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martes, 5 de mayo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] El pecado original de la democracia española. Publicada el 11 de noviembre de 2009




Los padres de la Constitución de 1978


El 10 de octubre pasado el diario El País publicaba un artículo de José Vidal-Beneyto, catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid y director del Colegio de Altos Estudios Europeos Miguel Servet de París, activo opositor al franquismo y participante destacado en el llamado "Contubernio de Múnich" (1962) y más tarde en la denominada Junta Democrática, creada en París, en 1974, a impulsos del PCE de Santiago Carrillo.

El artículo se titula (pueden leerlo en el enlace siguiente) "La corrupción y la transición intransitiva". Su lectura me produjo un profundo desasosiego. Desde ese día, he seguido con curiosidad los artículos y comentarios que han ido apareciendo tanto en El País como en otros medios de comunicación por ver si alguien respondía a las críticas que Vidal-Beneyto formulaba a la actual democracia española y a su proceso de transición desde el franquismo, viciada a su juicio, en origen, por una especie de "pecado original" que la convierte hayan sido cualesquiera sus logros, a ella y a sus protagonistas, incluido el rey, en algo "intrínsecamente" perverso. Pero nada, ni un solo comentario al respecto.

Una de los aspectos que más me desconcertó del artículo del profesor Vidal-Beneyto, profundo conocedor de la vida política francesa, dedicado en su primera parte a analizar con detalle la rampante ola de corrupción que sacude también a la república vecina, es el de que a la hora de incidir en las causas de la generalizada corrupción política de las democracias europeas actuales, cuando se refiere a la democracia española, la achaca (la corrupción) al proceso seguido durante la denominada "Transición española" desde la muerte del general Franco hasta la aprobación de la Constitución de 1978, haciendo recaer esa responsabilidad. de forma singularizada en la figura de don Juan Carlos, descalificado democráticamente "a limine" por su origen, -son sus palabras-, sean cuales fueren sus condiciones personales y lo acertado de su actuación.

¿El profesor Vidal-Beneyto está diciéndonos que fuera cuál fuera la ejecutoria personal y política anterior o posterior a 1978 de cada uno, todos los españoles que no hubieran sido militantes antifranquistas tienen negado, por su origen, la posibilidad de acceder a la condición de ciudadanos demócratas? ¿Es eso lo que ha querido decir?.., La verdad es que no lo tengo muy claro. En todo caso, sabiendo que el profesor Vidal-Beneyto no es precisamente de filiación demócrata-cristiana, me extraña ese explícito recurso suyo a un "pecado original" de la democracia española que la inhabilita de por vida sin posibilidad de redención.

Opté, después de comentar el artículo con algunos amigos, por olvidarme del asunto y aplazar "sine díe" cualquier comentario sobre el mismo en el blog. Hasta el jueves, 12 de noviembre, que veo publicado en El País, un artículo del también profesor Gregorio Peces-Barba (n. 1938), catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid (de la que fue rector), miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, uno de los redactores de la Constitución de 1978 y presidente del Congreso de los Diputados entre 1982 y 1986. Pueden leerlo también más adelante: se titula "La razón en la política", que pueden leer en el enlace anterior.

No hay en el artículo del profesor Peces-Barba ni una sola mención o referencia al del profesor Vidal-Beneyto, y es muy posible que nada tenga que ver con él, pero, en los primeros párrafos del mismo puede leerse una enérgica y fundamentada crítica de aquellos que descalifican "la Constitución de 1978 [...] personas, con más ambición que presencia real en aquellos tiempos, o que llegaron después sentando cátedra desde sus orígenes norteamericanos de legitimidad". O que "estaban, al final del franquismo, cuando todas las ayudas eran pocas, atrincherados en un temor que les paralizaba, poco coherente con levantar hoy la voz como profetas de la libertad y la igualdad, dando lecciones a todos y especialmente a quienes con gran esfuerzo y sacrificio hicimos la Transición y la Constitución". "Es manifiestamente injusto -añade-, sostener que en realidad fortalecimos al franquismo, con desdén, desprecio y falsedad como dicen esos "apóstoles" de una "verdadera transición". Tienen una visión paranoica, inventada y poco creíble de estos años, sufriendo por un protagonismo que no tuvieron, que se confunde con un negacionismo y un catastrofismo que niega la realidad".

Vaya por quién vaya la andanada, me siento reconfortado y reafirmado en mi criterio de que nadie está calificado en España para otorgar patente de "demócrata" a otro ciudadano, sea cual sea su origen u ideología. La condición de democrata se gana por la ejecutoria de cada cuál, no por su origen, y menos aún por la losa de un "pecado" o una "culpa" preexistente. HArendt




Santiago Carrillo, Felipe González y Adolfo Suárez, en 1978


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 27 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Introspección



Adolfo Suárez y Felipe González, en 1977. Foto de Getty Images


Cuanto más pienso en lo que vivimos hoy, más valoro lo que se logró durante la transición: Fuimos capaces de hablar, comenta en el A vuelapluma de hoy el escritor periodista Enric González. 

