domingo, 4 de diciembre de 2022

De entender al otro

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz lunes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de eso de entender al otro, porque como dice en ella el escritor Sergio del Molino, parecía que ya éramos capaces de entender la simpatía entre dos antagonistas que, antes que militantes, son personas capaces de trascender sus prejuicios, pero parece que no es tan sencillo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.







Entender al otro empieza a ser intolerable
SERGIO DEL MOLINO
30 NOV 2022 - El País

Estoy de acuerdo con algunos historiadores en que exageramos las correspondencias entre estos tiempos recios y los que se sufrieron entre las dos guerras mundiales. Aunque se parezcan en la bronca de una sociedad partida en dos bloques que se dedican a insultarse desde su lado de la calle, las semejanzas no pasan de lo superficial. Se parecen las hemerotecas, pero los europeos del siglo XXI no vivimos enfangados en una violencia política cotidiana y estructural, con organizaciones paramilitares y uniformadas liándose a tiros en cualquier calle. Conviene no abusar de los ejemplos históricos, es cierto, pero hay episodios irresistibles.
El que narra el escritor francés Adrien Bosc en su soberbio libro La columna es tan elocuente que cuesta mucho no sacarle moralejas para hoy. En 1938, la filósofa anarquista Simone Weil leyó Los grandes cementerios bajo la luna, el diario de Georges Bernanos donde contaba su experiencia en España durante la guerra. Bernanos era un escritor tan famoso como reaccionario, simpatizante de Falange y monárquico, pero la violencia que presenció cambió sus entusiasmos ideológicos, y su libro pasa por ser una de las obras más dolorosas, sinceras y desalineadas que se han escrito sobre la tragedia española. Weil, que pasó mes y medio en el frente de Aragón, se reconoció en las palabras de Bernanos y le escribió una carta en la que narraba su desilusión y su horror: ella había ido a España a luchar por la revolución, y la revolución resultó ser una matanza gobernada por cínicos y sádicos. Bernanos no respondió nunca a Weil, pero guardó su carta en la billetera toda la vida, y así la encontraron cuando murió.
Cuando Albert Camus la publicó en 1954, los antiguos camaradas se enfurecieron. No importaba que Simone Weil llevase once años muerta. Aquella fraternidad con el derechista Bernanos era una traición a los revolucionarios. Hasta el propio Camus le ponía reparos. No es extraño que el pensamiento de Weil se quedara en una carta privada y no se expresase nunca en un texto público.
Parecía que ya éramos capaces de entender la simpatía entre dos antagonistas que, antes que militantes, son personas capaces de trascender sus prejuicios. Pero hoy, cuando se exigen alineamientos, se escupe a los tibios y se señala a los otros como enemigos, la carta de Weil sería recibida con la misma bilis. Entender a aquel con quien no se está de acuerdo empieza a ser una actitud intolerable, y deberíamos saber que, de ciertas espirales, nunca se sale ileso.




















sábado, 3 de diciembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] Hannah Arendt (1906-1975. In memoriam. [Publicada el 4/12/2014



