar, elaboraron una carta que garantizase el imperio de la ley y los derechos humanos, una carta que se ha perfeccionado con la sangre de generaciones. Esos ideales siguen iluminando el mundo, y no vamos a renunciar a ellos por conveniencia. Por eso, a todos los demás pueblos y gobiernos que hoy nos contemplan, desde las mayores capitales hasta la pequeña aldea en la que nació mi padre, os digo: sabed que Estados Unidos es amigo de todas las naciones y todos los hombres, mujeres y niños que buscan paz y dignidad, y que estamos dispuestos a asumir de nuevo el liderazgo.
Recordemos que generaciones anteriores se enfrentaron al fascismo y el comunismo no sólo con misiles y carros de combate, sino con alianzas sólidas y convicciones duraderas. Comprendieron que nuestro poder no puede protegernos por sí solo, ni nos da derecho a hacer lo que queramos. Al contrario, sabían que nuestro poder crece mediante su uso prudente; nuestra seguridad nace de la justicia de nuestra causa, la fuerza de nuestro ejemplo y la moderación que deriva de la humildad y la contención.
Somos los guardianes de este legado. Guiados otra vez por estos principios, podemos hacer frente a esas nuevas amenazas que exigen un esfuerzo aún mayor, más cooperación y más comprensión entre naciones. Empezaremos a dejar Irak, de manera responsable, en manos de su pueblo, y a forjar una merecida paz en Afganistán. Trabajaremos sin descanso con viejos amigos y antiguos enemigos para disminuir la amenaza nuclear y hacer retroceder el espectro del calentamiento del planeta. No pediremos perdón por nuestra forma de vida ni flaquearemos en su defensa, y a quienes pretendan conseguir sus objetivos provocando el terror y asesinando a inocentes les decimos que nuestro espíritu es más fuerte y no podéis romperlo; no duraréis más que nosotros, y os derrotaremos.
Porque sabemos que nuestra herencia multicolor es una ventaja, no una debilidad. Somos una nación de cristianos y musulmanes, judíos e hindúes, y no creyentes. Somos lo que somos por la influencia de todas las lenguas y todas las culturas de todos los rincones de la Tierra; y porque probamos el amargo sabor de la guerra civil y la segregación, y salimos de aquel oscuro capítulo más fuertes y más unidos, no tenemos más remedio que creer que los viejos odios desaparecerán algún día; que las líneas tribales pronto se disolverán; y que Estados Unidos debe desempeñar su papel y ayudar a iniciar una nueva era de paz.
Al mundo musulmán: buscamos un nuevo camino hacia adelante, basado en intereses mutuos y mutuo respeto. A esos líderes de todo el mundo que pretenden sembrar el conflicto o culpar de los males de su sociedad a Occidente: sabed que vuestro pueblo os juzgará por lo que seáis capaces de construir, no por lo que destruyáis. A quienes se aferran al poder mediante la corrupción y el engaño y acallando a los que disienten, tened claro que la historia no está de vuestra parte; pero estamos dispuestos a tender la mano si vosotros abrís el puño.
A los habitantes de los países pobres: nos comprometemos a trabajar a vuestro lado para conseguir que vuestras granjas florezcan y que fluyan aguas potables; para dar de comer a los cuerpos desnutridos y saciar las mentes sedientas. Y a esas naciones que, como la nuestra, disfrutan de una relativa riqueza, les decimos que no podemos seguir mostrando indiferencia ante el sufrimiento que existe más allá de nuestras fronteras, ni podemos consumir los recursos mundiales sin tener en cuenta las consecuencias. Porque el mundo ha cambiado, y nosotros debemos cambiar con él.
Mientras reflexionamos sobre el camino que nos espera, recordamos con humilde gratitud a esos valerosos estadounidenses que en este mismo instante patrullan desiertos lejanos y montañas remotas. Tienen cosas que decirnos, del mismo modo que los héroes caídos que yacen en Arlington nos susurran a través del tiempo. Les rendimos homenaje no sólo porque son guardianes de nuestra libertad, sino porque encarnan el espíritu de servicio, la voluntad de encontrar sentido en algo más grande que ellos mismos. Y sin embargo, en este momento -un momento que definirá a una generación-, ese espíritu es precisamente el que debe llenarnos a todos.