"Las sociedades, -comienza diciendo González- a veces, se ven obligadas a reflexionar sobre sí mismas. Se trata de momentos excepcionales. Esos momentos suelen producirse tras alguna revolución trascendental, como en Francia después de 1789 o en Rusia después de 1917. En Estados Unidos la reflexión llegó al cabo de la guerra civil (1861-1865). En Alemania, más que un momento, hubo un proceso de asimilación que duró décadas: no fue fácil, aún no lo es, encajar la terrible responsabilidad del nazismo. Fue hermoso y angustioso a la vez escuchar a Angela Merkel en Auschwitz, este mismo mes, decir que la memoria de aquel delirio asesino era “inseparable” de la identidad alemana. 

Yo no fui nunca un entusiasta de la transición que llevó a España desde el franquismo a la monarquía parlamentaria. En la época era joven y todo me parecía insuficiente. Bajo el fragor de la actualidad (terrorismo, amenaza militar, crisis económica) costaba bastante ser ecuánime. Hoy me doy cuenta de que nadie era capaz de serlo. Y, sin embargo, con la perspectiva de casi medio siglo, resulta evidente que de forma colectiva lo fuimos. Con todo lo que ello supuso de renuncia y frustración.

La transición fue el momento en que España tuvo que pensar qué era. Desde luego, no era ni una, ni grande, ni libre, como había pregonado la dictadura. ¿Qué era? Cualquier respuesta lúcida conducía a la desolación. España había sido un imperio desangrado, una monarquía corrupta, un mosaico de lenguas e historias en el que solo una institución multinacional, meritocrática y capaz de elevar la ambigüedad y el cinismo a la categoría de arte, la iglesia católica, había funcionado como tejido conjuntivo. España había desperdiciado el siglo XIX, crucial en el resto de Europa. En España había habido buenas intenciones, ocasionalmente, pero, al menos desde el siglo XVIII, nunca buenos resultados. Y nos habíamos matado unos a otros con una fruición enfermiza.

¿Qué hacer? Para empezar, asumir el fracaso y renunciar a los grandes objetivos. Por debajo de la espuma de las proclamas de los grupos de poder, políticos y económicos, en la calle se respiraba un ansia muy prosaica de paz y tranquilidad. En el acuerdo constitucional hubo alguna imposición y muchas claudicaciones. El resultado, sin embargo, fue más o menos el necesario. Queríamos, fundamentalmente, dejar de matarnos unos a otros, dejar de almacenar rencor, ser como creíamos que eran nuestros vecinos europeos: normales.

Cuanto más pienso en lo que vivimos hoy, más valoro lo que se logró entonces. Fuimos capaces de hablar. Yerra quien piense que lo de hoy es puro encabronamiento: nada comparado con aquello. Probablemente el miedo fue superior al odio; el caso es que logramos articular un mecanismo para dejar de matarnos, dejar de encarcelarnos, dejar de exiliarnos. Los políticos (con la excepción de la ultraderecha, la ultraizquierda y Alianza Popular, por entonces un simple residuo del franquismo) acordaron una Constitución más o menos aceptable y acordaron un programa de estabilización económica, los Pactos de la Moncloa, que permitió evitar un desastre. Visto desde la distancia, no fue poco.

Entonces no logramos saber qué era España. No creo que lo sepamos hoy. Sí fuimos conscientes de que propendíamos al fratricidio. Y optamos por un equilibrio de poderes, institucionales y culturales (lenguas, nacionalidades, tradiciones), que iba a permitirnos seguir con vida, aunque nos la complicara. Algo se ha hecho evidente con el tiempo: la lucidez dura poco".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







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miércoles, 17 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] Nación frente a democracia en la Transición española





La pluralidad de proyectos periféricos se impuso frente a unas señas de identidad comunes en el proceso que llevó a la Transición española a la democracia , dice en El País el profesor Andrés de Blas Guerrero, catedrático de Teoría del Estado en la UNED . 

Entre las muchas sugerencias que se desprenden de la lectura del espléndido reciente ensayo de Santos Juliá sobre la Transición española, comienza diciendo Blas Guerrero, hay una, insinuada mejor que explicitada, que pienso merece un comentario. Se trata del dilema que entonces se planteó entre democracia y nación. En pocas palabras, el dilema consistió en priorizar la construcción de la democracia sobre la recuperación de una idea de nación española. No faltaban razones para esta decisión. Resulta evidente que los proyectos de nacionalismo español a lo largo de los siglos XIX y XX habían sido plurales y enfrentados. El proyecto de la tradición liberal-democrática dominante en líneas generales hasta la Guerra Civil se hubo de enfrentar al proyecto nacional-católico y de inspiración fascista triunfante con el franquismo. Como consecuencia de ello, cabía deducir una similar idea de pluralidad con referencia a la nación española. Aunque, en este punto, la acción de un Estado secular, la comunidad cultural mayoritaria y la proyección de un largo pasado restaban fuerza a la existencia de distintas visiones de la nación común, es cierto que la pluralidad enfrentada de proyectos nacionales debilitaba la coherencia de la nación de los españoles. En consecuencia, la reconstrucción de una idea nacional para nuestro país constituía una empresa azarosa, sujeta a enfrentamientos que no se presentaban en la idea de recuperar la democracia.

