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viernes, 27 de octubre de 2017

[A vuelapluma] La soberanía que de verdad importa





Los movimientos que entienden la soberanía en términos aislacionistas suelen recurrir a un nacionalismo exacerbado, comenta Javier Solana, político, físico, embajador, profesor de universidad y una de las voces más prestigiosas del socialismo europea y español, que ha sido ministro de Cultura, portavoz del Gobierno, ministro de Educación y Ciencia, de Asuntos Exteriores, Secretario General de la OTAN, Alto Representante del Consejo Europeo para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea, y Comandante en Jefe de la EUFOR.

En su famoso “trilema político de la economía mundial”, comienza diciendo, el economista de Harvard Dani Rodrik expone un problema irresoluble: la integración económica global, el Estado-nación y la democracia son tres elementos que no pueden darse simultáneamente en su máxima expresión. A lo sumo, podemos combinar dos de los tres, pero siempre a expensas del restante.

Hasta hace bien poco, el Consenso de Washington que nació en los años ochenta —cimentado en principios como la liberalización, la desregulación y la privatización— representaba el canon económico por excelencia. Si bien la crisis de 2008 lo puso en jaque, los países del G20 convinieron evitar una respuesta proteccionista. Mientras tanto, la Unión Europea se mantenía (y se mantiene) como el único experimento democrático a escala supranacional, haciendo gala de avances prometedores, pero aquejado de múltiples déficits. En otras palabras, a nivel mundial se venía favoreciendo una integración económica anclada todavía en el Estado-nación, lo cual daba pie a que las dinámicas de los mercados internacionales relegasen a la democracia a un segundo plano.

Pero el año 2016 marcó un punto de inflexión, aunque aún no sepamos a ciencia cierta lo que ello comportará a largo plazo. Más allá de que haya surgido en China lo que ha venido a llamarse Consenso de Pekín, en el que algunos ven un modelo alternativo de desarrollo basado en un mayor intervencionismo estatal, fueron sobre todo el Brexit y la elección de Donald Trump los acontecimientos que catalizaron un cierto cambio de ciclo. “Let’s take back control” fue el lema que popularizaron los Brexiteers, mientras que muchos votantes de Trump expresaron su recelo ante el poder acumulado por Wall Street, actores transnacionales e incluso otros Estados en un escenario de hiperglobalización. Sería poco sensato desdeñar este diagnóstico, que suscribe en gran medida el propio Rodrik, por el mero hecho de estar en desacuerdo con el tratamiento que proponen Trump y algunos conservadores (¿o reaccionarios?) británicos. Ese tratamiento consiste en poner trabas a la globalización —eso sí, manteniendo intactos o incluso realzando otros ingredientes del Consenso de Washington, como la desregulación financiera— y en fortalecer la democracia a través del estado-nación.

En su primera intervención ante la Asamblea General de Naciones Unidas, el presidente Trump pronunció un discurso de 42 minutos, en el que las palabras “soberanía” o “soberano” aparecieron un total de 21 veces. Es decir, la friolera de una vez cada dos minutos. En Europa, no es únicamente Reino Unido el que se encuentra inmerso en una deriva neowesfaliana, sino también otros Estados como Polonia y Hungría. Incluso el movimiento “independentista” catalán, comandado por una serie de partidos que en su mayoría no se sentirían cómodos con la etiqueta de “anti-globalización”, sigue una lógica similar de repliegue nacionalista.

Sin embargo, estos actores tienden a sobreestimar su capacidad de diluir la integración económica existente, afianzada por el vertiginoso desarrollo de las cadenas globales de valor en las últimas décadas. Resulta más plausible que, si dichos movimientos insisten en nadar contracorriente, lo que consigan diluir a mayor velocidad sea la influencia de sus respectivos Estados —o aspirantes a Estado— sobre la globalización. En resumidas cuentas, un aumento de soberanía formal puede implicar paradójicamente una pérdida de soberanía efectiva, que es la que de verdad importa. Trasladando esta reflexión al caso catalán, un movimiento pretendidamente independentista y soberanista podría terminar creando una sociedad más dependiente y menos soberana, que quedaría más a merced de las dinámicas internacionales.

Justo una semana después del discurso de Trump en la ONU, el presidente francés Emmanuel Macron acudió a la Sorbona para presentar su visión sobre el futuro de Europa. Macron mencionó también en repetidas ocasiones la palabra “soberanía”, dejando claro que su modelo de Europa se asienta sobre esta noción. Pero, a diferencia de los populistas, el presidente francés apuesta por una soberanía efectiva e inclusiva, de alcance europeo, y apoyada sobre otros dos pilares maestros: la unidad y la democracia.

Otra de las tríadas que operan en el ámbito internacional hace referencia a las formas que tienen los Estados de relacionarse entre sí. Podemos decir que estas relaciones se vehiculan a través de tres ejes: cooperación, competencia y confrontación. Sería ingenuo aspirar a eliminar por completo ese elemento de confrontación que, desde los albores de la historia humana, ha estado siempre presente. No obstante, sí que es posible reducir su dosis aumentando exponencialmente sus costes de oportunidad, como bien ha demostrado la Unión Europea. Por desgracia, los movimientos que entienden la soberanía en términos aislacionistas suelen recurrir a un nacionalismo exacerbado, poco dado a fomentar esos espacios comunes que permiten que la sociedad internacional goce de buena salud.

Que ciertos Estados aboguen por recluirse dentro de sus fronteras resulta anacrónico y contraproducente, pero sería un grave error por parte del resto de la sociedad internacional reaccionar con despecho, imponiendo estrictas cuarentenas ante el temor a un efecto contagio. El espíritu de cooperación, junto con una competencia constructiva, debe vertebrar las relaciones entre todos los actores que dispongan de legitimidad internacional. Es preciso resistir la tentación de aplicar este principio a la carta, ya que estaríamos olvidándonos de que, en aquellos Estados que han sucumbido a discursos reduccionistas, todavía existen amplísimos sectores de la ciudadanía que reivindican un enfoque aperturista. Pensemos en el 48% de votantes del Remain, o en el 49% de partidarios del “no” en el referéndum constitucional turco, y en la decepción que supondría para tantos ellos que la Unión Europea les diese la espalda.

