El pasado 20 de septiembre, Vox presentó en el Congreso una proposición no de ley en la que solicitaba la aplicación del artículo 155 de la Constitución para resolver de una vez el “problema lingüístico” de Cataluña. No es la primera ocasión en la que Vox intenta reventar el modelo de inmersión lingüística mediante el uso de artillería pesada, ni más ni menos que el art. 155 que se activó en el otoño de 2017. Este tipo de excesos retóricos sirven, sobre todo, para retratar al rival, es decir, para afianzar la idea de que si el PP no vota a favor de la propuesta, es porque sigue actuando como la “derechita cobarde”. Según explicó en el Congreso la diputada de Vox Georgina Trías Gil, “es irresponsable y puede resultar ofensivo hablar —como hace el señor Feijóo— de moderación, serenidad, centralidad y hasta cordialidad lingüística, cuando la realidad que viven miles de españoles es de opresión lingüística”.
El Partido Popular no cayó en la trampa y, con buen criterio, optó por no respaldar la iniciativa de Vox, con la excepción de una diputada que rompió la disciplina de partido y votó a favor, Cayetana Álvarez de Toledo. Lo verdaderamente sorprendente es que Ciudadanos, un partido que se reclama liberal en sus planteamientos económicos y políticos, se pusiera del lado de Vox apoyando la activación del 155. Efectivamente, resulta extraño por un doble motivo: primero, porque, como indican los datos, lo habitual es que Ciudadanos vote lo mismo que el PP; y, segundo, porque de un partido liberal se espera que las soluciones a un problema complejo como el de la lengua vayan más allá de la simple imposición.
A Ciudadanos le ha pasado como a tantas personas que se consideran liberales pero que dejan sus principios a un lado en cuanto se plantea la cuestión nacional y sus múltiples ramificaciones. Adoptan un tono doliente y victimista, pero a la vez extraordinariamente agresivo, para tratar todo lo que afecta al núcleo de su españolismo. Les altera el ánimo la Ley de Memoria Democrática, las críticas a la Monarquía, el cuestionamiento de la Transición, el ataque a los símbolos nacionales… o el acercamiento de los presos de ETA a prisiones del País Vasco. Y, sobre todo, viven casi como una ofensa personal la existencia del independentismo en Cataluña.
Ciudadanos ha estado en primera línea a la hora de caracterizar la crisis catalana de 2017 como un golpe de Estado, ante lo cual la única solución aceptable pasa por el encarcelamiento de sus líderes. Recuérdese, por ejemplo, que Edmundo Bal dejó su puesto de abogado del Estado porque consideró una indignidad política que el Gobierno, a través de la abogacía del Estado, no acusara a los independentistas de rebelión, pues, a su juicio, era evidente que había habido una violencia “grave, intensa y planificada”. Esta forma de hablar de los problemas nacionales no responde al ideario liberal, sino más bien a un nacionalismo español primario e intransigente. Tan sólo así se entiende que Ciudadanos participara en la famosa foto de Colón junto al PP y Vox, en una concentración por la unidad de España celebrada en 2019. Por aquel entonces, recuérdese, Vox no había sido aún “normalizado” por la derecha política y mediática del país. Pero allí fue el líder de Ciudadanos, a mostrarse tan acérrimo defensor de España como el líder de la ultraderecha.
Que un partido liberal sea engullido por el nacionalismo español ya había ocurrido antes. Recuérdese que UPyD sufrió una deriva similar a la de Ciudadanos, aunque lo que hizo descarrilar a aquel partido no fue la cuestión catalana, sino la del terrorismo. Una oposición visceral y poco reflexiva al proceso de paz ensayado por el Gobierno presidido por José Luis Rodríguez Zapatero llevó a UPyD a apoyar las tesis más truculentas, como que el Ejecutivo se estaba rindiendo ante ETA o que ETA estaba más fuerte que nunca. En esa deriva, la líder del partido, Rosa Díez, quien fuera en los años noventa consejera en el Gobierno vasco de la coalición forjada por PNV y PSE, se ha convertido en portavoz de las ideas más ultramontanas, expuestas en un tono brutal e incivil (basta oírla en el programa de Federico Jiménez Losantos, donde suelta perlas como esta: “El Gobierno ha pasado de ser socios de golpistas y proetarras a defensores de la pederastia”).
Tanto UPyD como Ciudadanos, dos partidos que, por cierto, comparten el padrinazgo del mismo grupo de intelectuales y escritores, se situaron en una posición tan netamente nacionalista española que sus votantes terminaron marchándose a partidos de la derecha como el PP y Vox que no presumen de liberales pero que gozan de mayor credibilidad para propugnarse como los grandes defensores de la nación española ante las supuestas amenazas que se ciernen sobre ella (la leyenda negra propagada por los países protestantes, los “podemitas”, los independentistas, los enemigos de los toros, la caza y otras tradiciones españolas, etc.). Si una persona asume las ideas de dicho nacionalismo, ¿por qué iba a votar un partido que se pretende liberal? Tanto Rosa Díez como Albert Rivera fueron socavando su imagen liberal, de manera que, al final, se consumó el éxodo de sus votantes hacia opciones aún más derechistas que las que ellos encarnaban.
La tradición liberal española siempre ha tenido problemas serios para reconciliar las tesis del liberalismo clásico (la defensa a ultranza de las libertades y los derechos individuales, el consentimiento popular como principio de toda autoridad política, la resolución de los conflictos mediante procedimientos democráticos y respetuosos con las diferencias de opiniones y valores que hay en toda sociedad) con los problemas territoriales que España arrastra desde hace un par de siglos. Parecía que la Constitución de 1978 podía ofrecer un cauce eficaz y duradero para la convivencia entre sentimientos e identidades nacionales muy diversos, pero hace tiempo que esa esperanza se ha frustrado. Los sedicentes liberales de nuestros días consideran que los nacionalismos vasco y catalán son incompatibles con la democracia, que sólo la nación española puede organizarse democráticamente. Se produce así una curiosa confusión, pues el discurso legitimador del nacionalismo español se construye precisamente como baluarte de los valores democráticos frente a los nacionalismos periféricos, que califican de iliberales y retrógados; pero eso, me temo, no es más que una coartada para reafirmar una vez más la primacía de la nación española y la irrelevancia política de cualesquiera otros sentimientos nacionales. Es decir, se supone en última instancia que no pueden coexistir los distintos nacionalismos, habiendo de prevalecer el único que es auténticamente democrático, el español. A pesar de su apariencia liberal, ese planteamiento, a mi juicio, solo responde a convicciones nacionalistas y resulta tan arbitrario como toda afirmación de superioridad nacional.
Estoy convencido de que, en estos tiempos de fragmentación, la presencia de un partido auténticamente liberal haría mucho bien a la política española y contribuiría a romper las inercias de muchas de nuestras políticas públicas. Los liberales siempre han sido muy imaginativos planteando soluciones. Por desgracia, los intentos de establecer un partido liberal en España han fracasado estrepitosamente y la causa última, me parece, ha sido la misma: la contaminación del nacionalismo español.
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