María Emilia Casas, presidenta del Tribunal Constitucional
Merecido el rapapolvo que María Emilia Casas, en su último acto institucional como presidenta del Tribunal Constitucional, ha dirigido a las Cortes Generales y a las honorables Señorías que la componen por su descarada manipulación del tribunal a la hora de renovar a sus miembros en los plazos fijados por la Constitución. Daba cuenta de ello el diario El País en una crónica de su corresponsal Julio M. Lázaro publicada el pasado día 13.
La fórmula con la que el rey, como Jefe del Estado, sancionó la Constitución, proclamaba solemnemente: "Mando a todos los españoles, particulares y autoridades, que guarden y hagan guardar esta Constitución como norma fundamental del Estado". Tengo la penosa impresión de que treinta y dos años después de su aprobación esta solemne proclama sigue siendo para muchos solo eso, una fórmula.
Desde luego lo es para una gran parte del pueblo español, "único titular de la soberanía nacional y del que emanan todos los poderes del Estado", que la respeta pero la desconoce, que no la ha interiorizado y no la ve como obra propia, y que cuando ha pretendido darla a conocer, respetar y amar como suya a los futuros ciudadanos en la escuela, la derecha cavernícola, reaccionaria y clerical se ha lanzado a degüello en contra de tal pretensión.
También es, casi, una mera fórmula para los gobiernos de turno, de izquierdas o de derechas, que la vulneran cada vez que pueden y les dejan, para los tribunales ordinarios que ni la citan ni utilizan en sus resoluciones, para los partidos nacionalistas que la desprecian, y para la derecha española, que la sacraliza y venera en público como a una vestal romana pero la mancilla, humilla y viola a diario sin pudor alguno.
¿Quién protege entonces la Constitución española? Pues, afortunadamente, el Tribunal Constitucional que la propia Constitución crea y regula en su Título IX, la gran aportación, junto a la organización autonómica del Estado, de la Constitución de 1978. Tribunal que, a mí modesto juicio, ha cumplido más que dignamente hasta ahora las funciones que tiene encomendadas como defensor de la Constitución.
La polémica doctrinal sobre "quién" debe ser el defensor de la Constitución viene de lejos. Los Estados Unidos de América la resolvieron muy pronto, en 1802, apenas trece años después de aprobada su Constitución, cuando el Tribunal Supremo, en una memorable sentencia de su presidente, el juez John Marsahll, en el caso "Marbury contra Madison", estableció que la Corte Suprema podía cambiar una ley aprobada por el Congreso si ésta violaba la Constitución, y con ello el poder judicial de revisión de las leyes y la supremacía absoluta de la Constitución sobre cualquier otra disposición legal.
En Europa, la polémica sobre "quién debe ser el guardián de la Constitución" se desata en el período que transcurre entre la finalización y el comienzo de la I y II guerras mundiales (1918-1939), y tuvo su epicentro en el desarrollo de una interesantísima y controvertida polémica jurídico-política y doctrinal que sostuvieron dos de los más grandes juristas de esa época: el alemán Carl Schmitt y el austriaco Hans Kelsen.
Un libro reciente: "La polémica Schmitt/Kelsen sobre la justicia constitucional. El Defensor de la Constitución versus ¿Quién debe ser el Defensor de la Constitución?", editado por Tecnos (Madrid, 2010), con los alegatos doctrinales de ambos juristas, ha sido comentado espléndidamente por el profesor Roberto L.Blanco, de la Universidad de Santiago, en un artículo titulado "Y la Constitución, ¿quién la defiende?" , publicado en el último número de Revista de Libros (169/Enero 2011).
Por mi parte, ya he tratado el tema en profundidad en otras entradas de este blog: "El problema de la justicia constitucional", el 4/6/08; "Misceláneas constitucionales", el 5/12/09; y "Jurisprudencia constitucional", el 19/5/10, y a ellas me remito.
Sean felices, si pueden y les dejan; o por lo menos, inténtenlo. Tamaragua, amigos. HArendt
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Entrada núm. 1344 -
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