El diálogo habrá de ser la seña de identidad de una sociedad internacional que esté a la altura de ese apelativo, que sea verdaderamente eficaz en la gestión de sus recursos compartidos, y que trate de resolver en conjunto problemas globales como la proliferación nuclear, el terrorismo y el cambio climático. Ese diálogo deberá producirse en el marco de una esfera pública común y democrática, si no queremos perpetuar las deficiencias del Consenso de Washington, que se revelaron con gran estrépito en el infausto año 2016. Si cultivásemos esa esfera pública común, disminuyendo la preeminencia del Estado-nación, podríamos desplazarnos paulatinamente hacia el lado menos explorado del triángulo que dibuja Rodrik: el de la democracia global.

Desde luego, este objetivo se antoja difícil de alcanzar, pero el desarrollo tecnológico y la multiplicación de sinapsis económicas y culturales hacen que no sea una quimera. En este sentido, la Unión Europea ha sabido abrir una nueva senda, y lo que se antoja más difícil es renunciar a la oportunidad de recorrerla.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 15 de agosto de 2017

[A vuelapluma] La maltrecha anglosajonia occidental





Vengo huyendo del Brexit para caer en Trump, y no sé cuál es peor. La locura colectiva y la autodestrucción están en el Brexit, que va a perjudicar a Reino Unido. Y en EE UU ocupa el poder un matón narcisista, misógino, indisciplinado y errático, comenta en El País Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford.

"Debe de ser usted inglés, me dice el farmacéutico de Menlo Park, California, cuando menciono al presidente Donald Trump, ¿qué tal si hablamos de cómo van las cosas en su país? A su señora May, la de Downing Street, le están dando bien los burócratas de Bruselas...", comienza escribiendo el profesor Garton Ash.

No tengo más remedio que asentir. Vengo huyendo del Brexit para caer en Trump, y no sé cuál es peor. La principal diferencia es que una es la locura de las cosas y otra de las personas. Theresa May es seca y rígida y no da la talla, pero, en comparación con Trump, parece la Madre Teresa. La locura colectiva y la autodestrucción están en el Brexit, es decir, una cosa. Cada semana hay nuevas pruebas sobre cómo va a perjudicarnos en casi todos los ámbitos y, sobre todo, entre los votantes de la clase obrera y abandonada que prefirieron la salida y que serán los más afectados por la caída, ya visible, de los ingresos reales.

Trump es uno de los pocos personajes mundiales que apoyó el Brexit, pero ahora prefiere dar la mano al presidente francés, Emmanuel Macron, que a la primera ministra británica, y ya no habla sobre las glorias futuras de Reino Unido.

Eso no significa que se haya vuelto más discreto o responsable. En la campaña vimos a un matón narcisista, misógino, indisciplinado y errático. En sus primeros seis meses como presidente, Trump ha hecho honor a todos esos epítetos. Como dijo hace poco su nuevo director de comunicaciones, Anthony Scaramucci [solo estuvo en el cargo 10 días], no vamos a esperar que un hombre de 71 años cambie.

Sigue tuiteando sin parar. Hace poco dijo que la famosa presentadora de la cadena MSNBC Mika Brzezinski estaba “loca” y tenía un bajo cociente intelectual, y contó que se había negado a recibirla en su residencia de Mar-a-Lago porque “sangraba sin cesar del lifting que se había hecho”. El comentarista neoconservador Bill Kristol se sintió obligado a responder. “Querido @realDonaldTrump, es usted un cerdo. Sinceramente, Bill Kristol”. Lo que más me gusta es el “sinceramente”. La reciente entrevista de Trump con el “debilitado” The New York Times revela su mente egocéntrica, superficial, incontinente y enferma. Al preguntarle si va a viajar a Reino Unido, no responde más que: “Ah, sí me lo han pedido”, y luego vuelve a contar su visita a París. Pues vaya con la relación especial tras el Brexit. Después de mencionar que visitó la tumba de Napoleón, dice una frase impagable: “Bueno, Napoleón acabó un poco mal”.

Hace unas semanas se dedicó a criticar a su propio fiscal general, Jeff Sessions, como si este, uno de los primeros políticos que le apoyó, de repente fuera Clinton. Todas las mañanas me despierto pensando: “¿Cómo es posible que este charlatán de pacotilla sea presidente de Estados Unidos?”. Su problema fundamental es de carácter, más que de ideología o de política, si es que tiene alguna idea o política coherente. Ahora hemos llegado al surrealista debate de si el presidente tiene derecho a indultarse a sí mismo.

La locura de una persona a un lado del Atlántico y la locura de una cosa al otro tienen varias semejanzas. El vitriolo verbal no tiene casi precedentes. Washington y Londres, acostumbradas a Gobiernos estables y eficientes, viven hoy una extraordinaria confusión. En el Departamento de Estado no se hacen nombramientos. Scaramucci acusó al jefe de gabinete de Trump de filtrar informaciones. Los ministros del Gobierno británico se contradicen unos a otros en público. En el Támesis y en el Potomac hay más soplos, meteduras de pata y cambios de opinión que en un vodevil.

No es extraño que la canciller alemana diga que el continente europeo ya no puede seguir fiándose de sus aliados del otro lado del Canal y el Atlántico. Rusia y China llegaron encantadas a la cumbre del G-20 en Hamburgo, después de que el China Daily proclamara en su portada que “en medio del proteccionismo estadounidense y el Brexit, China y Alemania se disponen a llevar la iniciativa de la globalización y el libre comercio”.

