lunes, 10 de noviembre de 2025

LA INFILTRADA QUE SALVÓ LA MONARQUÍA

 






Letizia se ha hecho reina como quien se hace a la mar en una tormenta, comenta en Ethic (06/11/2025) el periodista y escritor Rubén  Amón. No ha tenido aliados. No ha tenido indulgencia. Ha tenido ojos encima y cuchillos detrás. Pero ha navegado. Y ha navegado con una brújula ética, con una voluntad de perfección que irrita a quienes prefieren el boato a la coherencia.

No era ella. No podía serlo, comienza diciendo. Una periodista de provincias y divorciada de origen asturiano no podía encarnar el símbolo litúrgico de la monarquía católica, apostólica y borbónica. Era un cuerpo extraño. Y lo sigue siendo. Pero precisamente esa condición anfibia, esa desobediencia al canon, esa subversión genética, es lo que ha conferido a Letizia Ortiz el rango de un fenómeno político. O, si se prefiere, de un accidente providencial.

La Casa Real, rancia, estancada y putrefacta en los estertores del juancarlismo, no necesitaba una heredera del Antiguo Régimen. Necesitaba una infiltrada. Y en esa paradoja está la clave del enigma. Porque Letizia no encaja en la liturgia palaciega, y sin embargo ha sabido interpretarla mejor que quienes la aprendieron desde la cuna. Ha tenido que convertirse en reina sin haber nacido princesa, en símbolo sin haber pedido serlo, en rostro de la continuidad dinástica sin haber pasado por los catecismos de Zarzuela.

La izquierda oficialista no la perdona. Los republicanos no la toleran. Los nacionalistas la combaten como germen intrínseco de un Estado que niegan. Y recelaron de ella los cortesanos. Le pusieron la cruz antes de verla rezar. Le contaron las vértebras. Le midieron los silencios. La etiquetaron como arribista, como intrusa, como amenaza. Como si la monarquía fuese un club privado, una congregación donde el linaje vale más que el talento, donde la sumisión disimula la mediocridad.

Pero Letizia era otra cosa. Venía de la calle. Había madrugado para ganarse el sueldo, había hecho colas en el mercado, había tenido pareja sin pactos de Estado. Y lo peor de todo: hablaba con propiedad, pensaba con criterio y no le temblaba la voz.

Tampoco le tembló el pulso cuando tuvo que enfrentarse a la institución desde dentro. Y desde dentro quiere decir en el mismísimo epicentro de la familia real. Porque si alguien ha simbolizado el rechazo visceral a Letizia no han sido los republicanos –que al fin y al cabo solo ejecutan su papel opositor–, sino los propios monárquicos. Los de sangre, los de puro, los de palacio. Especialmente uno: su suegro. El rey emérito no le perdonó nunca su independencia. Ni su clase media. Ni su escepticismo. Tal vez tampoco le perdonó su belleza sin afectación, ni su mirada de periodista que escanea, interroga y evalúa.

Pero Letizia no vino a pedir permiso. Vino a asumir una tarea imposible. A regenerar desde dentro una institución que se desangraba por las costuras del escándalo, del saqueo, del machismo vetusto y de la decadencia dinástica. Se le acusó de ser distante. ¿Cómo no iba a serlo? Se le culpó de ser fría. ¿Y no era eso mejor que ser frívola? Se le reprochó no integrarse del todo. ¿Pero cómo integrarse del todo en una familia que se desintegra sola?

A diferencia de las consortes decorativas –las que existen para lucir peinetas y transmitir sumisión doméstica–, Letizia se ha hecho reina como quien se hace a la mar en una tormenta. No ha tenido aliados. No ha tenido indulgencia. Ha tenido ojos encima y cuchillos detrás. Pero ha navegado. Y ha navegado con una brújula ética, con una voluntad de perfección que irrita a quienes prefieren el boato a la coherencia. Nunca ha buscado el aplauso. Pero ha sobrevivido al abucheo.

Es en esa supervivencia donde se cifra su importancia. Porque ser Letizia no ha sido nunca un papel. Ha sido un desafío. Y en la medida en que no se le perdona existir, es que su existencia tiene un valor disruptivo. No ha sido la reina que esperaban. Ha sido la reina que necesitaban. Un cuerpo extraño. Pero un cuerpo vivo. Y necesario.

