Esta vez comienzo por el final. "Es legítimo y razonable sentirse orgulloso de ser español. Por su historia, por su cultura, por su diversidad, por su porvenir. Sería terriblemente irresponsable no recurrir a todos los medios del Estado de derecho, incluida su fuerza legítima, para no abortar un referéndum ilegal que ya se ha convertido en la mayor amenaza contra la paz y la convivencia de nuestra sociedad democrática", decía Rafael Narbona, escritor, crítico literario y profesor de filosofía, y uno de los mayores expertos españoles en el estudio del totalitarismo como fenómeno político, en su blog "Viaje a Siracusa". Lo hacía justamente dos días antes del chusco referéndum llevado a cabo por la conjunción nazi-fascista del nacionalismo catalán. A la vista de lo ocurrido desde ese día, parece que hay que darle la razón.
Manuel Azaña intentó apoyarse en los nacionalistas vascos y catalanes para llevar a cabo su idea de España, basada en el reformismo y el laicismo, comienza diciendo. Pensó que las regiones más desarrolladas podrían ayudar a consolidar la Segunda República, promoviendo un patriotismo cívico y moderado, que contemplara el reconocimiento de las demandas autonómicas. Su planteamiento se reveló ingenuo y estéril, pues a los nacionalistas sólo les interesaba independizarse, no modernizar España ni fomentar la cohesión social. La tendencia rupturista lanzó su mayor desafío el 6 de octubre de 1934, cuando Lluís Companys proclamó el Estat Catalá, al mismo tiempo que Asturias iniciaba un levantamiento revolucionario organizado por la Alianza Obrera, dirigida por la UGT y el PSOE con el apoyo de la CNT. El Estat Catalá duró diez horas, pues –entre otras cosas– no contó con el respaldo de los anarquistas. Companys pidió a Domingo Batet, capitán general de Cataluña y oriundo de Tarragona, que se pusiera al servicio de la Generalitat, pero no logró su adhesión. Batet se mantuvo fiel a la República y acabó con los pequeños focos de resistencia con la mínima fuerza posible. A pesar de todo, murieron treinta y ocho civiles y ocho militares. La derecha nunca le perdonó que no hubiera actuado como Franco en Asturias, que reprimió la revuelta con ferocidad, aplicando los métodos de las campañas en Marruecos contra las cabilas rifeñas. Dos años más tarde, Batet sería fusilado por las tropas franquistas por negarse a secundar la rebelión militar.
Durante la Guerra Civil, la Generalitat apenas colaboró con Madrid. En La velada en Benicarló (1937), Azaña escribió: «La Generalidad funciona insurreccionada contra el Gobierno. Mientras dicen privadamente que las cuestiones catalanistas han pasado a segundo término, que ahora nadie piensa en extremar el catalanismo, la Generalidad asalta servicios y secuestra funciones del Estado, encaminándose a una separación de hecho». Durante la Transición, se especuló que el Estado de las Autonomías resolvería el problema de los regionalismos separatistas, pero el tiempo ha demostrado que sólo ha servido para acentuar el conflicto. La transferencia de las competencias educativas proporcionó una poderosa arma a los independentistas, que han utilizado las escuelas para alimentar mitos y mentiras, convirtiendo la Guerra de Sucesión en Guerra de Secesión y la revuelta campesina de los segadores en una gesta independentista. Se ha utilizado el idioma para segregar, no para enriquecer y convivir.
A estas alturas ya no sirven los argumentos racionales, basados en datos históricos contrastados, ni las objeciones morales o económicas. En Cataluña se ha impuesto un sentimiento nacionalista puramente emocional que inventa Arcadias y profetiza Paraísos. El odio y la xenofobia no cesan de crecer. Se identifica lo español con el atraso, la intolerancia y el autoritarismo. Todo el que se atreve a discrepar sufre un linchamiento moral y un creciente acoso social. Las muchedumbres no dejan de hostigar a las Fuerzas de Seguridad del Estado, evidenciando que el nacionalismo nunca es amable, dialogante o sonriente. Se esgrime el derecho a decidir, ocultando que la mayoría de los países democráticos (Francia, Alemania, Portugal o Suiza) prohíben cuestionar la unidad territorial. No es un simple capricho del legislador, sino una medida adoptada para neutralizar el problema de los nacionalismos, que desencadenó horripilantes guerras en un pasado reciente. La Unión Europea se construyó para desterrar definitivamente la exaltación nacionalista y sus devastadoras consecuencias. Cataluña no puede invocar el derecho de autodeterminación, pues Naciones Unidas únicamente reconoce esa posibilidad a los pueblos sometidos a una dominación extranjera. Según el Derecho Internacional, la independencia sólo es una reivindicación legítima cuando el Estado aplica políticas de discriminación grave y sistemática contra una comunidad territorial por razones étnicas, religiosas, lingüísticas o culturales, violando reiteradamente los derechos fundamentales de los individuos y los pueblos. Se habla de pactar un referéndum legal, pero esa propuesta atenta contra nuestro orden constitucional y abre las puertas a la fragmentación de España. La disparatada entelequia de los Países Catalanes evoca los delirios de la Gran Serbia o la Gran Alemania, asociando la ciudadanía a la comunidad cultural y lingüística. Si avanzaran los proyectos secesionistas, los compatriotas de hoy se convertirían en vecinos poco amistosos, abocados a la confrontación y el resentimiento.