El adicto a la severidad penal y el amante de la libertad de palabra son tipos humanos dispares, escribía en el diario El País hace unas semanas el filósofo y ensayista Antonio Valdecantos. Los límites de la libertad de expresión y los de las penas máximas no están vinculados por una relación íntima, pero quizá extraiga cierto provecho quien los examine juntos, comenzaba diciendo.
En esa tarea, lo primero que llama la atención es que el adicto a la severidad penal y el amante de la libertad de palabra son tipos humanos dispares. El primero es realista, ceñudo y torvo (ya sabe todo lo malo que la vida tenía que enseñarle), mientras que el segundo presumirá de amigable y confiado, y gozará ponderando cuánto le queda aún por aprender de este maravilloso mundo. Si la humanidad es un espanto, lo que más importa será estar protegidos de sus hijos más peligrosos (que no son pocos), mientras que, si es un deleitoso jardín, tanto mejor cuantas más flores se hagan brotar y más colores ofrezcan a los ojos.
El justiciero implacable y el censor contumaz harán pronto buenas migas, al igual que le ocurrirá al filántropo penal con quien es tolerante en materia de difusión de la palabra. Pero estas dos parejas de estereotipos humanos, a primera vista inconciliables la una con la otra, gustan de enredarse en trampas semejantes, más decisivas que la retórica autocomplaciente acumulada en torno a ellas. El justiciero y el censor comparten, desde luego, una creencia muy firme: tienen el convencimiento (no como otras gentes, amigas de la laxitud por la cuenta que les trae) de que nunca estarán expuestos a vivir perpetuamente entre barrotes ni a que sus escritos sean pasados por la tijera. Ellos son personas probadamente honradas y de orden, y ni sus hechos ni sus palabras darán nunca ningún trabajo a la justicia; de ahí la autoridad con la que hablan. Es cierto que las circunstancias podrían volverse del revés y ser ellos los perseguidos, pero eso sólo es capaz de desencadenarlo —se replicará enseguida—una violenta revolución, y aquí se está hablando de tiempos y lugares normales, en los que las revoluciones han sido superadas.
En otras épocas, el justiciero acudía, en primera fila, a las ejecuciones públicas, y la censura previa era una práctica natural. Tales costumbres causarán, con toda razón, el espanto de las almas ilustradas, pero seguramente nadie está libre de caer bajo la seducción de algún sucesor de los bárbaros. Ningún ser humano puede, se dirá, ser juzgado de tal modo que un solo acto de su vida determine el resto de su existencia, reduciendo su persona a un único rasgo y a las secuelas de un único acontecimiento. Sin embargo, esta clase de filantropía, universal en principio, quizá no haya de afectar —se matizará enseguida— a ciertos reos, cuya identidad sí que se declara, y por cierto con gran efusión de humanitarismo, reducida a la condición criminal. ¿O es que no hay crímenes imprescriptibles que deben perseguirse más allá de las fronteras y remontándose en el tiempo tanto como sea posible? Ampliar la clase de los delitos monstruosos con los que no cabe benevolencia es, en efecto, el intento constante de gran número de filántropos, cuyo furor justiciero poco tiene que envidiar a veces al de quienes toman al hombre por un hediondo pozo de maldad. Los derechos de algunas víctimas pueden, a menudo, más que la clemencia, y para ello basta, por regla general, con que los damnificados pertenezcan al bando del que uno actúa como portavoz.
No es difícil hallar algo parecido en el ámbito de la libertad de expresión, la cual siempre es sagrada en relación con las opiniones propias, pero menos saludable respecto de algunas de las ajenas. Esta discusión, aparentemente no tan truculenta como la anterior, tiene también sus propias miserias. Aunque la palabra libre goza, desde luego, del prestigio cultural más alto, lo que con frecuencia se dirime aquí no es el derecho a expresar opiniones que pueden resultar molestas, sino, a la inversa, el derecho a molestar echando mano de alguna opinión cuyo contenido sea eficaz para maximizar el fastidio. Puede que toda palabra (y las que son fruto del arte no menos que las otras) lleve en sus entrañas una ingobernable potencia destructiva, pero la creencia hipócrita en la condición benéfica del lenguaje suele ir unida a una multiplicación de su capacidad de abatir al enemigo. Ocurre como con la tesis de la bondad natural del ser humano: aunque no es imposible que sea cierta, lo que sí resulta del todo claro es que, para instaurar y mantener un régimen político fundado en ella, se requieren cantidades de violencia francamente desmesuradas.