Los distintos actores del proceso de Transición se apuntarían a esta visión de la cuestión por distintas, pero coincidentes razones en el resultado final. Los reformistas provenientes del franquismo eran conscientes del papel que una particular idea de nación española había desempeñado, especialmente en su primer trecho de vida, en la dictadura. En su deseo de incorporarse a la restablecida democracia tenían una buena disculpa para orillar la recuperación de la nación. La izquierda española tenía su parcial inspiración en un marxismo de combate, en el olvido de la tradición liberal-democrática anterior a la Guerra Civil y en su lucha por hacerse un lugar al sol en Cataluña, y el País Vasco, unas eficaces explicaciones para alejarse de una idea de nación española. Ni que decir tiene que los nacionalismos periféricos, radicalizados por la acción de la dictadura y deseosos de sustituir la nación común por sus propias realidades nacionales, coincidían con aquellas actitudes.

Lo que se planteó entonces como una estrategia política prudente pondría de manifiesto con el paso del tiempo sus debilidades. No se prestó atención al dato de que todo Estado, incluso el más democrático, necesita para garantizar su buen funcionamiento el cimiento de una comunidad de ciudadanos conscientes de sus derechos y deberes. En última instancia, de una nación política fundamentada en una cosmovisión liberal-democrática. Incluso, dentro de un proyecto de construcción europea, el Estado y la nación siguen siendo artefactos funcionales para la vida de los europeos. Cuando se habla de la historicidad de las naciones se está haciendo referencia a un hecho cierto. Tan cierto como la historicidad de los Estados. Pero mientras estos últimos sigan desempeñando un papel importante en la vida de los pueblos resultará de todo punto precipitado predicar su superación. Lo mismo cabe afirmar de unas naciones políticas abiertas al reconocimiento de los valores del pluralismo, las lealtades compartidas y la tolerancia.

Se olvidó entonces también que el papel hurtado a la nación española habría de ser ocupado por otras realidades nacionales que aspiraban a sustituirla. Es verdad que el proceso constituyente de 1978 vino a rectificar parcialmente esta situación. Los debates constitucionales, la fórmula del artículo 2, la compatibilidad ampliamente aceptada de la idea de nación común y la de nacionalidades y regiones habría de suponer una parcial modificación de la actitud ante la cuestión hasta entonces dominante. Se produjo en este momento un consenso respecto a la cuestión nacional española que daba satisfacción a la mayor parte de las posiciones en conflicto. Sería necesario estudiar las causas e identificar a los responsables de que ese consenso aparezca hoy debilitado, hasta el punto de que sean en la actualidad muchas las voces, merecedoras de atención, a favor de una revisión del pacto de 1978. Lo que sí parece claro es que los pasos dados a lo largo del proceso de Transición anterior a la Constitución de 1978 dejarían una profunda huella en la política española. Una huella cuyo peso seguimos sintiendo en la actualidad.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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jueves, 15 de junio de 2017

[ARCHIVO DEL BLOG] Y España dejó de ser diferente: 40 años de las primeras elecciones democráticas. [Publicada el 15/06/2017]



Adolfo Suárez en el colegio electoral. Madrid, 15/6/1977


Santos Juliá Díaz (Ferrol, 1940), articulista habitual del diario El País, es un historiador y sociólogo, doctor en Ciencias Políticas y Sociología, catedrático del Departamento de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED, y autor de numerosos trabajos sobre historia política y social de España durante el siglo XX. Fue profesor mío durante mi paso por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED, y aceptó dirigir mi proyecto de tesis doctoral sobre "El papel del Senado en las democracias contemporáneas", que finalmente no realicé. 

Hace unos días publicaba en ese diario, su diario, un artículo sobre lo que se ha dado en llamar "la diferencia española". A la muerte de Franco, comienza diciendo, nadie daba un céntimo por lo que en España pudiera ocurrir cuando los partidos recuperaran la libertad. Y el 15 de junio de 1977, hoy hace cuarenta años, en las primeras elecciones democráticas postfranquistas, triunfaron las dos opciones sobre las que Europa construyó la democracia: el centro y el socialismo.

Era nuestra diferencia, señala, lo que nos convertía en caso excepcional en la historia de Europa: una demostrada y reiterada incapacidad para la democracia, una atávica necesidad de ser gobernados por un hombre fuerte. After he goes, what?, se había preguntado un distinguido hispanista, Richard Herr, temiendo que cuando He, o sea, Franco, desapareciera, los españoles, por naturaleza rebeldes y políticamente volubles, volverían a sus antiguos hábitos, solo temporalmente abandonados por la estricta y larga prohibición de meterse en política. 

No era el único que temía lo peor, comenta: a la muerte de Franco, nadie daba un céntimo por lo que en España pudiera ocurrir cuando los partidos políticos recuperaran la libertad destruida durante 40 años de dictadura. Y no se trataba del tópico del español ingobernable inculcado por la propaganda franquista. Alguien tan a resguardo de esa retórica como Giovanni Sartori sentenció en 1974, en las dos líneas dedicadas al caso español en su obra sobre partidos políticos, que los españoles volverían a la pauta de los años treinta dando vida de nuevo a un sistema pluripartidista y muy polarizado, directamente destinado, como en los años treinta, al caos.

