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viernes, 3 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Universidades



El filósofo Emilio Lledó


"En la tele hay todavía vida inteligente -comenta el periodista Ferran Monegal [Una universidad sin asignaturas. El Periódico, 1/4/2020] en el A vuelapluma de hoy viernes-. En La 2 de TVE acaban de emitir un Imprescindibles alrededor del filósofo Emilio Lledó. Una diacronía alrededor de lo que ha sido hasta ahora su vida, contada por él mismo. Un paisaje de reflexión y estudio constante le caracteriza. Sin ruido. Como le dijo el otro día Pepe Mújica a Jordi Évole: «Hay que saber vivir sin pamentos».  ¡Ah! La palabra pamento es hermosísima. Es la variante que se usa en ciertos lugares de América Latina cuando se refieren a lo que aquí llamamos aspaviento. Efectivamente, la vida de Lledó sigue una trayectoria sin pamentos. Quiero detenerme en ese pasaje en el que cuenta su llegada a la Universidad de Hidelberg. No debería de tener más de 26 o 27 años de edad. Quizá menos. Decidió huir de Madrid, aquel Madrid de los años 50 pringado de franquismo por los cuatro costados, como España entera. Cambió el entonces turbio Manzanares por  el Neckar. Cuenta Lledó que al llegar a la Universidad de Heidelberg le sorprendió enormemente, y gratamente, que en ese lugar «no reinaba el imperio asignaturesco», Decía: «Allí un catedrático un semestre hablaba de Safo, y al siguiente de Tucídides, y al otro de Nietzsche, y al otro de Hegel». Y dijo que al ver aquella maravilla se preguntó «¿Y donde están las asignaturas?». Y enseguida lo comprendió: «Las asignaturas no existían. No tenían por qué existir. Aquello era una explosión de libertad». Seguramente también de sabiduría, me atrevo a añadir yo.

Allí se encontró con el catedrático Hans Georg Gadamer, discípulo de Heidegger. Un maestro fundamental en la formación del estudiante Lledó. Le enseñó que un examen debe ser una conversación. ¿En qué has trabajado ultimamente? He leído a Tucídides, y  Aristóteles. ¡Pues habemos del Libro IV de la Historia de Tucídides, hablemos de Aristóteles, hablemos! Y recordando aquellos años en Heidelberg, Lledó concluyó: «Aquello eran los exámenes, aquello era una universidad moderna».

En esta diacronía vital Lledó no se ha referido en ningún momento a la tele. Pero ha dicho algo que tiene mucho que ver con la televisión: «No es verdad que una imagen valga más que mil palabras. Una imagen no nos dice nada sin un lenguaje que reflexione sobre ella». Con razón los autores de este Imprescindibles, David Herranz y Alberto Bermejo, lo han titulado Mirar con palabras. Otro acierto".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 26 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Emociones





Harían mal los responsables políticos en no llamar a la puerta de las humanidades en tiempos de pandemia, pues la batalla no es solo contra el virus, sino contra las metáforas de la enfermedad, afirma en el A vuelapluma de hoy ["Contagio emocional". ABC, 24/3/2020] el filósofo Javier Moscoso. 

"En uno de los cuentos más emblemáticos de Edgar A. Poe, -comienza diciendo Moscoso- el detective Dupin resuelve el misterio de un chantaje, no mediante la aplicación del razonamiento lógico, sino a través de la identificación empática. En «la carta robada», que así se llama este maravilloso cuento, Poe defiende que, para averiguar los pensamientos de otros, no hay nada como comenzar por acomodar nuestras expresiones faciales a las suyas, y esperar a que los mismos sentimientos afloren en nuestro corazón. Por boca del avezado Dupin, el escritor se pregunta si los grandes moralistas, desde Maquiavelo a La Bruyère, no fueron tal vez más que personas dotadas con esa capacidad de hacer brotar en su interior los pensamientos y sentimientos de otros. Tiempo antes de que el filósofo Adam Smith estableciera que la simpatía era el fundamento de la sociedad civil, el suizo Albrecht von Haller, fundador de la fisiología moderna, le había cortado la cabeza a un buey para estudiar sus movimientos post-mortem. Cuando vio brotar una lágrima del ojo del animal, juró que jamás repetiría experimento semejante.

En los tiempos que corren, habría que reconocer que el drama de la nueva pandemia posee una dimensión psicológica y emocional que no puede desatenderse. Las medidas de distanciamiento social, que no son sino una forma suave de llamar al confinamiento, producen un efecto similar al del náufrago atrapado en su isla, aislado y, sin embargo, responsable de mantener sus rutinas cotidianas, sus valores morales y sus virtudes económicas. La circunstancia de que Defoe escribiera tanto un libro sobre la soledad de un náufrago como un diario de la peste nos hace ver hasta qué punto la relación entre el aislamiento y la pandemia, entre los individuos y sus referentes emocionales, no pueden olvidarse en tiempos de tragedia. Dentro de poco seremos capaces de derrotar la enfermedad, pero tal vez pasemos por alto lo que podíamos haber aprendido de nosotros mismos. Hay que recordar que, desde los tiempos de Tucídides, o incluso desde que Apolo castigara a los griegos con la peste, las grandes visitaciones, como se llamaba a estos episodios, nos han puesto en la necesidad de movilizar no solo nuestros conocimientos, sino nuestros recursos emocionales. Nada extraño por otra parte, puesto que no hay relatos sin emociones ni enfermedad humana sin relato. Así que, a medida que avanza la enfermedad, también afloran los sentimientos. Y no todos son bienvenidos ni carecen de consecuencias. Harían mal los responsables políticos en no llamar a la puerta de las humanidades en tiempos de pandemia, pues la batalla no es solo contra el virus, sino contra las metáforas de la enfermedad, de las cuales la historia nos proporciona innumerables ejemplos.

Para empezar, nuestra situación presente puede parecernos única, pero no lo es en absoluto. La gran pandemia de este año, como la peste de 1665, como cualquier otra, no distingue fronteras. Por el contrario, es un fenómeno propio de la globalización que algunos juzgarán cosa de ahora, pero que en realidad ha sido cosa de siempre. Por muy extraño que les parezca a algunos, nunca hemos estado solos. De ahí que hayamos tenido siempre la tentación de pensar que la enfermedad viene de lejos. Al describir la peste que asoló Atenas en el siglo V antes de Cristo, el historiador Tucídides explicaba que la epidemia había surgido en Etiopía, más allá de Egipto. De los valles del Nilo había llegado a Libia, desde donde se extendió por el Peloponeso. Tampoco innovamos demasiado en las soluciones. En la peste de Florencia de 1348, que dio lugar al Decameron, Boccaccio explicaba cómo, para combatir la enfermedad, algunos ciudadanos prefirieron apartarse de cualquier otro ser humano y encerrarse en sus casas; otros optaron por la satisfacción de sus más diversos apetitos y hubo también quien, ante la rapiña y el desorden, prefirió abandonar sus posesiones, buscando refugio en el campo. Como en la peste de Londres de 1665, sobre la que escribió Defoe en 1722, la llegada de la epidemia propiciaba, antes como ahora, una nueva relación de los ciudadanos con la autoridad, así como una forma de enfrentar de manera individual y colectiva la experiencia de la tragedia. Tampoco faltan, en cualquier acontecimiento que cuestione o suspenda provisionalmente el orden social, las acusaciones veladas o explícitas. Fuera de la lógica del castigo divino, con la que Apolo castigó a las griegos en la Ilíada, la naturalización de cualquier fenómeno disruptivo ha pasado, históricamente, por el señalamiento del otro, hasta el punto de que el drama de la pandemia ha servido muchas veces de abrevadero del odio y del fanatismo. La historia de la xenofobia y de la peste se han encontrado muchas veces, aunque no siempre bajo la bandera de la discriminación racial. Baste recordar que en los comienzos de la epidemia de sida, tampoco faltaron voces dispuestas a explicar la desgracia por la orientación sexual de los enfermos.

Puesto que la visitación supone una ruptura del universo normativo, es lógico que afloren los sentimientos de pertenencia grupal, ya estén animados por el amor o por el odio. Los aplausos y las caceroladas que se escucharon hace unos días en algunas ciudades de España tienen orientación política muy diferente, desde luego, pero ambos fenómenos obedecen a la misma necesidad, la de construir un orden emocional que sostenga el espectáculo de la tragedia. Ya sea como reconocimiento o como señalamiento, el gesto subraya la urgencia de aunar los vínculos de pertenencia grupal, mediante la movilización de pasiones, incluso contradictorias.