Caricaturas de Hannah Arendt



Hoy, 4 de diciembre, se cumplen treinta y nueve años de la muerte en la ciudad de Nueva York, donde residía, de la teórica política estadounidense de origen alemán, Hannah Arendt. Una de sus biógrafas, la profesora francesa Laure Adler, cuenta en su libro "Hannah Arendt" (Destino, Barcelona, 2006) que la tarde de aquel día había invitado a su casa a unos amigos para los que preparó la cena ella misma. Terminada esta, pasaron a un saloncito de la casa para charlar, pero nada más sentarse, dio un profundo suspiro y murió a causa de un infarto de miocardio. Tenía 69 años recién cumplidos. Está enterrada en el campus universitario del Bard College, en la ciudad de Annandale-on-Hudson, Nueva York, en el que su esposo, Heinrich Blücher, había sido profesor.
Nacida en Hannover (Alemania) el 14 de octubre de 1906, Hannah Arendt comienza sus estudios de Filosofía en la Universidad de Marburgo, donde tiene como profesores a Martin Heidegger, Nicolai Hartmann y Rudolf Bultmann, estudios que continúa en la Universidad de Friburgo con Edmund Husserl y que culmina con su doctorado en la Universidad de Heidelberg bajo la dirección de Karl Jaspers. A pesar de su impresionante currículo académico filosófico, ella nunca se considero a sí misma como filósofa sino como teórica de la política, a cuyo estudio dedicó prácticamente toda su vida como pensadora y profesora en las universidades estadounidenses de Princeton, Chicago y Berkely,  a donde se trasladó en 1941 huyendo del régimen nazi que la había privado de la nacionalidad alemana por su condición de judía. 
Mi primer contacto académico con la persona y la obra de Hannah Arendt tiene lugar cuando curso la asignatura de Teoría Política, en la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED, a través de la serie de libros de "Historia de la teoría política" del profesor Fernando Vallespín. Yo había oído hablar de Hannah Arendt con anterioridad, pero no había leído ninguna de sus obras. Es ahora, cuando lo que hasta ese momento era una obligación académica se va a convertir en una pasión. Y tras "Sobre la revolución", el primero de sus libros que leo, le siguen (no por el orden en que los cito): "Los orígenes del totalitarismo""La condición humana""Eichmann en Jerusalén""Entre el pasado y el futuro""¿Qué es la política?""Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental""La promesa de la política""Tiempos presentes", y algún otro que me dejo en el teclado... Y por supuesto, las dos espléndidas biografías que sobre ella escriben Elizabeth Young-Bruehl (Alfonso el Magnánimo, Valencia, 1993) y la citada más arriba de Laure Adler, de las que volveré a hablarles más adelante.   
Como decía en mi entrada de hace unas semanas en la conmemoración del 108 aniversario de su nacimiento, traer a Hannah Arendt a este blog no necesita justificación alguna. Basta con que en el buscador del mismo pongan su nombre para que puedan percibir el sentimiento de admiración que el autor del mismo siente por ella. ¡Hasta el seudónimo con el que firma sus entradas es un homenaje a su memoria! 
El catedrático de filosofía Fernando Savater le dedicó en la presentación  de la edición para el Círculo de Lectores del libro de Hannah Arendt quizá más emblemática, "La condición humana", unas páginas no por breves menos admirativas hacia su persona y su obra, que reproduzco literalmente a pesar de extensión: A Hannah Arendt, dice sobre ella el profesor Savater, le debemos la reflexión filosófica sobre política más genuina de este siglo. Digo genuina, no simplemente acertada o sugerente. Por supuesto, su gran libro sobre los orígenes del fenómeno totalitario, su comparación entre la revolución americana y la francesa a la luz de las libertades públicas, sus esbozos sobre la violencia o sobre la crisis de la educación, están siempre llenos de originalidad inspiradora incluso para quienes menos comparten su análisis (¡con la posible excepción de sir Isaiah Berlin, que siempre le tuvo una ojeriza teórica sin desmayo!). Pero su filosofía política, continúa mas adelante, es genuina porque no aspira al final de la política, sino a su esclarecimiento y prolongación. Me explico, dice, el filósofo que se dedica a la epistemología no ansía llegar a una visión del conocimiento capaz de cancelar su progreso ulterior, ni el que piensa sobre moral pretende que llegue el momento feliz en que la moral sea cosa del bárbaro pasado... ¡aunque fuese gracias a la victoria definitiva del Bien! Pero el noventa por ciento de los filósofos políticos parecen considerar que la actividad política misma, su agitación, sus constantes cambios de proyecto o ideal, etcétera, son algo a erradicar cuanto antes. El ejercicio contradictorio de la política (necesariamente contradictorio, porque si no faltaría la libertad que lo hace posible) proviene para ellos de ambiciones, caprichos o accidentes igualmente detestables. De ahí su empeño por promulgar el "final de la historia" o la "utopía", objetivos simétricos aunque el primero sea conservador y el segundo, supuestamente revolucionario. En ambos casos (y en otros adyacentes, aunque menos graves) se da a entender que la culminación de la política llegará cuando ya no sea necesario hacer política. Por el contrario, Arendt permanece siempre estusiástica y lúcidamente fiel a la política como actividad. Y la vincula en cuanto tal a la concepción de la vida humana como algo más que la acumulación de labores reproductivas o fabricación de objetos. Para ella, creo que acertadamente, hacer política es también hacer humanidad. Desde el punto de vista genérico de esta colección, La condición humana es particularmente interesante porque muestra las posibilidades del ensayo para abordar de una manera casi "aérea" perspectivas amplísimas que un tratadista minucioso no lograría agotar satisfactoriamente salvo que perpetrase toda una biblioteca de agobiantes volúmenes. Y desde luego porque en este caso el resultado de tal perspectiva sintetizadora merece realmente la pena. Hasta aquí, las palabras del profesor Savater sobre Hannah Arendt.
Concluyo esta entrada de hoy, rendido homenaje de admiración a la personalidad y la obra de Hannah Arendt en el aniversario de su muerte, invitándoles a la lectura de la reseña crítica que de las dos biografías citadas más arriba, titulada "Amistad y amor mundi: la vida de Hannah Arendt", realizara en su día en Revista de Libros el profesor Jordi Ibáñez Fanés. Estoy convencido que les resultará más que interesante.
Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Hannah Arendt en su juventud 





