Ante la cantidad de sandeces que se leen, se ven y se escuchan cada día en la prensa, las redes sociales, la televisión o la radio, reconforta encontrar de vez en cuando pequeñas joyas como la que hoy domingo dedica el escritor y premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa al filósofo Friedrich W. Nietzsche en un hermoso, sí, hermoso, artículo en El País, titulado "Nietzsche en Sils-Maria", en el que relata las estancias veraniegas del filósofo en esta bella región de los grisones suizos.
Cuando Nietzsche vino por primera vez a Sils-Maria en el verano de 1879, dice Vargas Llosa en su artículo, era una ruina humana. Perdía la vista a pasos rápidos, lo atormentaban las migrañas y las enfermedades lo habían obligado a renunciar a su cátedra en la Universidad de Basilea, luego de profesar allí 10 años. Esta era entonces una remota región alpina en el alto Engadina, donde apenas llegaban forasteros. Fue un amor a primera vista: lo deslumbraron el aire cristalino, el misterio y vigor de las montañas, las cascadas rumorosas, la serenidad de lagos y lagunas, las ardillas y hasta los enormes gatos monteses.
Empezó a sentirse mejor, escribió cartas exultantes de entusiasmo por el lugar y, desde entonces, volvería por siete años consecutivos a Sils-Maria en los veranos, por temporadas de tres o cuatro meses. Siempre había sido un buen caminante, pero, aquí, andar, trepar cuestas empinadas, meditar en ventisqueros barridos por los vientos donde a veces aterrizaban las águilas, garabatear en sus pequeñas libretas los aforismos, uno de sus medios favoritos de expresión, se convirtió en una manera de vivir. En Sils-Maria, añade, escribiría o concebiría sus libros más importantes, "La gaya ciencia", "Así habló Zaratustra", "Más allá del bien y del mal", "El ocaso de los ídolos", o "El Anticristo".
La única habitación que no ha sido restaurada de la casa en la que se alojaba, cuenta nuestro escritor, es el dormitorio de Nietzsche. Sobrecoge por su ascetismo. Una camita estrecha, una mesa rústica, una jofaina de agua y un lavador. Testigos de la época dicen que entonces estaba llena de libros. Pero lo cierto es que Nietzsche pasaba mucho más tiempo al aire libre que bajo techo y que pensaba y escribía andando o tomando un descanso entre las larguísimas marchas que efectuaba a diario. Duraban unas seis horas cada día y a veces ocho y hasta diez. Ahora a los turistas, dice, les muestran algunas rutas que, aseguran los guías, eran sus preferidas, pero es un puro cuento. En primer lugar el paisaje ahora es distinto, civilizado por la afluencia masiva de esquiadores durante el invierno, la apertura de carreteras y los chalets sembrados alrededor de las pistas de esquí. En tiempos de Nietzsche esta era tierra aún salvaje, sin caminos, abrupta. Tras una difícil caminata en medio de los pinares y nevados, casi en sombra, se abría de pronto un paisaje edénico, como el que inspiraría las bravatas y filípicas de Zaratustra.
Nietzsche nunca un fascista ni un racista, afirma con rotundidad Vargas Llosa; un sector del museo documenta con detalle su buena relación con muchos intelectuales y comerciantes judíos y las veces que escribió criticando el antisemitismo. Pero también es cierto que nunca fue un demócrata ni un liberal. Detestaba las multitudes y, en especial, las masas de la sociedad industrial, en las que veía seres enajenados por esa “psicología de vasallos” que engendra el colectivismo, que anulaba el espíritu rebelde y mataba la individualidad. Fue siempre un individualista recalcitrante; creía que solo el ser humano no gregario, independiente, segregado de la tribu, enfrentado a ella, era capaz de hacer progresar la ciencia, la sociedad y la vida en general. Su terrible sentencia, que era también un pronóstico sobre la cultura que prevalecería en el futuro inmediato —“Dios ha muerto”— no era un grito de desesperación, sino de optimismo y esperanza, la convicción de que, en el mundo futuro, liberados de las cadenas de la religión y la mitología enajenante del más allá, los seres humanos obrarían para sacar al paraíso de las nieblas ultraterrenas y lo traerían aquí, a la historia vivida, a la realidad cotidiana. Entonces desaparecerían los estúpidos enconos que habían llenado la historia humana de guerras, cataclismos, abusos, sufrimientos, salvajismos, y surgiría una fraternidad universal en la que la vida valdría por fin la pena de ser vivida por todos.
Era una utopía no menos irreal que las de las religiones que Nietzsche abominaba y que haría correr también muchísima sangre y dolor. Al fin y al cabo, concluye Vargas Llosa, sería la democracia, que el filósofo de Sils-Maria tanto despreció pues la identificaba con el conformismo y la mediocridad, la que más contribuiría a acercar a los seres humanos a ese ideal nietzscheano de una sociedad de hombres y mujeres libres, dotados de espíritu crítico, capaces de convivir con todas sus diferencias, convicciones o creencias, sin odiarse ni entrematarse. Disfruten de su lectura. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt
1 comentario:
Excelente artículo...
Gracias
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