sábado, 28 de octubre de 2017

[Poesía y pintura] Hoy, con Blas de Otero y John Everett Millais






Retomo la publicación, con un formato diferente, de la serie de entradas del blog dedicadas al "Tema de España" en la poesía española contemporánea, que tuvieron tan buena acogida de los lectores hace años. Grandes poetas contemporáneos españoles, poetas del exilio exterior e interior, pero españoles todos hasta la médula, que cantaron a su patria común, España, desde el corazón y la añoranza. 

En estos amargos momentos en que unos hijos espurios e indeseables reniegan de España, la insultan, la mancillan, y pretenden acallar las voces de aquellos otros que nos alzamos orgullosos de pronunciar su nombre, nada mejor que la poesía para reivindicarla como se merece. Si como dijo Walt Whitman la poesía es el instrumento por medio del cual las voces largamente mudas de los excluidos dejan caer el velo y son alcanzados por la luz, también es, en palabras de ese gran poeta y gran español que fue Gabriel Celaya, un arma cargada de futuro. Empuñémosla, entonces, en su defensa.

Hoy traigo al blog al poeta Blas de Otero y su poema En el nombre de España, paz, y al pintor John Everett Millais y su cuadro El caballero erranteDisfrútenlos.

Blas de Otero(1916-1979) nació en Bilbao (Vizcaya) y estudió Derecho en la universidad de Zaragoza y Filosofía y Letras en la de Madrid. Sufrió frecuentes crisis depresivas desde su juventud derivadas de su situación familiar, que le llevaron sucesivamente por una etapa religiosa, otra existencialista y por último a la poesía social. Vivió en Cuba entre 1964 y 1967, donde se casó y divorció. Enfrentado siempre al franquismo sus libros tuvieron problemas con la censura. Demócrata convencido cantó a la reconciliación de los españoles toda su vida. Murió de una embolia pulmonar en Majadahonda (Madrid). Les dejo con su poema En el nombre de España, paz.


EN EL NOMBRE DE ESPAÑA, PAZ
por 
Blas de Otero

En el nombre de España, paz.
El hombre
está en peligro, España.
España, no te aduermas.
Está en peligro, corre,
acude. Vuela
el ala de la noche
junto al ala del día.
Oye.
Cruje una vieja sombra,
Vibra una luz joven.
Paz
para el día.
En el nombre
de España, paz.

***

John Everett Millais (1829-1896), fue un pintor e ilustrador inglés, destacado en el arte romántico y miembro fundador de la Hermandad Prerrafaelita. Millais nació en Southampton, en el seno de una familia originaria de la Isla de Jersey. Fue un niño prodigio que pintaba desde los cuatro años y se le consideraba poseedor de un talento poco común. Por esta razón, cuando tenía siete años su familia se trasladó a Londres para poder ofrecer una buena educación artística a su hijo. Su prodigioso talento para el arte le valió una plaza en las escuelas de la Royal Academy con sólo once años (1840). Durante su permanencia en esta institución, conoció a William Holman Hunt y Dante Gabriel Rossetti, con quienes fundó la Hermandad Prerrafaelita en 1848. Su obra inicialmente responde a los ideales estéticos de la asociación prerrafaelita, aunque a partir de la década de los años setenta su evolución a los cánones académicos se hace progresivamente patente.




El caballero errante, (John Everett Millais)
Tate Gallery, Londres



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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[Humor en cápsulas] Para hoy sábado, 28 de octubre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7, Idígoras y Pachi en El Mundo; Forges, Peridis, Ros y El Roto en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar 
de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 27 de octubre de 2017

[A vuelapluma] La soberanía que de verdad importa





Los movimientos que entienden la soberanía en términos aislacionistas suelen recurrir a un nacionalismo exacerbado, comenta Javier Solana, político, físico, embajador, profesor de universidad y una de las voces más prestigiosas del socialismo europea y español, que ha sido ministro de Cultura, portavoz del Gobierno, ministro de Educación y Ciencia, de Asuntos Exteriores, Secretario General de la OTAN, Alto Representante del Consejo Europeo para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea, y Comandante en Jefe de la EUFOR.