Al contrario que Robinson Crusoe, que tenía que hacer esfuerzos por mantener viva la civilización, aun estando solo, los protagonistas del año de la peste deben intentar no sucumbir a las pasiones ficticias, ni a las emociones inmoderadas. Es decir, deben evitar convertirse en salvajes, aun estando juntos. El alegato de Defoe a favor de las medidas impopulares que sirvieron, en lo posible, para contener la epidemia, forman parte de la lógica británica del «Keep calm and carry on» (mantenga la calma y siga adelante) que tan buenos resultados produjo durante los bombardeos de Londres en 1940. Bajo la forma de lo que los psicólogos denominan «contagio emocional», que los antiguos llamaban «ósmosis» y los modernos «simpatía», los seres humanos reconocemos nuestro carácter gregario, hasta en condiciones de confinamiento. Ahora bien, el contagio emocional en tiempos de epidemia, que nos lleva a arrojarnos sin control sobre los rollos de papel higiénico, es tan peligroso como el contagio viral, pero al contrario que este último, puede ser modulado. No es una imposición de la naturaleza, sino un factor humano que puede y debe regularse".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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domingo, 22 de marzo de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Metafísica



"¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?". Gauguin, 1897


"¿Para qué sirve -se pregunta ["Hijos de Dios o monos con suerte". ABC, 16/3/2020] el filósofo y profesor de ética de la Universidad Autónoma de Barcelona, Arash Arjomandi- seguir haciéndonos las tres principales preguntas filosóficas perennes, plasmadas gráfica y alegóricamente en el célebre cuadro de Gauguin "¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?" cuando las ciencias parecen estar respondiendo con solvencia a esas tres interrogaciones? ¿Para qué convertir ese tema en problema? ¿Tiene sentido hoy seguir teniendo al hombre por argumento?

El hecho de que se haya acabado de reeditar un libro de los años 80 que lleva por título precisamente El hombre como argumento (Editorial Universidad de Granada) responde, por sí mismo, en sentido afirmativo a esta cuestión. Sobre todo, por ser un libro que durante las últimas cuatro décadas ha constituido en España el texto literariamente mejor escrito y estilísticamente más cuidado de entre los que sintetizan las principales teorías modernas sobre la naturaleza humana. En efecto, su reedición por parte de una universidad pública, a pesar de los arrolladores avances que ha habido en las ciencias fácticas y en la tecnología desde su primera versión, indica que el hombre puede y debe seguir planteándose como materia de debate filosófico. La disciplina tiene un nombre: Antropología filosófica (a no confundir con la Antropología cultural, social o Etnología).

Esta rama fundamental de la Filosofía tiene por objeto descifrar el sentido de lo humano precisamente basándose en los conocimientos que sobre nosotros van descubriendo las ciencias. Su propósito es formular una posible idea unitaria del hombre; en caracterizar la esencia del único ser dotado de lenguaje.

Para tomar conciencia de cuán fundamental puede ser para nuestras vidas conocer estas teorías filosóficas acerca del hecho humano, y qué poco superfluo o baladí es seguir hablando y pensando acerca de nosotros mismos usando las peculiares reglas del discurso filosófico, hay que leer este precioso texto, escrito por uno de los pensadores y ensayistas españoles más impactantes de las últimas décadas: Miguel Morey, catedrático emérito de esta disciplina por la UB. Pensador querido y admirado por varias generaciones de estudiantes y lectores en nuestro país, por haber expuesto y enseñado, aquí, con enorme atractivo y poder de seducción la fundamental e influyente French Theory.

Con John Searle, podemos afirmar que el problema filosófico capital de nuestra era reside en hacer consistente el conjunto de creencias que tenemos sobre nosotros mismos (la creencia de que que somos seres racionales, lingüísticos, sociales, estéticos, etc.) con nuestros conocimientos acerca del mundo empírico. En efecto, tenemos una concepción del universo que se deriva de la física y química atómicas, y de la biología evolutiva; esta concepción nos aporta el conocimiento de un universo de partículas sin sentido articuladas en campos de fuerza. Empero ¿cómo hacer consistente esto con nuestra consciencia, racionalidad, carácter social, vida ética y política; y con nuestra naturaleza lingüística y vocación estética? ¿Cómo encajar la realidad humana, que es consciente, mental y lingüística, en un mundo de partículas físicas sin sentido? ¿Cómo derivar de los protones y electrones la intencionalidad? ¿Cómo vincular al hombre como objeto científico de conocimiento a nosotros mismos como sujetos de reconocimiento? ¿Cómo trazar un hilo de continuidad y coherencia entre la pregunta «qué es el hombre» y el imperativo «conócete a ti mismo»?

La Antropología filosófica es una de las disciplinas que contribuyen a esclarecer estos enigmas, por cuanto busca modos de encajar la concepción del mundo que arroja la ciencia y la técnica en lo que Eugenio Trías –uno de los mentores de Morey en su juventud– denomina «los grandes misterios que cercan nuestra existencia: el nacimiento, la sexualidad, el erotismo, la violencia, la crueldad, la injusticia, el duelo, la melancolía, la muerte, la agonía, el sufrimiento, la enfermedad, la expectativa de otra vida, el anhelo de eternidad».

El antihumanismo que imperaba cuando Morey escribió la primera versión del libro ha dado paso al actual poshumanismo. Éste nace de tres posibilidades que la técnica prevé lograr; a saber: modificar nuestro cuerpo por medio de la ingeniería biológica o genética, cambiando los embriones de tal forma que el ser humano nazca ya superhumano. Modificar, por otro lado, nuestra mente por medio de la ingeniería cyborg para darnos superdestrezas (conectándonos la mente a extremidades biónicas o directamente a un ordenador para otorgarnos destrezas de memoria, de imaginación o de comunicación que hoy son ciencia-ficción). Y crear mente (inteligencia artificial) por medio de la cibernética para producir seres naturales de nueva creación.

Y, sin embargo, hoy es más vigente –que cuando salió su primera versión– la principal tesis de este libro: «Es falso decir que el enunciado ‘el hombre es un mono que ha tenido éxito’ es una verdad positiva, o que es un enunciado de la biología. Tanto ‘hombre, hijo de Dios’ como ‘hombre, mono con suerte’ son enunciados antropológicos, pero de los cuales no puede afirmarse que uno esté mejor fundado que otro en cuanto a su pretensión de verdad; porque ni uno ni otro tienen nada que ver con la verdad positiva y sí con el sentido: son, frente a frente, dos Ideas de hombre: dos modos de interpretarse uno mismo, de interpretar eso que nos pasa en un ámbito de sentido».

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.



El filósofo Miguel Morey


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lunes, 16 de marzo de 2020

[PENSAMIENTO] Santayana, rescatado



El filósofo George Santayana


Del filósofo español George Santayana (1863-1952) solo he leído "Platonismo y vida intelectual" (Madrid, Trotta, 2006), hace ya catorce años, y confieso que a pesar de su corta extensión -no llega al centenar de páginas- se me hizo de difícil lectura. Hace unos días, curioseando por Internet, me encuentro con un interesante artículo del también filósofo y profesor Daniel Moreno [Revista de Libros, 29/5/2019] con el título del epígrafe, reseñando dos recientes publicaciones sobre ese notable, y casi desconocido para sus compatriotas, pensador español: "Democracia, islam, nacionalismo" (Madrid, Deliberar, 2018), de Ignacio Gómez de Liaño, y "Siete tipos de ateísmo" (Madrid, Sexto Piso, 2018), de John Gray. 

"Sirvan estas notas -comienza diciendo Daniel Moreno- para destacar una curiosa coincidencia que acaso tenga carácter de síntoma: en el tráfago de las tan necesarias novedades editoriales, he aquí que dos de ellas dan notas de fondo que armonizan entre sí. Nada menos que dos insignes profesores ya jubilados –suficientemente conocidos y muy prolíficos ambos–, Ignacio Gómez de Liaño y John Gray, coinciden en mostrar una de sus fuentes de inspiración, la del filósofo madrileño Jorge Santayana, más conocido quizá como George Santayana. Dado que seguramente los dos libros habrán merecido reseñas de forma independiente, me centraré en los puntos de contacto entre ellos, que van más allá del citado Santayana.

En efecto, en el contexto del ambicioso proyecto interpretativo sobre las distintas religiones políticas que Ignacio Gómez de Liaño lleva a cabo en Democracia, islam, nacionalismo, dos de sus capítulos están dedicados a don Jorge. En el primero de ellos, «La clave gnóstica del puritano», Gómez de Liaño da a conocer su lectura de la famosa novela de Santayana El último puritano (1935) –cuya reedición, por cierto, es muy necesaria– como ejemplo del planteamiento gnóstico llevado a sus últimas consecuencias y tan presente en el puritanismo calvinista de Estados Unidos. El segundo ensayo, «La clave poética del cristianismo», se centra en La idea de Cristo en los evangelios (1946) y, en general, en la lectura poética que Santayana hace del cristianismo y que le permite escapar de los dilemas de la interpretación literal protestante de la Biblia, tan alejada de la tradición católica, y centrarse en la experiencia de la autotrascendencia.