Entrada núm. 2202
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

De pedirle cuentas a los pijos

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz domingo. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de pedirle cuentas a los pijos, porque como dice en ella el escritor Manuel Jabois, por alguna secreta razón hay gente que cree que al “haberse hecho a sí misma” la vida les debe algo muy especial, y dedica el resto de sus años no a disfrutarla, sino a cobrárselo. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






Pedirle cuentas a un pijo
MANUEL JABOIS
30 NOV 2022 - El País


Una de las mejores lecciones políticas que recibí en mi vida me la dio, gratis, un amigo hace varios años en Pontevedra. Al salir de un pub vimos apoyado en la puerta a un mítico pijazo de la ciudad, engominado anacrónicamente y fumando como si el pitillo le debiese algo; mi amigo le extendió la mano boca abajo mientras el otro la miraba medio enloquecido. “¿Perdona?”, dijo. Y mi amigo, sin mirarlo, respondió: “El sello, por favor, que a lo mejor volvemos”. El señor (debía de tener 30 años, pero los pijos pata negra saltan de los 20 a los 55) montó en cólera porque, aunque ahora se puso de moda entre ciertos agrandados aparentar buen rollo con la chusma hasta que aparece el negocio o la oportunidad, la impresión que le debió dar ver a mi amigo con sus pintas tratándolo a él, gerifalte local, de portero de discoteca, le desbordó. Dio una lección política, también él. Yo no sabía dónde meterme de la risa que me estaba dando; el hombre me conocía, porque yo trabajaba en Diario de Pontevedra, y en un momento de su perorata descontrolada, me señaló pálido y me dijo: “Y tú… Tú me conoces, ¿no pudiste haberle dicho quién soy?”. ¿No pudiste parar este accidente? ¿No pudiste poner freno a esta locura? ¿Qué va a ser de mí ahora? ¡Se me está poniendo cara de recoger vasos!
Desde entonces, cuando intuimos, allá donde estemos, que alguien es un imbécil irremediable por cuestión de clase, nos dirigimos a él para preguntarle si hay mesa libre o si nos puede traer la cuenta. La gran mayoría (yo defiendo que la gran mayoría de este país es gente afable y educada, lo que pasa es que los medios tenemos querencia por la minoría, para difundirla e incluso para ponerla en nómina) reacciona con gracia o cortesía, si bien alguno siempre se lo toma a la tremenda, y te dice quién es recitando sin respirar todos los apellidos, que parece que los bautizaron para que se murieran por falta de aire en el colegio, o sus profesiones, o lo que sea aquello que les hace incompatible con servir. Como si ellos no sirviesen, o como si su oficio no tuviese una servidumbre mayor, y unos peajes más tremendos, que el de cualquier oficio más humilde.
Con el tiempo uno aprende que el peligro real no es el hombre desquiciado que sale de casa vestido de punta en blanco como siempre y con la misma actitud de nacimiento por cuestiones que, perezosamente, prefirió no esquivar o acogió con euforia, sino el que sale de casa vestido única y exclusivamente para que no le confundan con el servicio; el que tiene una sola misión en la vida: que nadie le confunda con el que podría ser por razones familiares, con el que podría ser por razones económicas cuando le vaya un poco mal, con el que quizás ya fue cuando las cosas empezaban y hubo que partirse la espalda. Responden más airadamente si les confundes con otro porque es de lo que huyen: estuvieron o deberían estar, y están seguros de no volver nunca. Por alguna secreta razón creen que al “haberse hecho a sí mismos” la vida les debe algo muy especial, y dedican el resto de sus años no a disfrutarla, sino a exigir que se les devuelva el esfuerzo del principio en forma de estatus y aprobación de su nueva clase social prestada. De forma tan ensimismada que, si les pides la cuenta para vacilar porque les ves muy chulos, cualquier día estallan y la cobran.























viernes, 2 de diciembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] "Las Benévolas", de Jonathan Littell. [Publicada el 3/12/15]

 



