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domingo, 5 de abril de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Nuestra hora más gloriosa



Dibujo de Fernando Vicente para El País


Estamos ante una crisis de proporciones históricas, -escribe en el Especial dominical de hoy [Nuestra hora más gloriosa. El País, 30/3/2020] Javier Solana, Distinguished fellow en la Brookings Institution, presidente del Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE, político, físico, embajador y profesor español-, que solo se resolverá satisfactoriamente desde la racionalidad, la compasión y el entendimiento mutuo, dentro y más allá de nuestras fronteras.

"Como algunos lectores ya sabrán, -comienza diciendo Solana- actualmente me hallo ingresado en un hospital madrileño, tras haber dado positivo en la Covid-19. Mi recuperación está siendo lenta, pero las perspectivas son alentadoras. Aunque encontrarme físicamente aislado de los míos no resulta agradable, el consuelo es que en pleno siglo XXI no faltan recursos para permanecer socialmente conectados. Además, siempre nos quedará deleitarnos con los pasatiempos culturales de toda la vida, como escuchar música, leer y, sí, también escribir.

Durante largas horas he recurrido a un ilustre acompañante para sobrellevar el confinamiento: sir Winston Churchill. La figura del primer ministro británico siempre me ha fascinado, y estos días he podido descubrir nuevos detalles sobre su vida gracias a una extraordinaria biografía escrita por el historiador británico Andrew Roberts. El afán de resistencia del que hizo gala Churchill durante la II Guerra Mundial supone una fuente inagotable de inspiración, particularmente valiosa para los tiempos que corren. Su carácter y su historial —sin duda, complejos— nos recuerdan que el heroísmo no está reñido con las imperfecciones, que la clarividencia no está reñida con las contradicciones y que el coraje no está reñido con las indecisiones. Personajes como el de Churchill merecen ser reivindicados, sin que ello implique mitificarlos.

En la guerra personal que muchos estamos librando ya contra el coronavirus, y por la que desgraciadamente muchos otros habrán de pasar, es seguro que nos tocará poner la sangre, el esfuerzo, las lágrimas y el sudor que en su día prometió Churchill. Pero también deberemos tratar de emular su entereza de ánimo. El virus tal vez consiga entumecer nuestros sentidos del olfato y del gusto, pero no tiene por qué poder con nuestro sentido del humor.

Desde un punto de vista colectivo, resulta también lógico que nos fijemos en estos momentos en el Reino Unido de Churchill. Numerosos dirigentes vienen afirmando que nuestros países están en guerra contra la pandemia, y en cierta medida no les falta razón. Como en cualquier guerra, necesitamos movilizar todos los recursos del Estado, y promover con renovado ímpetu una serie de valores cívicos, como el sentido del deber, la camaradería y el servicio público de todos y para todos. A este respecto, quiero acordarme muy especialmente de los profesionales sanitarios que, en España y alrededor del mundo, se están dejando la piel por combatir el virus y hacer más llevadero el sufrimiento a los enfermos.

Nos encontramos ante una crisis de proporciones históricas y, por tanto, es legítimo abordarla a partir de referentes históricos. No obstante, si lo que estamos viviendo es una guerra, ciertamente no es una guerra al uso. La primera gran diferencia es que, en este caso, el enemigo es compartido por el conjunto de la humanidad. La segunda es que la movilización de recursos públicos debe ir acompañada de una desmovilización del grueso de la población. Es importante tener en mente estas y otras peculiaridades, ya que temo que el lenguaje belicista pueda acabar por nublarnos la vista y hacernos caer en algunas trampas. Para conseguir evitar escenarios indeseables, permítanme añadir unas breves advertencias y matizaciones.

En primer lugar, la destrucción del virus requerirá liderazgos fuertes, pero no inflexibles. Que nuestros Estados y sus dirigentes dispongan de una amplia capacidad de maniobra no debe implicar que tengan carta blanca: ni ahora, ni cuando la tormenta amaine. Preservar al máximo las libertades civiles y asegurar la rendición de cuentas por parte de los gobernantes es un imperativo ético, pero también nuestro mejor mecanismo de defensa ante amenazas como la actual. Conviene tener siempre presente que estos atributos no debilitan a las sociedades, sino que enriquecen el debate público y, por tanto, incrementan las probabilidades de identificar los cauces de respuesta más convenientes.

En segundo lugar, existe el riesgo de que las apelaciones a la responsabilidad patriótica —que son oportunas y pertinentes— se confundan con manifestaciones de nacionalismo excluyente, de forma que veamos adversarios donde no los hay. No es momento de chivos expiatorios y caza de brujas. Tampoco de dar rienda suelta a instintos poco edificantes, sucumbiendo así al pánico. La crisis actual solo se resolverá satisfactoriamente desde la racionalidad, la compasión y el entendimiento mutuo, dentro y más allá de nuestras fronteras. Todas las avenidas de cooperación internacional en materia científica y tecnológica deben ser exploradas, siempre desde un espíritu solidario, que en las circunstancias actuales coincide más que nunca con el interés propio. Al fin y al cabo, la clave para salir cuanto antes de esta situación es que la transmisión de recursos y buenas prácticas entre países sea más rápida que la transmisión del propio virus.

