lunes, 13 de marzo de 2023

De la superación de los mitos en la Historia

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del historiador José Álvarez Junco, va de la superación de los mitos en la Historia. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. 
harendt.blogspot.com








Los sujetos de la historia
Discurso de investidura como Doctor ‘honoris causa’ por la UNED
JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO
10 MAR 2023 - El País
harendt.blogspot.com

El enunciado de esta intervención, Los sujetos de la historia, es demasiado amplio y, por tanto, poco preciso. Podría entenderse, por ejemplo, que quiero hoy hablar de quienes han protagonizado, o simplemente vivido, los hechos ocurridos en el pasado humano. Y no es así. Quiero referirme a los protagonistas de la historia como relato o visión sobre ese pasado, como parcela del conocimiento heredada por nosotros tras ser elaborada por sucesivas generaciones de historiadores o memorialistas. Así entendida, como narración, la historia ha cambiado mucho a lo largo del tiempo. Y yo quisiera referirme ahora a la evolución de sus actores o protagonistas a lo largo de las últimas décadas, incluso, a grandes rasgos, hasta casi a todo el último siglo. Una evolución vinculada, según creo, al cambio intelectual global vivido por mi generación, cuyo ciclo vital no se halla ya tan lejos del siglo, y tienen ante ustedes un ejemplo de ello.
Al comenzar aquel recorrido, la visión del pasado que se nos enseñaba a los niños de mi época se veía dominada por grandes sujetos, individuales o colectivos, a los que se nos presentaba con rasgos heroicos. A veces eran naciones, o pueblos, grupos humanos idealizados que actuaban de manera unánime, movidos por un ideal común. Otras, se trataba de individuos, personajes, los fundadores de la comunidad, los padres de la patria, rodeados de un aura religiosa e insertos en una visión providencial del mundo. En el origen de los tiempos, aquellos héroes, unidos o enfrentados entre sí, protegidos o perseguidos por los dioses, instrumentos suyos o rebeldes contra su poder, habrían luchado (a muerte, por supuesto) y forjado el mundo tal como es hoy: violento, jerarquizado, infeliz. Nosotros no podíamos soñar con cambiarlo ni aspirar a entrar en la esfera de los héroes. Lo que debíamos hacer era memorizar sus hazañas y recitarlas.
En nuestra cultura, el mito más extendido sobre el origen del mal y del dolor es el relato bíblico sobre el Paraíso Terrenal y la culpable desobediencia de Eva. Aquel mordisco a la manzana, gesto en apariencia inocuo pero causante de todo el mal y el dolor del mundo, se nos contaba a los niños en la escuela como un hecho cierto, que no necesitaba venir avalado documentalmente, igual que ocurría con lo más descollante del relato bíblico: la muerte de Abel a manos de Caín, el Diluvio Universal, Noé y el nuevo comienzo de la historia humana, las plagas de Egipto, la odisea del pueblo de Israel hasta alcanzar la Tierra Prometida… El pasado se veía en términos providenciales, previsto o planeado por un Dios omnipresente e infinitamente sabio y justo, que decía no tener nombre, pero que todos sabíamos se llamaba Jehovah y que premiaba o, sobre todo, castigaba, dominado a veces por la ira. Desde el punto de vista moral, se trataba de una inacabable sucesión de tragedias que encaminaban a la humanidad, encarnada en el pueblo israelita, hacia el bien (o el mal, en caso de prevalecer la influencia diabólica).
A esta visión religiosa acompañaba otro relato, paralelo, protagonizado por las naciones. En nuestro caso, el de los niños educados bajo el franquismo, España, un ente cuya existencia se remontaba casi al origen de los tiempos; y vinculado, desde luego, a una misión providencial, la defensa de la verdadera fe, privilegio que nos había concedido el Supremo Hacedor y que nos convertía, en definitiva, en Pueblo Elegido.
Esta primera fase de nuestra visión del mundo se correspondía con un enfoque mágico-infantil del pasado. Sus protagonistas eran héroes que nos protegían, entes malignos que nos amenazaban. Por supuesto, hemos superado aquello. Hoy, de adultos, ni los personajes ni el sentido del relato tienen ya ese carácter ético-sobrenatural. Pero conservamos todavía aspectos míticos, sobre todo en el esfuerzo implícito por reforzar los estados-nación existentes. Estos estados (España, Francia) son entidades terrenas, modernas, secularizadas, cuyos orígenes los profesionales más serios situamos en tiempos relativamente recientes y atribuimos a causas coyunturales; que pueden, o deberían poder, cambiar, en su extensión, en su estructura, en sus instituciones. Pero el gran público, y los propios dirigentes políticos cuando dejan traslucir su visión de la historia —por ejemplo, cuando inauguran un monumento que evoca un personaje o un episodio del pasado—, rodean de una faramalla sobrenatural propia de relatos más heroicos (no necesito recordar los mitos con que Putin rodea la invasión de Ucrania). Quienes ocupan situaciones de poder pueden conceder que sus instituciones tienen un origen histórico, pero sitúan este origen en un pasado tan remoto que las convierte en poco menos que naturales, únicas posibles en este momento y lugar. En cuanto a sus objetivos, los presentan como grandiosos y cargados de significado moral. Con lo que, en definitiva, acaban viendo el orden existente en términos sobrehumanos; y descartan como antinatural, utópica y destinada al fracaso cualquier tentación de crear nuevos marcos territoriales, nuevas estructuras jerárquicas, nuevos centros de poder.