Las Euménides



Según la mitología griega las Euménides o Erinias (las Benévolas), también llamadas Furias en la mitología romana, eran personificaciones femeninas de la venganza que perseguían a los culpables de ciertos crímenes. Eran hijas de la sangre derramada por el miembro viril de Urano sobre Gea cuando su hijo Crono lo castró. Su número era indeterminado, aunque Virgilio le pone nombre a tres de ellas: Alecto, la implacable, que castiga los delitos morales; Megera, la celosa, que castiga los delitos de infidelidad; y Tisífone, la vengadora del asesinato, que castiga los delitos de sangre. Se las representa habitualmente como genios femeninos con serpientes enroscadas en sus cabellos, portando látigos y antorchas, y con sangre manando de sus ojos en lugar de lágrimas, con grandes alas de murciélago o de pájaro y cuerpos de perro. También podían personificar el destino de los hombres. 
Las Euménides eran fuerzas primitivas anteriores a los dioses olímpicos que no estaban sometidas a la autoridad de Zeus. Moraban en el Érebo o Tártaro del que solo viajaban a la Tierra para castigar a los criminales vivos. A pesar de su carácter divino los dioses del Olimpo mostraban hacia ellas una profunda repulsión no exenta de temor reverencial y no toleraban su presencia. Por su parte, los mortales las temían pavorosamente y huían de ellas. En cierto sentido, representaban la rectitud de las cosas dentro del orden establecido como protectoras del cosmos frente al caos. 
El 3 de diciembre de 2006 el escritor y Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, publica en el diario El País un elogioso artículo titulado "Los benévolas", en el que reseñaba la primera novela, "Les Bienveillantes", de un joven escritor francés llamado Jonathan Littell, nacido en Nueva York en 1967 y residente en Barcelona, que acababa de ganar con ella el Premio Goncourt, el más prestigioso de las letras francesas, y también el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa. Ni que decir tiene que leí con sumo interés, como hago con todos los suyos, el artículo de Vargas Llosa.
Diez meses después de ese artículo de Vargas Llosa la editorial barcelona RBA publicaba en español la novela, ahora ya con el título de "Las Benévolas", mucho más ajustado a su original francés que el del artículo citado. Compré el libro nada más ponerse a la venta, exactamente tal día como hoy de 2007. Y como suele ser habitual en mí, tras ojear las primeras páginas, algunas intermedias, y las finales..., lo dejé en la alacena de la biblioteca familiar durmiendo el sueño de los justos. Quizá abrumado por sus 991 páginas de texto apretado, aunque muy legible, y sin apenas puntos y aparte que dejaran un momento para el respiro. Eso fue en 2007, pero hace unas tres semanas decidí asumir de nuevo el reto de su lectura, e incapaz de abandonarla, lo que son las coincidencias, la concluyo el mismo día que la compré pero ocho años después.
Hace unos pocos días escribí en el blog sobre la novela de Littell. Fue en una entrada que hacía referencia al triste aniversario de la "Kristallnacht", el episodio que puso en marcha el inicio del proceso de exterminio de los judíos de Europa por el régimen nazi. Hoy, por su acreditada excelencia, me limito a recomendarles la lectura de "Las Benévolas", reseñando algunas de las cosas que Mario Vargas Llosa decía sobre ella en su artículo.
El lector sale de "Les Bienveillantes", dice nuestro Premio Nobel, la novela de Jonathan Littell que acaba de ganar el Premio Goncourt en Francia y que ha alcanzado en ese país un éxito de público sin precedentes, asfixiado, desmoralizado y a la vez estupefacto por ese viaje a través del horror y la oceánica investigación que lo ha hecho posible. No recuerdo haber leído nunca un libro que documente con tanta minucia y profundidad los pavorosos extremos de crueldad y estupidez a que llegó el nazismo en su afán de exterminar a los judíos y demás "razas inferiores" en su breve pero apocalíptica trayectoria.
En una novela, añade, lo que importa, sobre todo, es lo que hay en ella de agregado a la vida a través de la fantasía. "Les Bienveillantes" es un libro extraordinario por lo que hay en él de cierto y verdadero. Quien la cuenta, sigue escribiendo Mario Vargas Llosa, es un narrador-personaje, Max Aue, que ha conseguido sobrevivir a su pasado nazi y envejece ahora, en la Provenza francesa, bajo un nombre supuesto y convertido en un próspero industrial. No se arrepiente en absoluto de los crímenes indescriptibles de los que fue cómplice y autor -su exitosa carrera dentro del Tercer Reich- la hizo como policía y experto en exterminio y campos de concentración, a la sombra del Reichsführer-SS Himmler, y trabajando en equipo con dignatarios como Eichmann o Speer, el ministro favorito de Hitler. Tuvo una infancia traumática, en Francia -su madre era francesa y su padre alemán-, en la que concibió una pasión incestuosa por su hermana gemela, y practica el homosexualismo pasivo a ratos y a escondidas, pero el sexo no ocupa un lugar importante en su vida. Se doctoró en Derecho y es hombre culto, aficionado a la música, las buenas lecturas y las artes -le gustan mucho las óperas de Monteverdi y las pinturas de Vermeer- como, por lo demás, según su testimonio, parecen serlo muchos de sus colegas, en la Gestapo, los Waffen-SS y los cuerpos de seguridad del Partido Nazi en los que él, gracias a su espíritu disciplinado, trabajador y eficiente hace una rápida carrera alcanzando antes de cumplir treinta años los galones de teniente coronel y la máxima condecoración del Ejército alemán, la Cruz de Hierro, por su desempeño en el sitio de Stalingrado.
