El blog de HArendt - Pensar para comprender, comprender para actuar - Primera etapa: 2006-2008 # Segunda etapa: 2008-2020 # Tercera etapa: 2022-2024
martes, 2 de julio de 2024
De los últimos testigos
[ARCHIVO DEL BLOG] Ciudades. [Publicada el 08/07/2020]
El poema de cada día. Hoy, Una tarde adornada de palomas sublimes, de Paul Valéry (1871-1945)
Una tarde adornada de palomas sublimes
la doncella suavemente se peina al sol.
Roza en la onda al nenúfar con su pie de arrebol
y entibia sus dos manos errantes y morosas
tendiendo hacia el ocaso sus transparentes rosas.
Una onda inocente recorre en emoción
su piel: es que una flauta toca un absurdo son.
El músico, que tiene dientes de pedrería,
lanza una fútil brisa de sombra y fantasía
con el oculto beso que arriesga entre las flores.
Fría, ante el dulce juego de llantos y de amores,
ni haciéndose divina con una frase sola
de rosa, la belleza, gracias a su aureola,
en suelta cabellera de mirra perfumada
mira, con ojo augusto entre la crencha dorada
la luz que antes pasó entre sus manos abiertas.
Sobre su espalda húmeda cae una hoja muerta.
De la flauta, hasta el agua, cae una gota suave
y el pie puro se asusta como una bella ave
ebria de sombra...
Paul Valéry, 1871-1945
lunes, 1 de julio de 2024
De la geopolítica para un mundo conectado
ANTONIO R. RUBIO PLO
Mark Leonard, director del European Council of Foreign Relations, escribió hace dos décadas un libro con resonancias de triunfo, Por qué Europa liderará el siglo XXI, que el entonces Alto Representante de la PESC, Javier Solana, calificó de «optimismo contagioso», pues hablaba de un Nuevo Siglo Europeo y de las ventajas de la integración. El libro era, en definitiva, una entusiasta apología de la «estrategia normativa» de la UE, capaz de desplegar un destacado ámbito de influencia internacional. Sin embargo, en aquellos tiempos el mundo vivía impactado por las consecuencias del 11-S y la guerra de Irak, aunque Leonard no había perdido la esperanza en el orden internacional liberal y en el proceso de globalización. Luego llegarían la crisis financiera de 2008, el Brexit, la presidencia de Trump, la pandemia, la guerra de Ucrania… Pese a todo, Mark Leonard no se ha anclado en el pesimismo, sino que su respuesta ha sido un nuevo libro que se ajusta al principio de realidad y que ha dejado de lado las ingenuidades de obras como La tierra es plana (2005) del periodista Thomas L. Friedman, una de las obras más difundidas en la primera década del siglo XXI. Con La era «sin paz», Leonard ha reconocido que una época ha pasado y que hemos entrado en un período de inestabilidad, de un modo similar al politólogo búlgaro Ivan Krastev, amigo del autor, que en La luz que se apaga (2019) certificó la agonía del internacionalismo liberal.
Cabe intuir que a Mark Leonard le habrá supuesto un considerable esfuerzo escribir este libro. Dados sus antecedentes, los de su infancia en Bruselas, su condición de hijo de un exdiputado laborista europeísta y su combate intelectual por Europa, escribir puede ser un esfuerzo plúmbeo, sobre todo para un inglés que asistiría conmocionado al irracional triunfo del Brexit en 2016. Según él mismo reconoce, su primera intención sería hacer un apasionado alegato en favor de un «mundo abierto». Si lo hubiera hecho así, su libro habría pasado inadvertido. Pero al asumir el principio de realidad y no enmascararlo con un cargamento de buenas intenciones, su libro se ha convertido en una indispensable referencia para el conocimiento de un mundo agitado por toda clase de turbulencias. Es el mundo de la era «sin paz», en el que sigue habiendo guerras como la de Ucrania en el que conviven los armamentos convencionales y la tecnología más sofisticada. Esta guerra finalizará un día, aunque sea de manera provisional, pero el mundo hiperconectado, resultado de la globalización, seguirá sin conocer una auténtica paz.