Por último, hemos de garantizar que, tras la victoria, que a buen seguro llegará, no nos toparemos con el paisaje socioeconómicamente desolador que dejan las guerras. Los esfuerzos de reconstrucción deben concebirse de manera preventiva, no reactiva, y la maquinaria de absorción del shock debe ponerse en marcha a pleno rendimiento inmediatamente. Tanto los Estados miembros de la Unión Europea como las instituciones comunitarias tendrán que comprometerse a hacer cuanto sea necesario al respecto, si quieren estar a la altura del reto. Conviene asimismo no descuidar el resto de organizaciones y foros multilaterales, cuya labor es imprescindible para diseñar una respuesta sólida y conjunta. A más largo plazo, será menester de todos no olvidar las múltiples virtudes de la globalización, que, por supuesto, merece ser repensada, pero no vilipendiada.

A lo largo de estas semanas nos jugamos mucho colectivamente, y algunos también a título personal. Hoy por hoy, tenemos pocas certezas sobre cómo será el mundo tras la pandemia, excepto que se erigirá sobre las palabras y los actos por los que optemos en estos instantes críticos. Haríamos bien, pues, en mirar de frente al mal que nos aqueja, pero sin perder de vista nuestro propio futuro y el que heredarán generaciones venideras. La humanidad ha superado pruebas más duras que esta, y las hazañas que precisamos ahora no son en absoluto equiparables a las de la II Guerra Mundial. Pero, tomando prestadas las palabras de Churchill, si esta no termina siendo “la hora más gloriosa” de nuestros respectivos países, al menos que sea la de cada uno de nosotros".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




Javier Solana


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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martes, 24 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Humanización



UCI en el Hospital La Paz, Madrid. Foto de Getty Images


Miles de familias -comenta en el A vuelapluma de hoy ["Cuando la guerra te toca". El País, 21/3/2020] la escritora Ana Fuentes- en medio mundo están siendo privadas de algo que los humanos necesitamos hacer desde que el mundo es mundo: decir adiós

"Estaba viviendo esta pandemia de manera virtual, -comienza diciendo Fuentes- siguiendo la evolución de los datos desde mi ordenador. Hasta que hace una semana me estalló en la cara y todo se volvió real: mi padre dio positivo. Se lo contagiaron en el hospital cuando estaba a punto de recibir el alta por otro achaque. Murió ayer. No pude despedirme de él.

Nací en 1980. Los de mi generación estamos curtidos en crisis, en reinvención profesional, en emigración. Hacemos equilibrios sobre una baldosa cada vez más pequeña. Pero, privilegiados europeos, de guerra no sabíamos nada. Y de duelos virtuales, menos. Miles de familias en medio mundo están siendo privadas de algo que los humanos necesitamos hacer desde que el mundo es mundo: decir adiós.

En el frente no hay suficientes armas. Como el escuadrón que limpió Chernóbil, 34 años después muchos de nuestros sanitarios están yendo a trabajar sin protección. Hace unas semanas nos llegaban las imágenes de cadáveres apilados en China y de enfermeras con crisis de ansiedad por la falta de recursos; hoy son profesionales italianos con bolsas de basura en los pies y doctores franceses que ruegan que alguien les mande mascarillas decentes: las pocas que tienen son como coladores. Médicos españoles que dan por hecho que tanto ellos como sus compañeros están infectados, pero cómo no van a doblar un turno más.

Esta, no nos olvidemos, es también una carrera de fondo contra la deshumanización. Vamos a pasar meses viendo caos desde nuestras pantallas. Tendremos todas las emociones a la carta y podremos desconectar de ellas cuando queramos. Al mismo nivel, consejos contra el aburrimiento, bromas, declaraciones de amor y condolencias. Habrá que filtrar para que todo ese ruido no nos deje sordos y sigamos pudiendo discernir y priorizar.

No hay tragedia sin catarsis. Cuando todo esto acabe, llenaremos las plazas y correremos campo a través hasta que nos duelan las piernas. Les explicaremos a nuestros hijos que este paréntesis de irrealidad también trajo cosas buenas, porque los adultos estamos para eso, para buscarlas.

Celebraremos estar vivos y nos daremos lo que los muertos no han tenido: abrazos y piel. Te quiero, papá. Que voy a abrigarme y no voy a perder las gafas. Para esta guerra no estábamos preparados".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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viernes, 13 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Miedo



Maniquíes en una tienda de Gaza (Palestina)