Además de presentarnos como míticos los orígenes de la nación, los múltiples conflictos, las pugnas constantes, que jalonaban a continuación su historia, y que los niños debíamos recitar, se entendían siempre en términos de inocencia por nuestra parte y maldad por la de nuestros enemigos. Y digo “nuestra” o “nuestros” porque se nos hablaba de los antepasados en primera persona del plural y retroproyectándonos: se escribía “nuestra decadencia”, o incluso se decía que “decaímos”, en el siglo XVII, como si nosotros, los presentes, hubiéramos vivido en aquella época; no se pretendía tanto, pero sí que existía ya entonces una identidad colectiva, viva, que era la misma de la que hoy nosotros somos portadores. En cuanto al relato en sí, era una constante sucesión de guerras; los cinco siglos de dominio romano en la península, por ejemplo, en los que reinó la paz, la prosperidad, se construyeron calzadas, puentes, se fundaron casi todas las ciudades hoy existentes, se implantó la lengua que es origen de la actual y se predicó la religión hoy dominante, apenas ocupaban unas líneas, comparadas con las largas páginas dedicadas a Numancia, Viriato y la resistencia anti-romana. Lo importante eran las guerras, especialmente las libradas para preservar la identidad.
En esas guerras sin fin, el “nosotros” al que me acabo de referir nunca había sido el agresor. Los españoles se habían limitado siempre a defender su territorio contra constantes intentos de invasión violenta: cartagineses, griegos, romanos, musulmanes.
Esta explicación no podía aplicarse de manera mecánica, obviamente, a luchas desarrolladas fuera de la península Ibérica, el espacio natural de los españoles, en tierras ocupadas con violencia precisamente por los españoles: América, por ejemplo. Situación que se resolvía argumentando que no se había luchado por egoísmo ni ambición de dominar territorios o pueblos, sino con el muy loable y desinteresado propósito de defender o propagar la verdadera religión.
La nación actuaba, en general, de manera colectiva y directa (excepto cuando se desgarraba en divisiones o luchas “intestinas”, el peor de los males imaginables). Así lo habían hecho saguntinos o numantinos, o el “pueblo español” alzado en armas contra la invasión árabe-musulmana o la francesa de 1808. Unánimemente, porque esos sujetos colectivos idealizados se presentaban como inspirados por un ideal, el mismo siempre y para todos; aunque se distinguían en ellos unas élites que dirigían y unas masas que imitaban, como había explicado por antonomasia un pensador español de primera magnitud, al que las malvadas historias de la filosofía publicadas en el extranjero tendían a relegar a un lugar menos relevante.
En un segundo momento, o segunda fase, el relato se secularizaba, pero no se desmitificaba. Acabábamos de superar la adolescencia, nos habíamos rebelado, nos habíamos declarado antifranquistas, habíamos dejado de ir a misa y presumíamos de vivir “fuera del sistema”. Abjurábamos de lo sobrenatural, de los milagros. Pero seguíamos viendo el pasado en términos trágicos, como lucha constante entre héroes que personificaban la virtud y el sacrificio y malvados que defendían la opresión y el egoísmo, o entre clases sociales o grupos étnicos que se oprimían unos a otros en su competición por territorios o recursos. El relato que dominó en mi generación, en su fase antifranquista, fue el marxista, con añadidos nacionalistas en el caso catalán. Ambos se oponían al nacionalismo español en que nos habían educado, que explicaba la pugna histórica sobre un esquema mítico y maniqueo. Pero ambos caían en réplicas paralelas a lo que combatían.
Bajo su apariencia de secularización y desmitificación, nuestra visión histórica, que tan precipitadamente declaramos “científica”, seguía estando regida por un esquema mítico, ya que se desplegaba en tres etapas que muy bien podrían llamarse paraíso, caída y redención. La etapa presente, aquella en la que nos encontramos los humanos actualmente vivos, es la segunda, la caída, marcada por luchas y sufrimientos.
El objetivo de aquella historia era incitar a la acción, a la movilización, a la rebeldía, para destruir o modificar el sistema de poder existente y retornar al paraíso. Es decir, para alcanzar la tercera etapa mítica. Claro que las explosiones de protesta pueden explicarse atribuyéndolos simplemente a un deseo de “mejorar”, de resolver, incluso parcialmente, los males que hoy sufrimos. Pero tal tipo de promesa es poca cosa, no conmueve ni moviliza las pasiones de un modo suficientemente eficaz. Lo que atrae de verdad es que alguien nos ofrezca la solución global, la definitiva, de los problemas humanos, la conclusión de toda conflictividad, la implantación de un orden justo y estable, desde hoy hasta el fin de los tiempos. Así lo hacían comunismos o fascismos.
Aquella promesa llevaba implícito el paso del actual segundo momento humano, el de conflictos y dolor, a un tercero de felicidad global y definitiva. Un objetivo, por definición, ilusorio, pero cuyo poder de atracción es tan alto que permite exigir la entrega absoluta del militante, del comprometido en la lucha, así como eliminar sin ningún tipo de reparos morales o prácticos a los egoístas, dubitativos o equivocados que obstaculicen nuestro avance hacia la felicidad colectiva.