Porque, con todo lo que el gobierno puede y debe hacer, a la hora de la verdad, la fe y el empeño del pueblo norteamericano son el fundamento supremo sobre el que se apoya esta nación. La bondad de dar cobijo a un extraño cuando se rompen los diques, la generosidad de los trabajadores que prefieren reducir sus horas antes que ver cómo pierde su empleo un amigo: eso es lo que nos ayuda a sobrellevar los tiempos más difíciles. Es el valor del bombero que sube corriendo por una escalera llena de humo, pero también la voluntad de un padre de cuidar de su hijo; eso es lo que, al final, decide nuestro destino.
Nuestros retos pueden ser nuevos. Los instrumentos con los que los afrontamos pueden ser nuevos. Pero los valores de los que depende nuestro éxito -el esfuerzo y la honradez, el valor y el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo- son algo viejo. Son cosas reales. Han sido el callado motor de nuestro progreso a lo largo de la historia. Por eso, lo que se necesita es volver a estas verdades. Lo que se nos exige ahora es una nueva era de responsabilidad, un reconocimiento, por parte de cada estadounidense, de que tenemos obligaciones con nosotros mismos, nuestro país y el mundo; unas obligaciones que no aceptamos a regañadientes sino que asumimos de buen grado, con la firme convicción de que no existe nada tan satisfactorio para el espíritu, que defina tan bien nuestro carácter, como la entrega total a una tarea difícil.
Éste es el precio y la promesa de la ciudadanía. Ésta es la fuente de nuestra confianza; la seguridad de que Dios nos pide que dejemos huella en un destino incierto. Éste es el significado de nuestra libertad y nuestro credo, por lo que hombres, mujeres y niños de todas las razas y todas las creencias pueden unirse en celebración en este grandioso Mall y por lo que un hombre a cuyo padre, no hace ni 60 años, quizá no le habrían atendido en un restaurante local, puede estar ahora aquí, ante vosotros, y prestar el juramento más sagrado.
Marquemos, pues, este día con el recuerdo de quiénes somos y cuánto camino hemos recorrido. En el año del nacimiento de Estados Unidos, en el mes más frío, un pequeño grupo de patriotas se encontraba apiñado en torno a unas cuantas hogueras mortecinas a orillas de un río helado. La capital estaba abandonada. El enemigo avanzaba. La nieve estaba manchada de sangre. En un momento en el que el resultado de nuestra revolución era completamente incierto, el padre de nuestra nación ordenó que leyeran estas palabras:
"Que se cuente al mundo futuro... que en el más profundo invierno, cuando no podía sobrevivir nada más que la esperanza y la virtud... la ciudad y el campo, alarmados ante el peligro común, se apresuraron a hacerle frente".