Hombre fuerte que se impone sobre un sistema de partidos caótico como única garantía de paz y orden, continúa diciendo: esa era la diferencia española. Una voz, sin embargo, comenzó a desentonar en el coro de historiadores y científicos sociales y políticos que lucubraban sobre el futuro: la de Juan Linz cuando pronosticó en 1967 que cualquier sistema de partidos que se estableciera en el futuro en España tendría que girar inevitablemente en torno a dos tendencias dominantes: el socialismo y la democracia cristiana. Esa había sido la fórmula puesta en práctica al término de la II gran Guerra Mundial y sobre ella se construyó la nueva Europa de la que todos los españoles nacidos poco antes, durante y poco después de la Guerra Civil queríamos, más que formar parte, ser.

Ser como los italianos, dice más adelante, fue la gran expectativa del Partido Comunista bajo la dirección de Santiago Carrillo, que soñaba con repetir en España el compromesso storico de Berlinguer en Italia. No lo fue menos la de Adolfo Suárez cuando pretendía, como le dijo a Duran Farell, crear en España un partido que desempeñara el papel jugado por la democracia cristiana en Italia y Alemania, y fomentó en la izquierda una permanente y equilibrada división entre socialistas y comunistas. Que aquí ocurriera como en Alemania era lo que anhelaban los socialistas, dispuestos a ir a las urnas aun en el caso de que el PCE tuviera que esperar a una segunda convocatoria para presentarse bajo su propio nombre. Solo quedaba Manuel Fraga y sus siete magníficos azuzando al franquismo sociológico para que despertara de su sueño y mantuviera la diferencia española; al cabo, él había sido principal responsable del célebre reclamo turístico, Spain is different.

Al final, afirma, fueron las dos opciones sobre las que en Europa se había construido la democracia y el Estado social las que resultaron vencedoras el 15 de junio de 1977 con el nombre de centro y de socialismo. De las 80 candidaturas que obtuvieron algún voto, solo 13 consiguieron escaños; de ellas, cuatro solo uno, mientras las dos primeras alcanzaron 293: una concentración de votos en UCD y PSOE algo superior a lo que habían pronosticado las encuestas que, en general, acertaron al predecir la enorme distancia que iba a separarlos de los dos segundos (PCE y AP) en votos y, más aún, en escaños. Y no tanto por el sistema D'Hont, aunque también, como por los dos escaños atribuidos de salida a todas las circunscripciones, cualquiera que fuese su población.

Con estos resultados, señala, se disolvió, aparte de la sopa de siglas, el proyecto de reforma política aprobado seis meses antes en referéndum, que en su artículo tercero establecía que la iniciativa de reforma constitucional correspondía al Gobierno y al Congreso de los Diputados. Para empezar, nunca más se volvió a hablar de “reforma constitucional”, una manera perversa de referirse a las Leyes Fundamentales de la dictadura; además, el Gobierno abandonó sin ofrecer resistencia su última trinchera: encargar a una comisión de expertos un anteproyecto de Constitución a su gusto y medida. Los diputados se declararon constituyentes y decidieron poner en marcha la principal y nunca abandonada reivindicación de la oposición desde el acuerdo alcanzado entre socialistas y monárquicos en 1948, reiterada en todos los planes de transición alumbrados en las décadas siguientes: la apertura de un proceso constituyente.

El Gobierno, dice, con un presidente ratificado sin contar con mayoría absoluta y sin haberse sometido a ninguna sesión de investidura y, por tanto, sin saber con cuántos votos contaba en la Cámara, se sumó de buena gana a una corriente a la que él mismo había dado curso sin prever exactamente hasta dónde lo llevaría. Situado, por talante y por apoyos, en el polo opuesto al del hombre fuerte al modo español, su doble acierto consistió en no intentar siquiera poner puertas al campo abierto por las elecciones y en sustituir la práctica del decreto-ley por una política de pactos a derecha e izquierda, con nacionalistas catalanes y vascos incluidos, sobre las cuestiones pendientes: la Constitución, desde luego, pero también la política económica y social y las reivindicaciones de autonomía sostenidas en títulos históricos. En conjunto, lo que muy pronto recibió el nombre, luego tan denostado, de política de consenso.

Y esa sí que fue la gran diferencia que liquidó todas las diferencias, comenta. Políticos españoles y políticas de pacto parecían excluirse mutuamente en nuestro discurso político y en nuestra historia desde los orígenes del Estado liberal. La tradición más arraigada exigía un hombre fuerte al mando tras los reiterados fracasos, por múltiple fragmentación, del sistema de partidos, lo que en definitiva quería decir: un país escindido por más de una línea de fractura en cuestiones relativas a los fundamentos de su convivencia política. Que ni la tradición ni la historia determinarían el futuro y que era posible construir un Estado tramando acuerdos: eso fue lo que indicaba el mandato de los electores cuando, rompiendo lo que tantos observadores extranjeros consideraban como berroqueña excepcionalidad española, depositaron sus votos mayoritariamente en dos partidos a los que empujaron a entenderse.

Poco tiempo después, concluye Santos Juliá, otro destacado hispanista, hablando sobre la democracia española, exclamaba, desencantado: puaf, qué aburrimiento, ya sois como los europeos.

Sobre esta misma efeméride escribe también hoy en El País el profesor de Derecho Constitucional, Francesc Carreras: Quisimos, pudimos, ¡lo hicimos!, dice. Hace hoy 40 años, se celebraron las primeras elecciones de la democracia. La conclusión al terminar el día fue que mucho más que los resultados, los españoles tenían muy asimilada la democracia. 