Hoy podemos detectar dos tendencias en la opinión pública: la de los que rechazan la globalización y le atribuyen toda clase de males, y la de quienes imperturbables ante los hechos, contagiados por una especie de fatalismo del progreso, actúan como si no pasara nada. En cambio, Leonard asume los hechos y sus consecuencias. Al igual que tantos otros, él también creyó en que conectar el mundo podría traer una paz duradera. La integración de la economía, el transporte y las comunicaciones haría imposible las guerras. No era precisamente algo novedoso, pues, como recuerda Leonard, en 1909 el periodista Norman Angell publicó La gran ilusión, una apología del libre comercio como instrumento de paz, que bien podrían haber suscrito Kant o Adam Smith, y que le valió a su autor el Premio Nobel de la Paz en 1933. Sin embargo, el mundo conectado de nuestros días es una fuente de conflictos.
Esta obra podría llevar también el título de Geopolítica de la conexión, que da nombre a uno de sus capítulos. Quien se interese por la geopolítica debe de tener en cuenta los factores presentados en este libro y no enrocarse en teorías sobre control de territorios por grandes potencias, en las que importa más el fatalismo o determinismo geográfico que la actuación de los seres humanos. Por eso, no me resisto a transcribir este sintetizador párrafo del libro de Mark Leonard: «En los próximos años, es menos probable que los grandes conflictos geopolíticos giren en torno al control de la tierra y el mar. En su lugar, serán los pactos migratorios, los centros financieros extraterritoriales, las fábricas de fake news, las ayudas estatales, los chips informáticos, la protección de las inversiones y las guerras de divisas los que estarán en el ojo del huracán». Todas estas circunstancias las conoce bien Leonard, pues ha viajado a China, donde ha estado en sus centros de reconocimiento facial, ha visitado el Pentágono, la sede de Facebook, un museo de Teherán dirigido por los guardias revolucionarios o ha conversado con algunos líderes políticos como el presidente turco Erdogan.
El contraste con la realidad lo apreció el autor en su primer viaje a China en los inicios del siglo actual, cuando muchos en Occidente querían creer que los chinos se estaban adaptando al orden global, y que después de las transformaciones económicas llegaría la democracia liberal. El politólogo chino Yan Xuetong le ofrecería una perspectiva diferente: China no imitaría a Occidente y buscaría sus propios intereses nacionales. De ahí que Yan Xuetong sea considerado como el fundador de la escuela china de relaciones internacionales, y es destacable que en algunos de sus escritos no ha descartado un conflicto armado con Estados Unidos. En efecto, como bien resalta Leonard, no hay ningún telón de acero, ni de bambú, que separe a chinos y norteamericanos. Los vínculos de los dos países en economía y comercio son muy acentuados, pero esa conexión no aleja la posibilidad de un conflicto. Pekín no se ha convertido a las normas universales preconizadas por Occidente y sigue su propio camino para consolidarse como superpotencia, y el campo principal de batalla entre los dos países es el de la tecnología. La tecnología es la principal fuente de sospecha entre Pekín y Washington, pues ofrece la posibilidad de inmiscuirse en los respectivos asuntos internos.
Las impresiones de Leonard sobre el terreno se han visto completadas con largas jornadas de estudio y reflexión, imprescindibles para redactar un libro que debe bastante a la psicología. Por ejemplo, el libro de la psicóloga Pia Mellody, Afrontar la codependencia (1989), aplicable, según Leonard, a la política y las relaciones internacionales. En la codependencia los lazos entre los distintos actores se vuelven tóxicos, pero también resultan ineludibles. La conclusión, más emocional que racional, es que los problemas deben gestionarse más que solucionarse. Recuerda un tanto a la filosofía oriental del ying y el yang, que coexisten en lugar de sintetizarse. No es casual que Leonard encontrara el citado libro en una librería de Pekín, y eso le ha llevado a concluir que el mundo necesita de terapeutas más que de arquitectos, si bien nuestro autor desconfía de la palabrería psicológica. Personalmente este planteamiento me ha recordado en cierto modo la dialéctica de la oposición polar del filósofo Romano Guardini, formulada en 1925, que implica el rechazo de la síntesis hegeliana y marxista, y defiende la coexistencia de los opuestos. Un polo no destruye al otro, sino que tienen que coexistir. Puede, por tanto, existir una cierta unidad en la diversidad, lo que implicaría la conclusión, sin ir más lejos, de que la realidad es superior a las ideologías.