"Las verdaderas pandemias mortales de este planeta -comenta en el A vuelapluma de hoy ["Miedo al otro". El País, 8/3/2020] el escritor Manuel Vicent- son el hambre, la violencia, las guerras, la emigración masiva, la fosa del Mediterráneo y las enfermedades confinadas al Tercer Mundo, pero estos males endémicos no causan miedo ni pánico porque no se transmiten a través del aliento y la saliva de los otros. En la historia de este planeta ha habido sucesivas extinciones de especies a causa de meteoritos gigantes, de volcanes y terremotos devastadores, pero la humanidad sigue bailando sobre las deslizantes placas tectónicas porque acepta que son fuerzas telúricas fuera de su alcance. Las epidemias bíblicas como la lepra y la peste bubónica se atribuían a un castigo de Dios, y para aplacar su ira se montaban procesiones de disciplinantes y se quemaba en la hoguera a brujas y herejes. En el Apocalipsis se dice que al abrirse el Séptimo Sello se hará un silencio en el cielo y siete ángeles tocarán sus trompetas de plata para anunciar el fin del mundo. No se necesita un lujo semejante. Hoy se sabe que la vida es un episodio contingente, una aventura bioquímica sin sentido en la historia de este planeta, que anteayer no existía y pasado mañana, cuando desaparezca, en la Tierra se instalará un silencio de piedra pómez y no habrá sido necesario que ningún ángel tocara la trompeta, bastó con un virus en forma de muñeco diabólico que la humanidad se fue pasando de unos a otros hasta quedar por completo exterminada. El infierno son los otros, dijo Jean Paul Sartre. Se refería a la mirada de los demás que nos penetra y nos delata. En este caso, la mirada será un virus y el terror vendrá porque quien te mate será quien más te quiera, quien te bese, quien te abrace, quien te dé la mano, quien te ceda el asiento en el metro, quien te ayude a cruzar la calle. El miedo al otro, en eso consiste el infierno que se acaba de instalar como un avance entre nosotros".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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lunes, 13 de enero de 2020

[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "El naufragio de las civilizaciones", de Amin Maalouf



El escritor Amin Maalouf


El escritor libanés Amin Maalouf lamenta en su último ensayo el colapso al que se dirige un mundo marcado por el repliegue identitario y asegura que no evitaremos el naufragio de la humanidad. 

Últimamente, no hay un solo día en que a Amin Maalouf (Beirut, 70 años) no le venga la misma imagen a la cabeza: un moderno transatlántico, considerado insumergible, avanza inexorablemente hacia el naufragio. Y los pasajeros somos todos nosotros. Lo cuenta el escritor y Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2010 en su último ensayo, El naufragio de las civilizaciones (Madrid, Alianza, 2019), en el que defiende que el fracaso de Levante —su región natal y cuna de las tres grandes religiones monoteístas— en articular un proyecto de coexistencia se sitúa, al menos parcialmente, detrás del violento repliegue identitario en el que se encuentra hoy inmerso el planeta.

"No sabemos de qué forma, pero el naufragio tendrá lugar", sentencia en una entrevista con El País en la sede de Casa Árabe de Madrid, donde este miércoles [octubre de 2019] mantendrá un encuentro con el periodista Guillermo Altares. Siguiendo con el símil marítimo, Maalouf lamenta la ausencia de un capitán que dé un golpe de timón a este Titanic ("miro a los líderes del mundo y me inquieto", admite) y la diferente velocidad entre los avances científico-tecnológicos de las últimas décadas y la "evolución de las relaciones entre las comunidades humanas".

Pregunta: Comencemos por la actualidad. Las protestas de estos días en Líbano, ¿son justo una prueba del fracaso de ese modelo de país del que habla en el libro?

Respuesta: Es evidente. Es un fracaso que viene de lejos. La gente tiene el sentimiento de que han sido robados, expoliados, de que hay una clase política incompetente y corrupta que les utiliza. Y tienen razón. La cuestión es saber en qué va a desembocar. No lo sé. Espero que produzca dirigentes que vengan de todas las comunidades, con una visión diferente. Siempre es más difícil para un movimiento espontáneo producir un liderazgo que expresar la cólera.

P.: "Las luces de Levante se apagaron. Luego las tinieblas se extendieron por el planeta. Y, desde mi punto de vista, no se trata de una simple coincidencia", dice en El naufragio de las civilizaciones. ¿Por qué esa centralidad de Levante?

R.: Es una región altamente simbólica. Es el lugar de nacimiento de las grandes religiones monoteístas. La región a la que miran cristianos, judíos, musulmanes. Si hubiera un ejemplo de coexistencia entre las comunidades locales, habría difundido al mundo entero un sentimiento constructivo, positivo. Y el hecho de que el mundo entero mire a Levante y vea cómo esas comunidades se masacran, no pueden hablar unas con otras y se odian de forma permanente... eso difunde al mundo algo extremadamente negativo, destructor. La influencia de Levante en el resto del mundo va mucho más allá de su peso económico o estratégico.

P.: Y no es optimista...

R.: No lo soy. Con el conflicto israelí-árabe ha habido momentos en que parecía que podíamos llegar a una solución, con los Acuerdos de Oslo [1993] y, lo más reciente, el discurso de Obama en El Cairo [2009], en el que expresó una visión de un Oriente próximo reconciliado que desgraciadamente no ha ido más lejos. Hoy tenemos la sensación de que no va a haber solución para la región. Los problemas van a seguir agravándose, así que es difícil ser optimista.