A principios de noviembre de 1976, comenta, semanas antes del referéndum sobre la Ley para la Reforma Política, el semanario catalán, y en catalán, Arreu, me encargó escribir una serie de artículos para explicar el contenido de la Ley para la Reforma Política que debía votarse en referéndum el 15 de diciembre de aquel año. Este semanario —excelente, aunque de corta vida— estaba en línea con el progresismo de la época, quizás más en el ámbito comunista que socialista, pero independiente de ambos.

En aquellos tiempos, añade, nadie perteneciente a este mundo creía en Adolfo Suárez y en su Gobierno. Se pensaba que la democracia debía llegar a través de la ruptura, nada debía esperarse de los intentos reformistas desde el interior del régimen. Suárez, por tanto, al que se le recordaba vistiendo camisa azul, sería un nuevo fracaso. Por tanto, en el encargo, iba implícito, sin decirlo, “espero que te la cargues”. También yo, que aún no había leído el proyecto, pensaba lo mismo.

Así pues, me puse a la tarea, sigue diciendo. Una ley tan corta, ¿daría para tres o cuatro piezas, tal como me pedían? Tenía mis dudas. Efectivamente, el texto estaba compuesto por cinco artículos, tres disposiciones transitorias y una final. Además, sin preámbulo. Pero empecé a leerla con detenimiento y lentitud, subrayando el texto, tomando notas, fijándome en sus remisiones a otras normas. La ley era breve pero de una enorme complejidad: había que enmarcarla en las leyes fundamentales franquistas, a las que yo siempre había prestado muy poca atención, y en su disposición final, sin derogar expresamente las anteriores, quedaba añadida también como Ley Fundamental. Estaba cada vez más asombrado. ¿Qué significaba todo aquello?

Lo entendido en una primera lectura, sigue diciendo, sucede también en otros textos, pero especialmente en leyes y sentencias, hay que dejarlo reposar. Hay que repasar las notas tomadas, reordenarlas, precisar el significado de ciertas palabras, encontrarles muchas veces una nueva interpretación de acuerdo con el contexto y así hacerte una completa composición de lugar. Una labor apasionante, como leer un buen poema críptico. Conforme iba trabajando, el asombro seguía. Y empecé a pensar que las posibilidades de avanzar hacia la democracia serían mucho mayores con esta nueva ley, aunque entonces pensar esto no fuera políticamente correcto. No recuerdo lo que escribí.

En efecto, añade más adelante, aquellos escasos preceptos estaban redactados con tan milimetrada sutileza que derogaban tácitamente todo el engendro institucional antidemocrático de las leyes fundamentales franquistas, en aplicación del principio de temporalidad según el cual una ley posterior deroga a la anterior siempre que sea de igual rango jerárquico. Por esa razón, la Ley para la Reforma declaraba tener el rango de Ley Fundamental.

A su vez, estableció claramente los principios básicos de un Estado democrático de Derecho: soberanía del pueblo, elecciones libres, democracia representativa y garantía de los derechos fundamentales.

Por un lado, dice, declaraba que el pueblo era soberano y que su voluntad se expresaba mediante leyes elaboradas y aprobadas por las Cortes (Congreso y Senado) elegidas por sufragio libre y universal. Por otro, reconocía que los derechos fundamentales de la persona eran inalienables y vinculaban a todos los poderes del Estado. No establecía, ciertamente, un catálogo de derechos fundamentales. Ahora bien, como España había ya suscrito los más importantes tratados internacionales en esta materia, no aplicables por carecer de su publicación en el BOE, sólo faltaba este sencillo requisito para quedar integrados en el ordenamiento jurídico español y así tener eficacia interna. En los meses siguientes tuvo lugar su publicación.

Finalmente, afirma, debe repararse en que la ley se denominaba “para” la reforma política, no “de” la reforma política. Es decir, era un instrumento para instaurar una democracia más plena y definitiva. Por ello, daba poderes a las Cortes para elaborar y aprobar una nueva Constitución, sin límite alguno, que debía ser ratificada por el pueblo en referéndum. Dado que hasta que llegara este momento aún subsistían instituciones del régimen anterior que podían entorpecer el previsible proceso constituyente, se otorgaban poderes al Rey, que afortunadamente no tuvo que utilizar, para convocar un referéndum sobre “opciones políticas de interés nacional”. Así se situaba al monarca como garantía última para que el proceso llegara a buen fin.

Landelino Lavilla, señala, uno de los grandes protagonistas de aquella etapa, que estaba junto a Suárez en la cocina de aquella operación, ya que era su ministro de Justicia, lo relata con detalle en sus brillantes memorias publicadas este invierno. “La transición —dice Lavilla— ha permitido pasar de un régimen autocrático a uno democrático sin quiebra formal de la legalidad”. Es exacto: sin quiebra “formal”. Pero también se deprende de sus palabras lo más sustancial: con la quiebra de todo lo demás ya que se pasa de una dictadura a una democracia.

En los meses siguientes a la aprobación de la Ley, dice a continuación, hasta que tuvieron lugar las elecciones previstas, se fueron aprobando las distintas normas que debían asegurar la regularidad democrática de los comicios: derecho de asociación política, ley electoral y libertad de expresión. Además, entraron en vigor los tratados internacionales sobre derechos humanos. El Gobierno de Suárez y la oposición democrática fueron, no exactamente pactando, pero sí consultándose, todas estas leyes. Se había establecido un grado de confianza entre unos y otros, a partir de la aprobación de la Ley para la Reforma Política, que no era previsible cuando yo me puse a comentarla en el Arreu.