En su famoso “trilema político de la economía mundial”, comienza diciendo, el economista de Harvard Dani Rodrik expone un problema irresoluble: la integración económica global, el Estado-nación y la democracia son tres elementos que no pueden darse simultáneamente en su máxima expresión. A lo sumo, podemos combinar dos de los tres, pero siempre a expensas del restante.

Hasta hace bien poco, el Consenso de Washington que nació en los años ochenta —cimentado en principios como la liberalización, la desregulación y la privatización— representaba el canon económico por excelencia. Si bien la crisis de 2008 lo puso en jaque, los países del G20 convinieron evitar una respuesta proteccionista. Mientras tanto, la Unión Europea se mantenía (y se mantiene) como el único experimento democrático a escala supranacional, haciendo gala de avances prometedores, pero aquejado de múltiples déficits. En otras palabras, a nivel mundial se venía favoreciendo una integración económica anclada todavía en el Estado-nación, lo cual daba pie a que las dinámicas de los mercados internacionales relegasen a la democracia a un segundo plano.

Pero el año 2016 marcó un punto de inflexión, aunque aún no sepamos a ciencia cierta lo que ello comportará a largo plazo. Más allá de que haya surgido en China lo que ha venido a llamarse Consenso de Pekín, en el que algunos ven un modelo alternativo de desarrollo basado en un mayor intervencionismo estatal, fueron sobre todo el Brexit y la elección de Donald Trump los acontecimientos que catalizaron un cierto cambio de ciclo. “Let’s take back control” fue el lema que popularizaron los Brexiteers, mientras que muchos votantes de Trump expresaron su recelo ante el poder acumulado por Wall Street, actores transnacionales e incluso otros Estados en un escenario de hiperglobalización. Sería poco sensato desdeñar este diagnóstico, que suscribe en gran medida el propio Rodrik, por el mero hecho de estar en desacuerdo con el tratamiento que proponen Trump y algunos conservadores (¿o reaccionarios?) británicos. Ese tratamiento consiste en poner trabas a la globalización —eso sí, manteniendo intactos o incluso realzando otros ingredientes del Consenso de Washington, como la desregulación financiera— y en fortalecer la democracia a través del estado-nación.

En su primera intervención ante la Asamblea General de Naciones Unidas, el presidente Trump pronunció un discurso de 42 minutos, en el que las palabras “soberanía” o “soberano” aparecieron un total de 21 veces. Es decir, la friolera de una vez cada dos minutos. En Europa, no es únicamente Reino Unido el que se encuentra inmerso en una deriva neowesfaliana, sino también otros Estados como Polonia y Hungría. Incluso el movimiento “independentista” catalán, comandado por una serie de partidos que en su mayoría no se sentirían cómodos con la etiqueta de “anti-globalización”, sigue una lógica similar de repliegue nacionalista.

Sin embargo, estos actores tienden a sobreestimar su capacidad de diluir la integración económica existente, afianzada por el vertiginoso desarrollo de las cadenas globales de valor en las últimas décadas. Resulta más plausible que, si dichos movimientos insisten en nadar contracorriente, lo que consigan diluir a mayor velocidad sea la influencia de sus respectivos Estados —o aspirantes a Estado— sobre la globalización. En resumidas cuentas, un aumento de soberanía formal puede implicar paradójicamente una pérdida de soberanía efectiva, que es la que de verdad importa. Trasladando esta reflexión al caso catalán, un movimiento pretendidamente independentista y soberanista podría terminar creando una sociedad más dependiente y menos soberana, que quedaría más a merced de las dinámicas internacionales.

Justo una semana después del discurso de Trump en la ONU, el presidente francés Emmanuel Macron acudió a la Sorbona para presentar su visión sobre el futuro de Europa. Macron mencionó también en repetidas ocasiones la palabra “soberanía”, dejando claro que su modelo de Europa se asienta sobre esta noción. Pero, a diferencia de los populistas, el presidente francés apuesta por una soberanía efectiva e inclusiva, de alcance europeo, y apoyada sobre otros dos pilares maestros: la unidad y la democracia.