P.: ¿A qué se debe esa mirada diferente que se da hacia un país como Alemania y hacia el mundo árabe que menciona en el libro?

R.: Muchos pueblos pasan por periodos en los que tienen comportamientos que van contra lo que han mostrado en otras épocas históricas. Para Alemania fue el periodo del nazismo. Desde el mundo árabe han emanado en las últimas décadas comportamientos que, a mis ojos, no son la emanación natural de su historia. Y espero —y aquí formulo más una esperanza que una predicción— que un día el mundo árabe pueda superar el periodo actual. En el mundo árabe hay una tradición de coexistencia que nunca ha sido perfecta, ni en Al Andalus ni en ningún sitio, pero comparado a lo que había en el resto del mundo en la misma época era completamente honorable. Mi familia, que es cristiana, ha podido vivir durante siglos en un mundo en su gran mayoría musulmán. Si hubiese sido un musulmán de Sicilia, no habría podido quedarme siglos en mi pueblo.

Desgraciadamente, ha habido un retroceso mientras se avanzaba paralelamente en el resto del mundo. Occidente, que no había tenido necesariamente una actitud de tolerancia evidente, se ha convertido en mucho más tolerante; y el mundo árabe, que era relativamente tolerante, lo ha sido cada vez menos. Y el diferencial se ha convertido en algo extremadamente chocante.

Cuando miramos desde Occidente lo que sucede en el mundo árabe o musulmán, se tiene la sensación de que siempre ha sido así. En los últimos años ha habido un endurecimiento, una evolución hacia más intolerancia y más fanatismo, pero si eso ha cambiado, puede volver a hacerlo. El péndulo puede ir en la otra dirección. Es absurda la idea de que es una fatalidad.

P.: En su descripción, el mundo parece una especie de niño mimado que, justo cuando tiene todas las posibilidades técnicas para llegar a una edad de oro, se mueve hacia el lado contrario

R.: El mundo se ha desarrollado científica y técnicamente a una velocidad acelerada. Y esta evolución tendría que haber ido acompañada de una evolución paralela de la manera de gestionar las relaciones entre las comunidades humanas, en lo que ha habido un estancamiento, un retraso. Es bastante comprensible, pero no era inevitable. Cuando la evolución va muy rápido, no siempre tenemos el tiempo de adaptarnos intelectual y socialmente. Hay factores que han retrasado la toma de conciencia y la adaptación al cambio. Lo que ha pasado en Levante ha desempeñado un papel. Pero también la caída del Muro [de Berlín] y el comportamiento de Estados Unidos, que no ha construido verdaderamente un nuevo orden que funcione.

P.: ¿Y por qué es ahora más pesimista, justo cuando venimos del siglo de las dos guerras mundiales, del Holocausto...?

R.: Es verdad que hay mucha menos violencia en nuestro siglo que en el anterior. No lo dudo ni por un instante. Pero la diferencia es que en nuestro siglo hay una verdadera posibilidad de salir de una cierta manera de vivir la historia y construir algo diferente, porque la humanidad hoy tiene la necesidad de construir una visión diferente de sí misma. Soy más duro con este siglo porque tenemos posibilidades que no teníamos antes. Y es una pena malgastarlas. El mundo de hoy es completamente diferente y es normal que esperemos de él otra cosa que lo que nos pudo dar el siglo XX.

P.: ¿Por qué ve este periodo oscuro "destinado a durar", como señala en el libro?

R.: Porque, cuando miro a mi alrededor, no tengo la impresión de que haya una verdadera toma de conciencia. Miro a los liderazgos en el mundo y me inquieto. En Estados Unidos, Inglaterra, India, Brasil, Turquía... Estamos en un mundo un poco inquietante, en el que no hay mecanismos para salir de las crisis. Nadie tiene autoridad moral. No hay ninguna gran figura, ideología común, gran país que ejerza verdaderamente una autoridad moral. Nadie. El mundo va mal y acabará por salir de este periodo de turbulencias, pero supondrá tiempo, esfuerzo y sufrimiento.

P.: ¿Quién podría ser el capitán del barco?

El capitán del paquebote de la humanidad estos últimos treinta años tendría que haber sido Estados Unidos. Y ha fracasado. El copiloto ideal habría sido Europa, y no se ha dado a sí misma los medios para ello. En realidad, no hay capitán. Mi sentimiento es que no evitaremos el naufragio. Tendrá lugar, no sabemos en qué forma. No hay una toma de conciencia que permita evitarlo. Por ejemplo, en la cuestión climática se habla, habla, habla, y se finge, pero en realidad no se hace nada que pueda realmente evitar la deriva que ha comenzado. Es un cambio cosmético, mediático, sin nada de profundidad.

P.: ¿A qué se refiere cuando habla de naufragio?

P.: mNo sé qué forma puede tomar. Puede estar vinculado a las perturbaciones climáticas, puede haber cosas extremadamente graves. O a la carrera armamentística, que un día produzca efectos que den miedo a la gente. Puede ser también una gran crisis económica.