Finalmente, afirma, el día 15 de junio de 1977, hoy hace 40 años, se celebraron las primeras elecciones de la democracia. Aquel día fue muy singular. Los ciudadanos estaban expectantes, los políticos más, los gobernantes inquietos, la prensa alborotada. Las elecciones podían ser limpias o sucias, no era descartable algún conato de violencia.

Al llegar la noche, afirma, ya se vio lo más importante, mucho más que los resultados: los españoles tenían muy asimilada la democracia, eran respetuoso con las reglas jurídicas, ejercían la virtud de la tolerancia con quien discrepara de sus opiniones, querían convivir en paz de una vez para siempre. La guerra civil se había superado hacía años, todas las lecciones de la historia se habían aprobado. Esta fue la gran victoria, para nada militar, de aquel día.

“Quisimos, pudimos, ¡lo hicimos!”, concluye diciendo. La conocida frase pronunciada por John Wayne en Río Rojo, la gran película de Howard Hawks, la podían repetir aquel día, con una leve sonrisa y gran satisfacción, millones de españoles.

Tercera y última ojeada por hoy a la conmemoración que celebramos este día. El franquismo se saldó con una traición a esas juventudes revolucionarias que construyeron el programa de un futuro sin contar con una población que votó masivamente a Adolfo Suárez y no soñaba con revolución alguna, señala el profesor, escritor y ensayista Jordi Gracia en un artículo con el que rememora las primeras elecciones democráticas celebradas tras la muerte del general Franco, tal día como hoy de hace cuarenta años.

La palabra democracia, comienza diciendo, estuvo muy viva desde antes de la muerte de Franco, pero el sentido que cada cual le dio fue equívoco y hasta contradictorio, sin nada que ver con la base estable e incuestionada de la noción de democracia en la actualidad. Es precisamente la renovada exigencia democrática que auspició el 15-M y Podemos, lo que asfixia hoy a gobernantes con las vergüenzas expuestas a todos los plasmas imaginables, y no son las irrelevantes vergüenzas genitales.

El régimen (el verdadero Régimen), continúa, abusó obscenamente de esa imaginativa plasticidad cuando habló de democracia orgánica. La oposición, articulada y sin articular, hizo lo mismo. Para unos, muchos, democracia equivalía a democracia radical, que a su vez equivalía a revolución democrática. Para otros, escasos, dispersos y muy mal vistos, democracia empezó a significar desde 1976-1978 la sumisión voluntaria a las reglas del juego de la representación parlamentaria porque asumía la negociación política como tablero exclusivo y expresión legítima de la opinión de la calle, movilizada y no movilizada. La convencida ilusión revolucionaria que fraguó entre las juventudes universitarias más politizadas desde finales de los años sesenta no dio el menor crédito a la democracia como sistema de pactos, contrapesos y transacciones: eso era claudicación socialdemócrata y pequeño-burguesa, como poco.

El ideal era otro, comenta más adelante, porque la revolución no se pacta ni se negocia, se impone. La revolución vino a ser, así, un ideal del despotismo ilustrado sin respeto ni por las formalidades democráticas ni por la herencia presencial, biográfica, activa, de los equipos procedentes del franquismo. El sueño solo tenía cara A porque no había lugar para la cara B. La revolución democrática había de vencer a las fuerzas del franquismo reformista y a la vez a las formaciones políticas burguesas y pequeño-burguesas, tan alegremente dispuestas a plegarse a los enjuagues de una democracia parlamentaria a la europea.

No hay la menor duda, dice: la Transición constituyó una traición sangrante, despiadada, a aquellas juventudes revolucionarias que con la literatura, la ideología, los cómics, el ideario libertario, el comunismo maoísta o soviético, la cultura hippy y la contracultura entera habían construido el programa de un futuro sin contar con una población no exactamente adicta ni a Rimbaud, ni a Lautréamont, ni a Fidel Castro, ni a Janis Joplin, ni a Allen Ginsberg. La población real, cuantificable, votó masivamente a Adolfo Suárez, compró desatadamente los abyectos libros neofranquistas de Vizcaíno Casas e ignoró los ensueños de la grifa y la marihuana o los viajes de la psicodelia débil del principio y el jaco letal de los ochenta.

El fracaso fue estrepitoso, afirma, porque la población de una democracia en construcción no soñó con revolución alguna ni se adhirió a sus condiciones despóticas. Esa precaria democracia acabó con el aparato legislativo del franquismo y fundó otro nuevo desde 1978: hizo una ruptura democrática. El desnortamiento de la revolucionaria contracultura fue entonces descomunal porque la revolución empezaba a ser ya sólo una fantasía derrotada, pero no un objetivo viable con las cifras electorales y no electorales en las manos. Fue entonces cuando los lectores de la revolucionaria Anagrama abandonaron a Anagrama diez años después de su fundación: “De golpe y porrazo” —cuenta Jordi Herralde—, “buena parte de aquellos lectores inquietos que se interesaban por todo, dejaron de leer no sólo textos políticos sino también libros de pensamiento, de teoría, lo cual provocó la desaparición de la totalidad de las revistas políticas y el colapso de la mayoría de editoriales progresistas”. Los ideales de la minoría más politizada y progresista, más europeísta, culta y urbana, más asimilable a las vanguardias políticas radicales de la Europa de entonces, desembocaron en una funesta neurosis de autodestrucción por fallo general multiorgánico. Nada había sido como lo soñó Ajoblanco o Star.