Otra de las tríadas que operan en el ámbito internacional hace referencia a las formas que tienen los Estados de relacionarse entre sí. Podemos decir que estas relaciones se vehiculan a través de tres ejes: cooperación, competencia y confrontación. Sería ingenuo aspirar a eliminar por completo ese elemento de confrontación que, desde los albores de la historia humana, ha estado siempre presente. No obstante, sí que es posible reducir su dosis aumentando exponencialmente sus costes de oportunidad, como bien ha demostrado la Unión Europea. Por desgracia, los movimientos que entienden la soberanía en términos aislacionistas suelen recurrir a un nacionalismo exacerbado, poco dado a fomentar esos espacios comunes que permiten que la sociedad internacional goce de buena salud.

Que ciertos Estados aboguen por recluirse dentro de sus fronteras resulta anacrónico y contraproducente, pero sería un grave error por parte del resto de la sociedad internacional reaccionar con despecho, imponiendo estrictas cuarentenas ante el temor a un efecto contagio. El espíritu de cooperación, junto con una competencia constructiva, debe vertebrar las relaciones entre todos los actores que dispongan de legitimidad internacional. Es preciso resistir la tentación de aplicar este principio a la carta, ya que estaríamos olvidándonos de que, en aquellos Estados que han sucumbido a discursos reduccionistas, todavía existen amplísimos sectores de la ciudadanía que reivindican un enfoque aperturista. Pensemos en el 48% de votantes del Remain, o en el 49% de partidarios del “no” en el referéndum constitucional turco, y en la decepción que supondría para tantos ellos que la Unión Europea les diese la espalda.

El diálogo habrá de ser la seña de identidad de una sociedad internacional que esté a la altura de ese apelativo, que sea verdaderamente eficaz en la gestión de sus recursos compartidos, y que trate de resolver en conjunto problemas globales como la proliferación nuclear, el terrorismo y el cambio climático. Ese diálogo deberá producirse en el marco de una esfera pública común y democrática, si no queremos perpetuar las deficiencias del Consenso de Washington, que se revelaron con gran estrépito en el infausto año 2016. Si cultivásemos esa esfera pública común, disminuyendo la preeminencia del Estado-nación, podríamos desplazarnos paulatinamente hacia el lado menos explorado del triángulo que dibuja Rodrik: el de la democracia global.

Desde luego, este objetivo se antoja difícil de alcanzar, pero el desarrollo tecnológico y la multiplicación de sinapsis económicas y culturales hacen que no sea una quimera. En este sentido, la Unión Europea ha sabido abrir una nueva senda, y lo que se antoja más difícil es renunciar a la oportunidad de recorrerla.





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[Humor en cápsulas] Para hoy viernes, 27 de octubre





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; Sciammarella, Forges, Peridis, Ros y El Roto en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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jueves, 26 de octubre de 2017

[A vuelapluma] La legitimidad del Rey





En varias ocasiones hemos oído al portavoz de Unidos Podemos realzar su propio respaldo entre los ciudadanos expresado en las urnas para, a renglón seguido, descalificar a Don Felipe VI por «no haber sido elegido», comenta Francisco Sosa Wagner, jurista, catedrático de universidad, escritor y exdiputado del Parlamento Europeo. 

Aunque la afirmación procede de un político que a veces se manifiesta de forma tan vehemente como infundada, sigue diciendo, conviene meditar sobre el alcance de su afirmación y el apoyo que le sirve de peana, que, para no perdernos, se puede formular con gran simplicidad: el único origen del poder en un sistema democrático es el voto cuyo titular es el ciudadano. Es así que el rey en una monarquía hereditaria no ha sido elegido por nadie, luego nadie puede tomarse en serio su autoridad ni su pretendida superioridad institucional. Me propongo demostrar la falsedad de tal afirmación, al menos cuando se la presenta de esta forma superficial y ayuna de matices. Cierto es que en una democracia el apoyo electoral es el ingrediente básico que determina la atribución del poder. 