El último libro de John Gray, Seven Types of Atheism (2018), rápidamente traducido al español, por su parte, incluye a mister Santayana dentro del sexto tipo de ateísmo, «el ateísmo sin progreso», junto a Joseph Conrad. Es más, puede decirse que Santayana es el autor más influyente en este libro del profesor Gray. De hecho, afirma que «rechazo las cinco primeras variedades [del ateísmo] y me inclino por las dos últimas, que son las de aquellos ateísmos encantados de vivir en un mundo tal cual es, sin dioses o con un Dios innombrable» (p. 18); y precisamente, de estas dos últimas variedades de ateísmo, Santayana se encuentra en la sexta, y Gray incluye en la séptima a dos pensadores decididamente relacionados con Santayana: Arthur Schopenhauer y Baruch Spinoza; además, Gray acepta la lectura de Spinoza que Santayana dio a conocer en su famoso texto «Religión última» (1932). Hay que añadir que, puesto que gran parte del libro está integrado por autores anglosajones, no podía faltar Bertrand Russell, en cuya exposición Gray recuerda también la decisiva influencia que tuvo en él la reseña santayaniana de sus Ensayos filosóficos («La filosofía de Mr. Bertrand Russell», de 1913). Puede decirse, por tanto, que Santayana sobrevuela el último libro de Gray. Una pena que no haga referencia al libro de Santayana La idea de Cristo en los evangelios (1946), algo que sí hace Gómez de Liaño, a quien acaso debería leer, dado que ambos comparten muchos presupuestos.

¿Y quién es ese Santayana, con nombre bilingüe, que así aflora a modo de punta de iceberg en estas dos novedades editoriales? Pues ya todo un clásico, como irá argumentándose, y como muestra el hecho ahora remarcado. Nacido en Madrid en 1863, es sabido que Santayana fue educado en Boston por razones familiares; que fue profesor en la Universidad de Harvard durante veinte años, completando sus estudios en Berlín y en Cambridge; que, en 1912, tras la muerte de su madre, abandonó la universidad y América para viajar por Europa mientras leía y escribía plácidamente, ajeno por completo a todo gueto filosófico y nacional; que visitó España regularmente hasta 1930 y que mantuvo siempre su pasaporte español; que la Primera Guerra Mundial lo atrapó en Oxford y la Segunda Guerra Mundial en Roma, donde había establecido su residencia preferente en 1925 y donde murió en 1952. Santayana mismo resumió su vida de este modo: «Tres son los lazos que ahogan la filosofía: la Iglesia, el tálamo y la cátedra. De la primera escapé en mi juventud; nunca entré en el segundo y, tan pronto como me fue posible, escapé de la tercera». En filosofía ocupa un lugar excéntrico, porque se mantuvo fiel a la tradición humanista y moderna, nada escolástica, y muy mundana. Su brillante y fluido estilo enlaza con el de John Locke y David Hume, y la fuerza de sus argumentos hereda la de Baruch Spinoza y Arthur Schopenhauer. Fue contemporáneo del esplendor del positivismo y de la ciencia, aunque no sintió la necesidad, como otros, de refugiarse en lo irracional, en la metodología científica o en lo pseudocientífico a modo de autodefensa. También contemporáneo del idealismo, supo detectar en él su lado ineludible, el metodológico, y desenmascarar su lado falaz, cuando convierte la naturaleza en la experiencia humana de la naturaleza.

El puritanismo moral y el liberalismo político fueron también cuestionados por Santayana desde dentro. Estos dos flancos son los que destacan en el acercamiento a él que llevan a cabo Ignacio Gómez de Liaño y John Gray, respectivamente. Vuelven a Santayana como a un autor clásico, siempre sorprendente, siempre iluminador, el recorrido por las páginas que escribió nunca deja de aportar alguno de esos «átomos de luz» de los que Santayana habló en su póstumo «El testamento del poeta». Porque el filósofo, en efecto, arroja luz –o, mejor, lucidez– a una época que, a fuer de invocar la oscuridad, está volviéndose ciertamente tenebrosa.

Las casi quinientas páginas que componen Democracia, islam, nacionalismo son arriesgadas, a veces de trazo grueso, pero muy necesarias. Su hilo conductor es el concepto de religiones políticas, conjunto en el que Gómez de Liaño incluye el comunismo marxista, el fascismo de Mussolini, el nacionalsocialismo de Hitler y el islam. Su motivo conductor viene expuesto al final del Prólogo: «contribuir a poder llevar adelante nuestras vidas de la forma más civilizada posible» (p. 17). Tras analizar los tres primeros tipos de religiones políticas –interpretados, por cierto, de modo muy parecido al del profesor Gray–, el libro dedica sus más de doscientas páginas centrales a la que es su aportación más relevante, y la que entraña mayor riesgo: el islam, partiendo de un exhaustivo repaso a la vida de Mahoma, un acertado resumen del Corán –quizá una de las conclusiones a sacar sea la necesidad de volver a leer ese libro, nunca del todo ajeno a las culturas mediterráneas del norte– y la dificultad que supone en la actualidad ser apóstata en los países musulmanes, sin olvidar la llamativa conexión que establece entre el islam radical y la reforma luterana-filosofía alemana. De esta parte, me gustaría alabar la memoria de su autor cuando trae un recuerdo seguramente incómodo: la connivencia y el aplauso que el todavía presente en ciertos ámbitos Michel Foucault mostró con el ayatolá Jomeini cuando este instauró una república islámica en Irán. También afea al papa sus tibios comentarios, entendidos como condescendientes, en torno a los atentados terroristas perpetrados por islamistas radicales. Por mi parte, objetaría algo al presupuesto de Gómez de Liaño según el cual la historia del islam se encuentra in nuce en la personalidad de Mahoma. Creo, más bien, que el origen de los movimientos culturales no explica suficientemente por sí mismo su desarrollo posterior, alimentado habitualmente por otros múltiples y a menudo contradictorios arroyos.

Los capítulos quinto y sexto son los dedicados a Santayana, y concluyen que «la clave poética con que Santayana nos presenta al Jesucristo de los Evangelios tiene la virtud de desmontar la clave gnóstica que explica la génesis y esencia del cristianismo y con él la tradición luterano-calvinista a cuyos pechos se criara el puritanismo. Esa clave poética del cristianismo, que tanto honor hace a la libertad y la apertura de la imaginación, a la ecuación de imaginación-amor, tiene también la virtud de desarmar el militarismo, fatalismo y belicismo que impregna la ideología político-religiosa predicada por Mahoma» (p. 324). Tras el solaz santayaniano, el libro muestra su rostro más apegado a las discusiones políticas recientes al tratar el nacionalismo, especialmente el catalán, y la democracia, de la que Gómez de Liaño se declara partidario siempre que se reforme desde dentro (como se recordará, ya en el año 2008 publicó su libro Recuperar la democracia). Sin duda el lector se sentirá apelado por estas secciones, de estilo muchas veces periodístico, de un aroma sutilmente orteguiano. En la antropología que cierra el libro, destaco la referencia que aparece al libro La dignidad real y la educación del rey, de Juan de Mariana, referencia que no ha de extrañar, por otra parte, al conocedor del muy documentado, y valiente, libro anterior de nuestro autor: El Reino de las Luces. Carlos III entre el viejo y el nuevo mundo.

Cierto desapego, algo de indefinición y mucho de divertimento caracterizan la clasificación que John Gray lleva a cabo de los distintos tipos de ateísmo en su libro Siete tipos de ateísmo. No de otro modo puede abarcar un tema de suyo tan complejo y tan resbaladizo, teniendo en cuenta, además, que gran parte del texto está ocupada por anécdotas biográficas de los autores más relevantes, y que establece paralelismos históricos que, en coherencia con su crítica a la idea de progreso cultural lineal, descoyuntan literalmente los planteamientos usuales. Qué haya de entenderse por teísmo, qué por ateísmo, por teología, por religión, o religiones, se da a cada paso por sobreentendido, a pesar de los distintos matices presentes evidentemente en cada contexto.

Buena muestra de ello es la propia clasificación, nada intuitiva, que establece Gray, y los autores que incluye en cada uno de los siete tipos: 

1) Como «nuevo ateísmo» entiende probablemente el de su compatriota Richard Dawkins y el del estadounidense Sam Harris (seguramente también el del francés Michel Onfray, del que habla en el capítulo segundo, el de los transhumanistas del capítulo tercero, y el de otros autores del siglo xx que cita aquí y allá), a los que les desvela que su posición es heredera del positivismo de Auguste Comte y que olvidan que el flanco realmente débil de la religión no es la ciencia, sino enfrentar el cristianismo con la personalidad histórica de Jesús, una tesis bastante cuestionable dado que, como en el caso de Mahoma, no todo lo que conocemos como cristianismo puede rastrearse hasta el Jesús histórico.

2) En el «humanismo secular» incluye Gray a quienes confían en el progreso de la humanidad, como John Stuart Mill, Henry Sidgwick, Bertrand Russell, Friedrich Nietzsche o Ayn Rand (muy clarificador todo lo que cuenta de esta última y de su influencia en Estados Unidos.

3) Bajo el epígrafe «fe en la ciencia» se encuadran el ateísmo de los naturalistas evolucionistas inspirados en Darwin (oportuna la insistencia en el carácter no finalista de la selección natural à la Darwin, dado que la naturaleza no es una diosa, y el cuidado con que Gray distingue a Darwin de sus seguidores racistas supuestamente científicos, otro ejemplo más de que el origen no agota el ser), ilustrados como David Hume o Voltaire, los seguidores de Franz Anton Mesmer, el materialismo dialéctico y el transhumanismo de Raymond Kurzweil o el superventas Yuval Noah Harari.