América. Ante nuestros peligros comunes, en este invierno de nuestras dificultades, recordemos estas palabras eternas. Con esperanza y virtud, afrontemos una vez más las corrientes heladas y soportemos las tormentas que puedan venir. Que los hijos de nuestros hijos puedan decir que, cuando se nos puso a prueba, nos negamos a permitir que se interrumpiera este viaje, no nos dimos la vuelta ni flaqueamos; y que, con la mirada puesta en el horizonte y la gracia de Dios con nosotros, seguimos llevando hacia adelante el gran don de la libertad y lo entregamos a salvo a las generaciones futuras. Gracias, que Dios os bendiga, que Dios bendiga a América. (Discurso de toma de posesión de Barack Hussein Obama como presidente de los Estados Unidos de América, 20 de enero de 2009)
Busto de Pericles
“Ciudadanos:
La mayoría de los que aquí han hablado anteriormente elogian al que añadió a la costumbre el que se pronunciara públicamente este discurso, como algo hermoso en honor de los enterrados a consecuencia de las guerras. Aunque lo que a mí me parecería suficiente es que, ya que llegaron a ser de hecho hombres valientes, también de hecho se patentizara su fama como ahora mismo ven en torno a este túmulo que públicamente se les ha preparado; y no que las virtudes de muchos corran el peligro de ser creídas según que un solo hombre hable bien o menos bien. Pues es difícil hablar con exactitud en momentos en los que difícilmente está segura incluso la apreciación de la verdad. Pues el oyente que ha conocido los hechos y es benévolo, pensará quizá que la exposición se queda corta respecto a lo que él quiere y sabe; en cambio quien no los conoce pensará, por envidia, que se está exagerando, si oye algo que está por encima de su propia naturaleza. Pues los elogios pronunciados sobre los demás se toleran sólo hasta el punto en que cada cual también cree ser capaz de realizar algo de las cosas que oyó; y a lo que por encima de ellos sobrepasa, sintiendo ya envidia, no le dan crédito. Mas, puesto que a los antiguos les pareció que ello estaba bien, es preciso que también yo, siguiendo la ley, intente satisfacer lo más posible el deseo y la expectación de cada uno de vosotros.
Comenzaré por los antepasados, lo primero; pues es justo y al mismo tiempo conveniente que en estos momentos se les conceda a ellos esta honra de su recuerdo. Pues habitaron siempre este país en la sucesión de las generaciones hasta hoy, y libre nos lo entregaron gracias a su valor. Dignos son de elogio aquéllos, y mucho más lo son nuestros propios padres, pues adquiriendo no sin esfuerzo, además de lo que recibieron, cuanto imperio tenemos, nos lo dejaron a nosotros, los de hoy en día. Y nosotros, los mismos que aún vivimos y estamos en plena edad madura, en su mayor parte lo hemos engrandecido, y hemos convertido nuestra ciudad en la más autárquica, tanto en lo referente a la guerra como a la paz. De estas cosas pasaré por alto los hechos de guerra con los que se adquirió cada cosa, o si nosotros mismos o nuestros padres rechazamos al enemigo, bárbaro o griego, que valerosamente atacaba, por no querer extenderme ante quienes ya lo conocen. En cambio, tras haber expuesto primero desde qué modo de ser llegamos a ellos, y con qué régimen político y a partir de qué caracteres personales se hizo grande, pasaré también, luego al elogio de los muertos, considerando que en el momento presente no sería inoportuno que esto se dijera, y es conveniente que lo oiga toda esta asamblea de ciudadanos y extranjeros.
Tenemos un régimen político que no se propone como modelo las leyes de los vecinos, sino que más bien es él modelo para otros. Y su nombre, como las cosas dependen no de una minoría, sino de la mayoría, es Democracia. A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en los conflictos privados, mientras que para los honores, si se hace distinción en algún campo, no es la pertenencia a una categoría, sino el mérito lo que hace acceder a ellos; a la inversa, la pobreza no tiene como efecto que un hombre, siendo capaz de rendir servicio al Estado, se vea impedido de hacerlo por la oscuridad de su condición. Gobernamos liberalmente lo relativo a la comunidad, y respecto a la suspicacia recíproca referente a las cuestiones de cada día, ni sentimos envidia del vecino si hace algo por placer, ni añadimos nuevas molestias, que aun no siendo penosas son lamentables de ver. Y al tratar los asuntos privados sin molestarnos, tampoco transgredimos los asuntos públicos, más que nada por miedo, y por obediencia a los que en cada ocasión desempeñan cargos públicos y a las leyes, y de entre ellas sobre todo a las que están dadas en pro de los injustamente tratados, y a cuantas por ser leyes no escritas comportan una vergüenza reconocida.
Y también nos hemos procurado frecuentes descansos para nuestro espíritu, sirviéndonos de certámenes y sacrificios celebrados a lo largo del año, y de decorosas casas particulares cuyo disfrute diario aleja las penas. Y a causa de su grandeza entran en nuestra ciudad toda clase de productos desde toda la tierra, y nos acontece que disfrutamos los bienes que aquí se producen para deleite propio, no menos que los bienes de los demás hombres.