Cuando se empieza a desplomar la idea de que la legitimidad del monarca procede de Dios, y al evocar esta conquista preciso es musitar una oración de agradecimiento a los pensadores del Renacimiento, de Maquiavelo para acá, se van abriendo paso otras concepciones que llevan a la construcción del Estado, que será absoluto en el pensamiento de Hobbes y que empieza perezosamente a vislumbrarse como democrático en Locke, en Montesquieu o en Rousseau. En todos ellos tropezamos con el gran invento del contrato o pacto social que supone la libre decisión de un pueblo para atribuir el poder a un hombre o a una asamblea conjurando por esta vía peligros y evitando que los individuos se entreguen a asestarse dentelladas a diario con sus vecinos. Las revoluciones americana y francesa pondrán las bases de todo lo demás y ello es bien conocido: la separación de poderes más los derechos y libertades de los individuos. Por su parte, la democracia, es decir, la atribución del poder al pueblo por medio de elecciones, se irá adentrando poco a poco en la modernidad: desde el voto censitario hasta el sufragio universal masculino, luego femenino, etc. Y en ello estamos. 

Del «Estado soy yo» que pregonaba Luis XIV a finales del siglo XVII hasta la finura de la «volonté générale» rousseauniana -ya entrado el XVIII- y su comprensión como la verdadera voluntad, justa y razonable del pueblo hay todo un mundo en la comprensión de nuestra convivencia según pautas que, pese a su antigüedad, aún siguen lozanas. Porque sobre ellas se edifican los cargos representativos de los Estados modernos: los parlamentos, los presidentes de República o los Gobiernos que se forman tras los procesos electorales. Y lo mismo procede decir respecto de las corporaciones locales, los Estados federados o las regiones, etc., allí donde existan. Todos ellos traen causa, como le gusta al portavoz del grupo Unidos Podemos, del voto emitido libremente en las urnas por los ciudadanos: a más votos, mayor posibilidad de participar en las decisiones; a menos, mayor soledad y más mustia lejanía de los centros del poder. 

Pero para que «los muchos no puedan mucho» como quería el rey romano Servio Tulio, para que «le pouvoir arrête le pouvoir» según prefería Montesquieu o para conjurar la tiranía del pueblo que describía Adams desde América, las constituciones se han inventado ingeniosos instrumentos. Y así vemos cómo ese mismo Estado que cultiva -devoto- el voto alberga en su seno nada menos que un poder, el judicial, que no gira en torno a la urna pues quienes lo administran han sido seleccionados en virtud de sus conocimientos. En ningún caso elegidos y, cuando lo son a través de una elección indirecta, caso de los magistrados del Tribunal Constitucional, la ley se ocupa de limitar con exactitud quienes pueden participar en la selección: catedráticos, funcionarios de los altos cuerpos del Estado, etc. Es decir, tan solo profesionales muy cualificados. Por donde se nos cuela otra fuente de legitimidad en las sociedades democráticas a colocar junto al voto popular: a saber, la competencia profesional o técnica. Es verdad que las constituciones emplean expresiones como «la justicia emana del pueblo» (art. 117 de la española) o «todos los poderes del Estado proceden del pueblo» (art. 20. 1 de la alemana) pero ello no significa sino que existe una cadena que liga, aunque sea de forma remota, el nombramiento de todo servidor del Estado democrático con el pueblo. Pero una elección popular de los jueces no existe en el continente europeo. En España, por lo demás, la justicia «se administra en nombre del Rey» (artículo 117. 1 de la Constitución) igual por cierto que decía la Constitución de 1812 (art. 257) o la de 1869 (art. 91) por citar dos muy diferentes y la de la II República de 1931 prescribía que esa función se haría «en nombre del Estado» (art. 94). 