El tema predilecto, en este tipo de planteamiento histórico, es la vida y la actuación del héroe que redimirá a la humanidad. Un héroe individual, para la historia conservadora: el legendario padre fundador de la nación, cuyo ejemplo moral y vital debe seguir inspirándonos hoy día. Un héroe colectivo, para la historia “social”: el pueblo, el proletariado, el movimiento obrero (que redimirá a la humanidad haciendo la revolución, estableciendo la igualdad y la justicia hasta el fin de los tiempos).
La fase actual en nuestra visión de la historia, la hoy dominante, está marcada, en principio, por la eliminación de mitos, en nombre de la ciencia y la madurez intelectual. Nuestra pretensión, la de los historiadores que hoy queremos ser serios, es descubrir y narrar los hechos ocurridos en el pasado y explicar en lo posible sus causas y consecuencias. Pero para ello, a diferencia de lo que se hacía antes, hoy renunciamos a conclusiones grandiosas. Queremos centrarnos en hechos concretos, parciales, sin elevarnos a un relato providencial sobre el conjunto de la historia humana.
En el momento actual, la actividad del historiador sigue consistiendo, desde luego, en narrar hechos y explicar su significado; pero este último no debe, salvo que se justifique de manera convincente, superar su contexto concreto, el lugar y la época en que ocurrió, los objetivos específicos que lanzaron a la acción a sus protagonistas. Nuestros relatos son parciales y limitados, como lo son los problemas que analizamos.
Las nuestras no son ya historias de reyes, gobernantes, grandes personajes políticos y militares, sino de los sometidos, de las estructuras de sumisión
Esa profesionalidad que idealizo exige, por un lado, renunciar a una visión global de la humanidad, marcada por un principio y un fin (una redención universal, próxima y definitiva). Los problemas que se narran pueden acabar siendo o no resueltos, pero su solución, en todo caso, no es definitiva. Son problemas, además, referidos a aspectos antes dejados de lado, por no relacionarse con el poder y sus círculos cercanos. Las nuestras no son ya historias de reyes, gobernantes, grandes personajes políticos y militares, sino de los sometidos, de las estructuras de sumisión, de grupos sociales más grises o neutrales ante el sistema de poder; o bien de grupos minoritarios, marcados por alguna singularidad cultural y, a veces, por esa misma razón, marginados u oprimidos. En cierto modo, y perdonen la simplificación, la evolución de la visión histórica a lo largo de los últimos cincuenta o setenta años podría sintetizarse como de los dirigentes a la nación; de la nación a la clase; y de la clase a las identidades culturales.
Todo lo dicho se vincula a la historia de mi generación, cuya primera fase vino marcada por lo enseñado en la escuela y trasmitido por la prensa o la radio bajo el franquismo: una historia nacional, cuyos personajes se valoraban, en definitiva, a partir del único y definitivo criterio de su aportación positiva o negativa a la construcción y el engrandecimiento de España.
La segunda fase fue la de nuestra rebeldía juvenil: nos enfrentamos con lo aprendido, nos negamos a seguir lanzando loas a los Tercios de Flandes o las Tres Carabelas, pero al final reprodujimos sus esquemas, aunque invirtiendo el papel de héroes y villanos. El movimiento obrero, visto hasta entonces como un factor negativo, de división interna, un obstáculo en el proceso de construcción nacional, pasó a ser el mesías redentor, el destinado a conducir a la humanidad a la futura y cercana revolución liberadora. Las élites sociales o políticas, en cambio, que antes acaudillaban a las masas en su avance hacia la plenitud nacional, eran ahora condenadas como “burguesía” explotadora u opresora, obstáculo maligno que se interponía en el camino hacia la libertad e igualdad, hacia la felicidad universal, en definitiva.
Y la tercera fase es la actual, la de la complejidad de la madurez. Como alguien que quiere comprender y juzgar de manera equilibrada, el historiador analiza los problemas del pasado de manera compleja, evitando simplificaciones y maniqueísmos. Y su posición se abstiene de ser, en principio, partidista o militante. No defiende, para empezar, una división tajante de la sociedad en clases sociales o grupos culturales, marcados por rasgos definibles en términos objetivos. Tampoco se sitúa a priori en favor de uno de los grupos en pugna. Lo que de ningún modo significa que sea neutral, aséptico, incapaz de lanzar juicios críticos sobre las cuestiones que originan los conflictos o la forma en que se desarrollan estos.
Lo que ha interesado al historiador, en definitiva (como a cualquier cabeza pensante), ha sido siempre él mismo, su propia realidad. Nuestro objeto de interés somos nosotros, ciudadanos que vivimos una situación histórica, estamos sometidos a un esquema de poder heredado y formamos parte de un grupo o sector social (de una “identidad colectiva”, cuando esta se define con más subjetividad). Nuestra peculiaridad, como historiadores, es, quizás, nuestra capacidad de disfrazarnos, de identificarnos con nuestros personajes o temas de estudio. Al principio, en la fase infantil, con dioses, héroes, grandes personajes mitológicos. Más tarde, en la rebelde, con la gente común, el pueblo, pero elevado a la categoría de objeto de la máxima opresión, de lo que se deriva su grandiosa misión redentora. Cuando la pugna se hace más compleja, con el grupo con el que nos identificamos y al que convertimos en protagonista de la historia. Y nosotros, los narradores de ese pasado, somos los profetas, el Merlín destinado a revelar su misión al Mesías, a despertarle del sopor en que se halla sumido y que le impide liberar de una vez a la Princesa sufriente (la nación oprimida, el pueblo trabajador explotado).