Precisamente por eso, señala, Podemos no tiene nada que ver con aquella raíz hoy enterrada de la revolución: aquella lo era de verdad porque quiso cambiarlo todo. Hoy Podemos carece del gen revolucionario porque su biotipo democrático negocia, discute, amaga, recela, engaña, traiciona y marrullea como las demás fuerzas políticas. Los planes de la revolución se vinieron abajo en un santiamén pero sus víctimas fueron infinidad de jóvenes. No hay ninguna buena noticia en esas muertes con y sin apellido, sino un largo duelo ante la angustiosa lista de muertos en los años duros del caballo químico y del caballo ideológico: Eduardo Haro Ibars, Aníbal Núñez, Eduardo Hervás, Antonio Maenza, Marta Sánchez Martín, Carlos Castilla Plaza.

Pero es seguro, dice, que para la mayoría de la población fue una buena noticia el fracaso de la revolución: el demos no fue revolucionario, o fue democrático de acuerdo con las democracias realmente existentes en la Europa de su tiempo. La primera clase del curso de nueva democracia trataba del desengaño de las utopías revolucionarias y la segunda tocaba otro tema, también delicado: la democracia es imperfecta, torpona y algo cegata, además de no ser nunca ni pura ni inmaculada.

Pero la fantasía de la pureza siguió viva, añade, y la frustración también. Muchos de aquellos jóvenes no renunciaron a que la vida y la literatura fuesen lo mismo: es un ensueño fascinante y adictivo pero no le veo ejemplaridad alguna ni es siquiera un plan de vida compensador. Sí es en cambio un potente objeto de estudio antropológico y cultural, como el que ha emprendido Germán Labrador en un libro que contiene el más completo elogio y la más sentida elegía de la contracultura: Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la transición española (1968-1986). La demonización de sus protagonistas como bichos marginales y enfermos está ampliamente reparada en este libro, el mejor posible sobre aquel mundo y sus supervivientes.

Lo que no remedia, concluye diciendo, es el trágico error que anidaba en los planes líricos e ideológicos para una Transición que sin duda los traicionó, pero no se equivocó. Si el éxito de la Transición se mide sobre el romanticismo de la revolución democrática fue un gran fracaso, y es justo y hasta conmovedor evocar a las víctimas de sus propias utopías. Pero no ilumina cuáles fueron y dónde estuvieron las renuncias de la izquierda democrática y socialdemócrata desde 1978. Ese me parece el campo de maniobras más productivo para una crítica de la Transición, sin confundirla con una traición a las utopías trágicas o restitutivas del pasado de la Segunda República.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 3 de enero de 2017

[A vuelapluma] El infantilismo de Garzón (y de algunos otros)





El infantilismo de que hace gala buena parte de nuestra actual clase política de izquierdas no es solo producto de la edad, algo de lo que, lógicamente, no tienen culpa alguna, sino de que todo lo han aprendido, y encima mal, en los libros. Afortunados ellos que no han tenido que aprender nada de la vida a base de pegarse hostias con la realidad. En eso se parecen bastante a los fascistas europeos de entreguerras y a los falangistas españoles de 1933 que preconizaban apartar de toda actividad política a los menores de treinta años. 

Entre esos jóvenes políticos destacan los dirigentes de Unidos-Podemos, casi todos ellos profesores de las facultades de Ciencias Políticas españolas. Alberto Carlos Garzón Espinosa (Logroño, 1985) no ha salido de ellas, pero se les parece bastante. Político y economista, militante del PCE y de Izquierda Unida, es desde 2003 diputado en el Congreso y desde 2016 coordinador federal de Izquierda Unida, formación que ha entregado atada pies y manos, junto al histórico PCE, a las aguerridas y juveniles huestes podemitas.

Una de las características más originales de estos jóvenes políticos, de los que el señor Garzón forma parte por edad y deformación ideológica, es su olvido voluntarioso y su altivo desprecio por la Transición y lo que ella representó para los que teníamos su edad cuando los españoles retomaron su destino con un esfuerzo lleno de generosidad que ellos ignoran y menosprecian y que se han encontrado hecho gracias al sacrificio y denuedo de sus padres y abuelos.

El señor Garzón, que cuando murió el dictador todavía no había sido pensado ni siquiera como proyecto vital por sus padres, que para cuando vino al mundo ya había cumplido siete años la Constitución que le ampara aunque no le gusta, que habían pasado ocho de la matanza por la ultraderecha de los abogados laboralistas del PCE, y cuatro de que los golpistas del 23-F estuvieran en la cárcel, se ha permitido insultar y despreciar la memoria de sus mayores, en la persona de Santiago Carrillo, acusando a este último y al eurocomunismo de "izquierda domesticada", lo que es una flagrante injusticia histórica aparte de una absoluta falta de respeto a Carrillo y a los militantes comunistas de la Transición, esa que él, que ellos, desprecian con inmadura y juvenil soberbia ignorancia.