Avancemos en el razonamiento para consignar que en el mundo moderno, junto a las organizaciones tradicionales del Estado, han surgido decenas de entes, institutos, agencias que se ocupan de dirigir, administrar o vigilar concretos sectores de la acción pública: las telecomunicaciones, los mercados, la radiotelevisión, la seguridad nuclear, la protección de datos... Se las llama precisamente «Administraciones independientes» porque en ellas se desea que esa cadena con el pueblo propiamente dicho y sus representantes sea lo más débil posible. ¿Por qué? para asegurar el ejercicio, libre de influjos políticos, de sus cometidos y funciones. Un objetivo que solo se puede asegurar si las apartamos de la influencia de gobiernos, ministros, diputados, etc. y confiamos los nombramientos de sus directivos y la selección de su personal a procedimientos técnicos para que puedan actuar con la mayor neutralidad posible. El caso de los bancos centrales -como el del Banco central europeo- y su obligado alejamiento de las decisiones políticas es el paradigma de lo que vengo sosteniendo. 

Por tanto ya tenemos conviviendo a dos legitimidades: la del voto, básica en una sociedad democrática, y la de la competencia profesional. No olvidemos que ya Hobbes dejó consignado que «nadie es buen consejero sino en los negocios donde está muy versado... lo que no se obtiene más que con estudio». Vayamos con la última legitimidad, la que afecta a una institución singular en algunos países como es la del rey hereditario, caso de los Borbones en España. Provoca mucho enfado en aquellos compatriotas -como el portavoz de Unidos Podemos- que no admiten que alguien pueda ostentar un poder cuya razón de ser es preciso buscar entre los renglones de un relato antiguo, cubierto incluso por telarañas, encorvados sus protagonistas bajo el peso de batallas e intrigas. Personas que desconocen, como diría un legitimista del siglo XIX, la magia y el brillo de la diadema real. Pero no hay, en puridad, ningún arcano si admitimos que la historia es un paisaje en el que predominan las anfractuosidades, un río pleno de meandros y que, como nos enseñaron los clásicos, apenas hay una monarquía o una república cuyos orígenes puedan justificarse en conciencia. En la Unión Europea hay siete monarquías, alguna nacida de la propia voluntad de los revolucionarios que alumbraron el país, caso de Bélgica; otras cuyas testas coronadas se surtieron del exceso de oferta existente en los principados alemanes, casos de la monarquía inglesa o incluso danesa ... Curioso es un país como Suecia, ¿alguien le negaría su condición democrática? Pues el jefe del Estado, el rey actual Carlos XVI Gustavo, es el descendiente de un mariscal del Ejército de Napoleón que se llamaba Bernadotte, algo así como si entre nosotros hubiera arraigado la monarquía de José I. 

Alejémonos pues de los tópicos y preguntemos con sencillez ¿no es bueno que al menos un cargo -de la máxima dignidad- esté sustraído a la contienda electoral? ¿no enseña la experiencia que entre las personas a las que votamos se nos cuela algún que otro botarate? ¿por qué hemos de renunciar a que nos represente el descendiente de una familia llena de blasones (y de miserias como todas las familias), un joven que ha recibido una educación esmerada, habla idiomas y maneja con soltura los cubiertos del pescado? Y por último ¿ganaríamos algo sustituyendo a Don Felipe por algún personaje de nuestro tablado político? ¿no se ha acreditado este Monarca como sólido defensor de una España democrática y constitucional en sus intervenciones recientes sobre la crisis catalana? De donde resulta que, en esta realidad irisada, veo conviviendo tres legitimidades como tres son las personas que conviven en el misterio de la Santísima Trinidad. Pues, ¿no es al cabo un misterio la democracia misma? 



Dibujo de LPO para El Mundo


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El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; Sciammarella, Forges, Peridis, Ros y El Roto en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas. 





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miércoles, 25 de octubre de 2017

[Pensamiento] Joyce, el obsceno





Kevin Birmingham, comenta el editor y crítico literario Justo Navarro en Revista de Libros, ha querido escribir en El libro más peligroso (Madrid, Es Pop, 2016) la biografía de un libro»: Ulises, de James Joyce, desde su vaga concepción en 1904 a su conversión en un volumen de más de setecientas páginas condenadas a vérselas, hasta 1936, con censores, aduaneros, policías y jueces. Pero Ulises, que para Gran Bretaña y los Estados Unidos de América constituía un delito, para Valery Larbaud demostraba en 1922 que su autor, James Joyce, poseía una trascendencia similar a la de Sigmund Freud o Albert Einstein. T. S. Eliot, por su parte y por las mismas fechas, otorgó al método mítico-narrativo joyceano la «importancia de un descubrimiento científico».