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? El problema de los nacionalismos periféricos surge a finales del siglo XIX, cuando el ideario romántico se propaga por el continente europeo, despertando la nostalgia de los paraísos perdidos, casi siempre naciones supuestamente destruidas por elementos extraños. El politólogo nazi Carl Schmitt definió el nacionalismo romántico como «metafísica secularizada», indicando que la patria –real o imaginaria– pasó a ocupar el lugar de la fe. Eso explica que las guerras de religión fueran reemplazadas por guerras entre naciones. El siglo XX, con sus dos guerras mundiales, constituye la apoteosis de esa mentalidad. La Declaración de Derechos Humanos de 1948 y el proyecto de la Unión Europea, con inequívocas raíces ilustradas, nacieron para dejar atrás esa catástrofe e impedir que se repitiera. ¿Cómo hemos llegado entonces a esta situación? Al margen de las maniobras de los partidos independentistas, hay que distribuir la responsabilidad entre la izquierda y la derecha. La derecha ha fomentado un modelo de desarrollo orientado a sustituir los vínculos comunitarios por la libre competencia entre individuos. Ese programa puede funcionar en momentos de relativa prosperidad, pero no en momentos de crisis. Sin políticas redistributivas, las naciones pierden el apoyo de sus ciudadanos, que acabando sucumbiendo a los discursos populistas. Si, además, los casos de corrupción proliferan y afectan a las más altas instituciones, sólo hace falta una chispa para provocar un incendio social. Las naciones se debilitan cuando se descuida la solidaridad. Es cierto que la mejor política social consiste en crear empleo, pero siempre habrá que arbitrar medidas para no dejar desamparados a los ciudadanos que –por distintos motivos– caen en cuadros de exclusión, particularmente si son menores, personas discapacitadas o de la tercera edad.
La izquierda tampoco ha ayudado a normalizar la convivencia, alentando las fantasías jacobinas. En su mitología, nunca ha desaparecido la fantasía de asaltar los cielos. La socialdemocracia ha cortejado a los independentistas, pensando que nunca se plantearían seriamente destruir la nación española. Es evidente que se ha equivocado. Su rumbo errático ha coexistido con grandes escándalos de corrupción, que han menoscabado su credibilidad. Más grave es el caso de Podemos y sus confluencias. La alianza con las fuerzas «soberanistas», incluida la rama política de ETA, siempre chocó con su estrafalaria reivindicación del patriotismo español. Ahora ha quedado muy clara la intención de fondo: reemplazar la monarquía parlamentaria por una confederación de repúblicas socialistas. No es sorprendente en un partido que ha elogiado la Cuba de Fidel Castro y la Venezuela de Hugo Chávez. De todas formas, el pecado capital de la izquierda ha consistido en fomentar el discurso del odio contra España. Mientras los vascos, catalanes y gallegos independentistas aireaban sus banderas, la izquierda afirmaba que la bandera nacional era una herencia del franquismo. El filósofo y antropólogo marxista Eloy Terrón afirmaba en Sociedad e ideología en los orígenes de la España contemporánea (1958) que en la universidad de su juventud se respiraba «un desinterés, muy próximo al desprecio, por la producción intelectual española». Investigar sobre el krausismo le enseñó que España tenía «una historia no menos viva y vigorosa que la de cualquier otro país». Terrón deploraba la inexistencia de «una conciencia nacional». España le había dado la espalda a su pasado histórico, sin comprender la importancia de «la tradición como agente modelador y potenciador del pensamiento individual». Las reflexiones de Terrón no han perdido un ápice de vigencia. España debe aprovechar la crisis catalana para reconciliarse con su pasado y crear una conciencia nacional a la altura de los tiempos. España es el país de Cervantes, Cisneros, Jovellanos, Azaña, Ortega y Gasset, Unamuno, Antonio Machado, Josep Pla, Salvador Espriu y Rosalía de Castro. Su acervo cultural es de una enorme riqueza. El castellano es la lengua oficial de veinte países. Ningún país está exento de momentos aciagos y, en nuestro caso, se han incurrido en notables exageraciones. Como ha señalado el prestigioso hispanista Joseph Pérez, la Leyenda Negra es falsa, una obra de la mala fe inventada por los adversarios de España, con el propósito de recortar su influencia. Es legítimo y razonable sentirse orgulloso de ser español. Por su historia, por su cultura, por su diversidad, por su porvenir. Sería terriblemente irresponsable no recurrir a todos los medios del Estado de derecho, incluida su fuerza legítima, para no abortar un referéndum ilegal que ya se ha convertido en la mayor amenaza contra la paz y la convivencia de nuestra sociedad democrática.