4) En el apartado de «religiones políticas» sitúa Gray, como Gómez de Liaño, al gnosticismo, a los anabaptistas que se hicieron fuertes en la ciudad alemana de Münster, los jacobinos, los bolcheviques, los nazis, los maoístas y los liberales colonialistas (muy interesado se muestra Gray en recordar la barbarie que los belgas sembraron en el Congo con el nombre de civilización).

5) Como «odio a Dios» califica al ateísmo del marqués de Sade, de Fiódor Dostoievski y de William Empson.

6) El «ateísmo sin progreso» correspondería al ateísmo de George Santayana y del novelista polaco Joseph Conrad. Para Santayana se centra sobre todo en Dominaciones y potestades, Platonismo y vida espiritual y Soliloquios en Inglaterra, obras todas ellas disponibles en castellano en ediciones recientes; afirma Gómez de Liaño, entre otras cosas, que «la combinación de una visión subjetiva del valor con un ideal contemplativo que propugnó Santayana es ciertamente excepcional. Casi todos los que han atribuido importancia a la contemplación lo han hecho porque creían (como Platón o el primer Russell) en una realidad superior a la que esa contemplación daría acceso. Santayana no tenía creencia alguna de ese tipo. Él valoraba la contemplación porque le permitía tener una visión lúcida del único mundo que existe: el mundo de la materia» (p. 177).

7) Finalmente, el «ateísmo del silencio» es el de Arturo Schopenhauer, el de Baruch Spinoza o el de Lev Shestov y su seguidor Benjamin Fondane, ya en el siglo xx.

Como se ve, son muchas, y llamativas, las coincidencias entre nuestros dos autores, aunque la más llamativa siga siendo su vuelta a Santayana como fuente de inspiración para entender nuestra época y sus raíces. Ambos aceptan el concepto de religiones políticas, si bien Gómez de Liaño se centra en el islam y Gray en el cristianismo; interpretan del mismo modo los totalitarismos del siglo pasado y tienen, por cierto, muy en cuenta el movimiento anabaptista alemán al que se enfrentó Lutero. Cada cual tiene también sus olvidos, pero no es cuestión de recordarlos ahora, ya que cada lector echará en falta los que él mismo considere relevantes. Gray no duda, sin embargo, en adscribirse al liberalismo, así como Gómez de Liaño se declara demócrata. Pero se trata de compañeros de viaje bastante incómodos, ya que critican desde dentro su propia corriente. Algo que el propio Santayana hizo con gran maestría: cercano a todos, buen interlocutor, insuperable intérprete, pero desasido y cruel como la misma verdad.

Dado el enfoque de gran angular que ambos pensadores, ya provectos (en 1946 nació Ignacio Gómez de Liaño, que ha ejercido la docencia en la Universidad Complutense; en 1948 nació John Gray, que ha dado clases en Oxford y en la London School of Economics), aplican en sus respectivos libros, y teniendo en cuenta que ellos mismos son conscientes de haber adoptado un estilo no estrictamente académico para deliberar con la palabra y con el argumento en la plaza pública, se recomienda a los lectores acaso ingenuos no caer en la fácil trampa de aislar ciertas frases del contexto y encontrar en ellas afirmaciones supuestamente falsas, tergiversaciones aparentemente obvias o fácilmente rebatibles. Lo que ambos autores tienen en mente es otra cosa: buscan similitudes allí donde no se esperan, por más sorprendentes que resulten. Las más comunes las dan por sabidas, y por eso las cuestionan. Muy santayaniana resulta también esa salida del ámbito académico y la adopción del papel de filósofos mundanos, función esta de larga tradición histórica, por más que quede en tercer plano en las historias habituales del pensamiento.

Finalizada la lectura de Democracia, islam, nacionalismo y de Siete tipos de ateísmo, se me viene a la mente la imagen de los dos autores situados cada uno en el extremo de un puente. Tantas cosas en común –generación, talante, profesión, ideas, Santayana–, tanto por hablar y por compartir. Basta animarlos a que caminen, se acerquen, se sienten y compartan una taza de té. Y nadie mejor para romper el hielo y dar comienzo al diálogo que Santayana, fuente filosófica común de ambos, en tanto que pensador clásico del pasado siglo. Precisamente el texto que propuse para la placa que recuerda el lugar donde nació en Madrid presenta a Santayana como lugar de diálogo; quien se acerque en Madrid a la calle Ancha de san Bernardo, número 67, podrá ver el rombo del Plan Memoria de Madrid y leer que «Aquí estuvo la casa donde nació en 1863 el filósofo, poeta y novelista Jorge Santayana, cuya vida y obra fueron un diálogo entre las culturas latina y anglosajona».

De hecho, a Santayana le encaja muy bien la metáfora de ser un puente que permite transitar a gente discreta de América y gente discreta de Europa, personas unidas por tener intereses excéntricos respecto a sus culturas de origen. Un lugar que permite no sólo cruzar de un lado al otro, sino pararse a conversar y a leer lo que escriben los demás. Nada de extraño tiene, por cierto, que ese puente pase por México y por Argentina, donde Santayana fue un pensador conocido y respetado durante décadas. Por eso me parecen muy santayanianos los antiguos puentes que la gente usaba no sólo para caminar sino para vivir: puentes con viviendas adosadas a ellos. Santayana sería, así, un puente filosófico entre Europa y Estados Unidos; en este caso, entre el español Ignacio Gómez de Liaño y el británico John Gray. El lugar de encuentro podría ser Roma, donde Santayana pasó sus últimos años, y ciudad única, donde se viaja ampliamente en el tiempo moviéndose ligeramente en el espacio. ¿De qué hablarían? De muchísimas cosas. El Brexit, Gibraltar, y quién sabe de qué más.

Me gustaría, con todo, no cerrar estas notas sin aludir a otra muestra de que Santayana es un clásico para nuestro tiempo. Animo al lector a que realice esta experiencia: leer el libro de Santayana que la meritoria editorial ovetense KRK ha rescatado en 2018, La tradición gentil en la filosofía americana (1911), como muestra del «fuego pálido» santayaniano del que Ramón del Castillo habló hace años en Revista de Libros. Y la premiada película Green Book (2018), de Peter Farrelly. Verá que un libro sobre las dos principales tendencias culturales norteamericanas puede explicar una película que enfrenta a los cultos sureños de Estados Unidos, que mantienen una tradición ya muerta, y al vivaz fruto del Bronx neoyorquino, savia nueva e híbrida para un país joven. Y que una película actual puede iluminar un libro escrito hace más de cien años, muy lejos, por tanto, de haber caducado".



El profesor Daniel Moreno



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viernes, 8 de noviembre de 2019

[PENSAMIENTO] Gödel y Eurípides: anagnórisis e indecidibilidad



Antígona, de Frederic Leighton, 1882


Frágil y transparente
como el cristal, fue la más fuerte
sin más arma que la piedad. Tomen ejemplo
Aquiles y Odiseo,
Heracles y Jasón, los propios dioses.
(Epitafio de Antígona)


"El primer teorema de incompletitud de Gödel -afirma el matemático y escritor Carlo Frabetti- demuestra que un sistema formal de una cierta complejidad no puede ser a la vez consistente y completo: siempre habrá en su seno enunciados imposibles de demostrar o de refutar a partir de los axiomas del sistema (si dichos axiomas no se contradicen entre sí); es decir, siempre habrá enunciados indecidibles.

La ética es un sistema formal basado en unos axiomas —denominados principios— a partir de los cuales podemos inferir si una afirmación o conducta es correcta o incorrecta. Y si una ética es consistente, contendrá afirmaciones y conductas indecidibles en su marco axiomático.

En la práctica, los modelos éticos no están definidos con la precisión de los sistemas formales, y tanto las situaciones ambiguas como las posibles lagunas e inconsistencias del modelo pueden dar lugar a proposiciones o conductas indecidibles: los consabidos dilemas morales, de los que la literatura lleva siglos alimentándose; sobre todo, a partir de la tragedia griega.

En un principio, la tragedia clásica intenta eludir el conflicto moral como tal disfrazándolo de fatalidad. El héroe no es responsable de su hamartia (error fatal) porque no controla plenamente la situación o carece de la información necesaria, y por tanto no puede decidir libremente. Solo con la anagnórisis (descubrimiento súbito de una verdad terrible) se vuelve plenamente consciente, pero ya es demasiado tarde. Por lo tanto, Edipo no merece el castigo que se autoinflige (ni el que le ha infligido la posteridad dando su nombre a un complejo).

Pero Antígona sabe perfectamente lo que hace, y al enterrar a su hermano viola la ley con plena conciencia. Nunca mejor dicho, pues no solo actúa con pleno conocimiento de causa, sino que además lo hace desde la plena obediencia a su conciencia moral. En realidad, el dilema no es suyo, sino del sistema, y para superarlo —como ocurre con las proposiciones indecidibles de los sistemas formales— ha de remitirse a un modelo más amplio. Un modelo en el que la última palabra no la tiene la ley promulgada, sino la conciencia personal. Eso explica que Antígona sea el personaje de la tragedia griega que más ampliamente ha rebasado su marco histórico y más presencia tiene —y mantiene— en el teatro universal, como lo atestiguan las versiones de Anouilh, Brecht, Espriu, Hasenclever, Marechal… Y no solo en el teatro, sino también en la música, el arte, la narrativa o el ensayo.