¿Estamos ante el fin de Occidente? ¿O, al menos, del Occidente anglosajón? He oído decir en varias ocasiones que la coincidencia de Trump y el Brexit anuncia ese declive histórico. El siglo XIX fue el de Gran Bretaña y el siglo XX (al menos, a partir de 1945) fue el de Estados Unidos. El neoliberalismo que dominó ideológicamente el mundo entre la caída de la URSS en 1991 y la crisis financiera de 2008 era un producto típicamente anglosajón, y es lo que provocó el malestar que los populistas han sabido aprovechar. Los que utilizan este argumento lo dicen no sin cierta alegría mal disimulada.

Pero cuidado con lo que desean. Quizá imaginan un siglo XXI posanglosajón, gloriosamente iluminado por Emmanuel Macron y Justin Trudeau. Pero hay más probabilidades de que quien se quede con los despojos sea un Xi Jinping, un Vladímir Putin o un Recep Tayyip Erdogan.

Pero, en realidad, todo esto es parte de la llamada enfermedad del tertuliano. Todavía puede haber otro futuro. El verano pasado pregunté a un distinguido politólogo estadounidense qué le parecería que Trump llegara a la presidencia, y me contestó que sería una prueba muy interesante para el sistema político del país. La semana pasada nos vimos y estuvimos de acuerdo en que, de momento, da la impresión de que el sistema de controles y equilibrios funciona. Los tribunales han bloqueado dos veces la restricción de visados de Trump. Es impensable un desafío a la independencia judicial estadounidense como el que se está planteando en Polonia. La gran tradición de la Primera Enmienda permite a la prensa libre hacer exactamente lo que previeron los fundadores del país. En política exterior hay menos controles, pero un Congreso republicano acaba de aprobar más sanciones a Rusia, Corea del Norte e Irán, y ha hecho que al presidente le sea más difícil levantarlas.

Mientras Trump no emprenda una guerra contra Corea del Norte o cualquier otra locura equivalente, Estados Unidos podrá salir de estos cuatro años de espantosa presidencia con su democracia y su reputación maltrechas pero sin daños irreparables. La democracia británica también está funcionando, con un Parlamento que quizá gane el tiempo necesario para que nos recuperemos de la locura y hagamos un Brexit blando o incluso abandonemos la idea de irnos. Los anglosajones están en horas bajas, en gran parte por sus propias locuras, pero no hay que darlos por muertos todavía.



Dibujo de Enrique Flores para El País



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miércoles, 12 de julio de 2017

[A vuelapluma] La trampa de Tucídides





El rápido ascenso de Pekín pone en peligro la preponderancia de Washington. La historia nos enseña que en los próximos años el riesgo de una guerra entre ambos será muy real, pero también que hay maneras de evitarla, dice en un reciente artículo en El País el profesor Graham Allison, director del Centro Belfer de Ciencias y Asuntos Internacionales en la Kennedy School de Harvard y autor del libro Destined for War: Can American and China Escape Thucydides's Trap?

Este mes, bajo inmensas presiones de China, el nuevo presidente surcoreano, Moon Jae-in, dejó en suspenso parte del sistema antimisiles que estaba desplegando Estados Unidos en su país. Este episodio no es más que el último ejemplo del duelo de influencias entre Estados Unidos y China en la región de Asia-Pacífico. ¿Es posible que el duelo acabe convirtiéndose en una guerra abierta?, se pregunta el profesor Allison al comienzo de su artículo.

En mi nuevo libro —Destined for War: Can America and China Escape Thucydides's Trap?— argumento que, con el rumbo actual, el estallido de una guerra entre los dos países en las próximas décadas no solo es posible, sino mucho más probable de lo que se piensa. El motivo es la trampa de Tucídides: una tensión estructural letal que se produce cuando una potencia nueva reta a otra establecida. El primero en describir este fenómeno fue el historiador griego en su narración de la Guerra del Peloponeso. “La guerra era inevitable, por el ascenso de Atenas y el miedo que eso inspiró en Esparta”, explicaba Tucídides.

El proyecto de historia aplicada que dirijo en Harvard ha encontrado, en los últimos 500 años, 16 casos en los que el ascenso de una gran nación trastocó la posición de otra nación dominante. Doce de ellos terminaron provocando una guerra.

Un ejemplo claro es lo que ocurrió hace 100 años. ¿Cómo es posible que el asesinato de un archiduque desencadenara una conflagración tan catastrófica que los historiadores tuvieron que crear una categoría nueva, la de guerra mundial? La respuesta es que la tensión crónica causada por la rivalidad entre una potencia emergente y una potencia dominante provoca una dinámica fatal en la que acontecimientos que, en otro caso, serían insignificantes o al menos manejables pueden desatar una cascada de acciones y reacciones y desembocar en un resultado que nadie deseaba.

El hecho de que, en cuatro de los 16 casos, se evitara la guerra, significa que el resultado no está predeterminado. La trampa de Tucídides no es un concepto fatalista ni pesimista, sino que debe servir para que seamos conscientes del tremendo peligro creado por la situación actual entre Estados Unidos y China. Si las dos partes continúan como hasta ahora, la historia se repetirá.

El mundo no ha presenciado nada equiparable al cambio tan veloz y trascendental en el equilibrio de poder debido al ascenso de China. Si Estados Unidos fuera una empresa, podría decirse que, en los años inmediatamente posteriores a la II Guerra Mundial, facturaba el 50% del mercado económico mundial. En 1980 facturaba el 22%. Tres décadas de crecimiento superior al 10% de China han reducido la cuota estadounidense al 16%. Por su parte, China pasó de representar el 2% de la economía mundial en 1980 al 18% en 2016.