Tal misión redentora está frecuentemente ligada a la opresión misma de que se ha sido víctima. Es decir, lo excepcional de nuestros sufrimientos justifica lo grandioso de nuestra misión. Ocurre, por supuesto, en las religiones que hacen de los desposeídos y sufrientes los puros, los limpios de pecado y, por tanto, los elegidos y portavoces de Dios. Pero también en visiones supuestamente no religiosas, como el marxismo, que convierte al proletariado en redentor precisamente por representar la desposesión absoluta, la explotación suprema, la radical desposesión de bienes, lo cual hace de él no sólo el inspirador y dirigente de la rebelión final, sino alguien que, cuando triunfe, carecerá de recursos o de incentivos para oprimir a otros.
El objetivo es siempre convertir nuestra vida en centro de la historia; dotarla de interés. Lo que no toleramos es ser tan insignificantes como somos. No queremos vernos viviendo una vida gris, intermedia, sin ser más oprimidos y sufrientes que nuestros predecesores ni estar marcados por un destino más grandioso que nadie.
Sólo en la última fase, la de madurez, se comienza a comprender esto y se acepta renunciar a tan alta misión. Porque madurez significa humildad, significa no vernos como superhéroes, sino como vulgares seres humanos, semejantes a nuestros congéneres pasados y presentes. Pese a lo cual, nuestra historia es interesante, nuestra vida merece ser contada. Sigamos investigando, sigamos escribiendo, sobre nuestro pasado. Sigamos analizando al ser humano, intentando comprenderlo cada vez mejor. Pero, precisamente para poder hacer bien ese trabajo, renunciemos a rodearle de auras de excepcionalidad, de heroísmo, de martirio o de redención. Veámoslo como lo que es: un ser vivo, muy ajeno a lo sobrenatural, cuyos principales afanes son terrenales: mantenerse con vida, tener un trabajo digno y estable, un refugio y una vestimenta confortables, legar un futuro protegido a sus hijos.
Solo así, con una historia escrita a ras de tierra, sin elevarnos en ningún sentido a lo sobrehumano ni a lo mítico, haremos un trabajo serio, profesional, digno. Podremos contribuir a conocernos mejor y a dominar mejor nuestra realidad cercana. Y a facilitar la vida y la convivencia pacífica a generaciones futuras que, al leer lo que dejemos escrito, no se vean incitadas a concebir el pasado como enfrentamientos maniqueos, poblados por verdugos y víctimas, ni a retroproyectarse y retroproyectar a sus lectores —como herederos siempre de las inocentes víctimas— para predicar revanchas contra los supuestos herederos de los verdugos. Que nuestros libros, por el contrario, sirvan para comprender la complejidad de las tragedias del pasado y para evitar, en lo posible, las causas o situaciones que llevaron a ellas; pero sin proyectarnos como protagonistas de hechos que, además de ser muy complejos, ocurrieron mucho antes de que naciéramos.
No quiero terminar esta intervención sin un reconocimiento público de mi deuda hacia los amigos y seres queridos que me han acompañado en mi periplo vital. Algunos de ellos, con quienes tanto dialogué y con quienes compartí ilusiones, entusiasmos y batallas intelectuales, ya no están, lamentablemente, entre nosotros: Santos Juliá, Manolo Pérez Ledesma, Carlos Serrano, Jorge Reverte, a quienes no puedo olvidar hoy ni olvidaré nunca; sigo sintiendo que me acompañan y continúo mi diálogo con ellos; sé que es imaginario, que quien debate soy yo conmigo mismo, pero creo que lo merecen, que es la manera de mantenerles a mi lado, vivos; sólo desaparecerán definitivamente cuando dejemos de hablar con ellos los que les conocimos. También debo y quiero mencionar a mi mujer, María Jesús Iglesias, el encuentro más afortunado y la elección más acertada de mi vida. A nuestros hijos Quim, Cuca y María, y a nuestros nietos, de los que están aquí Martín, Nacho y Pablo, cuya presencia me emociona especialmente. Estos seres queridos son los bastones en que me apoyo cuando el mundo se tambalea a mi alrededor. Sin ellos, nada de lo que he hecho hubiera sido posible. Por eso, yo no debo recibir hoy honores sin hacer que suban, en este momento, simbólicamente conmigo a este estrado.
A todos ustedes, a todos vosotros, queridos amigos, agradezco vuestra compañía en un día como hoy; verme rodeado por tantos amigos sí que me sorprende, y me reconforta, y me hace pensar que sí, quizás es cierto que me merezco algún premio; porque tener a tantos y tan buenos amigos como los que están hoy aquí es una prueba rotunda de haber triunfado en la vida. De la Universidad Nacional de Educación a Distancia, quiero agradecer a Miguel Martorell, compañero y cómplice en tantas aventuras intelectuales, y a Paloma Aguilar, a quien me enorgullezco en proclamar mi alumna predilecta. Y por supuesto a la UNED, como institución, agradezco de todo corazón este alto reconocimiento, que sé bien que se debe más a la amistad que a la justicia, pues mi trabajo intelectual se halla muy lejos de merecerlo.



