Tampoco es casual que Antígona sea mujer. Y no porque Sófocles y Eurípides fueran feministas, y menos aún los anónimos elaboradores del mito que inspiró sus tragedias, sino porque una rebeldía tan radical es propia de los más oprimidos, y las más oprimidas, en la incipiente democracia griega (como en casi todas las sociedades conocidas), eran las mujeres; además de los esclavos, obviamente, que también llegarían a desempeñar un papel singular en la literatura grecolatina.

Llegados a este punto, puede que alguien piense que este artículo debería titularse, en todo caso, «Gödel y Sófocles», puesto que fue este quien dio forma teatral al mito de Antígona, y aunque Eurípides también lo abordó, de su versión solo nos han llegado fragmentos. Pero la superación de la anagnórisis como camuflaje del dilema ético (y, en última instancia, de las contradicciones internas del sistema) fue, sobre todo, obra de Eurípides, que se distanció claramente de sus predecesores.

Pese a ser contemporáneos, Esquilo (525 a. C. – 455 a. C.), Sófocles (496 a. C. – 406 a. C.) y Eurípides (484 a. C. – 406 a. C.) representan tres etapas bien diferenciadas de la tragedia griega. Y si los dos primeros definieron las características formales y los temas recurrentes del género, Eurípides le confirió una nueva dimensión ética —como hizo Sócrates con la filosofía— al poner el acento en la conciencia y la responsabilidad personales, lo cual implicaba cuestionar el papel de los dioses y el destino, problematizar los mitos y humanizar a los héroes. No hay leyes absolutas e inmutables, ni divinas ni humanas, y la ética ha de ser un diálogo permanente entre las normas vigentes y la conciencia personal.

El segundo teorema de incompletitud afirma que un sistema formal no puede demostrar su propia consistencia. Por consiguiente, en tanto que conjunto de normas sujetas a una lógica interna, ninguna propuesta ética concreta puede demostrar su propia validez, por más que a menudo se intente apelando a tautologías encubiertas o a supuestas evidencias. Veamos un ejemplo:

En su libro Las fronteras de la persona. El valor de los animales, la dignidad de los humanos, la prestigiosa catedrática de ética Adela Cortina afirma que «si no contamos con un concepto de naturaleza humana anterior al pensamiento moral, quedamos inermes ante la voluntad de los legisladores y no tenemos ninguna base firme para exigir que se legisle en un sentido u otro, si no es por la pura presión social, que nunca puede ser un criterio de legitimidad». ¿Y de dónde sale ese firme y legitimador «concepto anterior»? A no ser que nos limitemos a hablar de biología, un concepto de naturaleza humana predialógico, previo a la cultura y al pensamiento moral, es un oxímoron, algo tan contradictorio —o tan dogmático— como la supuesta «ley moral natural» propugnada por Tomás de Aquino y que según la Iglesia subyace al decálogo. Pero Cortina, al igual que su maestro Kant, ha decidido creer en Dios «porque no podemos pensar que la injusticia que domina la historia sea definitiva», en palabras de Victor Hugo; puro pensamiento desiderativo: como me muero de sed, ese espejismo tiene que ser agua. Si alguien decide organizar su vida en función de un supuesto mandato divino, allá él, o ella; pero no se puede articular un discurso ético-filosófico a partir de la fe sin advertir que, en última instancia, se está hablando de religión.

Nos guste o no, no tenemos más base (para exigir que se legisle en un sentido u otro) que el contrato social. Es una base resbaladiza y menos firme de lo que quisiéramos, en eso hay que darle la razón a Cortina; pero la única alternativa es el dogma, que es, por definición, la muerte del diálogo, es decir, del pensamiento mismo. Como Tomás de Aquino o el propio Kant, Cortina pretende demostrar lo indemostrable y edulcorar el despiadado antropocentrismo heredado de la Biblia, para la que somos los «reyes de la creación» con derecho a convertir a los demás animales en nuestros esclavos y nuestra comida.

La reflexión y el mito

Como dice Hölderlin, la mente humana se debate entre la reflexión y el mito. La reflexión parte de la duda y vuelve a ella. El mito nace del miedo y busca refugio en la certeza; un miedo que puede ser el de toda una sociedad o el de una clase —o un género, o una especie— que teme perder sus privilegios.

Dentro de cada individuo y dentro de cada sociedad se libra una batalla más o menos encarnizada entre la certeza y la duda, entre el mito y la reflexión, y tanto la historia de la filosofía como la del teatro se pueden contar en los términos de esta batalla esencial, que tiene en Sócrates y Eurípides, respectivamente, sendos hitos fundamentales. Ambos influyen —y confluyen— en Platón, padre y maestro mágico de la filosofía occidental, que a su vez abona el terreno para el florecimiento de la lógica aristotélica y la sistematización del conocimiento objetivo: un poderoso legado que se mantuvo casi intacto durante más de dos milenios (Whitehead llegó a decir que la filosofía occidental es una serie de notas a pie de página a la obra de Platón).

Solo muy recientemente, dramaturgos como Bertolt Brecht, Samuel Beckett o Alfonso Sastre (con su teoría y práctica de lo que él denomina «tragedia compleja») dan un salto cualitativo con respecto a Eurípides, y matemáticos como Gödel trascienden el marco de la lógica aristotélica (lo cual no significa refutarla, sino situarla en un marco más amplio). La milenaria batalla —no siempre cruenta— entre la reflexión y el mito se libra en muchos frentes, a veces tan aparentemente alejados entre sí como la lógica matemática y el teatro. Es una batalla ética, estética y epistemológica. Es una batalla ideológica, en el buen y en el mal sentido del término. Una batalla en la que todas/os participamos en uno u otro bando, y no siempre en el mismo".



La Escuela de Atenas, por Rafael (1512)


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jueves, 17 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Tan solo aproximaciones



El mito de Sísifo


"La realidad es tan inaprensible que cuando pensamos que ya la hemos encontrado se nos escurre entre los dedos como el agua, -escribe la psicóloga Remei Margarit-. Y volvemos a buscarla una y otra vez como en el mito de Sísifo, empujando la roca cuesta arriba. Quizás porque la realidad, aunque se nos impone, es cambiante, el solo hecho de contemplarla ya la modifica. De manera que tal vez tendremos que hablar tan sólo de aproximaciones a lo real, vamos yendo hacia ello, pero no se alcanza del todo.

Lo que sí se puede hacer es no tirar la toalla y darse por vencido en su búsqueda, porque si se hace eso, nos caerá encima con toda su fuerza. Tal vez tendríamos que dejar de lado la búsqueda de la perfección, porque es inalcanzable y también porque forma parte de lo irreal, si se entiende por perfección algo acabado, ya que la vida se parece más a un fluir constante y, por tanto, cambiante.

En cada momento histórico podemos aproximarnos a lo que consideremos más bueno, aunque también esa bondad es cambiante en función de lo que hay. Por ejemplo, la salud nunca es perfecta, siempre hay en ella alguna cosa que chirría en algún momento; en cuanto a la educación, tampoco se puede decir que se termina nunca, porque siempre hay que seguir aprendiendo cosas nuevas; y en el terreno de la política, ya ni es necesario mentarlo, las negociaciones entre los partidos políticos acostumbran a tener sacudidas, y también subidas y bajadas, y los acuerdos tomados en un contexto histórico años más tarde ya no sirvenporque las sociedades cambian.

Tal vez sí hay un marco referencial para todos, que es el planeta donde vivimos y que es necesario cuidar siempre, porque no existe recambio posible. Y otra referencia es la convivencia humana, que ha de ser suficientemente buena para todos, evitando las guerras y las confrontaciones estériles entre los países, confrontaciones que tan sólo sirven para la foto , como si eso tuviera la más mínima importancia real. El mundo de las apariencias es tan sólo eso, una apariencia que no tiene contacto alguno con la realidad. El mundo real se impone día tras día y es necesario gestionarlo lo mejor que se pueda, modestamente, sin alharacas, porque la verdad es que no hay otra cosa".





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viernes, 23 de agosto de 2019

[PENSAMIENTO] A propósito de la posverdad



Karl Marx y su hija Jenny


El profesor Emilio Lamo de Espinosa, catedrático de Sociología en la Universidad Complutense, presidente del Real Instituto Elcano y académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, escribe en Revista de Libros un interesante artículo titulado "A propósito de la posverdad. Marx, Nietzsche y la deriva idealista de la izquierda política". 

Me propongo comentar, comienza diciendo Lamo de Espinosa, el tema de las fake news y la posverdad, de lo que podríamos llamar los «tiempos» y los «espacios» de la posverdad, pues me atrevo a detectar en ello algo más profundo que una simple consecuencia inintencionada de los nuevos medios de comunicación, de las redes sociales o los «trinos», y que va también más allá (o más acá) de los populismos y nacionalismos actuales, y que hunde sus raíces en un cierto Zeitgeist posmoderno y, por supuesto, pos- (y anti-) ilustración. En definitiva, tratare de argumentar que la llamada posverdad es una poderosa corriente intelectual, con hondas raíces históricas y con amplia extensión, no solo popular, sino incluso académica.