Para los estadounidenses acostumbrados a un mundo en el que su país era el número uno, la idea de que China pueda superarlos parece inconcebible. En los últimos años, los medios occidentales no dejan de hablar de la “desaceleración” china y la “recuperación” de Estados Unidos. Sin embargo, a pesar de su “desaceleración”, China crece tres veces más deprisa que EE UU. Según el Fondo Monetario Internacional, en 2014 China sobrepasó a Estados Unidos y se convirtió en la primera economía en términos de paridad de poder adquisitivo, que tanto la CIA como el FMI consideran el mejor criterio para comparar economías nacionales. Si los dos países continúan sus tendencias de crecimiento actuales, la economía china será un 50% mayor en 2023. Y tres veces mayor en 2040. Las afirmaciones del presidente Trump de que Estados Unidos ha estado “retrocediendo” frente a China reflejan, en parte, la realidad de esos cambios.

¿Podrán Trump y Xi Jinping gestionar la relación geopolítica más crucial del siglo XXI sin ir a la guerra? Desde el punto de vista de la personalidad, el presidente de Estados Unidos y el de China no pueden ser más distintos, pero se parecen en muchos otros aspectos. Ambos han prometido hacer que sus respectivos países vuelvan a ser grandes con un programa de cambios radicales. Todo el mundo conoce el famoso lema de Trump. Cuando Xi llegó al poder en 2012, también prometió devolver la grandeza a China, proclamó su “sueño chino” y llamó al “gran rejuvenecimiento de la nación china”.

Los dos se enorgullecen de lo que consideran sus extraordinarias cualidades de líderes. Trump alegó tener un instinto sin igual para los negocios como base de sus aspiraciones a la presidencia. Xi ha concentrado hasta tal punto el poder que muchos le llaman “el presidente de todo”. El excepcionalismo forma parte del programa político de los dos, y eso indica una semejanza más fundamental: cada uno de ellos tiene un gran complejo de superioridad y considera que no hay nadie que se le compare. Y, lo más importante, cada uno piensa que el otro país es el principal obstáculo para lograr sus objetivos.

El riesgo es que, en medio de la tensión estructural provocada por el ascenso de China y exacerbada por las visiones rivales de Xi y Trump, las crisis inevitables que, normalmente, podrían contenerse acaben desembocando en algo que no desea ninguna de las dos partes.

Aun así, la guerra no es inevitable. La historia demuestra que las grandes potencias pueden manejar las relaciones con sus rivales, incluso con las que amenazan con derrocarlas, sin desencadenar una guerra. El primero de los cuatro casos “sin guerra” que examino es la rivalidad entre un Portugal hegemónico y una España en ascenso a finales del siglo XV, cuando esta última, unida y rejuvenecida, empezó a desafiar el dominio comercial portugués y a hacerse con el poder colonial en el Nuevo Mundo. Cuando las dos potencias ibéricas estaban al borde de la guerra, la intervención del Papa y el Tratado de Tordesillas, de 1494, evitaron en el último momento una guerra devastadora.

El conflicto entre Portugal y España y los otros tres casos de resolución pacífica pueden enseñar mucho a los estadistas actuales, igual que los fracasos. ¿Seguirán Trump y Xi —o sus sucesores— los trágicos pasos de los gobernantes de Atenas y Esparta, de Gran Bretaña y Alemania? ¿O encontrarán una manera tan eficaz de evitar la guerra como Gran Bretaña y Estados Unidos hace un siglo y Estados Unidos y la Unión Soviética durante las cuatro décadas de la Guerra Fría? Nadie lo sabe, por supuesto. De lo que sí podemos estar seguros es de que la dinámica que descubrió Tucídides se intensificará en los próximos años.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


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sábado, 8 de julio de 2017

[A vuelapluma] A vueltas con el orden global





Una Unión Europea cohesionada puede ayudar a catalizar reformas que doten a las instituciones multilaterales de más vigor y sensibilidad social, escribe en El País el profesor Javier Solana (Madrid, 1942), distinguished fellow en la Brookings Institution, presidente de ESADEgeo, el Centro de Economía y Geopolítica Global de ESADE, exministro de Cultura, de Educación y Ciencia, de Asuntos Exteriores, Secretario General de la OTAN, Alto Representante del Consejo para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea y Comandante en Jefe de la EUFOR. 

En los últimos tiempos, comienza diciendo, son muchos los analistas que argumentan que la Pax Americana tiene los días contados. A un ritmo cada vez mayor, se está erosionando la preeminencia de Estados Unidos en el panorama internacional, que ha estado vinculada a la ausencia de conflictos “calientes” entre grandes potencias durante las últimas décadas. Tanto otros estados como diversos actores no estatales están ganando protagonismo, mientras los Estados Unidos se alejan de su imagen de “nación indispensable”. Durante los primeros 150 días de la presidencia de Donald Trump, su lema de America First se ha manifestado más bien como America Alone, lo cual siembra todavía más dudas acerca del futuro de lo que suele llamarse “orden liberal internacional”.

El internacionalismo liberal se caracteriza por promover un ideal de apertura, tratando asimismo de dotar a las relaciones internacionales de un marco normativo e institucional de tipo multilateral. Al concluir la Segunda Guerra Mundial, estos principios proveyeron el sustrato ideológico de tratados como el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio), que más tarde conduciría al establecimiento de la Organización Mundial del Comercio (OMC).

La Guerra Fría puso grandes trabas a las pretensiones globalizadoras del internacionalismo liberal, una ideología estrechamente asociada al bloque occidental y, más concretamente, a los países anglosajones. La caída del muro de Berlín dio paso al período de hegemonía incontestable de Estados Unidos y facilitó que se extendieran las estructuras de gobernanza que este país promulgaba, pero esto no se produjo ni con la velocidad ni en la proporción que se esperaba.