[ARCHIVO DEL BLOG] Libros, lecturas, memoria. [Publicada el 11/10/2008]

 




Hace unos minutos que acabo de ver por televisión el último capítulo de la última temporada de la serie de televisión más premiada de la historia; sin duda, con todo merecimiento. Me estoy refiriendo, como es lógico y sabido, a "El Ala Oeste", la serie creada por Aaron Sorkin en 1999, que durante siete años consecutivos (hasta 2006) mantuvo en suspense a los telespectadores de medio mundo narrando los avatares del personal de la Casa Blanca al servicio del presidente Josiah Bartlet, (interpretado por Martin Sheen). Decir que me ha emocionado es poco decir; sencillamente, magnífica; lo mejor de lo mejor... No soy el primero, ni seguramente el último que lo dice, pero debería ser de "obligado visionado" en las Facultades de Ciencias Políticas. En fín, no se que voy a hacer ahora los sábados por la noche, momento en que la veía en soledad, cuando el resto de la familia dormía ya... Pura adicción... Casi mejor que el café. En estos días he leído tres interesantes artículos sobre libros y lecturas... El más reciente, hoy mismo, en la revista Babelia, del premio nobel turco Orhan Pamuk ("La memoria de Pamuk"). Un recorrido sentimental, en primera persona, sobre su pasión por los libros desde su más temprana juventud, que, salvando las distancias, me ha resultado muy "familiar". Lo recomiendo sinceramente. El segundo, es un reportaje firmado por el periodista Abel Grau ("Internet cambia la forma de leer... ¿y de pensar?"), publicado en El País de ayer, sobre la forma en que Internet está cambiando, a juicio de numerosos especialistas en comunicación, psicología y neurobiólogos, no sólo nuestra forma de leer, sino incluso nuestra forma de pensar, modificando los esquemas de funcionamiento del cerebro a la hora de procesar la información que recibe... ¿Ciencia ficción?, no lo se..., pero tengo que reconocer que no es lo mismo procesar la información obtenida a través de un libro determinado, la consulta de una bibliografía específica sobre un tema cualquiera en una biblioteca, la lectura detenida de un documento en un archivo, o lidiar con el caudal de información suministrada por la pantalla de un ordenador con solo teclear una determinada palabra en un buscador tipo como Google... ¿Verdad que no?... Muy interesante. El último artículo que deseaba comentar apareció en El País Semanal del pasado dómingo, 5 de octubre ("Sepa de libros sin leer ni una línea"), escrito por Íker Seisdedos. Un jocoso comentario sobre un jocoso libro a punto de publicarse en España por Anagrama ("Cómo hablar de los libros que no se han leído") escrito por el psicoanalista y profesor de literatura de la Universidad de París, Pierre Bayard. ¿Cuántos de los libros que tienen en su casa han leído ustedes?, pocos, ¿verdad?... Lo mismo me pasa a mi... En el margen derecho de mi blog ("A tres grados del Trópico de Cáncer hay unas islas...") en el apartado "Algunos de mis autores y libros favoritos", hay una serie de autores y de libros (sólo uno de cada autor), citados por orden alfabético; no están todos los leídos, pero si están leídos todos los citados... A pesar de ello, reconozco que ya no puedo mantener el ritmo de épocas pasadas. Y confieso, con pudor, mi enorme deuda con la gran y buena literatura que no he leído... Ohran Pamuk, en su artículo citado, recordaba el orgullo con que su padre veía como se llevaba "sus" libros a "su" biblioteca en ciernes... Yo lo hice con la de mi padre, un gran lector también hasta su ancianidad. Y veo con orgullo (sólo hasta cierto punto) que mis hijas arramblen con los libros de "mi" modesta biblioteca familiar para incrementar las suyas, pero sobre todo espero, deseo y pido a Atenea, diosa pagana de la Sabiduría, que mis nietos aprendan pronto a leer para que descubran por sí mismos el mundo maravilloso que se esconde en los libros... Que así sea y así se cumpla. HArendt










domingo, 12 de marzo de 2023

Del peligro de pensar

 







Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del genetista Javier Sampedro, va del peligro de pensar. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
harendt.blogspot.com










Cuidado con lo que piensas
JAVIER SAMPEDRO
09 MAR 2023 - El País
harendt.blogspot.com

“Un penique por tus pensamientos”, decían en las películas antiguas, y el interlocutor solía responder: “No valen tanto”. Nos hemos educado bajo el principio de que los pensamientos son privados, resultan inimputables y, en efecto, valen menos de un penique. Lo primero —que son privados— está dejando de ser cierto. Lo segundo y lo tercero vendrán detrás.
Es verdad que no entendemos aún cómo el cerebro construye una representación del mundo, pero no hace falta entenderlo para empezar a usarlo. Por ejemplo, ver un avión de pasajeros aterrizando implica un proceso de abstracción progresiva —líneas, ángulos, superficies, volúmenes, una gramática de las formas— que puede detectarse con unas técnicas de imagen tan habituales como la resonancia magnética. Los humanos no sabemos leer esas pautas neuronales para deducir de ellas lo que está viendo una persona, pero la inteligencia artificial sí. Muéstrale a la máquina los patrones de actividad cerebral y ella sabrá que estás viendo un avión que aterriza o un reloj en un campanario. El trabajo de Yu Takagi y Shinji Nishimoto, de la Universidad de Osaka, está pendiente de revisión por pares.
Que las matemáticas puedan deducir a partir de la actividad neuronal lo que está pensando una persona es una evidencia llamada a encender el pelo de los filósofos. Algunos, como los de la escuela misteriana, aducirán que, aun cuando exista una explicación neurológica del pensamiento, los humanos no podremos entenderla, y la verdad es que el hecho de que haya sido necesaria la inteligencia artificial parece darles la razón en este caso. Otros, en la estela de Charles Sanders Peirce, recuperarán su concepto de qualia, los elementos de la experiencia consciente, como la rojez del rojo o el dolor de una jaqueca, que según esta escuela son irreducibles a la actividad de un mero conjunto de objetos, como un circuito neuronal. Dejaremos para los pensadores del futuro la refutación de estos ejercicios de ingenio académico.
También puede uno salirse por la tangente argumentando que la representación mental de una imagen es una cosa, y el verdadero pensamiento es otra totalmente distinta. No lo es. Toda actividad mental se debe a —o más bien consiste en— la actividad de ciertas configuraciones de neuronas, y esto vale lo mismo para ver un reloj de campanario que para escribir la Crítica de la razón pura. Ver es activar neuronas. Pensar también, a menos que uno esté dispuesto a reivindicar el dualismo cartesiano o la existencia del alma como guías para el avance del conocimiento.
Entonces, si los pensamientos ya no son privados, ¿seguirán siendo inimputables? Eres inocente mientras sueñas, canta Tom Waits, pero ¿hasta qué punto lo eres mientras piensas? Imagina que estás pensando en robar la piedra lunar, un prodigioso diamante capaz de derrocar un reino, y un neurodetective lo deduce de tu escáner cerebral. ¿Debería detenerte? Tu abogado sostendrá que no, porque los pensamientos son privados, pero el fiscal aducirá que no lo son. ¿Y si en vez de robar una joya estás planeando envenenar a media ciudad? ¿O destruir el mundo?
No, tus pensamientos ya no valen menos de un penique. Pueden valer una fortuna, y también llevarte a la ruina. Son tan reales como el arma que guardas en tu cajón.