Y también sobresalimos en los preparativos de las cosas de la guerra por lo siguiente: mantenemos nuestra ciudad abierta y nunca se da el que impidamos a nadie (expulsando a los extranjeros) que pregunte o contemple algo —al menos que se trate de algo que de no estar oculto pudiera un enemigo sacar provecho al verlo—, porque confiamos no más en los preparativos y estratagemas que en nuestro propio buen ánimo a la hora de actuar. Y respecto a la educación, éstos, cuando todavía son niños, practican con un esforzado entrenamiento el valor propio de adultos, mientras que nosotros vivimos plácidamente y no por ello nos enfrentamos menos a parejos peligros. Aquí está la prueba: los lacedemonios nunca vienen a nuestro territorio por sí solos, sino en compañía de todos sus aliados; en cambio nosotros, cuando atacamos el territorio de los vecinos, vencemos con facilidad en tierra extranjera la mayoría de las veces, y eso que son gentes que se defienden por sus propiedades. Y contra todas nuestras fuerzas reunidas ningún enemigo se enfrentó todavía, a causa tanto de la preparación de nuestra flota como de que enviamos a algunos de nosotros mismos a puntos diversos por tierra. Y si ellos se enfrentan en algún sitio con una parte de los nuestros, si vencen se jactan de haber rechazado unos pocos a todos los nuestros, y si son vencidos, haberlo sido por la totalidad. Así pues, si con una cierta indolencia más que con el continuo entrenarse en penalidades, y no con leyes más que con costumbres de valor queremos correr los riesgos, ocurre que no sufrimos de antemano con los dolores venideros, y aparecemos llegando a lo mismo y con no menos arrojo que quienes siempre están ejercitándose. Por todo ello la ciudad es digna de admiración y aun por otros motivos.
Pues amamos la belleza con economía y amamos la sabiduría sin blandicie, y usamos la riqueza más como ocasión de obrar que como jactancia de palabra. Y el reconocer que se es pobre no es vergüenza para nadie, sino que el no huirlo de hecho, eso sí que es más vergonzoso. Arraigada está en ellos la preocupación de los asuntos privados y también de los públicos; y estas gentes, dedicadas a otras actividades, entienden no menos de los asuntos públicos. Somos los únicos, en efecto, que consideramos al que no participa de estas cosas, no ya un tranquilo, sino un inútil, y nosotros mismos, o bien emitimos nuestro propio juicio, o bien deliberamos rectamente sobre los asuntos públicos, sin considerar las palabras un perjuicio para la acción, sino el no aprender de antemano mediante la palabra antes de pasar de hecho a ejecutar lo que es preciso. Pues también poseemos ventajosamente esto: el ser atrevidos y deliberar especialmente sobre lo que vamos a emprender; en cambio en los otros la ignorancia les da temeridad y la reflexión les implica demora. Podrían ser considerados justamente los de mejor ánimo aquellos que conocen exactamente lo agradable y lo terrible y no por ello se apartan de los peligros. Y en lo que concierne a la virtud nos distinguimos de la mayoría, pues nos procuramos a los amigos, no recibiendo favores sino haciéndolos. Y es que el que otorga el favor es un amigo más seguro para mantener la amistad que le debe aquel a quien se lo hizo, pues el que lo debe es en cambio más débil, ya que sabe que devolverá el favor no gratuitamente sino como si fuera una deuda. Y somos los únicos que sin angustiarnos procuramos a alguien beneficios no tanto por el cálculo del momento oportuno como por la confianza en nuestra libertad.
