miércoles, 23 de octubre de 2024

De la moral cálida y la moral fría

 






La obra de Juan Antonio Rivera (1958-2024) ha gravitado desde un principio sobre la idea liberal de los órdenes espontáneos y aquellas normas o instituciones que se generan sin la intervención de intencionalidad alguna: los subproductos colectivos, escribe en Revista de Libros [De la moral cálida a la moral fría: una evolución positiva, 25/09/2024] el filósofo Francisco Lapuerta Amigo, reseñando el libro Moral y civilización. Una historia, de Juan Antonio Rivera. (Barcelona, Arpa, 2024).

Insistiendo siempre en la importancia del azar y la contingencia en las vidas humanas, desde la publicación de El gobierno de la fortuna (Crítica, 2000), el filósofo madrileño ha ido construyendo una sólida obra en la que ha diseccionado con un rigor crítico y analítico fuera de lo común los excesos del racionalismo en los enfoques más habituales sobre cuestiones sociales y políticas, a menudo basados en el abuso de las relaciones causales, del afán constructivista y de la razón programática. Los efectos perversos de la planificación política inspirada en las utopías los describió con agudeza en su importante ensayo Menos utopía y más libertad (Tusquets, 2005), que recibió el premio Libre Empresa de la Fundación Rafael del Pino en 2006. Sus ideas, a menudo contraintuitivas, sobre la psicología social y el comportamiento humano las plasmó con espíritu divulgativo en el relato filosófico Camelia y la filosofía (Arpa, 2016). La obra que nos ocupa, Moral y civilización. Una historia, publicada en febrero de 2024 por la editorial Arpa, reúne a la vez que amplía las ideas principales de sus trabajos anteriores y puede considerarse su legado definitivo, pues su repentino fallecimiento en junio de 2024, cuando contaba 65 años de edad, ha venido a truncar una brillante trayectoria que parecía destinada a ofrecernos nuevos frutos de una vida dedicada a la investigación.

La evolución de la moral en las sociedades extensas. Cabe atribuir a Juan Antonio Rivera la original caracterización de la doble cara de la ética en términos de temperatura: el altruismo es cálido, el respeto es frío. Sin embargo, cálido y frío no han de entenderse en el contexto de la filosofía moral en sentido valorativo. Un altruismo cálido, recíproco y sostenido en el tiempo, es solamente posible en el seno de las relaciones familiares o de los grupos pequeños de individuos emparentados. El altruismo mejor entendido es el de la llamada Regla de Oro de la moral: «Actúa con los demás como quisieras que otros actuaran contigo»; pero esta fórmula no es aplicable por igual a todo el mundo, pues los seres humanos no somos imparciales a la hora de repartir la bondad entre nuestros semejantes, sino que solemos priorizar a nuestros allegados como beneficiarios de la misma. La moral fría, por el contrario, es la del respeto que podemos, en principio, desplegar hacia toda la humanidad por igual, y donde no importa el grado de parentesco que tengamos con los demás. No es fácil, por contranatural, amar a todo el mundo de manera indistinta, pero sí resulta factible respetar en grado máximo a todo ser humano independientemente de su cercanía y condición. Dándole la vuelta a la Regla de Oro y presentándola en sentido negativo ―«no te comportes con los demás como no quisieras que se comportaran contigo»―, encontramos un buen encaje de esta norma con la idea de respeto universal. Aunque amar a todos por igual no es humanamente posible, respetarlos sí lo es. Así, mientras que el amor universal sigue siendo una utopía irrealizable, el respeto a toda persona ―que es un no hacer― habría de resultar asequible para cualquier ser humano civilizado. Es esta una aspiración extraordinaria de la humanidad cuya conquista no está exenta de dificultades. El libro de Juan Antonio Rivera se propone explicar cómo hemos llegado a una situación cultural, política y material en la que lo estamos consiguiendo.