Aunque se iba hablando sin demasiados miramientos no solo de orden liberal internacional, sino incluso de orden liberal global o mundial, a principios del siglo XXI el mundo todavía exhibía un grado importante de fragmentación. Los atentados del 11 de septiembre de 2001, que provocaron que gran parte de los países cerrasen filas en torno a Estados Unidos, evidenciaron en el fondo la existencia de una segmentación política a dos niveles—internacional e intranacional—que fue in crescendo en los años posteriores. En el terreno económico, las divergencias tampoco desaparecieron por completo: de hecho, ni siquiera la Gran Recesión fue tan global como se suele sugerir en los países más desarrollados. Cabe recordar que en el año 2009, cuando se contrajo el PIB mundial, los dos estados más poblados del planeta—China e India—crecieron a un ritmo superior al 8%.

Del mismo modo que la crisis que condujo a la Gran Recesión se propagó desde el centro mismo del sistema financiero internacional, los países que están deshilachando el orden liberal son precisamente los que más capital político invirtieron en tejerlo. Las sacudidas que han supuesto el Brexit y la elección de Trump responden a una concatenación de fenómenos —como la frustración de las clases medias occidentales con la deslocalización y el dumping social, ligada a la revitalización de los nacionalismos excluyentes—que también ha hecho estragos en otros países. Un renovado énfasis en la soberanía westfaliana parece estar difundiéndose a lo largo y ancho del planeta, lo cual podría indicar que la descarnada rivalidad entre grandes potencias volverá a estar a la orden del día.

No obstante, este es un relato excesivamente alarmista. La China de Xi Jinping, cuyo vertiginoso ascenso genera grandes recelos, tal vez no sea una potencia tan revisionista como algunos piensan. Recientemente, el gobierno chino se desmarcó de Donald Trump e insistió en su apoyo al Acuerdo de París, del que la Administración estadounidense tiene intención de retirarse. Y en su simbólico discurso de principios de este año en el Foro Económico Mundial, el Presidente Xi se erigió en un firme defensor de la globalización, afirmando incluso que “los países deben abstenerse de perseguir sus propios intereses a expensas de los demás.”

Las autoridades chinas son conscientes de hasta qué punto su país se ha beneficiado de una mayor participación en los flujos económicos globales, y no están dispuestas a poner en riesgo el principal activo que las legitima a nivel interno: el crecimiento. El Belt and Road —que Xi Jinping ha bautizado como “el proyecto del siglo”— es un fiel reflejo de la apuesta estratégica de Pekín por reforzar sus vínculos comerciales con el resto de Eurasia y con África, aprovechando para dar un impulso a su “poder blando”. En lo que concierne a este último objetivo, China no está abogando de puertas afuera por socavar los cimientos del orden liberal. Sirva de muestra el llamativo comunicado de los líderes mundiales participantes en el Belt and Road Forum del mes de mayo pasado, en el que se comprometen a “promover la paz, la justicia, la cohesión social, la inclusión, la democracia, la buena gobernanza, el imperio de la ley, los derechos humanos, la igualdad de género y el empoderamiento de la mujer.”

No sería acertado interpretar este comunicado al pie de la letra, ni pasar por alto las tendencias neo-mercantilistas de China, cuyas regulaciones iliberales domésticas representan una contradicción ostensible. Pero tampoco resulta adecuado ver a China como un país homogéneo, con valores totalmente incompatibles con los que se atribuyen a Occidente. Los propios Estados Unidos distan mucho de ser homogéneos, con lo que también en este caso debemos resistirnos a caer en una contraproducente estigmatización, sobre todo teniendo en cuenta que Hillary Clinton superó a Donald Trump en el voto popular. Lo mismo puede decirse del Reino Unido, en el que los partidarios del Brexit se impusieron en el referéndum por la mínima.

En este momento de incertidumbre y desconcierto, concluye su artículo Javier Solana, la Unión Europea está en disposición de asumir un papel de liderazgo. La victoria del Emmanuel Macron en las presidenciales francesas debe servir de acicate para los defensores de un orden liberal que, a pesar de sus déficits y de sus múltiples adversarios, sigue representando el paradigma más atractivo y moldeable. Una Unión Europea cohesionada puede ayudar a catalizar una serie de reformas que doten a las instituciones multilaterales de un mayor vigor y de una sensibilidad social más marcada. Tendiendo la mano a los países emergentes, sin por ello perder nuestra esencia, todavía estamos a tiempo de construir —esta vez sí— un orden verdaderamente global. 



Mural. Pekín, Mayo de 2017


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jueves, 29 de junio de 2017

[A vuelapluma] El hundimiento del Estado





Me resulta imposible de aceptar que alguno de los amables lectores de Desde el trópico de Cáncer desconozca a esta alturas quien es Paul Krugman (1953), economista, ilustrado polemista, profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton, profesor centenario en Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres, académico distinguido de la unidad de estudios de ingresos Luxembourg en el Centro de Graduados de CUNY, y columnista op-ed del periódico New York Times.  Fuerte crítico de la doctrina neoliberal y del monetarismo, fue en su momento un feroz opositor de las políticas económicas de la administración del presidente Bush. Ganó el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en el año 2004 y el Premio Nobel de Economía en 2008 por sus contribuciones a la Nueva Teoría del Comercio y la Nueva Geografía Económica. Según el Comité que otorga el galardón, el premio fue entregado por el trabajo en donde Krugman explica los patrones del comercio internacional y la concentración geográfica de la riqueza, mediante el examen de los efectos de las economías de escala y de preferencias de los consumidores de bienes y servicios diversos.

Hace unas semanas escribía en El País sobre el hundimiento del EstadoTras la sorpresa de la victoria electoral de Donald Trump, comienza diciendo, mucha gente de derechas e incluso de centro intentó razonar que realmente no sería tan malo. Cada vez que mostraba un ápice de autocontrol —aunque no equivaliese a más que leer su guion sin improvisaciones o dejar el Twitter un día o dos— los analistas se apresuraban a declarar que sencillamente se había “hecho presidente”.