Resumiendo, afirmo que la ciudad toda es escuela de Grecia, y me parece que cada ciudadano de entre nosotros podría procurarse en los más variados aspectos una vida completísima con la mayor flexibilidad y encanto. Y que estas cosas no son jactancia retórica del momento actual sino la verdad de los hechos, lo demuestra el poderío de la ciudad, el cual hemos conseguido a partir de este carácter. Efectivamente, es la única ciudad de las actuales que acude a una prueba mayor que su fama, y la única que no provoca en el enemigo que la ataca indignación por lo que sufre, ni reproches en los súbditos, en la idea de que no son gobernados por gentes dignas. Y al habernos procurado un poderío con pruebas más que evidentes y no sin testigos, daremos ocasión de ser admirados a los hombres de ahora y a los venideros, sin necesitar para nada el elogio de Homero ni de ningún otro que nos deleitará de momento con palabras halagadoras, aunque la verdad irá a desmentir su concepción de los hechos; sino que tras haber obligado a todas las tierras y mares a ser accesibles a nuestro arrojo, por todas partes hemos contribuido a fundar recuerdos imperecederos para bien o para mal. Así pues, éstos, considerando justo no ser privados de una tal ciudad, lucharon y murieron noblemente, y es natural que cualquiera de los supervivientes quiera esforzarse en su defensa.
Esta es la razón por la que me he extendido en lo referente a la ciudad enseñándoles que no disputamos por lo mismo nosotros y quienes no poseen nada de todo esto, y dejando en claro al mismo tiempo con pruebas ejemplares el público elogio sobre quienes ahora hablo. Y de él ya está dicha la parte más importante. Pues las virtudes que en la ciudad he elogiado no son otras que aquellas con que las han adornado estos hombres y otros semejantes, y no son muchos los griegos cuya fama, como la de éstos, sea pareja a lo que hicieron. Y me parece que pone de manifiesto la valía de un hombre, el desenlace que éstos ahora han tenido, al principio sólo mediante indicios, pero luego confirmándola al final. Pues es justo que a quienes son inferiores en otros aspectos se les valore en primer lugar su valentía en defensa de la patria, ya que borrando con lo bueno lo malo reportaron mayor beneficio a la comunidad que lo que la perjudicaron como simples particulares. Y de ellos ninguno flojeó por anteponer el disfrute continuado de la riqueza, ni demoró el peligro por la esperanza de que escapando algún día de su pobreza podría enriquecerse. Por el contrario, consideraron más deseable que todo esto el castigo de los enemigos, y estimando además que éste era el más bello de los riesgos decidieron con él vengar a los enemigos, optando por los peligros, confiando a la esperanza lo incierto de su éxito, estimando digno tener confianza en sí mismos de hecho ante lo que ya tenían ante su vista. Y en ese momento consideraron en más el defenderse y sufrir, que ceder y salvarse; evitaron una fama vergonzosa, y aguantaron el peligro de la acción al precio de sus vidas, y en breve instante de su Fortuna, en el esplendor mismo de su fama más que de su miedo, fenecieron.
Y así éstos, tales resultaron, de modo en verdad digno a su ciudad. Y preciso es que el resto pidan tener una decisión más firme y no se den por satisfechos de tenerla más cobarde ante los enemigos, viendo su utilidad no sólo de palabra, cosa que cualquiera podría tratar in extenso ante ustedes, que la conocéis igual de bien, mencionando cuántos beneficios hay en vengarse de los enemigos; antes por el contrario, contemplando de hecho cada día el poderío de la ciudad y enamorándose de él, y cuando les parezca que es inmenso, piensen que todo ello lo adquirieron unos hombres osados y que conocían su deber, y que actuaron con pundonor en el momento de la acción; y que si fracasaban al intentar algo no se creían con derecho a privar a la ciudad de su innata audacia, por lo que le brindaron su más bello tributo: dieron, en efecto, su vida por la comunidad, cosechando en particular una alabanza imperecedera y la más célebre tumba: no sólo el lugar en que yacen, sino aquella otra en la que por siempre les sobrevive su gloria en cualquier ocasión que se presente, de dicho o de hecho. Porque de los hombres ilustres tumba es la tierra toda, y no sólo la señala una inscripción sepulcral en su ciudad, sino que incluso en los países extraños pervive el recuerdo que, aun no escrito, está grabado en el alma de cada uno más que en algo material. Imiten ahora a ellos, y considerando que su libertad es su felicidad y su valor su libertad, no se angustien en exceso sobre los peligros de la guerra. Pues no sería justo que escatimaran menos sus vidas los desafortunados (ya que no tienen esperanzas de ventura), sino aquellos otros para quienes hay el peligro de sufrir en su vida un cambio a peor, en cuyo caso sobre todo serían mayores las diferencias si en algo fracasaran. Pues, al menos para un hombre que tenga dignidad, es más doloroso sufrir un daño por propia cobardía que, estando en pleno vigor y lleno de esperanza común, la muerte que llega sin sentirse.