Birmingham cuenta la historia de Ulises y la de su ambiente, los años en torno a la Primera Guerra Mundial, catástrofe que, según Birmingham, habría aportado a Joyce lo mismo que a dadaístas y a anarquistas, a Lenin y a Freud: la sensación de que la quiebra de Europa entrañaba un «presagio de algo revolucionario». El libro más peligroso narra las aventuras de la modernidad literaria, de las vanguardias de entreguerras: «Lo que llamamos modernismo [modernidad, diría yo] fue una colección dispersa de pequeñas insurgencias culturales impulsadas por un sentimiento general –en ocasiones indefinido‒ de descontento con la civilización occidental». La incomodidad de la época era moral, es decir, política, económica y estética, y Joyce fue muy de aquel tiempo de mapas en recomposición, «cuando se desmoronaban imperios y millones de personas cruzaban fronteras para intercambiar ideas nuevas y estilos radicales».

Irlandés errante desde 1904, exiliado por voluntad propia, vivió el resto de su vida entre Trieste, Roma, Zúrich y París: «Biblia de los desterrados» denominó un enemigo a Ulises. Antes de escribir ese monumental «museo de estilos» (así lo llama Birmingham) que iba a incitar la piromanía bibliofóbica en Europa y América, Joyce ya había reconocido su incapacidad de escribir sin ofender a nadie. Para los cuentos de Dublineses encontró en 1909, después de tres años de búsqueda, un editor que tardó tres años más en decidir que no publicaba un libro ultrajante para los dublineses de bien. El libro, ya impreso, fue enviado a la guillotina el 11 de septiembre de 1912. Salvo un ejemplar que dieron al autor, nunca salió de la imprenta. En Gran Bretaña, pero también en Estados Unidos, el gobierno no siempre tenía que mandar a la policía a secuestrar y quemar libros: bastaba con intimidar a literatos, editores e impresores. Los propios cajistas actuaban como censores: eliminaban palabras, o se negaban a componer el libro por miedo a terminar en la cárcel.

Y existían en uno y otro país sociedades privadas que tenían como objetivo la supresión del vicio. En Estados Unidos, la lucha contra la obscenidad era armada, en cumplimiento de la Ley Comstock, de 1873, que prohibía todo «libro, panfleto, imagen, periódico y grabado obsceno, o cualquier otra publicación de carácter indecente». A finales de los años veinte del siglo pasado, Ezra Pound, en una carta al presidente del Tribunal Supremo de su país, arremetía contra una ley «aprobada por una asamblea de babuinos e imbéciles», pero, gracias a la Ley Comstock, Ulises se consagró como icono de la indecencia, abominable o adorable, depende de quien lo mirara. Sobre Ulises pesaba además la ley contra la importación de material obsceno y subversivo. Publicado en París en 1922 por Shakespeare and Company, la librería de Sylvia Beach, Ulises se convirtió en material de contrabando transatlántico. La novela, tan codiciada como el alcohol, enriqueció su historial criminal cuando empezaron a aparecer en América falsificaciones de la edición parisiense.

Cuatro mujeres decidieron la suerte literaria de Joyce mientras las autoridades, para «proteger la sensibilidad femenina», entre otras cosas, se preocupaban de destruir su obra. Sylvia Beach editó heroicamente Ulises, y las responsables de las revistas The Egoist, en Londres, y The Little Review, en Nueva York, Dora Marsden y Harriet Shaw Weaver, y Margaret Anderson y Jane Heap (en los dos casos por recomendación de Ezra Pound), publicaron por entregas Retrato del artista adolescente (terminó la publicación en 1915), y medio Ulises (1918-1920), respectivamente. ¿Cómo eran estas revistas? Dora Marsden tenía clara la función de una revista radical: revolucionar «todos los aspectos de las relaciones humanas, intelectuales, sexuales, domésticas, económicas, legales y políticas». Margaret Anderson –con quien coeditaba Pound, en Londres, como Foreign Editor‒ compartía desde Nueva York simpatías anarquistas cuando fundó The Little Review en 1914. Junto con Jane Heap, entendió el arte como insumisión y acogió su revista al lema «Sin concesiones al gusto del público». Anderson y Heap acabaron ante los tribunales por James Joyce en 1917 y 1921. Una benefactora se hizo cargo de la multa que no podían pagar y les libró de la cárcel. Harriet Shaw Weaver no sólo editó a Joyce: financió desde 1914 a la familia Joyce y, en 1941, corrió con los gastos del entierro del genio.