Javier Cercas, (Cáceres, 1962) también es joven para los parámetros vitales de hoy. Escritor, columnista habitual de El País,  filólogo y profesor universitario, su obra es fundamentalmente narrativa y se caracteriza por la mezcla de géneros literarios, el uso de la novela testimonio y la mezcla de crónica y ensayo con ficción. Merecen mención especial sus Soldados de Salamina, La velocidad de la luz, y la exitosa crónica del golpe de Estado del 23-F titulada Anatomía de un instante, o la más reciente de El impostor.

En El País Semanal de ayer, primer día del año, Javier Cercas le dedica una acerada crítica a Alberto Garzón titulada La dignidad del PCE, en la que le acusa de faltar al respeto histórico debido al eurocomunismo en general y a Santiago Carrillo en particular por su papel en la transición española a la democracia. Apreciación que comparto de la primera a la última línea.

El que no sabe de donde viene difícilmente sabe adónde va, señala Cercas al comienzo de su artículo. Es lo que me digo, añade, desde que estalló la polémica entre Gaspar Llamazares, excoordinador de Izquierda Unida, y Alberto Garzón, líder actual de la coalición. Todo empezó cuando Garzón declaró a este periódico que el populismo de Íñigo Errejón cometía el mismo error que el eurocomunismo de Santiago Carrillo, secretario general del PCE durante el cambio de la dictadura a la democracia: la moderación. No es la primera vez que Garzón desdeña el papel desempeñado durante la Transición por el PCE, partido integrado en IU y en el que él mismo milita: hace unos meses afirmó que en aquella época el PCE ejerció de “izquierda domesticada” por los poderes políticos. Ahora, sin embargo, la respuesta de Llamazares no se hizo esperar: afirmó que “asimilar eurocomunismo a populismo es historia ficción”, denunció la superficialidad del análisis histórico de Garzón, concluyó: “Someter a una causa general a la izquierda de la Transición y la estrategia del PCE no es nuevo; lo raro es que lo asuma un dirigente del PCE”: "El PCE hizo durante la transición lo contrario de lo que hacen los populistas; no cargó la responsabilidad sobre las espaldas de otros, sino que, como había hecho durante el franquismo, las cargó sobre sí mismo".

Llamazares acierta de lleno, sigue diciendo Cercas. Dejemos de lado la disparatada equiparación entre eurocomunismo y populismo: baste decir que el PCE nunca se rebajó a atizar en democracia “el enfrentamiento entre pueblo y representantes”, la forma de demagogia que, como recuerda el propio Llamazares, define al populismo actual. Pero el acierto de Llamazares apunta a algo mucho más importante, que podría formularse así: uno de los errores fundamentales de la izquierda española consiste en haberle entregado el mérito de la Transición a la derecha, lo que a ésta le permite presentarse como casi única constructora de la democracia. Se trata de una flagrante falsificación histórica. La verdad es que la derecha española no quería la democracia, o quería una democracia tan limitada que apenas puede llamarse democracia; fue la izquierda –y muy en especial el PCE– quien empujó hasta conseguir una democracia plena. Por supuesto, el resultado no fue el que la izquierda quería; pero tampoco el que quería la derecha: el resultado fue un pacto. En eso consiste la política democrática: en ceder en lo accesorio para no ceder en lo esencial. Para el PCE de aquella época, al cabo de 3 años de guerra y 40 de dictadura, lo esencial era la democracia: la construcción de un sistema político donde todos cupiésemos. Eso fue lo que se consiguió. Y a eso contribuyó decisivamente el PCE, que desde finales de los años cincuenta apostaba por la reconciliación nacional, por no ajustar cuentas con el pasado y por lo que luego se llamaría la “ruptura pactada”. Si se recuerda que quienes proponían tal cosa eran gentes que habían llevado el peso brutal de la lucha antifranquista y que habían padecido exilio, persecución y a veces cárcel y tortura, se entenderá por qué ésa era una apuesta heroica. El PCE hizo durante la Transición lo contrario de lo que hacen los populistas: no cargó la responsabilidad sobre las espaldas de otros, sino que, como había hecho durante el franquismo –cuando protagonizó casi a solas el combate contra la dictadura–, las cargó sobre sí mismo, responsabilizándose de la construcción de la democracia. Todo hubiese podido salir mejor, claro; pero también hubiese podido salir peor, incluso mucho peor. Sea como sea, acusar a esa gente de ser una “izquierda domesticada” –a ellos, que se jugaron la vida contra el franquismo y le obligaron a aceptar la democracia durante la Transición– me parece no sólo despreciar lo mejor de la historia del comunismo español, sino faltarles al respeto que se ganaron; acusarlos de eso ahora, desde la comodidad de una vida transcurrida por entero en democracia –a ellos, que conocieron medio siglo de penalidades–, me parece una injusticia brutal.

Es una injusticia, termina diciendo, que quienes no hicimos la Transición cometemos en los últimos tiempos con frecuencia. Si nuestros hijos nos tratan con la misma petulancia ignorante y despectiva con que nosotros tratamos a nuestros padres, lo pagaremos caro. Por lo demás, no me extraña que Garzón tenga problemas en IU. Quien no sabe de dónde viene difícilmente sabe adónde va. O como digo yo: la locura juvenil es una enfermedad que acaba pasándose con el tiempo.



Alberto Garzón



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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