Y me serviré para iniciar el camino de un comentario que formuló Max Weber hace ya más de un siglo. Decía Weber: «Puede medirse la honestidad de un filósofo contemporáneo por su posición en relación con Marx y con Nietzsche». Y añadía: «Nuestro mundo intelectual ha sido conformado en gran medida por Marx y Nietzsche». Creo que tenía (y sigue teniendo) razón, aunque argumentaré que hay una gran asimetría en el modo como uno u otro han conformado nuestro mundo mental, en el modo como hemos «dado cuenta» de ellos.

Efectivamente, creo que, en este pasado bicentenario, sí hemos dado cuenta de Marx, lo hemos asimilado, e incluso superado. No es exagerado decir que todos somos marxistas, como somos weberianos, o kantianos, o hobbesianos. Todos ellos forman parte de nuestro arsenal cognitivo, de nuestros mapas conceptuales y de nuestro lenguaje. Decía Xabier Zubiri que los griegos o los romanos no son nuestros clásicos, sino que nosotros somos griegos o romanos: del siglo XX, pero somos aún ellos. Y por eso son clásicos. Otro tanto podemos decir de esos autores, clásicos asimilados, hasta el punto de que no podemos pensar sin usarlos de algún modo, pues están dentro de nosotros. Tanto que, más que pensarlos nosotros a ellos, son ellos quienes nos piensan dentro de nosotros. Nos han enseñado a pensar de cierto modo, son –como decía Émile Durkheim– manières de penser, mucho más que maîtres à penser (que lo fueron quizás inicialmente), hábitos adquiridos de pensamiento.

Algo similar ocurre con Marx, aunque de modo paradójico. Pues así como la izquierda se ha vuelto idealista –como argumentaré más tarde–, la derecha se ha vuelto marxista. Pero sin saberlo. Cuando Bill Clinton, en la campaña de 1992, dijo aquello de «Es la economía, estúpido», o cuando Mariano Rajoy y el PP confiaban en la buena marcha de la economía para resolverlo todo, menospreciando la política, representan un economicismo tecnocrático, que lo espera todo de la economía y que le debe mucho a Karl Marx. No voy a insistir, pero, por ejemplo, cuando hemos atribuido los nuevos populismos, Vox incluido, principalmente a la crisis económica, al llamado «precariado» o la desigualdad, creo que cometemos el mismo error de menospreciar la relevancia de las ideologías y, en definitiva, de la cultura, para la política. Podríamos llamarlo «marxismo naíf», que menosprecia la «superestructura» ideológica, por recordar la vieja jerigonza.

Pues bien, no ocurre lo mismo con Nietzsche, con quien creo que tenemos una cuenta pendiente, pues me temo que también somos nietzscheanos sin saberlo, pero, en este caso, sin haber ido más allá de él, sin haberlo asimilado y, por lo tanto, superado. El punto de partida (no superado) lo expresa una famosa cita de los Fragmentos póstumos, apuntes y anotaciones que dejó sin publicar, pero editados en 1967 por Giorgio Colli y Mazzino Montinari en Berlín:

Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno «sólo hay hechos», yo diría, no, precisamente no hay hechos, sólo interpretaciones. No podemos constatar ningún factum «en sí»: quizá sea un absurdo querer algo así. «Todo es subjetivo», decís vosotros: pero ya eso es interpretación, el «sujeto» no es algo dado, sino algo inventado y añadido, algo puesto por detrás.— ¿Es en última instancia necesario poner aún al intérprete detrás de la interpretación? Ya eso es invención, hipótesis.

En la medida en que la palabra «conocimiento» tiene sentido, el mundo es cognoscible: pero es interpretable de otro modo, no tiene un sentido detrás de sí, sino innumerables sentidos, «perspectivismo».

Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo: nuestros impulsos y sus pros y sus contras. Cada impulso es una especie de ansia de dominio, cada uno tiene su perspectiva, que quisiera imponer como norma a todos los demás impulsos (Fragmentos póstumos, IV, 7 [60]).

Es esta una cita que resume muchas e importantes ideas. Las resumo en tres: 1) Todo es interpretación, pues no hay hechos sino para alguien; 2) El conocimiento es una «perspectiva» de lo real; 3) El conocimiento parte de los impulsos que son, a su vez, un ansia de dominio, una «voluntad de poder».

Todo ello es muy relevante hoy, sobre todo el punto primero, pues si con Nietzsche y la «muerte de Dios» entrábamos en el relativismo moral («Bueno y malo son sólo interpretaciones, y de ninguna manera un hecho, un “en sí”»), con la idea de que no hay hechos, sino interpretaciones («también la esencia de una cosa es sólo una opinión sobre la “cosa”») nos instalamos en el relativismo cognitivo. No es que no sepamos distinguir lo Bueno de lo Malo; lo que es preocupante es que tampoco podemos hacerlo con lo Cierto y lo Falso, lo cual es dramático. Y si la búsqueda de una Moral objetiva y racional es una tarea bien difícil (si no imposible), la duda lanzada sobre el conocimiento es más radical, más nihilista si cabe. Pues la frase «no hay hechos, sólo interpretaciones» es casi el eslogan del posmodernismo antiilustrado y de la posverdad. Desde luego, a Donald Trump le encantaría esta afirmación: es casi su mantra cotidiano. «Hechos alternativos».

En la cita de Nietzsche percibimos, sin duda, la herencia envenenada y tóxica del historicismo alemán y su crítica a la Ilustración, la herencia de Johann Gottfried Herder (siempre detrás de nacionalismos o idealismos), de su ataque a Montesquieu y el imperialismo parisiense de la Razón (con mayúscula y única), y la defensa de la diversidad de razones, cada una asentada en un Volk, en un pueblo, por supuesto constituido a su vez por una lengua. Una lengua cuyos límites son los límites del mundo, en la hipótesis de Sapir-Whorf, repetida una y otra vez, a pesar de que su falsedad se ha demostrado también una y otra vez.

Efectivamente, si la Ilustración argumentaba que hay una sola Razón, apoyada en la naturaleza humana («tous les hommes ont un esprit également juste», decía Claude-Adrien Helvétius), idéntica en todas las partes y en todos los tiempos, el historicismo la rompe según tiempos y espacios. No hay pueblos más cerca de la Verdad, pues, como decía Leopold von Ranke, todos están igualmente cerca de Dios. A cada Volk, a cada pueblo, a cada identidad, su verdad, distinta para el castellano o el catalán, para el hombre o la mujer, para el homosexual o el heterosexual, para el colonizado o el colonizador, etc., etc. Si los ilustrados enraizaban la Razón en la Naturaleza, el historicismo va a asentar las variadas razones en la Cultura y la Historia. Para ellos, la razón y el conocimiento no son la variable independiente, sino, al contrario, algo que depende del sustrato orgánico pueblo-cultura-lengua, en una radical sociologización (y disolución) de la Razón para hacer de ella razones, en minúsculas y en plural.

Pero el problema es evidente: si hay diversas y variadas razones, ¿quién tiene razón? El historicismo abrió la puerta al relativismo cognitivo y en él hunde sus raíces el Zeitgeist de la posverdad. Es por ello por lo que a comienzos del pasado siglo surgió un profundo debate para solventar la paradoja del historicismo. El «perspectivismo», apuntado ya por Nietzsche, se desarrolla en Max Scheler, en Karl Mannheim y en Ortega y Gasset. Pero, ¿por qué la suma de perspectivas va a proporcionarnos una visión objetiva y no un reforzamiento de sesgos y prejuicios? Mannheim acudía por ello al «intelectual flotante», desclasado, sin prejuicios, que observa el mundo desde la distancia de su no-posición social (y György Lukács hacía lo mismo, pero con el proletariado, la clase fuera de todas las clases). Pero, ¿acaso no son los intelectuales una clase, la «nueva clase»? Y por ello la respuesta del neopositivismo del Círculo de Viena será casi el negativo de Nietzsche y de los perspectivistas, y el primer Wittgenstein, el del Tractatus, dirá lo contrario:

El mundo es el conjunto de los acontecimientos, de los hechos, y, en último término, de los estados de cosas existentes. Los estados de cosas constan de cosas, son relaciones entre cosas.

Para el primer Wittgenstein, el mundo es una colección de cosas, de hechos. ¿Acaso las interpretaciones no son también hechos? Hechos de conciencia si se quiere, subjetivos, pero hechos, medibles y cuantificables como cualquier otro. Así pues, hechos sin interpretaciones para unos, o interpretaciones sin hechos para los otros. Mal dilema.