Hace unos años Amin Maalouf nos hablaba de que nuestra civilizaciones se agotan en sus libros El desajuste del mundo y en Identidades asesinas, y aportaba las razones de ello: la desconfianza generalizada hacia el "Otro", la xenofobia, la intolerancia política y religiosa, el populismo, el individualismo y la insolidaridad del nacionalismo, el racismo... Hoy en día Amin Maalouf nos habla ya directamente de un "naufragio inminente". No hay añoranza en sus palabras de un pasado mejor, solo le preocupa el futuro de esta época desconcertante, el porvenir de las nuevas generaciones, que pueda desaperecer todo aquello que ha dado sentido a la aventura humana hasta el presente. Tampoco se deja llevar por el pesimismo ni quiere predicar el desaliento. Solo hace una llamada lúcida a la responsabilidad colectiva, dejando entreabierta la puerta de la esperanza a que el mundo vuelva a orientarse, ya que como escribió en su novela Los desorientados: "Más vale equivocarse en la esperanza que acertar en la desesperación".

Cuando los espectaculares avances tecnológicos de nuestros días, puede leerse en la contraportada de El naufragio de las civilizaciones, nos han facilitado el acceso universal al conocimiento, que vivamos más y mejor, que el "tercer mundo" se desarrolle..., y que por primera vez se podria conducir a la humanidad hacia una era de libertad y progreso, el mundo parece ir en direccion opuesta, hacia la destrucción de todo lo conseguido. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? En el libro de Maakouf están algunas de las claves de ello. Los Reyes Magos me lo trajeron el pasado lunes y esta misma tarde he terminado de leerlo. Espero que podamos seguir hablando de él... A mí me ha resultado fascinante.





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jueves, 28 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Abrir en casa de hecatombe



Universidad de Oxford, Gran Bretaña


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, de la escritora Isabel Gómez Melenchón, que ante la indiferencia que la humanidad parece prestar a sus posibilidades de supervivencia, se pregunta, con sorna, si en caso de hecatombe prefiríamos la seguridad de palmarla todos a la de que pueda sobrevivir nuestro vecino.

"Ahora lo entiendo todo -comienza diciendo Gómez Melenchon-. Déjense de sesudas reflexiones y de buscar tres pies al gato: a la humanidad le tiene sin cuidado su propia extinción. Esta evidencia, que aclara por fin por qué hacemos lo que hacemos y votamos lo que votamos, no hemos sido capaces de intuirla hasta que desde Oxford nos han abierto los ojos. Dos equipos diferentes de aquella universidad estudiaron la posibilidad de que los seres humanos desaparezcan y hasta qué punto nos preocupa. Esclarecedor. Vayamos por partes: dejando de lado hipotéticas guerras mundiales, armas biológicas o cambios climáticos, el algoritmo indica que existe una posibilidad entre 87.000 de que en algún momento nos vayamos a tomar por... polvo estelar, por una erupción volcánica, un asteroide o un terremoto. O por un tsunami, no lo descarten. Tampoco des­carten hacer testamento, porque los científicos sólo garantizan que la eventualidad de esta destrucción no es inferior a una entre 14.000, lo que significa, teniendo en cuenta que la eventualidad de que nos toque el gordo es del 0,001 por ciento, es decir, 1 entre 100.000, y cada año le toca a alguien, que estamos en el bombo. Entonces nos encontramos con el otro estudio: preguntados los participantes por cuál sería la peor hipótesis, que se produjera una catástrofe absoluta que eliminara la especie humana del planeta, que la catástrofe matara al 80 por ciento de la población, o que no hubiera ninguna catástrofe, la respuesta fue la obvia: virgencita, que nos quedemos como estamos. Pero la segunda opción es la que da la sorpresa: la gran mayoría de los encuestados preferiría que toda la humanidad se volatilizara antes de que quedara alguien para contarlo. Vamos, que mejor palmarla todos a que sobreviva alguien. Los autores del estudio se limitan a dejar constancia de su desconcierto, porque también se preguntaba qué sería peor, que desapareciera toda una especie animal, por ejemplo las cebras, o que quedaran algunas. Y se votó por que quedara ni que fuera un par.

Me he dedicado a dar vueltas a esta radicalidad respecto a nosotros y he encontrado algunas respuestas, ninguna de las cuales nos deja bien. Por ejemplo, pensar que entre los vivos puede que no nos encontremos nosotros, sino el vecino del tercero segunda que deja caer las colillas por el patio interior, o que el meteorito no respete a una parte de los del Clásico y ya para siempre gane la otra. O que sólo queden los que votan lo contrario. O que pensemos que no valemos la pena ni en particular ni en general. En todo caso, lo que da pena es el resultado".







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miércoles, 16 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Los seis sentidos: la compasión



El psicólogo Daniel Goleman, en 2009


Si vemos cómo se golpea a un niño, sentimos algo parecido al vértigo. Es el “sentido moral”, tal que la vista o los oídos, escribe la filósofa Amelia Valcárcel.