Otro libro influyente en el discurso de Mark Leonard es La geografía del pensamiento, del psicólogo social Richard Nisbett(2003), una recomendación que le hizo Andrew Marshall, un funcionario del Pentágono que fue director de la Oficina de Evaluación de Redes. Marshall fue un gran estudioso del pensamiento estratégico de Pekín, pero a Leonard le llamó la atención su escaso interés en hablar del armamento y la tecnología. Lo que más le interesaba era la comparación entre las distintas formas de pensar de chinos y estadounidenses. Los occidentales tienen pasión por las categorías abstractas, pero, en cambio, los chinos consideran que los acontecimientos no suceden los unos aislados de los otros, sino que forman parte de un todo en el que los elementos cambian continuamente. Del libro de Nisbett lo que más gustaba a Marshall era el experimento de la pecera: un estadounidense miraba directamente a los peces, dónde nadaban y su tamaño. En cambio, un chino fijaba su atención en la forma de la pecera, y las piedras y plantas que había en ella. A partir de ahí llegaba a una conclusión sobre las opciones que tenían los peces. Los chinos son, por tanto, maestros de la estrategia relacional, y en cambio, los norteamericanos lo son de la instrumental. Por lo demás, Marshall recomendó a Leonard la lectura de La propensión de las cosas: para una historia de la eficacia en China (2000) del sinólogo y filósofo François Jullien, donde se señala que los chinos no parten de planes preconcebidos sobre una realidad que debe de ser organizada. Por el contrario, creen que la realidad lleva implícita su propia organización. Tiene propensiones e inclinaciones que hay que saber detectar y aprovechar. Es lo que Jullien llama «potenciales de situación».
Leonard subraya que la conexión es esencial para nuestro bienestar. Pero los hechos han demostrado que no nos ha conducido a un mundo ideal regido por la cooperación. La conexión ha traído al mismo tiempo conflicto. De ahí que dedique amplios párrafos de su libro a reiterar que la envidia ha dividido a las sociedades del mundo conectado, una envidia que está muy relacionada con las ansias de imitación. Por otra parte, el deseo de estar conectados ha contribuido paradójicamente a la segregación en diferentes grupos identitarios. Por eso, la guerra cultural es también una guerra digital y en ella se transmite, entre otras cosas, la percepción de que las minorías amenazan a las mayorías que, supuestamente, serían minorías en sus propios países. De esa mentalidad participan tanto el America First de Donald Trump como la memoria trágica de aquellos países que siguen esgrimiendo su pasado colonial en la arena internacional.
En consecuencia, Leonard asegura que hay que poner los medios para «desarmar» la conexión, y para ello utiliza el símil del control de armamentos durante la Guerra Fría. Sin embargo, hay una diferencia: es una tarea que no corresponde únicamente a los estados. Es una labor que afecta a la gente corriente, a los que somos actores en un mundo conectado, pues las redes sociales son un instrumento principal de polarización. Podría calificarse de terapia de «desintoxicación», una tarea ardua y comparable al descorazonador mito de Sísifo, en el que hay que estar empezando una y otra vez. Esta terapia para la era «sin paz» la extrae Leonard de la psicología por medio de los siguientes pasos.