¿Pero podemos admitir ahora que verdaderamente es tan malo como habían predicho sus críticos más duros, o incluso peor?, se pregunta. Y no es solo su desprecio por el Estado de Derecho, que tan claramente puso de manifiesto la declaración de James Comey: como dice el jurista Jeffrey Toobin, si eso no es obstrucción a la justicia ¿qué es? También está el hecho de que la personalidad de Trump, su combinación de revanchismo mezquino y descarada indolencia, lo hace inepto para el cargo. Y eso es un enorme problema. Piensen por un minuto cuánto daño ha hecho este hombre en múltiples frentes en solo cinco meses.

Fijémonos en la sanidad, señala Krugman. Todavía no está claro que los republicanos puedan aprobar un sustituto para el Obamacare (aunque sí está claro que, si lo logran, les quitará la cobertura a decenas de millones de ciudadanos). Pero ocurra lo que ocurra en el frente legislativo, hay grandes problemas en ciernes en los mercados de los seguros en este preciso momento: empresas que se retiran, dejando sin servicio algunas partes del país, o que piden enormes aumentos de primas.

¿Por qué?, comenta. No es, digan lo que digan los republicanos, porque el Obamacare sea un sistema inoperativo; los mercados de los seguros estaban estabilizándose claramente el pasado otoño. El problema, más bien, como las propias aseguradoras han explicado, es la incertidumbre creada por Trump y compañía, en especial el hecho de no aclarar si se mantendrán subvenciones cruciales. En Carolina del Norte, por ejemplo, Blue Cross Blue Shield ha solicitado un aumento del 23% en las primas, pero declarando que habría pedido solo un 9% si estuviese seguro de que se mantendrían las subvenciones para compartir gastos.

¿Y por qué no ha recibido esa garantía? ¿Porque Trump cree sus propias afirmaciones de que puede hacer que el Obamacare se hunda, y después conseguir que los votantes culpen a los demócratas? ¿O porque está demasiado ocupado escribiendo tuits coléricos y jugando al golf como para ocuparse del tema? Es difícil saberlo, responde, pero en cualquier caso, no es manera de hacer política.

O pensemos en la increíble decisión de ponerse del lado de Arabia Saudí en su conflicto con Qatar, un pequeño país que alberga una enorme base militar de Estados Unidos, dice más adelante. En esta disputa no hay buenos, pero sí todas las razones para que Estados Unidos se mantenga al margen. Entonces, ¿qué pretendía Trump? No existe, ni por asomo, una visión estratégica; algunas fuentes insinúan que a lo mejor ni siquiera conocía la existencia de la gran base estadounidense en Qatar y la función crucial que desempeña.

La explicación más probable de sus actos, que han provocado una crisis en la región (y empujado a Qatar a los brazos de Irán), ironiza Krugman, es que los saudíes lo adularon —el Ritz-Carlton proyectó una imagen de cinco pisos de su rostro en uno de los laterales de su propiedad en Riad— y que sus cabilderos gastaron grandes sumas en el hotel Trump International de Washington.

Normalmente, pensaríamos que es ridículo insinuar que un presidente estadounidense pueda desconocer hasta ese punto las cuestiones cruciales y que se le pueda llevar a adoptar medidas de política exterior tan peligrosas con unos incentivos tan ramplones, dice más adelante. ¿Pero podemos creerlo de un hombre incapaz de aceptar la verdad acerca del número de asistentes a su toma de posesión y que se jacta de su victoria electoral en las circunstancias más inadecuadas? Sí.

Y pensemos en su negativa a respaldar el principio central de la OTAN, la obligación de defender a los aliados, una negativa que provocó indignación y sorpresa en su propio equipo de política exterior, comenta poco después. ¿A qué vino eso? Nadie lo sabe, pero vale la pena considerar que, por lo visto, Trump abroncó a los líderes de la Comunidad Europea por la dificultad de construir campos de golf en sus países. De modo que tal vez fuese pura petulancia.

La cuestión, insiste, es que todo indica que Trump ni está a la altura del cargo de presidente ni está dispuesto a hacerse a un lado para dejar que otros hagan bien el trabajo. Y esto ya está empezando a tener consecuencias reales, desde una mala cobertura sanitaria hasta la destrucción de alianzas o la pérdida de credibilidad en el escenario mundial.

Pero, dirán ustedes, afirma, la Bolsa sube, de modo que no puede ir tan mal la cosa. Y es cierto que si bien Wall Street ha perdido parte de su entusiasmo inicial por la trumponomía —el dólar ha vuelto a bajar a niveles preelectorales— inversores y empresarios no parecen estar computando el riesgo de una política verdaderamente desastrosa. Sin embargo, ese riesgo es completamente real, y sospecho que las grandes fortunas, que tienden a equiparar riqueza y virtud, serán las últimas en caer en la cuenta de lo grande que es realmente el riesgo. La presidencia estadounidense es, en muchos aspectos, una especie de monarquía electa, en la que un dirigente temperamental e intelectualmente inepto puede hacer un daño inmenso.

Eso es lo que está ocurriendo ahora, concluye diciendo. Y apenas ha transcurrido la décima parte del primer mandato de Trump. Lo peor, casi con toda seguridad, está por venir.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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lunes, 26 de junio de 2017

[A vuelapluma] La soberanía según Theresa May





El profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco, realizaba hace unas semanas en El País un soberbio análisis, La soberanía según Theresa May, sobre las consecuencias que el Brexit de hace un año está teniendo ya y va a tener para el Reino Unido. El referendo no puede reemplazar a la democracia representativa para pactar una nueva relación con la Unión Europea, dice en él. La democracia directa del Brexit invalida el orden existente, pero para su reconfiguración necesita del Parlamento.