Los conceptos de moral fría y moral cálida aparecieron ya hace más de tres décadas, concretamente en 1991 en la revista Claves de Razón Práctica, en su artículo titulado «Hayek, Tolstói y la batalla de Borodino», recogido en El gobierno de la fortuna. El asunto fue ampliado posteriormente en Menos utopía y más libertad (págs. 80-108) y se despliega ahora con mayor profundidad en las páginas del libro que comentamos, Moral y civilización. Una historia. En este trabajo, además de analizar la naturaleza biológica del altruismo intragrupal, se trazan las líneas maestras de la evolución histórica que transcurre de la moral cálida de la tribu y el clan hacia el individualismo moderno de las sociedades extensas, donde prevalecen las actitudes de respeto hacia los desconocidos. Damos por hecho que esta evolución es una tendencia natural e inevitable, pero para Rivera esto dista mucho de ser así. En realidad, sabiendo que los seres humanos somos por naturaleza cooperadores con nuestro grupo de pertenencia pero desconfiados y a menudo hostiles hacia los foráneos, hemos de hacernos la pregunta fundamental de la ética, considerada en perspectiva histórica: ¿cómo es posible que, siendo por naturaleza hostiles hacia los grupos ajenos, hayamos logrado convivir con personas que no pertenecen a nuestro círculo de parientes y conocidos en sociedades civilizadas basándonos en la confianza y el respeto mutuo? ¿Cómo hemos podido pasar del impulso xenófobo de hacer la guerra a los forasteros a convivir con ellos, tratándolos con benévola desatención? ¿Cómo hemos logrado, en definitiva, cambiar la ética de la sabana por la ética de la civilización?

No es fácil encontrar una respuesta simple que satisfaga tan importante cuestión. Ni siquiera es fácil aceptar sin prevenciones la pregunta, que parece estar realizada desde un optimismo filosófico susceptible de cuestionamiento. Pero el autor de este libro no omite que en las sociedades actuales existen problemas por resolver. De hecho, la moral cálida de la tribu no ha desaparecido entre nosotros: seguimos comportándonos con la parcialidad que dicta la ley del kilómetro sentimental («La preocupación por los demás es inversamente proporcional a la distancia que nos separa de ellos; un muerto en casa es un drama, diez mil allende los mares, una anécdota», en palabras de Pascal Bruckner1). Es más, está bien que siga siéndolo cuando el ámbito de aplicación de la moral cálida se ciñe al círculo más próximo de nuestras relaciones humanas: la familia, los parientes próximos, los amigos y compañeros de trabajo. El problema está en que, en grupos de gran dimensión ―como son, por ejemplo, las naciones―, sigan operando las mismas intuiciones morales que teníamos en el Paleolítico. Por desgracia, así ocurre: no nos hemos desprendido del tribalismo de nuestra moralidad natural, lo que tiene su reflejo en el actual auge de los identitarismos radicales. Pero si proyectamos, como hace Rivera, una mirada de mayor alcance hacia el pasado, tenemos que reconocer que los seres humanos hemos sabido recorrer un camino paralelo al de la peligrosa expansión cálida por la vía fría del respeto cosmopolita a la humanidad.

Los beneficios morales del comercio. La relación entre el comercio y la moral tiene mala prensa. El comercio es a menudo visto como un juego de suma cero ―si unos ganan, otros pierden―. En su expansión a escala industrial se repara en la explotación laboral y en el afán insolidario de beneficio individual. Pocas veces se tiene en cuenta que las actividades comerciales fueron las que pusieron en relación de respeto mutuo a las distintas comunidades humanas a partir de la expansión poblacional que se produjo en el Neolítico. No hay que olvidar que la cooperación solidaria dentro del grupo, que se había mantenido durante milenios en comunidades unidas por relaciones de parentesco, tenía su contrapartida negativa en la hostilidad que la mayoría de los grupos sentían hacia los foráneos. La xenofobia forma parte del equipamiento básico de la naturaleza humana, pero con la aparición de la agricultura y la ganadería, la paulatina expansión del comercio nos permitió aprender a valorar y respetar a los extraños que nos abastecían de bienes que no podíamos conseguir por nosotros mismos.

El progreso material que se produjo en Occidente al final de la Edad Media, al superarse las barreras hostiles entre comunidades foráneas, comportó también un progreso moral, pero ello no fue únicamente fruto de la ampliación de las redes comerciales. Un factor que resultó decisivo para el progreso hacia la autonomía moral y el respeto hacia nuestros semejantes fue la aparición de crecientes cuotas de libertad social en el seno de las ciudades que experimentaron mayor auge mercantil. Poco a poco fueron rompiéndose otras barreras, las de los férreos lazos de sangre entre parientes, lo que abrió camino hacia el individualismo. A ello contribuyó, de manera decisiva e inopinada, la ambición económica de la Iglesia cristiana con regulaciones que fueron quebrando poco a poco las estructuras de parentesco de los clanes familiares. En este tema se apoya Rivera en los estudios de Jack Goody, Joshua Green y, sobre todo, Joseph Henrich, sobre la evolución de las familias y los matrimonios.