En los comienzos de su tarea, continúa diciendo Vargas Llosa, nuestro narrador y protagonista asiste en los países ocupados del Este, sobre todo Ucrania y Rusia, a los asesinatos masivos de judíos, gitanos, enfermos mentales y víctimas de cualquier tipo de deformación física: Padece de vómitos nocturnos y ataques de dispepsia, y algunas pesadillas, pero da la impresión de que ello no es un síndrome de rechazo moral sino de un disgusto estético y sensible ante los horrendos olores y feas escenas que producen aquellas degollinas. Pronto se acostumbra y, convencido de que la ideología nazi del "Volk" exige del pueblo ario aquella operación de limpieza étnica masiva, pone en el empeño todo su talento organizador y su imaginación burocrática. Con tan buenos resultados que es promovido hasta tener acceso a todo el enrevesado sistema montado por el régimen para aniquilar al pueblo judío, a los gitanos, a los deformes y degenerados, y para convertir en bestias de carga y esclavos industriales a los prisioneros políticos.
Esta misión, dice más adelante, lleva a nuestro protagonista a recorrer todos los campos de exterminio y a alternar con quienes los dirigen -policías, militares, médicos, antropólogos- en visitas que recuerdan el paso de Dante y Virgilio por los siete círculos del infierno, pero sin poesía. Aunque uno cree saberlo todo ya sobre el vertiginoso salvajismo con que los nazis se encarnizaron en su afán de liquidar a los judíos, la información reunida por Jonathan Littell nos revela que no, que todavía fue peor, que los crímenes, la inhumanidad de los verdugos, alcanzaron cimas más altas de monstruosidad de las que creíamos. Son páginas que quitan el habla, estremecen y desalientan sobre la condición humana. Quienes planeaban estos horrores eran a veces, como el doctor en Derecho Max Aue, gentes que habían leído mucho y sensibles a las artes. Una de las mejores escenas del libro es una recepción de jerarcas nazis en la que Adolf Eichmann aparece ansioso por aplicar a la presente situación alemana la noción kantiana de imperativo categórico, y otra en la que, en una cacería en las afueras de Berlín, la esposa de un general nazi explica la filosofía de Heidegger. 
Estas páginas del libro, dice Vargas Llosa, parecen una ilustración muy gráfica de la famosa frase de George Steiner preguntándose cómo fue posible que el mismo pueblo que produjo a Beethoven y a Kant, engendrara también a Hitler y al Holocausto: porque "las humanidades no humanizan". Así de sencillo y terrible.
¿Cuántos alemanes sabían lo que ocurría en los campos de exterminio?, se pregunta nuestro comentarista. Como revela el personaje central de la novela, es cierto que se guardaban las apariencias y que, por ejemplo, en los informes, reglamentos, órdenes, se utilizaban eufemismos como "saneamiento", "curación" o "limpieza" y que, incluso buen número de las decenas de millares de personas directamente implicadas en hacer funcionar la complicada maquinaria del aniquilamiento de millones de personas, no hablaban de eso sino de manera figurada -salvo en las borracheras- y no querían saber nada más fuera de la parcela que les concernía. Pero lo evidente es que era mucho más difícil no saber lo que ocurría que saberlo, pues, en los extremos de enloquecimiento a que llegó el régimen en su obsesión homicida contra los judíos, a partir de 1943 ésta pasó a ser la primera prioridad del nazismo, antes incluso que ganar la guerra. No se explica de otro modo el esfuerzo gigantesco para montar un sistema de transportes masivos a lo largo y a lo ancho de Europa a fin de alimentar las cámaras de gaseamiento y los hornos crematorios, y los presupuestos crecientes y la asignación de personal y de recursos técnicos, que, contra el parecer de los jerarcas del Ejército alemán, que veían en esto un debilitamiento de su capacidad bélica, llevó a cabo el nazismo, decidido a acabar con los judíos aun a costa de una derrota militar. Todos sabían, aunque no quisieran saberlo.
Tal vez fuera imposible, termina su artículo Vargas Lloca, manipulando materiales tan absolutamente abominables como los que recorren las casi novecientas páginas de este libro escribir una gran novela, como "La guerra y la paz" o "Los demonios". Una novela, sigue diciendo, puede sumergirnos en el barro de la injusticia, de la maldad, de las peores formas de infortunio, pero sin renunciar a alguna forma de la esperanza, de redención. Pero esta novela, como las del marqués de Sade, no nos ofrece ninguna escapatoria, y luego de sumergirnos en la más abyecta manifestación de lo repugnante que puede ser lo humano, nos deja allí, en esos humores deletéreos, condenados para siempre. Por eso, a pesar de ser tan cierto todo aquello que cuenta, hay en "Les Bienveillantes" cierto miasma de irrealidad, algo que tal vez proyectamos en ella los lectores para defendernos, negándonos a ser así, solo seres odiosos y horribles. Porque en las muchas páginas de este libro fuera de lo común no hay un solo personaje, hombre o mujer, que no sea absolutamente despreciable. 
Espero haber suscitado, al menos, su interés por esta inmensa novela de Jonathan Littell. Creo que merece con creces su lectura. A mí me ha resultado, lisa y llanamente, apasionante.
Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt









Entrada núm. 2509
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

Del legalismo de la ultraderecha

 





Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz sábado. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va del legalismo de la ultraderecha española, del que como dice en ella el politólogo Víctor Lapuente, lo lógico es pensar que, si gobiernan, las políticas de Vox serán socialmente dañinas, terribles en muchos sentidos, pero transitarán dentro del carril constituciona. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






La derecha y el Derecho
VÍCTOR LAPUENTE
29 NOV 2022 - El País

Hay dos razones para ser conservador: defender los valores de la comunidad o preservar el orden legal. Y nuestra derecha es muy legalista, por tradición y vocación. Tanto el PP como Vox están, en comparación con sus correligionarios europeos y con las derechas periféricas, abarrotados de personas que han estudiado Derecho, ya ejerzan en el sector privado o en los grandes cuerpos de la administración. Escasean los empresarios, activistas sociales o telepredicadores. Eso tiene efectos positivos, pero también negativos, y ayuda a entender la especificidad de la derecha española.
La principal ventaja es que nuestra derecha es poco revisionista. Le cuesta aceptar los cambios, como el divorcio, el aborto o el matrimonio homosexual. Pero, una vez incorporado un avance en la ley, no suelen tocarlo. El legalismo explicaría por qué, en relación con la derecha continental, a la nuestra históricamente le costó tanto aceptar el orden democrático y por qué creo que le costaría tanto romperlo ahora. Aun teniendo una de las ultraderechas más radicales de Europa, quizás la ideológicamente más cercana a Viktor Orbán, cuesta imaginar a Vox recortando las libertades civiles más que otros teóricamente más moderados, como Giorgia Meloni, Marine Le Pen o Donald Trump. Lo lógico es pensar que, si gobiernan, las políticas de Vox serán socialmente dañinas, terribles en muchos sentidos, pero transitarán dentro del carril constitucional.
La mayor desventaja es que nuestra derecha prefiere el pleito al acuerdo. Tienen una concepción sagrada de la ley, y casi más bien del Antiguo Testamento, de las tablas de la ley grabadas en piedra, que del Nuevo, del quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Su prioridad no es mantener los lazos de la comunidad, sino los renglones de la legalidad. Así, toda la derecha responde de forma hiperbólica a la reforma del delito de sedición, arguyendo que “rompe” la igualdad de los españoles ante la ley y “desprotege” el orden constitucional.
¿Toda? No. En las derechas de la periferia ibérica, incluidas algunas franquicias del PP, se combate a la izquierda con otros parámetros, anteponiendo la estabilidad social a la de la ley. No son ilusos ni tibios, sino pragmáticos y clásicos, fieles al lema del padre del conservadurismo, Edmund Burke: “un Estado sin medios para impulsar cambios es un Estado sin medios para su conservación”.





















jueves, 1 de diciembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] ¿De dónde vienen nuestras ideas políticas? [Publicada el 2/12/2019]