En primer lugar, hay que afrontar el problema de que las redes sociales exacerban la fragmentación y desatan la envidia y el resentimiento. En segundo lugar, hay que establecer límites sanos al panorama de polarización, y buscar, siguiendo al politólogo estadounidense Jonathan Haid, subrayar lo que la sociedad tiene en común en lugar de insistir sobre su diversidad, algo que hace que las personas vivan juntas sin llegar a conocerse. En tercer lugar, hay que ser realista sobre lo que se puede controlar. La humanidad tiene la difícil tarea de aprender a gobernar la tecnología que ha creado, y en el caso de China, Leonard recuerda que China no se derrumbará y que tampoco imitará a Estados Unidos. El realismo pasa por convivir con una China poderosa sin renunciar a los valores occidentales. En cuarto lugar, está el autocuidado, pues el mayor desafío al orden liberal no proviene ni de Rusia ni de China, sino de sus sociedades divididas. Toca, por tanto, rediseñar las políticas nacionales de educación, sanidad, asistencia social e industria para producir riqueza y distribuirla equitativamente. Por último, en quinto lugar, hay que buscar un consentimiento real de las personas, pues gobiernos y empresas han impulsado la conexión sin intentar garantizar el consentimiento, ni a escala nacional ni internacional.
La interdependencia conlleva conflicto y cooperación, y el riesgo de vivir una era en la que no se está oficialmente en guerra, pero nunca en paz. Una era del descontento generalizado. Estamos ante un mal psicológico, que no puede curarse con diseños utópicos de un mundo ideal. Antonio R. Rubio Plo es profesor de Relaciones Internacionales y de Historia del pensamiento político y analista de temas de política internacional.
[ARCHIVO DEL BLOG] El compromiso. [Publicada el 06/06/2018]
Hace unos días mi mujer y yo vimos en casa la película El espía, un film de Billy Ray estrenado en España en 2007 que relata la captura de un agente del FBI, Robert Philip Hanssen, que durante más de veinte años estuvo pasando información a la Unión Soviética, primero, y luego a Rusia, hasta que fue apresado en 2001 y condenado a cadena perpetua, que aún cumple. Hay una escena de la película en la que el joven agente que acabará por descubrirle habla con su padre, antiguo oficial de la marina de guerra, al que comenta las dudas que le atormentan a veces en su trabajo, lleno de trampas, traiciones y operaciones más o menos sucias. La lacónica respuesta del padre es toda una lección sobre el cumplimiento del deber por encima de cualquier otra consideración moral: "Sube al barco, haz tu trabajo y vuelve a casa"... Asocié la escena a lo que denunciaba Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén . Un estudio sobre la banalidad del mal. No me pregunten porqué, pero fue así. ¿Quizá por lo alegado por Eichmann, y tantos otros a lo largo de los tiempos, de que él "solo cumplía órdenes"?... Puede ser... Aunque en este caso, el significado de la frase pueda ser radicalmente distinto. Si leen esta entrada hasta el final quizá lo entiendan... O no... Y el perdido sea yo...
Rememoraba lo anterior leyendo la emotiva reseña del historiador Tomás Llorens en El País sobre la novela La peste, de Albert Camus, en la que analiza cuanto el libro contiene de exaltación de la idea de compromiso. Compromiso con la humanidad, pero sobre todo con uno mismo y con nuestra condición de hombre. Como a Llorens, de mi misma edad, la lectura de La peste me provocó una profunda impresión de la que ya dejé constancia en el blog en su día.
En el ecuador del franquismo, comienza diciendo Llorens, el compromiso político no era un dogma ideológico; era, simplemente, algo que corría prisa. Y una generación a la que luego se le negó el mérito se encargó de eso. Leí La peste, comenta, en el invierno de 1959-1960. Yo tenía 23 años y Camus me llegaba demasiado tarde y demasiado pronto. Demasiado tarde, porque, para entonces, yo ya había leído La náusea y los cuentos de El muro y estaba deslumbrado por Sartre. Demasiado pronto, porque mi experiencia vital era todavía demasiado corta para apreciar todo el valor literario de la novela.