En tiempos de incertidumbre, señala al comienzo de su artículo, es muy poderosa la tentación de regresar a terreno conocido, aunque sepamos que ya no es posible. Tras ciertos espasmos políticos no hay otra cosa que la nostalgia por recuperar lo que ya no es recuperable: soberanía reconocida, autoridades indiscutidas, territorios delimitados, homogeneidad social e incluso enemigos identificados.

El Brexit es uno de esos fenómenos en los que el miedo a lo desconocido se traduce en torpeza y pone en marcha una serie de operaciones políticas de dudosa coherencia, añade. La idea de “recuperar el poder para los británicos” no tardará en ser decepcionada por la realidad al menos en dos aspectos que ponen de relieve su naturaleza paradójica, tanto en lo que se refiere al fin perseguido como al procedimiento: la idea de salirse hacia un espacio de soberanía y hacerlo de un modo directo, plebiscitario, sin las mediaciones de la democracia representativa.

Comencemos examinando en primer lugar la pretensión de abandonar un espacio de interdependencias para recuperar la soberanía fuera, dice más adelante. En la operación de abandonar el espacio de la Unión se constata ya un choque entre dos temporalidades muy diferentes: muchos de los ciudadanos que votaron por abandonar la Unión Europea quieren que esto ocurra sin retraso y no podrán entender que requiera tanto tiempo. Al mismo tiempo, el mundo económico presiona para retrasar el inicio de las negociaciones y que los acuerdos hagan la transición lo más suave posible. El riesgo político que esto plantea al Gobierno de May es que cuanto más tengan en cuenta a estos últimos para proteger los empleos y el crecimiento económico, más se preguntarán los partidarios de irse si esa decisión marca alguna diferencia fundamental.

El estatus mediopensionista que ya tenía Gran Bretaña no ayuda demasiado a este respecto, sigue diciendo. Si fueran miembros de la eurozona o hubieran firmado el acuerdo de Schengen, entonces la reintroducción de la libra o las fronteras estrictas podrían proporcionar una garantía rápida y simbólica de que habían abandonado efectivamente la Unión Europea. Cuanto más suave sea el Brexit menos percibirán los británicos la diferencia. El flujo de bienes, capitales y personas será mayor de lo que seguramente esperaban quienes votaron a favor de la salida. Por otro lado, Gran Bretaña no puede elegir a su antojo los términos en los que participar en el mercado único, por lo que el resultado final de las negociaciones será un compromiso, un término medio pactado, es decir, algo inevitablemente decepcionante para los soberanistas.

La otra gran paradoja tiene que ver con la relación entre las dimensiones plebiscitaria y representativa de la democracia, el verdadero fondo del debate que está en juego, aquí y en todas las democracias, señala después. La campaña por la salida se apoyó en un difuso sentimiento de que la gente ya no es soberana y contribuyó a exagerarlo. De ahí la invocación a la democracia directa —en un país en el que la soberanía parlamentaria es algo sagrado— para remediar el modo como la democracia representativa estaba gestionando las relaciones de Gran Bretaña con la UE. La convocatoria de un referéndum y su resultado son una señal de hasta qué punto se había roto la confianza en los representantes. David Cameron justificó la consulta argumentando que el consentimiento democrático de pertenecer a la Unión se había debilitado (a pesar del hecho de que cada nuevo tratado que aumentaba las competencias comunitarias había sido aprobado en el Parlamento de Westminster).

La estrategia inicial de May consistía en prometer una ley de derogación e iniciar la retirada de la UE por prerrogativa de la corona, comenta. Pero la Corte Suprema obligó al Gobierno a que fuera el Parlamento quien legitimara finalmente el acuerdo. De este modo la democracia directa del Brexit ha invalidado el orden existente, pero su reconfiguración exige confiar en la democracia representativa o recurrir a un referéndum posterior (probablemente, las dos cosas).

Este es el núcleo de la paradoja que se contiene en la tensión entre la soberanía de un instante y su concreción representativa, afirma. Los referendos tienen el efecto de que, como suele decirse, empoderan momentáneamente a la gente pero les dejan dependientes del Gobierno para llevar a cabo el complejo trabajo de, en este caso, transformar un simple no y variadamente motivado en un nuevo tejido de relaciones con la Unión Europea. La expresión de la voluntad popular en un momento puntual no puede reemplazar a la democracia representativa cuando se trata de pactar los términos de la salida y configurar una nueva relación con la Unión. Los británicos votaron por la salida, pero no dieron ninguna indicación en el referéndum acerca de cómo deberían ser los términos ni de la salida ni de esa nueva relación, cuyo diseño y aprobación compete a los Gobiernos y Parlamentos.

El Brexit puede ser una victoria pírrica que contradiga muchos de los objetivos de la campaña por la salida, añade. Los primeros problemas pueden venir de la dificultad de conseguir resultados positivos para satisfacer a los votantes que deseaban una clara ruptura con el statu quo. Las aspiraciones eran muy elevadas. ¿En qué puede consistir “retomar el control” o “recuperar la soberanía” bajo las nuevas circunstancias de una negociación condicionada por numerosas constricciones? ¿Cómo descifrar lo que los votantes querían decir con el leave y hacerlo valer en una compleja negociación con la UE? El referéndum es un instrumento rígido, en la medida en que presenta una opción binaria, cuando en realidad hay un amplio espectro de posibilidades de abandonar la Unión Europea y relacionarse luego con ella. Es una de las paradojas de este y otros referendos: censuran al Gobierno por sus políticas en relación con Europa y le confían la consecución del mejor compromiso posible; suponen que puede conseguirse en unas condiciones especialmente difíciles lo que no se pudo hacer en condiciones de normalidad.