[ARCHIVO DEL BLOG] Hans Küng y la teología. [Publicada el 08/08/2009]











Creo que ya he comentado anteriormente que mis dos personajes favoritos de ficción, ambos femeninos, son los de Ifigenia (Eurípides: "Ifigenia en Áulide", Cátedra, Madrid, 2004), y el de Antígona (Sófocles: "Antígona", ibíd.). En cuanto a personajes de la vida real, entre mis contemporáneos más admirados, y por sólo citar dos, están la politóloga norteamericana de origen judeo-alemán, Hannah Arendt (1906-1975), y el teólogo suizo, católico, Hans Küng (1928). De Küng estoy leyendo en estos días con inmenso placer el segundo tomo de sus memorias: "Verdad controvertida. Memorias" (Trotta, Madrid, 2009), que abarca el período 1968-2007, con episodios tan relevantes como su enfrentamiento con el Santo Oficio romano (la Inquisición actual), la prohibición de enseñar dictada contra él por el papa Juan Pablo II, y las relaciones primero amistosas y luego tirantes, pero siempre respetuosas, con su excompañero de cátedra en la Universidad de Tubinga, Josep Ratzinger, ahora papa con el nombre de Benedicto XVI
No estoy intentando crear un paralelismo entre ellos, pero si el personaje de Ifigenia cautiva por su inocente voluntad de entrega a los dioses, hasta el sacrificio, los de Antígona, Arendt y Küng, son paradigmas de la voluntad de defender contra todos y frente a todos, su libertad de criterio y opinión, en búsqueda de la verdad. 
Mi primera lectura de Hans Küng fue su monumental "Ser cristiano" (Cristiandad, Madrid, 1974), hace más de treinta años, que me impresionó sobremanera, y que devoré durante unas vacaciones familiares en Mallorca. Luego, más tarde, y a lo largo de estos años, vendrían las lecturas de otros libros suyos como "¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo" (1978), "Proyecto de una ética mundial" (1990), "El judaísmo. Pasado, presente, futuro" (1991), "El cristianismo. Esencia e historia" (1994), "Libertad conquistada. Memorias" (2002), y "Credo. El símbolo de los apóstoles explicado al hombre de nuestro tiempo" (2007). También durante muchos años estuve suscrito y fui lector fiel de la edición española de la revista internacional de teología "Concilium", fundada por él. 
Ninguna de estas lecturas, ni de otras muchas sobre el cristianismo y las religiones de la tierra, ha hecho tambalear mi falta de fe en dios o la vida eterna. Sigo sin creer en ninguno de los dos, pero que nadie confunda falta de fe con falta de respeto por el fenómeno religioso, que no sólo no me es ajeno, sino que me interesa profundamente. Les recomiendo la lectura de estas memorias del gran teólogo suizo Hans Küng, estoy seguro de que disfrutarán de ellas y aprenderán lo que "vale un peine" cuando alguien se rebela contra la autoridad despótica de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana en búsqueda y defensa de la verdad esencial del cristianismo... En febrero de 2006, justo un mes antes de su propia muerte, la revista de filosofía "El Ciervo" publicaba un hermoso artículo del teólogo español Casiano Floristán, compañero de Hans Küng en la Universidad de Tubinga, en homenaje a su colega, titulado "Hans Küng, un teólogo muy generoso", que es un estupendo resumen de las vicisitudes teológicas, personales y vitales del gran teólogo suizo. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt











sábado, 11 de marzo de 2023

De muros y hogueras

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy, del filósofo Nuccio Ordine, va de muros y hogueras. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.
harendt.blogspot.com








Dos mil kilómetros de muro europeo
NUCCIO ORDINE
08 MAR 2023 - El País
harendt.blogspot.com