La competencia en el libre mercado de la palabra parece regirse cada vez más por el placer de imaginarse al adversario rabiando de ira ante la difusión de los dicterios pronunciados por uno. En tareas así, el humor de trazo grueso es, sin duda, un procedimiento muy eficaz, pero no el único. Si molesto a los malvados, ya no necesito prueba más concluyente de que llevo razón, y aquí radica el criterio último de la verdad. ¿Acaso cabe otro más digno de crédito? Sin duda, esta convicción tendrá que esconderse bajo siete embozos de fraseología moralizante, pero su esencia no puede ser más siniestra: logrado el propósito de infligir una derrota a las fuerzas del mal, ¿qué importa la verdad de los materiales empleados? ¿Y quién denunciará su falsedad como no sea que esté interesado en sacar partido de ella?
El placer de llevar razón y el de condenar lo tenido por injusto pertenecen a las necesidades humanas más básicas y, a menudo, también a las más emponzoñadas. Abundan quienes estarían dispuestos, llegado el caso, a reclamarlo como un derecho, y, no en vano, son muchos quienes lo toman íntimamente como tal. El placer justiciero se obtiene condenando, pero, sobre todo, decidiendo cuándo se debe condenar y cuándo no, mientras que el de llevar razón, por su parte, puede extraerse de la discusión abierta, pero a veces necesita impedirla por creer que, para ciertos principios esenciales, el debate sería una indignidad. Tire la primera piedra quien esté libre de todos estos pecados a la vez. La decencia en la discusión pública depende, en grandísima medida, de la capacidad para advertir que uno no está inmunizado contra estos vicios —tan antiguos como el mundo— y para reconocer que, sin duda, habrá caído en ellos en numerosas ocasiones, aunque no sepa identificarlas con claridad. Conviene, sin embargo, hacerse pocas ilusiones sobre la obediencia a la correspondiente máxima. En realidad, no tenemos ni idea de cómo sería el mundo si se hiciese caso de ella. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
El justiciero implacable y el censor contumaz harán pronto buenas migas, al igual que le ocurrirá al filántropo penal con quien es tolerante en materia de difusión de la palabra. Pero estas dos parejas de estereotipos humanos, a primera vista inconciliables la una con la otra, gustan de enredarse en trampas semejantes, más decisivas que la retórica autocomplaciente acumulada en torno a ellas. El justiciero y el censor comparten, desde luego, una creencia muy firme: tienen el convencimiento (no como otras gentes, amigas de la laxitud por la cuenta que les trae) de que nunca estarán expuestos a vivir perpetuamente entre barrotes ni a que sus escritos sean pasados por la tijera. Ellos son personas probadamente honradas y de orden, y ni sus hechos ni sus palabras darán nunca ningún trabajo a la justicia; de ahí la autoridad con la que hablan. Es cierto que las circunstancias podrían volverse del revés y ser ellos los perseguidos, pero eso sólo es capaz de desencadenarlo —se replicará enseguida—una violenta revolución, y aquí se está hablando de tiempos y lugares normales, en los que las revoluciones han sido superadas.