Llevar a la práctica el Brexit requiere no solo el mandato inicial sino también el apoyo público explícito a los términos de la separación, concluye diciendo. A esto obedece la convocatoria de elecciones, que puede mejorar cuantitativamente la posición de May pero no modifica cualitativamente los términos del problema. El adelanto de las elecciones no impedirá que se hagan patentes todas estas contradicciones, ni que deba haber un segundo referéndum sobre el resultado de las negociaciones con la Unión Europea, lo que volverá a complicar las cosas en una época en la que las democracias se han convertido en bazares de la simplicidad.


Dibujo de Eduardo Estrada para El País




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domingo, 16 de agosto de 2015

[Política] Sahara Occidental: Sin novedad en el frente diplomático







Del interminable contencioso jurídico-político sobre el Sahara Occidental he escrito varias veces en Desde el trópico de Cáncer, la última en agosto de 2013. El conflicto del Sahara Occidental se vive y se ha vivido siempre en Canarias con una especial intensidad emocional. No en vano, el Sahara Occidental fue durante cinco siglos el "hinterland" natural de las islas Canarias, y sus aguas y costas caladero y refugio de sus pescadores, por citar solo una de las múltiples actividades que histórica, cultural y económicamente vincularon a Canarias con el Sahara Occidental. Una mejor y más inteligente administración del territorio por España podría haberlo convertido en una única entidad jurídico-política, junto con Canarias, dentro del Estado español, pero eso es ya ciencia-ficción política y no vale la pena entretenerse en ello. Sólo lo dejo expuesto como algo que pudo ser y no fue y que curiosamente, al menos a mí me llama mucho la atención, es algo reivindicado aun por algún grupúsculo independentista canario que promueve la africanidad "política" (la geográfica no es discutible, pues basta con mirar un mapa) del archipiélago.

El fracaso del mediador y enviado especial del Secretario General de Naciones Unidas para el Sahara Occidental, el diplomático holandés Peter Van Walsum, por estas mismas fechas de 2008, estaba cantado desde hacía tiempo. El periodista Ignacio Cembrero lo explicitó en su día en El País en un artículo titulado "La ONU prescinde del enviado para el Sáhara Occidental", en el que hablaba del desencuentro cada vez más acentuado entre Ban Ki-Moon, Secretario General de Naciones Unidas, y el señor Van Walsum, que llevaron al primero a no renovarle en el cargo de enviado especial. En el mismo número del diario se publicaba también el documento que el hasta aquel momento enviado especial de Naciones Unidas para el Sahara Occidental, Peter Van Walsum: "El largo y complejo problema del Sáhara", había hecho público exponiendo las razones de su fracaso mediador y las responsabilidades que en ese fracaso habían tenido los actores del contencioso sobre el Sahara Occidental: Marruecos, el Frente Polisario, Naciones Unidas y España, a la que acusaba, en su entrevista a El País del día 8 de agosto, de mentir a su "sociedad civil" sobre la realidad del problema del Sahara Occidental y de que un "Sahara independiente era inalcanzable" por culpa única y exclusiva de Marruecos.

Este comentario no es un ensayo jurídico-político. Son, exclusivamente, mis reflexiones como ciudadano español sobre un asunto que me preocupa sobremanera. Dicho ésto, y aunque se que voy contracorriente entre la opinión pública canaria y española, pienso que el señor Peter Van Walsum tiene toda la razón en lo que dice: que el conflicto es insoluble porque ninguna de las partes interesadas tiene el "menor interés" en que se resuelva.

Para mí, y en relación con el reparto de responsabilidades a las que aludía el informe del señor Van Walsum, el primer responsable del actual conflicto fue España, o para ser más concreto, el gobierno de Carlos Arias Navarro, que delegó la administración del territorio en 1976 en manos de Marruecos y de Mauritania sin base jurídica alguna para ello. Como en Guinea Ecuatorial, en 1968, el gobierno engañó a españoles y saharauis haciéndoles creer a ambos que eran ciudadanos iguales de un mismo Estado. Estaba claro que no era así, que el Sahara, como antes Guinea Ecuatorial e Ifni, no eran provincias españolas. Eran meras colonias, y sus ciudadanos, ciudadanos españoles de segunda categoría, meramente nominales, aunque a decir verdad, ciudadanos de segunda éramos todos los españoles en esa época.

Respecto al pueblo saharaui, por el que siento un profundo respeto, pienso que el monopolio de su representación política por parte del Frente Polisario no es precisamente garantía de un futuro democrático. El Frente Polisario se ha hecho con la representación única y exclusiva del pueblo saharaui cuando en realidad no es más que un movimiento político, no "el pueblo saharaui".

Respecto de Marruecos, una monarquía semifeudal donde las libertades reales brillan por su ausencia, pienso que se equivoca no admitiendo la posibilidad del referéndum auspiciado por Naciones Unidas. Y lo pienso, precisamente, por las mismas razones que critico al Frente Polisario, por confundir un grupo político con un pueblo entero. Es posible que los primeros sorprendidos por el resultado de un hipotético referéndum de autodeterminación fueran los que lo promueven.

Mi crítica a Naciones Unidas es un reflejo fiel de las reflexiones mismas del señor Van Walsum, así que les ahorro la exposición de las mismas. Las sinrazones de unos y otros hacen que se eternice un conflicto que debería estar resuelto hace mucho tiempo. En todo caso, quiero dejar clara mi apuesta de futuro por un Sahara libre, pacífico y democrático. Sobre todo, por la cuenta que nos trae a los canarios, pero siete años después todo sigue igual.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt




http://www.elpais.com/recorte/20080828elpepiint_6/LCO340/Ies/Peter_Van_Walsum.jpg
Peter Van Walsum




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Todo poder corrompe y el poder absoluto, de forma absoluta (Lord Acton)