La nueva izquierda neocomunista, eurocomunista, iniciará su deriva hacia el historicismo al potenciar la super- sobre la infra-, la cultura sobre la economía, el «hombre nuevo» sobre la «sociedad nueva» y el «socialismo real». Es el eurocomunismo, es Antonio Gramsci y su idea de hegemonía, hoy ciertamente hegemónica. Y mayo del 68 acabará de diluir el materialismo marxista en un pensamiento que le debe más al consumo que a la producción, más a la comunicación que al trabajo, y que, en todo caso, se escapa de la realidad y huye de los hechos: «Mis deseos son la realidad. La imaginación toma el poder. Comiencen a soñar. Abajo el realismo socialista». Y sobre todo: «Sean realistas: pidan lo imposible». En el contraste entre el Partido Comunista Francés y los jóvenes estudiantes rebeldes, serán estos quienes acabarán definiendo el lenguaje e interpretando el mundo. Pasamos de una ética materialista de la escasez y el trabajo a una moral posmaterialista de la abundancia y el consumo, una ética de la autorrealización y de la identidad. Lo que importa son los estilos de vida, los lifestyles, las identidades, lo que (se supone que) somos, no lo que hacemos.

Jacques Derrida, Jacques Lacan y, sobre todo, Michel Foucault dará a este idealismo una vuelta de tuerca casi definitiva. No hay hechos sino interpretaciones, cierto, pero es el Poder quien interpreta. Cada individuo crea su interpretación, su verdad, pero es el Poder (magnificado, ubicuo, omnipresente y reificado) el que dispone de los medios para imponer su (única) interpretación a los demás. Llevando al extremo la tesis de que «la ideología dominante es la de la clase dominante», la verdad es un reflejo del poder, una verdad engañosa, siempre una verdad de dominio frente a la que solo cabe la crítica y la de-construcción. Frente a la construcción ideológica de los dominantes, la política consiste en la deconstrucción, en la reinterpretación.

De Nietzsche a Gramsci, a Foucault, al significante vacío de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, sólo hay un paso. Mezclado con el control de «la agenda», el framing y el labelling (enmarcar e identificar), con George Lakoff. Cómo no pensar en un elefante, cómo no pensar en la casta, en el «régimen del 78», por ejemplo. Pronuncias la palabra y te atrapa.

Donald Trump habría saltado de alegría ante esta afirmación de que la verdad es el poder. De hecho, la practica a diario: mi poder es mi verdad, y no hay otra.

Hay que tener cuidado con no tirar al bebe con el agua sucia, pues este giro paradigmático hacia la comunicación ha tenido mucho bueno. El llamado «giro lingüístico» de la filosofía, que comienza con Hans-Georg Gadamer y el segundo Wittgenstein y se extiende por todas las ciencias sociales, ha implicado recobrar el «lado activo del conocimiento». No hay conocimiento sin interés que lo justifique, dice Jürgen Habermas, y antes Karl Mannheim (y antes Nietzsche, como veíamos). Toda verdad responde a un interés y emerge en un espacio y un tiempo que la hace relevante. Tiene raíces, es local y temporal. Sin interés no hay conocimiento. Cierto, pero eso no lo agota, pues la motivación psicológica o la causa de un enunciado no elimina ni cancela su verdad o falsedad. Puede que el descubrimiento del ADN haya sido consecuencia de la ambición desmedida de unos científicos, o de una casualidad, o de su ansia de poder, o de que se enfadaron con su mujer esa mañana: no importa. Lo que sí importa es que es así, es un hecho, es cierto. La ciencia no deja de serlo porque haya sido generada por individuos ambiciosos, venales, machistas o imperialistas.

Hay aquí una grave confusión que, por fortuna, Marx no compartía. Y que se soluciona (se supera) aceptando que los humanos vivimos en un mundo bidimensional y que hay que atender a sus dos dimensiones. Por una parte, un mundo de hechos, de cosas materiales; pero, por otra, hechos y cosas que son interpretadas, que tienen un sentido, socialmente construido. Por usar lenguaje clásico, vivimos en un mundo material penetrado y traspasado por la palabra hablada. De tal modo que, si podemos y debemos atender a la construcción material del mundo (al trabajo), como quería Marx (trabajo vivo que trabaja sobre trabajo muerto, de generaciones anteriores), también debemos atender a la construcción simbólica del mundo (a la comunicación), como quería George Herbert Mead (en quien me he basado yo). Y no son independientes la una de la otra, por cierto, pues hasta el más tonto de los arquitectos –es cita de Karl Marx– construye primero en su imaginación antes de hacer ningún edificio. El cerebro guía la mano desde hace milenios, pero la mano manipula e ilustra al cerebro.

Y, por ello, es verdad que «ir a las cosas mismas» (en expresión de la fenomenología, retomada por Ortega) requiere deconstruir esa previa construcción simbólica. Pues, cuando nos ponemos a pensar, ya hemos pensado el objeto, ya lo hemos preconstruido. Como señalaba antes, pensamos de acuerdo con hábitos adquiridos e interiorizados en largos procesos de socialización de nuestra mente.

Pero todo esto no es nada nuevo: muy al contrario. Si la apariencia y la esencia de las cosas coincidieran, no haría falta la ciencia, dice Marx. La realidad aparece siempre escondida detrás de prejuicios, ideologías, estereotipos o lo «políticamente correcto». Ir detrás de las ideologías a la esencia de las cosas, desmitificar y desfetichizar, es la esencia de la metodología marxista, que es toda ella una deconstrucción de ideologías (de la ideología alemana, o de la francesa, o de la economía política: «Crítica de la economía política» se titula El capital). Pero Émile Durkheim nos dice lo mismo: desconfiemos del sentido común, de lo políticamente correcto, se construye la ciencia contra las apariencias. Y por eso Ortega diferenciaba entre ideas (lo que pensamos) y creencias (que nos piensan), y nos alertaba ante el riesgo de creer ciegamente en las creencias y nos incitaba a pensar desde donde pensamos. La razón debe analizarse si quiere estar a la altura de los tiempos, debe estar siempre atenta al punto ciego de la mirada. Pensar a ambos lados del pensamiento. Todo modo de ver es un modo de no ver: si miro algo, dejo de mirar algo.

De modo que sí: Marx, Durkheim y Ortega dicen casi lo mismo. Tras lo manifiesto está lo latente. Añadamos a Sigmund Freud, sumemos el funcionalismo sociológico. Nada nuevo. Deconstruir las apariencias es la tarea de la buena ciencia. Pero todos los que he citado sabían que, detrás de mistificaciones y fetichismos, está la realidad, los hechos y las cosas. También los hechos y las cosas de conciencia. Detrás de las interpretaciones, del framing y del labelling, está la realidad. Ni el más osado constructivista se atrevería a decir que el autobús que viene por la calle esta socialmente construido y es una interpretación, y no un hecho. Esta sala mide lo que mide, y eso es un hecho no interpretable. La interpretación aureola la realidad y de ese modo la encubre y mistifica, o la agranda y agiganta. Pero sigue allí detrás de su interpretación.

Sin embargo, este idealismo de izquierdas es hoy casi hegemónico en facultades de Ciencias Sociales en todo el mundo. Todo es lenguaje, labelling, framing, comunicación y construcción social. Es significativo el cambio de título del conocido libro de Peter L. Berger y Thomas Luckmann, La construcción social de la realidad, nada menos que el quinto libro más importante de la sociología contemporánea (según la Asociación Internacional de Sociología). Libro que inicialmente llevaba el subtítulo de A Treatise in the Sociology of Knowledge, mención que desapareció en ediciones posteriores. Pues no era ya una introducción a cómo conocemos, sino una introducción a la misma realidad, producto de la construcción social. Y hoy todo es, al parecer, construcción social, incluido el cuerpo, lo que roza el disparate.

Un ejemplo nos permitirá percibir este giro desde el materialismo clásico basado en la producción y el trabajo al moderno idealismo de la «construcción» e interpretación del mundo, dominante en los «hábitos de pensamiento» contemporáneos. Hace algunos años hice un análisis de contenido de las ponencias presentadas en el IX Congreso de Sociología Española celebrado en Barcelona en septiembre del año 2009. Más de mil doscientas ponencias o comunicaciones fueron presentadas y todas, por supuesto, llevaban su título. Pues bien, ¿qué nos dicen esos títulos, qué palabras, términos, conceptos, aparecían con mayor frecuencia y cuáles no figuran? ¿Qué «marco teórico en uso» emerge?

Por supuesto, algunos de los términos más usados son clásicos y, así, la palabra que aparece más citada es «trabajo», con 91 referencias. Otros términos clásicos que mantienen su relevancia son «política» (60), «educación» (59) o «valores» (36). Más interesante es explicitar los términos o conceptos que no aparecen o que lo hacen con escasa frecuencia. Así, los términos «obrero», «lucha de clases» o «modo de producción» no aparecen mencionados ni una sola vez, al igual que sucede con «neocapitalismo», «imperialismo», «colonialismo», «clase obrera», «fábrica», «hambre» o, incluso, «sociedad industrial». Datos, a mi entender, reveladores de un claro desinterés por ciertos temas y cuestiones clásicas. «Economía» aparece mencionada sólo tres veces, y para aludir a «economía informal»; «sindicato» aparece cuatro veces; «capitalismo», sólo cinco; «industrial», cuatro veces; «pobreza», tres; y «capital», dieciséis veces, pero la mitad aluden a «capital social». Estas frecuencias ponen de manifiesto un evidente alejamiento de un marco teórico y conceptual dominante hace un par de décadas. Y que es sustituido por otro cuyos términos usuales son nuevos. Así, el segundo término más citado (tras «trabajo») es el de «género», que aparece 62 veces; «construcción» es el quinto más citado y aparece 43 veces; «mujeres» aparece en 38 ocasiones (pero «hombre», sólo siete); «cultura» y «consumo», ambas 37 veces, e «identidad», 33.