Los más de dos mil kilómetros de muros levantados en Europa contra los migrantes no han sido suficientes. Ni tampoco parecen serlo los miles de muertos en el Mediterráneo (¡no hay más que pensar en el trágico naufragio de hace unos días en Calabria, donde más de 70 migrantes perdieron la vida!). En el Consejo de Europa, muchos Estados miembros, siguiendo la estela de Viktor Orban, no dejan de exigir ulteriores barreras para proteger las fronteras nacionales de las invasiones de los “nuevos bárbaros”.
Así, en estos tristes días, no he podido sustraerme a la relectura de un hermoso cuento de Borges titulado La muralla y los libros, en el que el escritor argentino relaciona la empresa de construir murallas con la de quemar libros: “Leí, días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita muralla china fue aquel primer emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él. Que las dos vastas operaciones —las quinientas a seiscientas leguas de piedra opuestas a los bárbaros, la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado— procedieran de una persona y fueran de algún modo sus atributos, inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó”.
Se trata de dos acciones que comparten, en efecto, la ambición de “quemar” el pasado: los kilómetros de barreras de piedra contra los presuntos “enemigos” y la quema de bibliotecas tienden inevitablemente no solo a “abolir la historia”, sino también a borrar cualquier rastro de nuestra humanidad. Al fin y al cabo, quemar libros es una metáfora que ilustra radicalmente el dramático intento de reducir a cenizas toda forma de cultura.
Es el propio Borges, sin embargo, quien nos recuerda en Otras inquisiciones que, aunque sea imposible borrar definitivamente la memoria del pasado, nunca se debe bajar la guardia: “Es decir, el propósito de abolir el pasado ya ocurrió en el pasado y —paradójicamente— es una de las pruebas de que el pasado no se puede abolir. El pasado es indestructible; tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las cosas que vuelven es el proyecto de abolir el pasado”.
Italo Calvino, gran admirador del escritor argentino, alude también al tema del “dentro” y del “fuera”. En su novela, El barón rampante, el protagonista, Cosimo Piovasco di Rondò, decide pasar su vida entera en la copa de los árboles, dedicándose sobre todo a construir, desde lo alto, un mundo más justo y solidario. Y es precisamente en un contexto donde se habla de masonería cuando el hermano (la voz narradora) se lo imagina irrumpiendo en una reunión secreta mientras grita una frase que repetía a menudo: “¡Si levantas un muro, piensa en lo que queda fuera!”.
Construir muros, en efecto, significa encerrar nuestra propia vida dentro de una jaula asfixiante, de un espacio delimitado, de una prisión sin ósmosis con el exterior. Significa cultivar una visión insular y miserable del ser humano y del conocimiento. Y qué terrible prisión sería un mundo sin libros y sin cultura, un mundo limitado al estrecho perímetro del propio egoísmo y de la propia ignorancia. Los muros materiales y los muros mentales se retroalimentan. Son el resultado de un peligroso desconocimiento y de terribles prejuicios (ideológicos o raciales, ¡eso importa poco!). Tienden a justificar su propia existencia con las “buenas intenciones” de protegerse del otro, del desconocido, del extranjero.
En su afán de perseguir peligrosos mitos “identitarios”, muchos partidos políticos europeos han pisado el acelerador con el objetivo de borrar su pasado: ya no se acuerdan de sus propios migrantes, abuelos y padres que se esforzaron por recuperar la dignidad perdida en otros lugares. Han fomentado de manera despiadada una guerra de los pobres (que han pagado con dureza las últimas crisis económicas y están pagando las consecuencias de la guerra de Ucrania) contra otros pobres (que huyen desesperadamente del hambre y de los conflictos religiosos con la esperanza de reconstruir un futuro en países más ricos).
El único objetivo de estos cínicos “empresarios del miedo” es ganar las elecciones. Y lo hacen asumiendo posiciones políticas enormemente contradictorias. En América y Europa, los partidos de los muros abanderan la defensa de la vida: pretenden anular las leyes sobre el aborto y, contra toda evidencia científica, consideran un óvulo recién fecundado como un ser humano. Defienden instrumentalmente a un cigoto, pero luego se encarnizan contra niños y adultos, en carne y hueso, que arriesgan su propia existencia para aspirar a una vida mejor.
Un sacerdote y escritor calabrés, Vincenzo Padula, ya les contestó con eficacia. En uno de sus artículos, publicado en 1894, exhortaba a los fieles a adorar no solo a los cristos de madera en las iglesias, sino sobre todo a los cristos de carne y hueso en las calles. Un cristianismo auténtico —defendido valientemente por el papa Francisco— muy distante del que evocan los partidos que luchan contra el aborto y contra cualquier forma de unión que no coincida con la llamada “familia natural” (padre, madre e hijos). ¿De qué sirve tanto furor religioso si, mortificando toda forma de solidaridad humana, se conculcan los sacrosantos derechos de los muchos cristos de carne y hueso que atestan nuestras dramáticas crónicas cotidianas?




























[ARCHIVO DEL BLOG] Roma. [Publicada el 18/04/2011]