La institución la esperaba como adorno y se encontró con una conciencia. Con un sujeto político. Con alguien que no necesitaba estar por debajo para estar al lado. Letizia no aspiró jamás a ser igual que las reinas consortes europeas. Ni a reproducir el papel decorativo de las generaciones anteriores. Ni siquiera pareció interesada en agradar a la opinión pública. Porque entendía (y lo entendió muy pronto) que ser reina no es gustar. Es sostener. Sostener una ficción. Una narrativa. Un edificio simbólico en ruinas.

Y en eso fue inflexible. Letizia no llegó a la Zarzuela a vivir el cuento. Llegó a contener la ruina. A blindar la institución. A profesionalizarla. Y eso implicaba tensar, renunciar, calcular, prever. La suya no ha sido una historia de amor. Ha sido una historia de Estado. Lo que hizo Felipe VI fue elegir, sí. Pero no solo una mujer. Eligió una aliada. Una fuerza. Una ecuación política.

Y el sistema no lo entendió. O no lo quiso entender. Porque Letizia cuestionaba el relato edulcorado de la monarquía sentimental. Desmentía el costumbrismo, el romanticismo, el borboneo de sobremesa. Su presencia no evocaba cuentos de hadas. Evocaba reformas constitucionales. Evocaba limpieza ética. Evocaba ruptura con el juancarlismo. Letizia no solo ocupaba un lugar. Lo transformaba. No solo hablaba. Reformulaba. No solo representaba. Interpelaba. Y eso, en una monarquía construida sobre la liturgia y el boato, era un sacrilegio. Letizia era una hereje. No por atea, sino por racional. No por divorciada, sino por pensante. No por plebeya, sino por autónoma.

La monarquía –esa maquinaria ritual diseñada para no hacer ruido – había sido invadida por alguien que venía del mundo de las palabras. Y peor aún: del mundo de los hechos. Porque Letizia tenía un pasado que no era de linaje, pero sí de currículo. Había trabajado. Había cobrado. Había sido crítica. Había sido ciudadana. Y todo eso la convertía en alguien peligrosamente real.

Por eso se activaron los anticuerpos. Los rumores, los gestos de desdén, las filtraciones interesadas. Se habló de su mal genio, de sus excentricidades, de su falta de humor. Se especuló con su influencia sobre el rey, como si esa influencia no fuera parte misma de su función. Se la acusó de pretender mandar. Como si una consorte debiera limitarse a asentir.

Y, sin embargo, nada de eso la desvió. Letizia entendió que no podía luchar contra el prejuicio. Así que optó por profesionalizarlo. Si iban a juzgarla como figura política, entonces ella se comportaría como tal. Con método. Con rigor. Con severidad. Si su origen la convertía en anomalía, entonces haría de esa anomalía una ventaja. Una diferencia. Una virtud.

Porque la reina consorte no nace. Se construye. Y Letizia la ha construido como quien erige una ciudadela. Con criterio. Con estrategia. Con frialdad incluso. No para complacer, sino para resistir. No para inspirar simpatía, sino respeto. No para adaptarse al molde, sino para redefinirlo.

Su caso no se parece al de ninguna otra reina europea. Ni al de Máxima de Holanda, ni al de Matilde de Bélgica, ni al de Mary de Dinamarca. Ellas han sido integraciones suaves. Letizia ha sido una revolución controlada. Una infiltrada sin disfraces. Una anomalía consentida. Una figura de tensión permanente, de exigencia, de perfección milimétrica.

Y es en esa tensión donde reside su sentido. Letizia no alivia la monarquía. La estira. La endurece. La somete a su propio código de conducta. Es el cuerpo extraño que provoca fiebre, pero también el que fortalece el sistema. No por asimilación, sino por desafío. No por disolución, sino por contraste.

Y esa contradicción es la que la define. Reina sin abolengo. Mujer sin indulgencia. Consorte sin sumisión. Española sin folklore. Monárquica sin devoción. Es el enigma. Es la pieza que no encaja. Y, sin embargo, sin ella, el rompecabezas no se sostiene.

Ha ganado. Lo demuestra su buena reputación en la sociedad, lo prueba el rencor de las memorias de su suegro, lo acreditan los aplausos de la calle –de Oviedo a Paiporta–, lo garantiza la supervivencia del linaje en el nombre Leonor. La sangre plebeya ha salvado a los Borbones y ha dado sentido a la institución más amenazada del Estado. Rubén Amón














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