El poema de cada día. Hoy, A Diotima. Hermoso ser, de Friedrich Hölderlin (1770-1843)
domingo, 30 de junio de 2024
Del doble rasero
OLIVIA MUÑOZ-ROJAS
26 JUN 2024 - El País
A juzgar por su ubicuidad, la expresión doble rasero, del inglés double standard, está entre los vocablos que mejor condensan el sentir político de la época actual. Similar a la expresión doble moral, se usó por primera vez en los años cincuenta, según el diccionario de inglés de Oxford que la define como “un conjunto de principios que se aplica de manera diferente y, por lo general, más rigurosa a un grupo de personas o circunstancias que a otro, especialmente: un código moral que impone estándares más severos de comportamiento sexual a las mujeres que a los hombres”. Su uso se ha generalizado en numerosos idiomas para señalar, además del género, otras discriminaciones que operan tanto en el interior de las sociedades como en las relaciones entre países. Como explica Coline de Senarclens, este trato diferente está legalmente sancionado en casos como el derecho al voto, que suele excluir a los menores y los extranjeros, pero “la mayoría de los dobles raseros son tácitos e informales, basados en convenciones sociales y en lo que es comúnmente compartido”.
Estas convenciones se manifiestan en cómo, consciente o inconscientemente, los reclutadores valoran un mismo currículo profesional según si el nombre es femenino o masculino. O en el modo en que las sociedades reaccionan ante expresiones de odio hacia un determinado colectivo respecto de cómo lo hacen cuando es otro colectivo el agredido. O en cómo, según el origen étnico y religioso de los perpetradores, los gobiernos etiquetan determinados actos violentos como terrorismo y otros como delitos de odio (por ejemplo, los atentados yihadistas respecto de los crímenes supremacistas blancos). O en la firmeza con que los gobiernos responden a las acciones militares de algunos países (como las de Rusia en Ucrania) y la tibieza que emplean con otros (como Israel en Gaza o Arabia Saudí en Yemen).
El sentimiento de agravio comparativo recorre a una parte importante de la ciudadanía global que considera que, pese a las convenciones jurídicas internacionales que reconocen derechos iguales para todos, las convenciones sociales imperantes siguen siendo las de un mundo estructurado conforme a una lógica de poder predominantemente patriarcal y, a menudo, colonial occidental. Al mismo tiempo, existe otra parte significativa de esta ciudadanía que se siente agraviada por las razones opuestas. Tanto en el Norte como el Sur y el Este Global, esta parte considera que la lucha contra el patriarcado y a favor de las minorías ha ido demasiado lejos. En el Norte Global, muchos consideran, además, que el cuestionamiento de los valores occidentales se ha extralimitado. En todas partes, habrían surgido nuevos dobles raseros que discriminan a los individuos y colectivos étnicos y culturales históricamente privilegiados, desde los varones blancos en Europa y América hasta los hindúes en la India o los malayos en Malasia.
Este choque de percepciones de la ciudadanía se refleja en una serie de posicionamientos intelectuales cruzados que refuerzan esas percepciones del público. Por una parte, estarían los pensadores de tradición progresista crítica que celebran una nueva ola emancipadora llamada a erradicar las diferentes formas que sigue tomando la injusticia en nuestras sociedades. Lo hacen además en el entendido de que el sexismo, el racismo y el clasismo se refuerzan mutuamente (lo que bell hooks definió como interseccionalidad) y que no se puede combatir un tipo de discriminación, por ejemplo la económica, sin combatir las demás. Piensan que la inclusión en pie de igualdad de una diversidad de apariencias, pertenencias y voces antaño silenciadas beneficia al conjunto de la sociedad humana, tanto al interior de los países como globalmente, haciéndola más libre y próspera.