A los problemas con los pirómanos obsesos de lo obsceno se unieron en enero de 1920 alusiones políticas de poco gusto. Llamar a la reina Victoria «the flatulent old bitch that’s dead» («la vieja zorra flatulenta que ya se ha muerto», episodio 12 de Ulises) sumaba la palabrota, bitch, a la blasfemia regia y provocó la reacción de las autoridades estadounidenses: The Little Review se vio perseguida por el servicio de Correos, vigilante, temeroso de que se le colara pornografía y subversión en las sacas de reparto. Anderson, Heap y Pound pidieron moderación a Joyce, que desobedeció todas las recomendaciones de prudencia. Anderson y Heap se quejaban en 1920: «Han quemado entera nuestra tirada de mayo». Los censores pirómanos disfrutaban además de colaboración ciudadana espontánea. Cuando el marido de la mecanógrafa encargada de transcribir el episodio de Ulises dedicado a Circe descubrió los papeles con que trabajaba su mujer, los tiró a la chimenea.

Aunque lo acusaran esencialmente de ser pornográfico, a Joyce lo manchaba también una sombra política. Adam Thirlwell, en su reseña de El libro más peligroso, ha destacado el vínculo entre ansiedad sexual y ansiedad política característico de 1920, cuando el miedo a lo obsceno se confundía con el miedo a lo subversivo. En Nueva York eran días de rebelión y represión, redadas policiales y bombas anarquistas, y seguía vigente la Ley de Espionaje, de 1917, propia de tiempos de guerra, contra cualquier irreverencia que discutiera la forma de gobierno de Estados Unidos. Cientos de miles de funcionarios de Correos vigilaban la distribución de opiniones peligrosas y pornografía. El máximo funcionario del control de la correspondencia entendía como peligrosa cualquier palabra rara, extravagante o difícil de entender. En 1918 concretó las únicas tres cosas que perseguía: el progermanismo, el pacifismo y el elitismo cultural.

El caso es que los comentarios sobre Ulises parecen cargados de alusiones políticas. Por ejemplo, Cyril Connolly, citado por Birmingham, comentaría en Enemigos de la promesa (1938) que «los Ulises se apilaban como dinamita en un sótano revolucionario» mientras esperaban en París su distribución de contrabando: el torbellino de la Primera Guerra Mundial había revuelto, mezclándolas, la estética y la política revolucionarias. Virginia Woolf, poco después de 1920, consideraba Ulises un libro de clase baja, sin cultura, propio de un obrero autodidacta («an illiterate underbred book; the book of an illiterate self-taught working man»). Woolf se negó a imprimir tal cosa en su editorial, Hogarth Press.

Más etiquetas infamantes le pegaron a Ulises en los mejores periódicos, firmadas por plumas de primera: blasfemia espantosa, bolchevismo literario. La prestigiosa The Quarterly Review definió la novela de Joyce como bomba feniana –es decir, nacionalista irlandesa, separatista‒ que hacía saltar por los aires el castillo de la literatura inglesa. Paul Claudel, embajador de Francia en Estados Unidos, realzó en 1931 el matiz religioso de las quejas: Ulises unía las «repugnantes blasfemias» de un apóstata cargado de odio a una «falta de talento diabólica». No podía faltar el ojo clínico, el vislumbre de lo patológico: en 1932, Carl Jung (que trataría poco después a Lucia, la hija esquizofrénica de Joyce) reseñó Ulises en la Europäische Revue y, entre el elogio obnubilado y el vilipendio puro, lo declaró «un caso de pensamiento visceral con severas restricciones cerebrales». Joyce agradeció mucho la atención del psiquiatra.

