jueves, 21 de noviembre de 2024

De la democracia y la soberanía nacional

 






El lenguaje es el principal instrumento que tenemos los humanos para comunicarnos y, sin embargo, se encuentra también en el origen de muchos de nuestros malentendidos, afirma en Nueva Revista [La democracia y los límites de la soberanía, 15/11/2024] el filósofo Diego S. Garrocho. Ya Platón supo distinguir el riesgo que supone que utilicemos una misma palabra para nombrar cosas distintas y, más de veinte siglos después, Wittgenstein concluyó que todos los problemas filosóficos no son, a fin de cuentas, más que problemas del lenguaje. La política no es una excepción a este respecto, y son muchas las ocasiones en las que creemos estar deliberando, o incluso disintiendo, cuando en el fondo simplemente estamos hablando de cosas que son, sencillamente, distintas.

Uno de los términos que suelen ocupar un lugar preferente en la disputa es la propia idea de democracia, un concepto que tendemos a imaginar como deseable y respecto al cual somos conscientes de que existe una inquietud creciente. Somos conscientes de que las democracias son falibles (no estamos lejos de que el libro de Ziblatt y Levitsky How Democracies Die se venda en gasolineras) del mismo modo que, cada vez que un político reivindica para sí los valores democráticos, sabemos que apuesta a caballo ganador. Es cierto que existen indicadores crecientes de desafección democrática y que las nuevas generaciones ya no cuentan con la traumática experiencia de la Great Generation para conocer la terrible condición de los regímenes alternativos. Sin embargo, más allá de su etimología y de algunas intuiciones más o menos generales, ni siquiera estamos seguros de contar con un consenso sólido acerca de a qué llamamos ordinariamente democracia y por qué deberíamos considerarla como algo deseable.

La democracia es una forma de gobierno, un protocolo práctico para agregar voluntades, un ideal regulativo, una manera de legitimación del poder… y admite definiciones demasiado plurales siempre y cuando se hagan más o menos compatibles con la vacua definición que intenta resumirla en algo parecido al poder del pueblo. A qué llamamos pueblo y qué características adquiera esa forma de poder acabará por ser determinante.

Lo que en demasiadas ocasiones obviamos es que una democracia puede convertirse, también, en un sistema terrible. Los tratadistas clásicos ya definieron la demagogia o la oclocracia como formas corrompidas del poder popular, y todos podríamos imaginar experiencias indeseables de gobierno en las que el poder de una mayoría se impone sobre cualquier minoría de forma amenazante. Al mismo tiempo, tampoco resulta difícil imaginar un régimen en el que las minorías paralizaran una normal legislación o la construcción de mínimos consensos. Es obvio que una cámara legislativa no debería poder legalizar la esclavitud, por más que cuente con una mayoría, así sea reforzada. Del mismo modo, todos podemos entender que es natural que parte de las expectativas máximas de una parte de la población se vean frustradas tras una noche electoral.

La opinión pública está alertada de las pulsiones iliberales que tienen lugar en nuestras democracias y han proliferado indicadores fiables que nos permiten evaluar la salud democrática de nuestras instituciones. Por más que nos hayamos familiarizado con el término iliberal como una forma de amenaza, que sin embargo es tolerada y promocionada por agentes políticos y por no pocos ciudadanos, hemos olvidado qué precisión semántica adquiere la palabra democracia cuando le añadimos el adjetivo liberal, otro término que, desafortunadamente, tiene un significado tan amplio que comienza a generar confusión cada vez que se menciona. Sin embargo, esta condición liberal de la democracia es un ingrediente indispensable para que podamos apreciarla como régimen político y para que lleguemos a considerarla, incluso, como la forma más digna y deseable de cuantas formas de gobierno existen.

El catálogo de rasgos que definen a las democracias liberales es amplio, pero es muy probable que su caracterización más precisa consista en la propia limitación del poder. Siguiendo la clásica disquisición de Sartori, los regímenes pueden ordenarse en torno a la titularidad del poder y a su ejercicio. Una cosa es resolver quién manda y otra, cómo y de qué manera se manda. A partir de esta caracterización, cualquier contexto en el que los muchos ostenten esa soberanía podría considerarse una democracia. Sin embargo, es la condición limitada de ese poder ejercido por los muchos, o incluso por el conjunto total de la ciudadanía, lo que incorpora una nota saludable no solo contra el poder despótico, sino contra el ejercicio absoluto del poder. Creo que nadie lo expresó de una forma más bella o más clara que Benjamin Constant cuando, en sus Principios de política, señaló que «no importa que [la soberanía] se le confíe a uno, a varios o a todos […]. Es al grado de poder, no a sus depositarios, al que hay que acusar. Es el arma a la que hay que atacar, no al brazo que la sostiene. Hay cargas demasiado pesadas para el brazo de los hombres». Es decir, que no importa solo quién ostenta la soberanía, sino que habríamos de garantizarnos que ese poder nunca sea absoluto.