"Cuando la Modernidad alboreó, allá por los finales del siglo barroco, -comienza diciendo Valcárcel-, hubo que volver a hacerse las viejas preguntas y las respuestas cambiaron. Por ejemplo, esta: “¿Por qué debemos ser morales?”. La respuesta admitida había estado clara más de un milenio: porque así lo quiere Dios Nuestro Señor y serlo evita las penas del infierno. Dios ha dado su ley, de una vez para siempre. Se debe cumplir y no hay más que contar. Si alguien duda de las llamas infernales, tenemos previstas llamas terrenales para que pierda cuidado.

Pero ahora es distinto. Vamos a sacar del matraz a Dios, dada su enorme masa, y dejemos fuera también el temor a los fuegos infernales y quizás a los de aquí. Vamos a buscar otras respuestas. ¿Por qué debemos ser morales? Bueno… porque… ¿para evitar líos? ¿Porque somos seres racionales y la razón nos exige que lo seamos? Quizá somos morales para no contravenir a nuestra racionalidad. Descartes, el primer y mayor de los racionalistas, no lo apoyó. Fue más bien partidario de no buscarse problemas. Esto tardó su tiempo. Sin ir más lejos, un tipo tan evidentemente genial como Hume, un escocés, se permitió bromear de esta manera: del hecho de que yo prefiera que estalle el mundo siempre que a mí no se me estropee un dedo, no se sigue ninguna falta de lógica. Va a ser que el universalismo moral no depende de la calidad de nuestra razón.

Las mejores respuestas a una pregunta tan compleja vinieron de Inglaterra y de Escocia. Se macizaron así: debemos ser morales porque… no tenemos más remedio que serlo. Estamos diseñados para ello. Somos morales porque tenemos un sexto sentido. Cuando vemos una acción directamente contraria a lo que es bueno, se nos levanta un asco, un horror, se nos despierta algo en el fondo de nuestro cuerpo que nos dice que aquello no está bien. Es nuestro sexto sentido, el sentido moral. Si vemos cómo se golpea a un niño, a un animal indefenso, se viola, se calumnia con gusto…, sentimos algo parecido al vértigo. Eso es el “sentido moral”. Con tan buena guía es difícil equivocarse. Es tal que la vista o los oídos. Y, como ellos, puede muy bien suceder que alguien lo tenga flojo o carezca por completo de él. Pero eso no lo invalida. La mayoría lo poseemos en su modo corriente. A quien lo tenga deficiente difícilmente se lo podemos mejorar. Lo mejor es precaverse de ese tipo de gente… o gentuza.

Estas cosas, en filosofía, nunca se afirman sin que se desate una polémica, pero dejémosla ahora callada. Hutcheson lo bordó: los sentimientos benévolos son parte inalienable de la condición natural humana. Están ahí. Antes de hablar ya sonreímos. No somos buenos por naturaleza, pero somos morales por destino. Para hacer desaparecer a ese nuestro sexto sentido hay que trabajar bastante. Porque es más fuerte que la voz de la conciencia. Es terror y vómito a un tiempo.

¿Y qué pasa con la crueldad? Pues que resultaría ser un aprendizaje. Poco a poco, mediante sucesivas y al principio pequeñas crueldades, aprenderíamos a orillar y evitar ese sentimiento innato. Iríamos subiendo la dosis. Ensayaríamos a distanciarnos con los objetos, los animales, los débiles, subiendo y alargando la distancia hasta ensordecer a nuestra naturaleza. Practicaríamos la crueldad en gustos y espectáculos. Distancia, risa, chacota del dolor ajeno. Gusto por la crueldad o incluso el ensañamiento. Lo llevaríamos a término con ciertas excepciones… con cualquiera que no pudiera devolvérnosla. Porque esa precaución siempre, quien no fuera definitivamente idiota, la guardaría. Así que desde el siglo ilustrado la humanidad supo que tenía un sentido que añadir a los cinco corrientes. Cierto problema había en que nunca antes hubiéramos sabido nada de él. Pero no seamos gente puntillosa. Reconocemos lo que se nos quiere decir.

Ahora le solemos llamar “inteligencia emocional”, esto es, la capacidad de ponerse en el lugar de otro o de casi poder sentir lo que siente si a ello nos afanamos. Goleman, cuyos libros fueron tan visitados a principios de milenio, es lo que cuenta. Que hay gente más o menos lista en ver y captar la emoción base de los demás. Percibimos que en esas intuiciones brilla una chispa de verdad. Por lo mismo sabemos cómo se educa en la falta de compasión. Sabemos que muchas culturas definitivamente han hecho de esa senda cruel su fundamento de existencia. Nos basta con ver su pedagogía de presentación. Las reconocemos. Todavía las usamos".






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viernes, 2 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] La especie



Bassin de la Villete, París. Foto de Ángel Calvo para El País


En las piscinas de los grandes hoteles se junta una muestra exacta del género humano en versión democrática, comenta el escritor Félix de Azúa. Hacía un siglo que no pisaba una piscina populosa, comienza diciendo Azúa. Este año pude hacerlo y me ha quedado un cálido sentimiento de ternura. En las piscinas de los grandes hoteles se junta una muestra exacta del género humano en versión democrática. Casi desnudos, sin máquinas que los distingan, los teléfonos son todos iguales y los clientes del hotel, también.