Por esto precisamente no compadezco a ustedes, los padres de estos de ahora que aquí están presentes, sino que más bien voy a consolarles. Pues ellos saben que han sido educados en las más diversas experiencias. Y la felicidad es haber alcanzado, como éstos, la muerte más honrosa, o el más honroso dolor como ustedes y como aquellos a quienes la vida les calculó por igual el ser feliz y el morir. Y que es difícil convencerles de ello lo sé, pues tendrán múltiples ocasiones de acordarse de ellos en momentos de alegría para otros, como los que antaño también eran su orgullo. Pues la pena no nace de verse privado uno de aquellas cosas buenas que uno no ha probado, sino cuando se ve despojado de algo a lo que estaba acostumbrado. Preciso es tener confianza en la esperanza de nuevos hijos, los que aún están en edad, pues los nuevos que nazcan ayudarán en el plano familiar a acordarse menos de los que ya no viven, y será útil para la ciudad por dos motivos: por no quedar despoblada y por una cuestión de seguridad. Pues no es posible que tomen decisiones equitativas y justas quienes no exponen a sus hijos a que corran peligro como los demás. Y a su vez, cuantos han pasado ya la madurez, consideren su mayor ganancia la época de su vida en que fueron felices, y que ésta presente será breve, y alíviense con la gloria de ellos. Porque las ansias de honores es lo único que no envejece, y en la etapa de la vida menos útil no es el acumular riquezas, como dicen algunos, lo que más agrada, sino el recibir honores.
Por otra parte, para los hijos o hermanos de éstos que aquí están presentes veo una dura prueba (pues a quien ha muerto todo el mundo suele elogiar) y a duras penas podrían ser considerados, en un exceso de virtud por su parte, no digo iguales sino ligeramente inferiores. Pues para los vivos queda la envidia ante sus adversarios, en cambio lo que no está ante nosotros es honrado con una benevolencia que no tiene rivalidad. Y si debo tener un recuerdo de la virtud de las mujeres que ahora quedarán viudas, lo expresaré todo con una breve indicación. Para ustedes será una gran fama el no ser inferiores a vuestra natural condición, y que entre los hombres se hable lo menos posible de ustedes, sea en tono de elogio o de crítica.
He pronunciado también yo en este discurso, según la costumbre, cuanto era conveniente, y los ahora enterrados han recibido ya de hecho en parte sus honras; a su vez la ciudad va a criar a expensas públicas a sus hijos hasta la juventud, ofreciendo una útil corona a éstos y a los supervivientes de estos combates. Pues es entre quienes disponen de premios mayores a la virtud donde se dan ciudadanos más nobles. Y ahora, después de haber concluido los lamentos fúnebres, cada cual en honor de los suyos, márchense”. (Discurso de Pericles a la asamblea ateniense, en el 430 a.C.)
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1 comentario:
TE comento, y me quedo leyendo a Pericles.
He tenido problemas graves en mi ordenador, y he perdido prácticamente toda la información que tenía en él
Hoy, de casualidad, he dado de nuevo con tu blog, y eso me ha producido una gran alegría. Perdí tu cuenta de email, y no he podido contestarte adecuadamente. Perdona, ahora estoy aquí.
SEguimos con las tertulias, por si fueran de tu agrado.
Te dejo mi correo, y esta vez, si me contestas, prometo no perder tu dirección.
siesquenomecreonada@gmail.com
Un abrazo, desde la península,
Amelia (Psique)
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