Es verdad que esta intuición es antigua y que la propia democracia ateniense, injustamente idealizada, por ejemplo, se forjó a partir de una sucesiva partición de las magistraturas. Y de forma más evidente, la modernidad consolidó la necesidad no solo de dividir, sino incluso enfrentar —recuerden el Federalist 51— a los distintos poderes. A Montesquieu se le invoca de una forma casi escolar para recordar su separación de poderes, pero con frecuencia se olvida la premisa que exige la construcción de un sistema en el que un poder se oponga frente a otro poder. El autor de Del espíritu de las leyes llegó a señalar que es una experiencia eterna el hecho de que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él. Y lo que ocurre para un hombre singular habrá de aplicarse también a las grandes masas. El poder tiende a ser ilimitado, y es esa ausencia de límite, y no tanto la titularidad de quien lo ejerza, la que debe acotarse en un contexto en el que la democracia aspire a describirse como liberal. Tal vez sería más atinado hablar no solo de división, sino de limitación de poderes.

La Constitución, «norma normarum». La democracia liberal no es solo una forma de gobierno de poder limitado, sino que la naturaleza y el instrumento de esos límites determinan también su propia definición. Este es el motivo por el que, en muchas ocasiones, Estado de derecho, democracia liberal y democracia constitucional acaban por hacerse sinónimos. En primer lugar, todos entendemos que una democracia próspera es aquella donde determinados derechos civiles no pueden verse menoscabados, aunque existiera una boyante mayoría que respaldara esa agresión. El poder se define también por su extensión y hay esferas de nuestra vida que deberían quedar, en toda circunstancia, protegidas de cualquier tipo de injerencia arbitraria. Ese rango de derechos singularmente relevantes está protegido por una norma de rango superior, como es la Constitución, que no solo es norma fundamental en virtud de su jerarquía y origen, sino que es, además, una norma normarum que rige los ulteriores actos legislativos, no solo limitándolos, sino dotándolos, en tanto que poder constituyente, de su propia legitimidad.

Que las leyes deban hacerse conforme a criterios que pautan las propias leyes es un hecho que parece obvio y, desafortunadamente, esta garantía es amenazada en demasiadas ocasiones por el legislador o incluso por el poder ejecutivo. En la colisión entre la supremacía parlamentaria y el control constitucional, el propio imperio de la ley es una de las expresiones más visibles, y me atrevería a decir que saludables, de las democracias liberales. Siempre y cuando, por supuesto, sea la ley la que prevalezca en esta tensión.

Es en este punto donde las democracias occidentales están comenzando a exhibir una debilidad tan novedosa como inquietante, con la connivencia de una ciudadanía que siempre estará dispuesta a perdonar cualquier exceso, siempre y cuando quien los cometa sean los suyos. La Constitución Española es explícita a este respecto y tanto el artículo 9.3, donde se consigna el principio de legalidad, como en el 97, que establece que la función ejecutiva y la potestad reglamentaria deben operar de acuerdo con la Constitución y las leyes, dejan poco espacio a la interpretación: todos los poderes del Estado, todos los ciudadanos y todas las instituciones deben estar sometidos al imperio de la ley.

Si bien es cierto que autores como Locke y Montesquieu concedieron un papel preponderante, o incluso supremo, al poder legislativo, no existe ninguna conceptualización de dicho poder legislativo como ilimitado que sea, a su vez, compatible con la democracia. Este es el motivo por el que resulta tan inquietante la manera en la que, de un tiempo a esta parte, ha empezado a cundir entre representantes públicos y políticos profesionales la idea de que el Congreso es el titular de una soberanía popular que, además, debería sobreponerse a los límites que impone la propia Constitución y, por ende, cualquier otra norma de rango menor.