El espectro es antropológico. Van primero los niños chiquitos, sin movilidad, frágiles, agarrados a sus madres y con los ojos muy abiertos. Vienen luego los niños propiamente dichos, lo mejor de la especie, los cachorros prístinos, perfectos, vivísimos. Son originales, imprevisibles y escandalosos. No lo hacen adrede, pero molestan todo cuanto pueden. Sus padres sueltan incoherencias como: “¡Ven aquí, que te voy a dar un azote!”, y los niños van, aunque sea haciendo mohines. ¡Como lluvia de estío!

Lo que sigue son los adolescentes, arrogantes, tímidos, incompletos, soberbios, aplastados por su inseguridad y por la obligación que les ha caído de golpe: seducir. Lo intentan, aterrados por el fracaso, pero cuando sosiegan son la belleza misma. Sus padres, que se los miran con temor y orgullo, soportan ahora la carga más desgraciada, tienen que dar de comer, vestir, cobijar y contentar a toda la familia. Tarea ímproba y sin reconocimiento. Todos son iguales, aunque ciertos caracteres secundarios distingan a un ruso (un tercio de carne más) de un italiano (fino, moreno, peludo), son diferencias triviales. Y luego ya, en el último tramo, los abuelos, tipos sin futuro, sin agobios, sin angustias, a quienes todos ignoran menos los niños, y eso les basta.

Hay que reconocerlo. La especie humana es admirable y magnífica solo cuando está en pelotas. Gocen de la piscina y hasta septiembre.






La reproducción de artículos firmados por otras personas en el blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. 

Hoy, 2 de agosto, cumple este blog trece años de vida. Gracias de todo corazón por compartir esta aventura con nosotros. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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miércoles, 2 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] Sonámbulos





Este verano pasado no fue un verano cualquiera, afirma Manuel Arias Maldonado, profesor de Ciencia Politica en la Universidad de Málaga. En julio, una ola de calor azotó Europa desde el Mediterráneo hasta Siberia, comienza diciendo, que provocó incendios forestales en Suecia y una pavorosa desgracia en la costa griega, mientras el fuego consumía en California un territorio tan grande como el municipio de Los Ángeles. Según los expertos, este julio ha sido el tercero más caluroso desde que existen registros, sólo por detrás de los de 2016 y 2015. Y no sabemos qué deparará la nueva temporada de huracanes, pero acaba de saberse que el paso del huracán María por Puerto Rico el año pasado acabó con la vida de 3.000 personas. Para rematar dramáticamente la temporada, el ministro de Transición Ecológica del Gobierno galo, Nicolas Hulot, acaba de dimitir acusando a Macron de no otorgar la importancia prometida a las políticas del cambio climático.

Tras décadas de teorizaciones abstractas sobre el riesgo de colapso ecológico, pues, la acumulación de episodios meteorológicos extremos sugiere que algo está cambiando en el plano de lo real. Parece que nos encontramos ante eso que Zizek llama "acontecimiento", un desbordamiento de lo sensible que puede modificar nuestra percepción del mundo. Pero ¿están los ciudadanos tomando nota? Es difícil saberlo. Es de esperar que las primeras brisas del invierno atenúen la sensación de emergencia climática experimentada durante el verano, pero al menos las grandes cabeceras europeas se han percatado de que hay algo nuevo en el aire: The Economist ha subrayado que la guerra contra el cambio climático se está perdiendo, Die Zeit anota que la alteración del clima está reflejándose ya en el tiempo que experimentamos cotidianamente y The Guardian anticipa un cambio histórico en la percepción ciudadana del cambio climático. 

A medida que la predicción del futuro se convierte en observación del presente, el negacionismo climático se vuelve más insostenible. No por casualidad, el Pew Research Center reportaba el pasado mes de enero un aumento sin precedentes del número de norteamericanos que abogan por dar prioridad a las políticas climáticas: se entiende que los huracanes estivales han dejado su huella en el ánimo nacional. Así que la pura facticidad está haciendo valer sus derechos. Y si Meursault mataba al árabe cegado por el sol, ese mismo sol puede ahora abrirnos los ojos.

Este desplazamiento del orden del discurso al orden de lo real nos recuerda cuán necesario es abordar una reorganización eficaz de las relaciones socionaturales. Incluso un optimista racional como Steven Pinker identifica sin ambages el calentamiento global como el mayor riesgo para las sociedades humanas. Esa urgencia ha sido subrayada por Will Steffen, Johan Röckstrom y otros destacados científicos del sistema terrestre en un artículo que, por coincidir con la reciente ola de calor, ha sido descargado ya más de 270.000 veces. Los autores exponen las trayectorias alternativas que podría seguir el planeta en función de lo que la humanidad haga o deje de hacer. Su conclusión es inquietante: "Las decisiones y las tendencias sociales y tecnológicas de la próxima década podrían influir de manera significativa en la trayectoria del sistema terrestre por cientos de miles de años y conducir, potencialmente, a condiciones propias de unos estados planetarios inéditos desde hace millones; unas condiciones que serían inhóspitas para las sociedades actuales y para muchas otras especies contemporáneas".