Pero Kevin Birmingham no recoge la frase de Jung en El libro más peligroso, excelente muestra del arte de la cita invisible, mosaico de citas sin que se noten los puntos de unión entre las piezas. Su «biografía» de Ulises es una hagiografía, una oportuna celebración de la obra maestra de James Joyce cuando, muchos años después, ha perdido su halo de heroicidad. Gesto histórico «de audacia estética, filosófica y sexual», Ulises, como todo «acto de rebelión» provocó adhesiones y repulsiones inquebrantables: su carácter herético, de clandestinidad o semiclandestinidad orgullosa, aumentaba la devoción de los fieles y la inquina de los enemigos. Hoy, en un momento en que modalidades nuevas y vergonzantes de censura empiezan a recuperar el prestigio de la censura de toda la vida, el halo de heroicidad suele atribuirse a las criaturas intrépidas que se atreven a intentar leer Ulises.

Pero «Ulises no sólo cambió el curso de la literatura, sino la propia definición de literatura a ojos de la ley», como dice Kevin Birmingham. El eje épico de El libro más peligroso son las batallas legales para conseguir la difusión libre de la novela de Joyce, primero por entregas en The Little Review y luego, a partir de 1922 y hasta 1936, en libro, empezando en Estados Unidos y acabando en Gran Bretaña. Tal como cuenta Birmingham, los defensores de la circulación libre de Ulises presentaban a Joyce no como representante del movimiento moderno, sino como héroe de las artes frente a la autoridad que quiere controlarlas y ponerlas a su servicio a costa de la libertad de expresión. El arte, por definición, no es obsceno, decían. En 1933, en Nueva York, el juez John M. Woolsey les dio la razón y Random House publicó Ulises el 25 de enero de 1934.

En esas fechas, cuando los nazis empezaban a ser los campeones de las hogueras dedicadas a reducir bibliotecas a cenizas, la quema de libros ya había perdido algo de su aura estético-religiosa. La sentencia de Woolsey sobre Ulises parecía marcar a la literatura como reveladora de lo que puede y no puede decirse, de los límites de lo permisible, de lo perseguible: la deslindaba como territorio de excepción donde no rigen los parámetros de lo obsceno. Esto quizá sea un recordatorio de la relación de la literatura de ficción con la realidad: lo que presenta la ficción no es real del todo, luego no es realmente perseguible, es decir, digno de ser tomado en serio. En este sentido, la literatura ocuparía en nuestro tiempo el lugar del antiguo bufón.

Como el bufón, no respetaría las convenciones estilísticas vigentes. Es lo que vio Arnold Bennett cuando se encontró, hace casi un siglo, con el mundo de Joyce: «Joyce lo expresa todo… ¡todo! El código ha quedado hecho añicos». Birmingham lo explica así: «Un velo de decoro separaba el mundo real de los mundos de ficción [...]. Nadie tenía el valor de escribir cómo era realmente la vida en Dublín» hacia 1900. A mí la manera joyceana de acercarse a lo real con el propósito de arrumbar todas las fantasías románticas, siempre fatalmente malogradas a fuerza de irrealidad, y de atenerse a los hechos materiales me recuerda la educación jesuítica de James Joyce. «Mi novela es la epopeya del cuerpo humano», decía, y yo pienso en la carnalidad de los ejercicios espirituales de San Ignacio.

Para perseverar en su ejercicio corporal-espiritual, Joyce hubo de imponerse a los censores gubernamentales, y eso es lo que cuenta, persuasivo, El libro más peligroso: la historia de una época en la que «redactar una crónica exhaustiva y veraz de nuestras vidas con intención de distribuirla era ilegal [...]. Una época en la que los novelistas ponían a prueba los límites de la ley». En aquel tiempo había novelas tan peligrosas que las echaban a la hoguera, recuerda Kevin Birmingham, quien dedica el libro «a mi padre, que me enseñó lo que es la libertad de expresión». Una pregunta: ¿han sido sustituidas las hogueras por hogueras virtuales?, concluye diciendo Navarro.

    



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)