En efecto, la Iglesia procuró desde el siglo IV limitar los derechos de los parientes sobre la propiedad de los individuos que fallecían; para ello se prohibió el testamento en favor de parientes colaterales, el concubinato, la poligamia, las segundas nupcias, el levirato ―casarse con la viuda del hermano muerto―, y se dictaron medidas encaminadas a evitar la concentración de las herencias, como prohibir el matrimonio entre primos o permitir a los cónyuges casarse sin el consentimiento de los padres. Todo ello, junto con la obligación del celibato a los sacerdotes, favoreció la acumulación de poder y riqueza por parte de la Iglesia, pero tuvo un efecto no intencionado que resultó determinante para la evolución de la moral: la sustitución de la familia extensa por la familia nuclear. Al romperse los férreos lazos de parentesco que limitaban las actividades humanas en el seno de las familias extensas, se fue afianzando la propiedad privada, la libre elección en el ejercicio de la profesión y la filiación voluntaria a los gremios y universidades. Es decir, se fue abriendo paso la libertad individual al margen de las anteriores constricciones familiares. En la toma de decisiones, los clanes familiares fueron perdiendo peso a medida que lo ganaban los individuos particulares, si bien en un principio únicamente los varones, capaces de elegir por sí mismos sin las cortapisas impuestas por la tradición y el linaje.

Biología, psicología social, antropología, economía y más. Lo que hace de esta obra algo realmente singular es una sabia combinación entre el instrumental analítico empleado y la investigación histórica. Juan Antonio Rivera comienza su libro introduciendo en los capítulos iniciales el tema, casi siempre obviado en los tratados de ética, de la naturaleza moral del ser humano desde la biología y la psicología evolucionista, para dejar claro desde un principio que las actitudes morales no son únicamente el resultado de la educación y la cultura. La moral humana no es un constructo social ni un privilegio recibido de instancias superiores, legales o religiosas, sino un conjunto de disposiciones comportamentales arraigadas en los genes que han seguido una senda de coevolución con la cultura en una determinada dirección ―la que va de la cooperación entre miembros del mismo grupo hasta la relación de respeto entre desconocidos― a medida que las sociedades han ido creciendo en tamaño y complejidad. Sin recurrir a investigaciones de la antropología no es posible seguir el trazo de esta evolución, razón por la cual se advierte en su trabajo la impronta de autores como Marvin Harris, Ian Morris, Richard Wrangham y el mencionado Joseph Henrich. Pero lo que convierte este estudio en un ensayo sólido y bien fundamentado es el bagaje económico utilizado, tanto en el plano analítico ―donde, entre otras herramientas conceptuales, Rivera echa mano de la teoría de juegos―, como en el uso de la información de la historia económica, asuntos que son abordados con exquisita cortesía hacia un lector no especialista. La formación liberal del autor le permite hacer especial hincapié en lo que denomina inteligencia colectiva, ese saber impersonal que opera en el mercado, así como en el desarrollo de la ciencia y la tecnología, ámbitos de cooperación que sin intención expresa y planificada mejoran a largo plazo la vida de las personas porque funcionan, en buena medida, con el uso y aprovechamiento de bienes comunes no exclusivos ni rivales.

La tesis principal que resulta de este enfoque interdisciplinar es deudora de la idea que recorre toda la obra anterior de Rivera: que lo mejor que hacemos los humanos es aquello que vamos fraguando entre todos, a lo largo del tiempo, sin que nadie se dé cuenta de que lo está haciendo. En lo relativo a la moral de la civilización contemporánea, se podría decir, en apretada síntesis, que el milagro de que unos primates dotados de un cableado cerebral proclive a la desconfianza y el hostigamiento puedan convivir sin apenas conflicto en sociedades superpobladas, no se debe a la decisión consciente de los hombres sino a una deriva azarosa que, en su mayor parte, es producto de la necesidad del intercambio de bienes. Una tesis, a la postre, no muy alejada del espíritu de la paradoja que plasmó Mandeville en su fábula de las abejas: los intereses privados, más que las buenas intenciones, son lo que contribuye ―de manera no intencionada― a las virtudes públicas. Moral y civilización. Una historia, un libro excelentemente escrito y sobradamente documentado, está a la altura de los reputados trabajos de Steven Pinker y Jared Diamond, autores que asimismo han inspirado algunas de sus partes. No debería pasar desapercibido en nuestro panorama intelectual. Francisco Lapuerta Amigo es doctor en Filosofía.







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