Nunca se sabe el origen de nuestras ideas y convicciones, señala el historiador José Andrés Rojo. De los cuadros y la literatura, sí, y hoy también del cine y las series, de la radio, la prensa, la televisión; y nos vamos haciendo políticamente gracias a esas historias que permanecen veladas en nuestra conciencia.
En alguna parte del tercer volumen de Tu rostro mañana, comienza diciendo Rojo, Javier Marías escribe: “Lo cierto es que nunca sabemos de quién proceden en origen las ideas y las convicciones que nos van conformando, las que calan en nosotros y adoptamos como una guía, las que retenemos sin proponérnoslo y hacemos nuestras”. Unas cuantas páginas después irrumpe en su relato una pintura, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en Málaga, de Antonio Gisbert. Como ocurre a lo largo de toda la novela (unas 1.600 páginas), Marías salta de un lado a otro, se entretiene en múltiples digresiones, da vueltas sobre asuntos distintos. De la mano de un oscuro personaje, Tupra, que tiene unos cincuenta años y que trabaja en los servicios secretos británicos, el narrador de la obra de Marías se sumerge en las cloacas de la historia y descubre que lo que hay no es sino un rosario de chapuzas y traiciones, de violencias gratuitas, de daños involuntarios e irreparables. Ahí está el cuadro de Torrijos, con los cadáveres de los que ya han sido pasados por las armas y el noble porte de aquellos liberales que van a ser inmediatamente fusilados (y ese sombrero negro tirado en la playa, como un signo abrupto del desamparo de la muerte). No es casual que la prosa de Marías salte del cuadro de Gisbert a la Guerra Civil: “y también me acordé de los ejecutados sin juicio o con farsa en esas mismas playas de Málaga por quien la tomó más un siglo después con sus huestes franquistas y moras y con los Camisas Negras de Roatta o ‘Mancini”.
El Prado inauguró hace unos días una pequeña exposición que protagoniza el célebre cuadro del fusilamiento de Torrijos. Fue el primer encargo de una pintura que hizo el Estado destinado al museo y lo realizó el gabinete liberal de Práxedes Mateo Sagasta en 1886. Antonio Gisbert fue el elegido para su ejecución. Tenía que construir un símbolo que exaltara la lucha por la libertad en la construcción de la nación española. El 2 de diciembre de 1831, el general José María de Torrijos y Uriarte partió de Gibraltar con destino a Málaga acompañado de sesenta cómplices con el afán de provocar un alzamiento militar que restableciera el sistema constitucional. Las fuerzas de Fernando VII los detuvieron a los nueve días. Fueron fusilados, y se convirtieron en mártires de la larga batalla para derrotar al absolutismo. Espronceda, en el soneto que dedicó a Torrijos, ya subraya que esa sangre no había caído en vano: “Y los viles tiranos con espanto / siempre amenazando vean / alzarse sus espectros vengadores”.
Fue el historiador José Álvarez Junco el que recordó esos versos en su Mater dolorosa, donde trata de la idea de España en el siglo XIX. “Si la literatura había puesto palabras en la boca de nuestros antepasados, la pintura les dio forma y color, los imaginó de forma visible. Facilitó los ensueños sobre nuestro pasado”, escribe. Existían asuntos que tenían que prender en la imaginación popular. La entereza de Torrijos y los suyos ante la condena a muerte de los absolutistas era, para los liberales, uno de ellos.
Nunca sabemos de dónde proceden “las convicciones que nos van conformando”. De los cuadros y la literatura, hoy también del cine y las series, de la radio, la prensa, la televisión. Antonio Machado escribió en 1938: “Recordad el cuadro de Gisbert: la noble fraternidad ante la muerte de aquellos tres hombres cogidos de la mano”. Nos vamos haciendo políticamente gracias a esas historias que permanecen veladas en nuestra conciencia. No hay que olvidar que son construcciones y que, a veces, producen monstruos. Así que nunca está de más mantener frente a nuestras más íntimas certezas una saludable distancia irónica.

Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






De la sensación de fin del mundo

 




Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes. Mi propuesta de lectura de prensa para hoy va de la sensación de fin de mundo que se experimenta ahora, y que como dice en ella la investigadora cultural Berta Ares, recuerda a la que se vivió en los años veinte, cuando la mentira y la manipulación de los ideales configuraron el nuevo orden tras la Gran Guerra. Se la recomiendo encarecidamente y espero que junto con las viñetas que la acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Nada más por mi parte salvo desearles que sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos.