Dicho más concretamente: si no se revierte el calentamiento global mediante una gestión climática a escala global, el planeta puede pasar a un estado irreversible que los autores denominan "hothouse Earth" o "Tierra-invernadero". Debido al efecto acumulado del C02 en la atmósfera y al modo en que funcionan los feedbacks, efectos cascada y puntos de inflexión (tipping points) en el clima del planeta, esa trayectoria fatal podría darse incluso con un aumento de temperaturas moderado de entre dos y cuatro grados, sin descartar que algunos de estos efectos puedan aparecer por debajo de ese rango.

No se trata con esto de infundir miedo, ni de incurrir en ese catastrofismo que tanto daño ha hecho al debate sobre las relaciones socionaturales. Pero, como puede comprobar cualquiera que se entretenga en leer algo sobre el funcionamiento del clima terrestre, el futuro apocalíptico descrito por la ciencia-ficción no es ya inimaginable. Tiene su ironía: los mismos recursos energéticos que nos han hecho ricos amenazan ahora nuestra supervivencia. Esta intrusión del futuro en el presente exige, si queremos evitar una desestabilización telúrica contra la que no podamos defendernos, toda la atención democrática. Más que una sociedad sostenible, hemos de asegurar cuando menos el mantenimiento de un planeta habitable. O sea, uno donde incluso los supervivientes de una sociedad que colapsara ecológicamente pudieran comenzar de nuevo.

De alguna manera, también, el futuro se ha simplificado. Tal como exponen Simon Lewis y Mark Maslin en su libro reciente sobre el Antropoceno, sólo hay tres posibilidades: un desarrollo continuado del modo liberal-capitalista que conduzca a una mayor complejidad social; el desastre; o una nueva forma de vida. Es patente que las complicaciones geopolíticas y el factor temporal parecen dificultar una salida no traumática al atolladero planetario; no es fácil ponernos de acuerdo. Pero también lo es que desconocemos cuáles podrían ser los avances que trajera consigo una más decidida aplicación del ingenio humano a la cuestión climática. El problema es que no podremos emprender ninguna política eficaz sin persuadir a los ciudadanos de la necesidad de hacerlo. Y esto, a su vez, requiere que dejemos de ser una comunidad distraída -por emplear la denominación que el semiólogo Massimo Leone aplica a la cuestión animal- para ser una comunidad despierta, formada por sujetos que no ignoran su terrenalidad y se muestran activos en la búsqueda de soluciones sostenibles.

¿Cómo despertar? ¿De qué manera producir esas subjetividades planetarias? El filósofo Hans Blumenberg dedicó un majestuoso volumen a analizar la disyunción entre el tiempo de la vida y el tiempo del mundo: entre nuestra limitada experiencia biográfica y la más vasta historia colectiva. Pero si la subjetividad individual tiene que aprehender no ya el tiempo del mundo sino el tiempo de la Tierra, las dificultades se multiplican. Pero ese tiempo profundo es una magnífica escuela: como ha advertido Joanna Zylinska, no vivimos antes de la extinción sino después de la misma. ¿O acaso el planeta no ha vivido cinco extinciones masivas que atestiguan su potencial peligrosidad? Bajo la luz que proyecta el saber geológico, la posibilidad de un planeta transformado se convierte en verosímil. Todo aquello que aprendíamos en el colegio sobre glaciaciones y placas tectónicas puede de pronto servirnos para algo.

Es imprescindible que las democracias afronten este problema. No es fácil; se trata de una forma de gobierno que presenta a este respecto deficiencias estructurales. Las democracias tienden al cortoplacismo electoralista, otorgan un poder considerable a los actores de veto y la voluntad popular puede chocar con el saber experto. Pero si las democracias no reaccionan, pueden ser las primeras víctimas del cambio climático: los colapsos sociales no conducen a la asamblea deliberativa, sino al excepcionalismo hobbesiano. Se lo dice a Robert Redford el agente cuyo complot ha descubierto en el interior de la CIA: cuando llegue el caos, los ciudadanos exigirán soluciones sin reparar en los medios. Así que va siendo hora de que despertemos del sopor antropocéntrico, asumamos nuestra condición terrenal y empecemos a preocuparnos seriamente por la habitabilidad de la Tierra. Y que lo hagamos todos: sería un error dejar que este debate lo protagonizasen en exclusiva radicales anticapitalistas y negacionistas climáticos. La cuestión planetaria es una cuestión meta-ideológica, a la que cada ideología pueda contribuir como considere oportuno. Y que puede, incluso, proporcionar a nuestras fracturadas comunidades políticas un motivo común capaz de cohesionarlas: en defensa del hábitat que todos compartimos. Aunque sólo sea para poder seguir peleándonos.Manuel 



Dibujo de Javier Olivares



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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