Todo un mapa conceptual, una radiografía o, para ser más precisos, una topología de lo que preocupa (o no) a los sociólogos españoles en activo, de su framing de la realidad.

¿Adónde nos lleva esto? Decía James Joyce (en versión de José María Guelbenzu) que, ya que no podemos cambiar el mundo, al menos cambiemos de conversación. Pues bien, los posmodernos nos dicen que, para cambiar el mundo, hay que cambiar de conversación, cambiar el sentido, la interpretación, pues no hay nada detrás, ninguna realidad sólida, ningún hecho. Creen a pies juntillas en el carácter performativo del lenguaje, que es su único instrumento político, lo cual lleva a una singular estrategia política: la política del decir, política de la representación y de la comunicación. Por comparar de nuevo, si Mariano Rajoy y el economicismo tecnocrático eran el hacer sin el decir, economía sin política ni comunicación, tecnocracia, Podemos o Donald Trump o el Brexit son hoy lo contrario: el decir sin el hacer. O, si se prefiere, el hacer a través del decir: reenmarquemos el mundo.

No es ninguna tontería, por supuesto. Aceptemos que el decir tiene importancia, también política. Vaya si la tiene. Poner nombre a las cosas, decía Lewis Carroll. Pero aceptemos que no basta, pues, además, hay que hacer, y eso implica conocer la realidad más allá de sus interpretaciones. El Brexit es el ejemplo paradigmático de un decir sin pensar hacer. Otro tanto vale para el procés independentista catalán. Como hemos declarado la República, ya somos una república. Pero el performativismo no llega a tanto y se queda en pura logomaquia. Literalmente magia: abracadabra.

Y, preguntémonos, ¿dónde arraiga este idealismo? ¿Cuál es su caldo de cultivo, su raíz, su espacio y tiempo? Pues si todo tiene sus bases sociales, y si todo discurso hay que analizarlo en función de su raíz social (y eso, no lo olvidemos, es marxismo puro), también este discurso idealista lo tiene. Y, evidentemente, florece allí donde el pensamiento puede desarrollarse sin contacto con la realidad, sin tener que someterse al contraste con el mundo, sin tocar las cosas mismas. ¿Cuál es ese espacio? Desgraciadamente, la moderna universidad es el caldo de cultivo ideal para este idealismo. Universidades autónomas del poder político, es cierto (y eso es una conquista), pero autónomas también de la misma realidad con que no quieren mezclarse. Aisladas físicamente en campus idílicos, y aisladas mentalmente detrás de una actitud de menosprecio y altanería frente a todo lo que pueda parecer práctico y aplicado, ya sea la empresa, la política, la seguridad o la defensa, incluso la investigación aplicada. Un aislamiento que es casi obligado en el profesor/investigador universitario.

Efectivamente, el problema de un profesor universitario no es nunca lidiar con el mundo, sino lidiar con otras versiones del mundo en el mercado de ideas global. Sus referencias positivas o negativas, sus enemigos, están en otros departamentos, en otras facultades, otras versiones, otras interpretaciones y otros intérpretes. Él no habla jamás del mundo, sino de las diversas versiones del mundo; y no habla a la sociedad, sino de la sociedad; y su audiencia son otros intérpretes, no otros actores. Se mueve en un metadiscurso por encima de los discursos que sí hablan del mundo. Y con frecuencia en un metametadiscurso. Incluso la insistencia en las citas de otros autores lleva a que su trabajo se centre en discutir las discusiones, discutir las versiones, y no las cosas mismas. Los departamentos de Ciencias Sociales de las universidades son torres de marfil, no tanto porque busquen la objetividad y el distanciamiento (lo cual es no sólo conveniente, sino imprescindible), sino porque el rol del profesor ha sido definido de ese modo.

Y hay que denunciar la hegemonía que ese nuevo idealismo ha conseguido en facultades de ciencias sociales, humanidades o comunicación. No es casualidad que este nuevo idealismo izquierdista haya salido de las facultades de Ciencias Sociales estadounidenses (o españolas, por cierto), como no lo fue que mayo del 68 (una revolución del labelling y del framing) saliera de otras facultades de Ciencias Sociales.

Esto no pasa en los think-tanks, o al menos no debe pasar. Ya sostuve, y lo reitero, que la diferencia entre los think-tanks y las universidades es que los primeros tratan de cubrir el espacio entre la teoría y la práctica, con los pies en el suelo, escuchando a la sociedad y en diálogo con ella, y no sólo hablando de ella por encima de ella. Y por eso tienen que ser, no ya interdisciplinarios, sino antidisciplinarios (como se autodefine el Media Lab del Massachusetts Institute of Technology), pues nuestros problemas no están framed en un campo científico, no resolvemos cuestiones de una disciplina, sino cuestiones que están en la calle, en los periódicos, en la agenda social, política o empresarial. Y hablamos a la misma sociedad, a los políticos o los empresarios, a los periodistas y líderes de opinión. Y con ánimo de cambiar las cosas mismas, y no sólo sus interpretaciones. ¿Debemos asombrarnos de su proliferación y de su éxito? A medida que las universidades se centran más y más en sus discursos y se alejan del ruido de la calle, la tarea mediadora de los think-tanks pasa a ser más y más relevante.

Y termino comentando tres consecuencias:

En primer lugar, la importancia actual de los think-tanks. Son imprescindibles, pues sólo aquí se totalizan los fenómenos sociales. Las universidades analizan la realidad social despiezada en marcos analíticos diversos –la economía, la política, la cultura, la historia–, y lo hacen dialogando con otras interpretaciones y no buscando el contraste con la misma realidad. Pero la realidad nunca es así. Es siempre un fenómeno social total (Marcel Mauss).

Una segunda consecuencia: el idealismo (filosófico, científico y político) tiene que desacreditar a los think-tanks si pretende que su mensaje sea aceptado. Y lo hace con dos ataques distintos. Uno es el de su independencia, mostrando las conexiones con intereses económicos o políticos, nuestra dependencia de grandes empresas o de grandes países. A The Brookings Institution la financia Huawei o China; a muchos otros los financia Arabia Saudita. Es cierto, y es un problema: sin duda, nuestro talón de Aquiles, frente al que hay que estar alerta. Y sin duda la mejor solución es diversificar las fuentes de financiación. Nadie es totalmente independiente, pero hasta el más tonto sabe que es mejor tener muchos jefes que uno solo.

El segundo ataque es más directo: el ataque a los expertos. Se nos acusa de ser «torres de marfil», justamente porque no lo somos. Y, en el mercado de ideas, en el nuevo ágora de las redes sociales, con mensaje corto y rotundo, la opinión del experto pesa casi lo mismo que la del lego. La desintermediación del mercado de ideas que suponen las redes P2P quiebra las barreras de entrada, quiebra las jerarquías, y toda opinión pesa lo mismo. O lo parece al principio. Del mismo modo que pasamos casi sin darnos cuenta de la democracia representativa a la democracia directa y asamblearia, por los mismos motivos pasamos de un ágora jerarquizada a otra anárquica y asamblearia. Hemos transitado, casi sin darnos cuenta, desde los grandes «intelectuales» o gurús a los expertos, de estos a los comunicadores y tertulianos, y de estos a los followers e influencers. Y si toda opinión vale lo mismo, si toda interpretación vale lo mismo, no hay verdad. Y, si no hay verdad, la Razón decae y deja el lugar a las emociones y los sentimientos. Y las pasiones, por supuesto. El sueño de la razón produce monstruos.

Pero la tercera consecuencia es la más perniciosa, pues la consecuencia no intencionada de esa desintermediación es una oculta nueva mediación por parte de aquellos que controlan las redes con algoritmos misteriosos. Puede ser Google o puede ser Cambridge Analytica. Pero el espacio virtual, que fue recibido por grandes gurús como la acracia realizada más allá del alcance del poder político y económico, la libre comunicación person to person, ha acabado dando lugar a gigantescos monopolios, algunos visibles como GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft), otros ocultos como los hackers rusos o chinos. La total desintermediación alimenta hoy a gigantescos mediadores que medran en el mercado de las ideas. Y, al final, el intelectual orgánico es el algoritmo que nos indica qué debemos leer, qué página debemos visitar, qué caminos intelectuales debemos recorrer. Y, por supuesto, cuáles evitar.

Hemos dado cuenta de Marx, pero no de Nietzsche, al menos de cierto Nietzsche. Más allá de las interpretaciones y la construcción social, hay hechos, datos, duros y tozudos. Como siempre. No cambiaremos el mundo cambiando de conversación.






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