En otras épocas, el justiciero acudía, en primera fila, a las ejecuciones públicas, y la censura previa era una práctica natural. Tales costumbres causarán, con toda razón, el espanto de las almas ilustradas, pero seguramente nadie está libre de caer bajo la seducción de algún sucesor de los bárbaros. Ningún ser humano puede, se dirá, ser juzgado de tal modo que un solo acto de su vida determine el resto de su existencia, reduciendo su persona a un único rasgo y a las secuelas de un único acontecimiento. Sin embargo, esta clase de filantropía, universal en principio, quizá no haya de afectar —se matizará enseguida— a ciertos reos, cuya identidad sí que se declara, y por cierto con gran efusión de humanitarismo, reducida a la condición criminal. ¿O es que no hay crímenes imprescriptibles que deben perseguirse más allá de las fronteras y remontándose en el tiempo tanto como sea posible? Ampliar la clase de los delitos monstruosos con los que no cabe benevolencia es, en efecto, el intento constante de gran número de filántropos, cuyo furor justiciero poco tiene que envidiar a veces al de quienes toman al hombre por un hediondo pozo de maldad. Los derechos de algunas víctimas pueden, a menudo, más que la clemencia, y para ello basta, por regla general, con que los damnificados pertenezcan al bando del que uno actúa como portavoz.
No es difícil hallar algo parecido en el ámbito de la libertad de expresión, la cual siempre es sagrada en relación con las opiniones propias, pero menos saludable respecto de algunas de las ajenas. Esta discusión, aparentemente no tan truculenta como la anterior, tiene también sus propias miserias. Aunque la palabra libre goza, desde luego, del prestigio cultural más alto, lo que con frecuencia se dirime aquí no es el derecho a expresar opiniones que pueden resultar molestas, sino, a la inversa, el derecho a molestar echando mano de alguna opinión cuyo contenido sea eficaz para maximizar el fastidio. Puede que toda palabra (y las que son fruto del arte no menos que las otras) lleve en sus entrañas una ingobernable potencia destructiva, pero la creencia hipócrita en la condición benéfica del lenguaje suele ir unida a una multiplicación de su capacidad de abatir al enemigo. Ocurre como con la tesis de la bondad natural del ser humano: aunque no es imposible que sea cierta, lo que sí resulta del todo claro es que, para instaurar y mantener un régimen político fundado en ella, se requieren cantidades de violencia francamente desmesuradas.
La competencia en el libre mercado de la palabra parece regirse cada vez más por el placer de imaginarse al adversario rabiando de ira ante la difusión de los dicterios pronunciados por uno. En tareas así, el humor de trazo grueso es, sin duda, un procedimiento muy eficaz, pero no el único. Si molesto a los malvados, ya no necesito prueba más concluyente de que llevo razón, y aquí radica el criterio último de la verdad. ¿Acaso cabe otro más digno de crédito? Sin duda, esta convicción tendrá que esconderse bajo siete embozos de fraseología moralizante, pero su esencia no puede ser más siniestra: logrado el propósito de infligir una derrota a las fuerzas del mal, ¿qué importa la verdad de los materiales empleados? ¿Y quién denunciará su falsedad como no sea que esté interesado en sacar partido de ella?
El placer de llevar razón y el de condenar lo tenido por injusto pertenecen a las necesidades humanas más básicas y, a menudo, también a las más emponzoñadas. Abundan quienes estarían dispuestos, llegado el caso, a reclamarlo como un derecho, y, no en vano, son muchos quienes lo toman íntimamente como tal. El placer justiciero se obtiene condenando, pero, sobre todo, decidiendo cuándo se debe condenar y cuándo no, mientras que el de llevar razón, por su parte, puede extraerse de la discusión abierta, pero a veces necesita impedirla por creer que, para ciertos principios esenciales, el debate sería una indignidad. Tire la primera piedra quien esté libre de todos estos pecados a la vez. La decencia en la discusión pública depende, en grandísima medida, de la capacidad para advertir que uno no está inmunizado contra estos vicios —tan antiguos como el mundo— y para reconocer que, sin duda, habrá caído en ellos en numerosas ocasiones, aunque no sepa identificarlas con claridad. Conviene, sin embargo, hacerse pocas ilusiones sobre la obediencia a la correspondiente máxima. En realidad, no tenemos ni idea de cómo sería el mundo si se hiciese caso de ella. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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