Por su parte, los intelectuales de tradición conservadora e ilustrada denuncian el auge de una cultura de la victimización que jerarquiza a los individuos y los colectivos en función de cuán discriminados han estado en el pasado, confiriendo mayor estatus y privilegios a los más marginados dentro de los marginados (los últimos serán los primeros). Esta lógica generaría una competición nociva entre colectivos victimizados, reforzando estereotipos de debilidad y desvalimiento que restan agencia a los individuos que los conforman. Es más, sostienen pensadores como Christina Hoff Sommers, el énfasis en mejorar las oportunidades de las niñas estaría llevando a muchas sociedades a descuidar a los niños, no solo desplazándolos, sino imbuyéndolos de un sentimiento de culpa estructural. Del mismo modo, las políticas de cuotas y la discriminación positiva estarían minando la meritocracia, aupando a individuos exclusivamente por razón de su género, sexualidad y/o etnicidad en lugar de sus capacidades.
El principio mismo de igualdad de oportunidades estaría peligrando al discriminarse tácitamente contra los varones y los colectivos étnicos y sexuales mayoritarios. Alertan estos intelectuales contra un nuevo totalitarismo arcoíris que estaría poniendo en jaque la libertad de expresión, especialmente, en el ámbito cultural y educativo. Denuncian a los fascistas de la compasión, que juzgan duramente cualquier expresión presuntamente sexista, homófoba o racista, pero miran para otro lado cuando una mujer acosa a un hombre o un miembro de una minoría, por ejemplo, un inmigrante, ataca a la mayoría étnica y cultural de su entorno.
Pese a que la realidad, globalmente, demuestre lo contrario —esto es, que el poder sigue, mayoritariamente, en manos de varones y que la pertenencia a una mayoría étnica y/o sexual implica a priori más facilidades—, no se pueden obviar las percepciones y las experiencias, por escasamente representativas que sean, de quienes se sienten víctimas de nuevos dobles raseros. Muchos ciudadanos experimentan desconcierto, rabia y miedo ante la incipiente y profunda reconfiguración de “lo comúnmente compartido” que estamos viviendo y temen por su futuro y el de su herencia cultural, incluidos sus privilegios. Si bien resulta imprescindible no plegarse ante los contraataques de estos sectores, es importante recordar que los humanos tenemos una necesidad intrínseca de visibilidad, reconocimiento y respeto para prosperar como individuos y colectivos. Es necesario tener presente que el objetivo último de las luchas actuales no es desposeer a otros individuos y colectivos de ellos. La meta es lograr que nuestras convenciones sociales sean genuinamente ciegas a nuestras diversas características individuales y grupales a la hora de valorarnos unos a otros y permitirnos ocupar espacios de poder.
Habrá quien diga que los dobles raseros son consustanciales a nuestra naturaleza, que no hubo jamás civilización humana cuyas convenciones no estuvieran expresa o tácitamente basadas en el poder y la dominación de unos sobre otros. Mas, desde una perspectiva humanista crítica, no podemos abandonar la idea de que nuestras mentalidades y pactos de convivencia deben y pueden ser más justos y respetuosos con todos, exentos de dobles raseros. Esto exige seguir investigando sobre el modo en que concebimos y ejercemos el poder en todas sus escalas, desde la personal a la política y geopolítica.
Cada vez está más claro que los comportamientos abusivos que dañan la convivencia obedecen a patrones psicológicos y sociales que se repiten en todas estas escalas. No son patrimonio genético de ningún grupo y florecen en contextos de crisis acumuladas e incertidumbre material como el actual. A escala interpersonal, se puede contribuir a su desactivación con distintas técnicas, desde la comunicación expresa de límites hasta la escucha activa y la autorreflexión. A escala política y geopolítica, desactivarlos exige un mayor esfuerzo, pero el principio sería el mismo: firmeza desde el respeto y la empatía. Para salir del presente círculo vicioso de enfrentamiento y guerra e iniciar otro virtuoso más favorable al entendimiento, solo cabe perseverar en este esfuerzo de desescalada, individual y colectivamente. Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente.
[ARCHIVO DEL BLOG] Ultras y santos. [Publicada el 02/07/2015]
El poema de cada día. Hoy, Así mismo, de Giacomo Leopardi (1798-1837)