Comencé a escribir esta entrada el 15 de mayo de 2010. Mi intención era hacer un relato sobre los recuerdos que tenía de Roma. Y lo primero que recordaba es que, de entrada, lo que más me había impresionado no había sido su monumentalidad, ni su historia, ni la exuberancia barroca de sus iglesias, plazas y fuentes, ni el esplendoroso testimonio de sus ruinas milenarias. No, lo que me había impresionado a primera vista había sido el caótico tráfico de la ciudad: un caos autordenado, eso sí, que parecía funcionar y sonar como una sinfonía de perfecta ejecución. Luego fui descubriendo todos los demás encantos y emociones que Roma guarda para el visitante, claro está, pero mi primera impresión de Roma fue algo tan prosaico como lo citado. 
He guardado ese borrador celosamente durante once meses en la memoria de mi portátil (uno más del centenar que tengo almacenado en ella como posibles nuevas entradas del blog) y no creo que hubiera acabado publicado sino llegar a ser por la intromisión, brillante como casi todas las suyas, de mi hija Ruth de hace unos días, que me ha animado a rescatarla. La publico sin terminar; tal y como la dejé en su momento, apenas esbozada. Con una salvedad, que no dejen de leer el delicioso reportaje que me llevó a escribirla...  Apareció publicado en la revista El Viajero de esa misma fecha, firmado por el periodista Enric González, con el título de "Historias de Roma". Reportaje que termina con la encomiosa recomendación del autor de que no se pierdan si tienen ocasión de presenciarlo el más maravilloso de los espectáculos que un mortal puede gozar en la Ciudad Eterna: ver caer la nieve en el interior del Panteón... Yo no lo he visto, aún, pero espero hacerlo algún día. En cada una de las ocasiones en que he visitado Roma, me he dejado muchas cosas por ver premeditadamente. Así, siempre encuentro una excusa para volver... La próxima tengo claro que me gustaría pasar una noche entera de verano deambulando por el Trastévere. Les dejo con mi crónica inacabada sobre Roma. Quizá en algún momento me anime a continuarla; solo quizá... 
Quince días en Roma dan para mucho, o para poco… Depende de las dotes de organización del visitante, de sus gustos estéticos, de sus posibilidades económicas, de su capacidad física. Sí, de su capacidad física, pues las calles de Roma están empedradas con adoquines y el asfalto brilla por su ausencia aun en las avenidas más afamadas y transitadas. Y además, lo de las Siete Colinas sobre las que se asentaba la ciudad en su fundación, se hace notar al paseante.
Lo primero que percibe el viajero nada más llegar a Roma es la fluidez con que discurre el aparente caos circulatorio de la ciudad. Es como si ese caos se autorganizara entre automovilistas, motoristas (¡muchos motoristas!) y peatones, que interaccionan entre sí, cada uno a su aire, sin inmiscuirse unos en la ruta de otros. Ves muchos policías y carabineros armados custodiando los numerosos edificios oficiales del centro de la ciudad, pero desde luego a ninguno de ellos parece preocuparles lo más mínimo la circulación. Los pasos de cebra no existen, o sólo son pintadas en el suelo; los semáforos, un adorno más de la ciudad. Los coches, y sobre todos las motos, circulan a una velocidad endiablada sorteándose unos a otros y, por supuesto, a los peatones. Se aparca en los sitios más inverosímiles y en las posiciones más extrañas y los peatones cruzan las calles y avenidas como pueden y donde pueden y donde quieren y como quieren. Curiosamente, no se ven apenas atascos ni siquiera a las horas centrales, no se oyen conciertos de cláxones, los peatones no insultan a los conductores ni estos a los peatones. En resumen: un caos absolutamente ordenado.
Nosotros hemos estado alojados en dos sencillos y cómodos hoteles. El primero, el Hotel Kent, junto a Porta Pia, una de las puertas de la muralla de Roma que daban acceso a la ciudad. Porta Pía fue precisamente la puerta por la que entraron en Roma las tropas italianas que incorporaron por la fuerza la ciudad al Reino de Italia en 1870, obligando al papa a recluirse en el Vaticano, de donde no volvió a salir ninguno de ellos hasta que lo hiciera Juan XXIII, a mediados del pasado siglo. En nuestra segunda visita a Roma lo hicimos en el Hotel Morgana, a unos doscientos metros de la imponente estación central de Roma, la famosa Estación Términi, y muy cerquita de la más hermosa de las basílicas romanas, la de Santa María la Mayor, territorio vaticano y no italiano, por cierto, al igual que las de San Juan de Letrán y San Pablo Extramuros. En la Piazza del Cinquecento, frente a la fachada principal de Termini, se pueden coger casi todas las líneas de autobuses urbanos que recorren Roma y tienen allí su parada terminal. Y entonces fuimos conscientes de una segunda percepción: y esta  es que los autobuses urbanos de Roma no son gratuitos pero que nadie paga. Los autobuses de Roma no tienen cobrador; el conductor se limita a conducir, y no expide billetes. Estos tienen que comprarse en los quioscos de prensa, las terminales de autobuses, los estancos, las librerías o incluso en bares y restaurantes. Hay varios tipos de billetes: el normal, a 1 euro, se puede utilizar todas las veces que se desee durante los setenta y cinco minutos siguientes al momento en que se pique por vez primera en cualquier autobús, o por una sola vez si viajas en metro (Roma sólo tiene dos líneas de metro que se cruzan, como no, en la Estación Termini). Luego, existe otro billete, a 4 euros, que te sirve para subir a cualquier tipo de transporte público (autobús o metro) todas las veces que desees a lo largo del día en que lo piques por primera vez. Los visitantes “aprenden” enseguida que las probabilidades de que suba un inspector y te pille sin billete son mínimas, y los romanos, por lo que se ve, lo saben de antiguo. Conclusión, los transportes públicos de Roma no son gratuitos, pero no paga nadie. A pesar de lo cual los autobuses son limpios, cómodos, rápidos, pasan con una frecuencia envidiable, llegan a todos los puntos de la ciudad y en cada parada está señalado todo el itinerario de la línea que corresponda. Como no todo va a resultar tan fácil hay que señalar una pega: las paradas, salvo excepciones, no están denominadas por lugares turísticos o monumentales sino por calles o avenidas que al visitante no le suenan de nada, y por otro lado, es relativamente frecuente coger el autobús en la acera equivocada y terminar en el lugar opuesto a aquél al que pretendías llegar… A nosotros nos pasó en más de una ocasión...
Y ahí dejé mi crónica. Si he logrado llamar su atención lean ahora el reportaje de Enric González. Lo van a disfrutar, con seguridad. Y en cuanto pueden vayan a Roma y piérdanse por ella. Y sean felices, por favor, que este valle de lágrimas no da para mucho más... Tamaragua, amigos. HArendt