Nuestra historia reciente está plagada de ejemplos que demuestran esta querencia preocupante. Probablemente, el más claro tuvo lugar en el año 2022, cuando el Tribunal Constitucional (TC) suspendió la tramitación parlamentaria de la reforma legal que buscaba eliminar el delito de sedición y que incorporaba, en forma de enmienda —para los críticos, enmienda intrusa—, la renovación del propio Alto Tribunal. Lo relevante en este precedente no es tanto el contenido de la resolución del TC, que, en efecto, estuvo dividida y puede ser objeto de leal deliberación, sino la manera en que algunas personas decidieron cuestionar la propia capacidad del tribunal de garantías para paralizar un trámite parlamentario. Independientemente de la opinión sobre ese bloqueo legislativo en concreto, aquel precedente precipitó una serie de declaraciones por parte de no pocos diputados, que resultaron abiertamente contrarias a la breve descripción que, en este texto, hemos intentado esbozar de la democracia liberal.

Fue paradigmática la reacción de Íñigo Errejón, quien sostuvo la existencia de un atropello democrático promovido por «unos magistrados que, saltándose la ley, amordazan a las Cortes elegidas por voto popular». Según señaló el diputado de Más Madrid en la sala de prensa del Congreso, la acción del TC lesionaría los dos componentes de la democracia, ya que se atentaría contra la soberanía popular (sic) y se estaría amordazando al Congreso. Errejón afirmó también que se estaría menoscabando, además, un segundo principio democrático, como es el respeto a las leyes, ya que, según su juicio subjetivo, «algunos jueces, al servicio del Partido Popular, se la estarían saltando». En términos puramente formales, y sin entrar en valoraciones ideológicas, pues el contenido material de la resolución es irrelevante para lo que nos ocupa, resulta sorprendente que Íñigo Errejón fuera capaz de pronunciarse con tan poca precisión en asuntos que deberían ser de su plena competencia, tanto por el hecho de ser diputado como por su condición de doctor en Ciencia Política. En primer lugar, es por todos sabido que el sintagma «soberanía popular» no consta en nuestro ordenamiento jurídico y que la Constitución Española apela a una «soberanía nacional» que reside en el pueblo español y de la que emanan no uno, sino los tres poderes del Estado. Asimismo, cabría añadir que el TC, al no ser un tribunal jurisdiccional, ni siquiera es Poder Judicial y no está compuesto por jueces de carrera. Recordemos que el entonces presidente del órgano era un catedrático de universidad.

El poder debe estar sometido a la legalidad vigente. En términos muy parecidos llegó a expresarse también Carmen Calvo, quien entonces era diputada y que hoy ostenta la presidencia del Consejo de Estado, cargo para el que se exige ser jurista de reconocido prestigio. La doctora Calvo, que es profesora titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Córdoba, publicó su opinión en la red social X el 17 de diciembre de 2022. En su tuit afirmó, y citamos con rigurosa literalidad: «A copiar 500 veces y a mano, que se aprende mejor: todos los Poderes e Instituciones del Estado están por debajo de la soberanía del pueblo español, y este se expresa de manera directa en el Congreso y en el Senado».

No creo que existan muchas dudas de que un aserto semejante motivaría un suspenso inmediato en un examen de grado de la materia de la que la diputada socialista es titular. A la ironía mejorable, aunque excusable dado el medio en el que se expresó, se suma una confusión categorial importante que, sin embargo, resulta paradigmática de los modos en que nuestros representantes públicos son capaces de obviar los fundamentos que sostienen nuestro propio sistema democrático y constitucional.

Este texto no aspira a más que a recordar que la democracia en sí misma no es un sistema infalible y a subrayar cómo cualquier poder, sea o no popular, debe estar sometido a los límites que impone la legalidad vigente. De poco importa que nos esforcemos en arbitrar sistemas complejos para decidir cómo se legisla si, después, la propia legislación se vuelve inoperante ante la voluntad política, generalmente interesada de algunas personas. Esa variante personal, puramente subjetiva y arraigada en el factor humano que define a nuestros representantes y a nosotros como representados, creo que ha quedado desactivada y se encuentra en el origen de la crisis de las democracias liberales. Es imposible constituir de forma próspera una arquitectura institucional si se gobierna, siguiendo el símil de Kant, para un pueblo de diablos. Pero aún más imposible será que esa arquitectura resista si los diablos no son solo los gobernados, sino también los gobernantes. Invocar una moralidad mínima es siempre complejo, pero creo que la democracia no sobrevivirá si no recupera un pulso republicano afanado en una promoción activa de determinadas virtudes civiles. A fin de cuentas, creo que Aristóteles estaba en lo cierto cuando afirmó que «para que la ciudad verdaderamente sea considerada tal, y no solo de nombre, debe ser objeto de preocupación la virtud». Empezando, por supuesto, por nosotros mismos.








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