En tiempos de confusión
BERTA ARES
29 NOV 2022 - El País


Sabemos por Soma Morgenstern que el autor que hizo de Joseph Roth un escritor fue Marcel Proust. El escritor francés y el galiciano representan dos estilos literarios contrapuestos, sin embargo, ambos trataron de forma admirable la cuestión del tiempo en relación con el ser, el primero buceando en la memoria personal, el segundo desafiando a su época y huyendo de sí mismo en continua búsqueda de refugio.
Cuando el novelista francés fallece, hace ahora un siglo, en noviembre de 1922, hacía poco que Joseph Roth se había instalado en Berlín con su esposa y, según escribe ella en una correspondencia, trabaja aplicado en su primera obra, La tela de araña. La novela se comenzó a publicar por entregas un año después y fue muy admirada por sus coetáneos porque daba muestras de una extraordinaria lucidez, pues planteaba algo similar a lo que poco después sucedería: el intento fallido del golpe de Estado de Hitler (Putsch de Múnich).
En esta demoledora novela, Roth retrata el período de humillación y vértigo en la Alemania de los primeros años veinte; describe cómo alguien puede decidir colaborar con el fascismo para aumentar el caos y precipitar la caída de Europa en el abismo, favoreciendo así el fin de la historia, y denuncia el peligro que suponen la confusión, la mentira y la manipulación de los ideales en la configuración del nuevo orden tras la Gran Guerra.
Joseph Roth nació en 1894 y falleció en 1939, meses antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Brody, la pequeña ciudad donde vino al mundo y pasó su infancia y juventud, estaba situada en el extremo oriental de la monarquía austrohúngara, en una región conocida como Galitzia, a pocos kilómetros del paso fronterizo con el Imperio ruso. Era uno de esos territorios del oriente europeo que se conocen como shtetl, un término procedente del yiddish con el que se denominaron las localidades con una población judía numerosa.
Estas tierras se caracterizaban por su enorme complejidad social y política, pues en ellas se asentaban numerosos pueblos sostenidos por señores feudales. Sus fértiles campos estuvieron en el punto de mira de las políticas imperiales rusa, alemana y austriaca, por lo que en numerosas ocasiones variaron sus lindes. Cuando Hitler y Stalin asumen el poder se convierten en tierras de sangre debido a los millones de muertes que provocan las políticas de ambos regímenes. Tras la caída de la monarquía dual en 1919, Brody pasó a formar parte de la Pequeña Polonia, luego de la URSS y actualmente de Ucrania. En los últimos meses, sobrevuelan la ciudad aviones de guerra. También misiles.
El escritor galiciano fue un “austrohúngaro de periferia”. A la cultura austríaca imperial sumó las locales polaca y ucrania, la próxima rusa, la judía que le corresponde por herencia, y luego la francesa, que eligió por afinidad: “Yo soy un francés oriental, un humanista, un racionalista con religión, un católico con cerebro judío”. Si buceamos en el conjunto de su obra, dotada de una prosa precisa, brillante y vibrante, podemos apreciar su apego por un humanismo cosmopolita forjado en Europa con el transcurrir de los siglos. Sin embargo, los acontecimientos que se suceden durante los años veinte y treinta del pasado siglo le confirman con angustiosa claridad el fracaso de lo humano.
Cada época tiene sus profetas, Roth lo fue de la modernidad. Supo leer su tiempo. No le salvó de morir refugiado y apátrida en París.
Nuestros tiempos, decimos ahora, recuerdan a aquellos. Vivimos una sensación de fin de mundo (ahora con el agravante nuclear y la crisis climática). Como entonces, hay una lucha por los recursos, las sociedades producen más técnica de la que pueden asimilar y el capitalismo progresa velozmente, homogeneizando todo a su paso mientras crea márgenes: refugiados climáticos, económicos, de guerra. Se fomenta el individualismo narcisista y la seguridad personal ante cualquier incertidumbre. El secuestro de palabras y la confusión se extienden en todas direcciones, solo en materia de género es delirante. La manipulación de ideales y la máscara moral que alienta la cultura de la cancelación avanzan como una peste.
Tampoco falta humillación. En las sociedades ricas asistimos a un aumento de niveles de resentimiento que, parafraseando a Cynthia Fleury en una reciente entrevista con este diario, produce un odio desmedido hacia el otro, una gangrena que pone en peligro las democracias. Señala esta filósofa política y psicoanalista de las democracias que hoy podemos identificar todos los ingredientes de una revolución o de un derrumbe, pero no el momento en que todo explota.
Ser en tiempos de tamaña confusión requiere humor y creatividad. Para Marcel Proust, el arte de la memoria permitió contemplar, aunque fugazmente, los paisajes del espíritu. Para Joseph Roth, el de la ficción despertó la nostalgia de un mundo que aún puede ser distinto. En ambos casos, la imaginación es un espacio de libertad, refugio en el diluvio apocalíptico, capaz de atravesar el tiempo, desafiarlo y resignificar el presente.