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viernes, 8 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] ¿Qué le pasa a Podemos?





Los observadores coinciden. Mientras el problema de Cataluña esté abierto, el mapa político español no se cerrará. Ahora bien, el problema catalán todavía tiene un largo trecho histórico, así que nadie cante victoria, afirma en El Mundo el profesor José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.

 Si algo ha caracterizado a la clase política catalana a través de la historia, comienza diciendo Villacañas, ha sido sus cambios de inflexibilidad y flexibilidad. Sin embargo, nada apunta a que haya empezado ya otro ciclo. La designación de Rovira presagia rigidez. Su extracción pequeño-burguesa, como la de Puigdemont, le inclina hacia un sentido sublimado de la política como fuente de la dignidad existencial. Sólo cuando el liderazgo venga de nuevo de los diversos estratos de Barcelona se abrirá paso la flexibilidad. Eso quiere decir que la transición será lenta. La catástrofe del pujolismo no se curará de la noche a la mañana. Sólo un escenario permitiría rapidez: que entre PP, Cs y PSC obtuvieran mayoría absoluta. Soñar es gratis, pero el nacionalismo catalán no se va a derrumbar el 21-D. Aspira a mantener la mayoría independentista, y con Rovira en la Generalitat nada se dulcificará. Si Colau fuera necesaria, sin embargo, se podría disminuir un grado la tensión. En ambos casos, el problema estará en Rivera, que tendrá que explicar que él tampoco tiene una solución para Cataluña. En realidad, por ahora nadie la tiene. Con Colau al menos se acabaría la vía unilateral. De otro modo, seguiremos en el eterno retorno que comenzó con el referéndum del 9-N de 2014. Por supuesto no irá lejos, pero para el independentismo todavía no es la derrota. Puesto que la mayoría absoluta de las fuerzas constitucionalistas la considero difícil, el único cambio es suavizar el unilateralismo secesionista. Eso puede significar Colau. 

Sabiendo esto, Colau ha tenido que mantenerse cerca de ERC, para facilitar el acercamiento de los que puedan apostar por descender un grado en la intensidad independentista. Cuántos serán esos, no lo sabemos. Pero la mayoría vive en Barcelona y alrededores, y eso es bueno, porque si hay algo que deprime al independentismo es no sumar a la capital. Pero tan pronto el unilateralismo baje de grado, la posición del PSC será la de disponible. Al menos en Barcelona, de nuevo, la clave de todo. La paleta completa podría comenzar a matizarse. En suma: mientras que Cataluña sólo tiene una evolución lenta, el resto de España, cansado y aburrido, parece inclinado a soluciones rápidas. Es un error inducido por una clase política sin otros recursos que la ensoñación. Eso es lo que hace la situación endemoniada: los tempos en España aceleran la concentración de voto en las fuerzas constitucionalistas, mientras que en Cataluña no preveo nada parecido. 

Este es el fundamento último de que Podemos baje. Sin embargo, conviene ser cautos y analizar bien los motivos. Para ello un poco de escepticismo no vendría mal. Las encuestas no miden el tiempo de la política. Miden un instante, no el proceso. Reflejan el pico de la ola, no la trayectoria. Si la preocupación por Cataluña sube al segundo lugar de inquietud, y si los españoles tienen prisa por dejarla atrás, es lógico que Podemos baje. Eso no sería preocupante. Lo preocupante es que el entorno de Podemos (y Colau) no haya preparado un discurso para cuando las prisas se vean decepcionadas y ni Rivera ni Rajoy tengan respuesta al problema catalán. El problema es que, mirando el proceso, no identificamos qué tendría que pasar para que Podemos subiera de nuevo. Lo peculiar de la situación es que Podemos no ha hecho pedagogía política antes ni tiene margen para hacerla después. Así las cosas, Podemos tiene que ir a remolque de lo que haga Colau y pagar los gastos. Esto es profundizar en la divergencia entre la representación política catalana y la española, dos icebergs que no deben separarse más. 

Esta es la primera cuestión. Podemos no ha elaborado una teoría de España. Bescansadixit. Pero ¿quién la tiene? Esa es la fortuna del PP. Lo que Bescansa olvida es que la estructura actual del partido no la hace posible. Los mimbres que tenemos ahora para una teoría de España no son escuchados en Cataluña, y los que rebajarían un grado la escalada de Cataluña apenas apagarían la urgencia española. Sin embargo, para eso está la política, para encarar estas situaciones con solvencia. Podemos no lo ha hecho. Y no porque haya hecho seguidismo de Colau. Eso se podría explicar. El problema es que, Colau y otros actores, paralizados por la divergencia creciente de sociedades, han proyectado la imagen de que desearían para la sociedad española la misma dualidad que para la catalana. Ha cristalizado la idea de que sólo catalanizando España puede haber una solución para Cataluña. Esto implica que las fuerzas que reclaman una ruptura constitucional sean mayoría o estén cerca de serlo a este lado del Ebro. Eso es otro sueño y no va a suceder. 

Esta indecisión entre la reforma y la ruptura sitúa a Podemos en un lugar inviable. Colau afirma un referéndum pactado. Bien. Pero eso implica respeto al Estado de derecho. Y eso implica aceptar el marco legal. Dejar las cosas en un primer punto no es persuasivo, ni allí ni aquí. Sobre todo aquí tiene costes ingentes. Y ahora voy con la segunda razón. Esto sucede quizá porque Podemos no ha sabido leer bien el proceso político que se abrió con el 15-M. Iglesias creció en medio del conflicto y eso determinó su sentido de las cosas. Su comprensión del partido y de la política es el de un instrumento de excepcionalidad. Pero la gente que se movilizó el 15-M no quería conflicto, sino soluciones. La inmensa mayoría de los votantes que se movilizaron contra la crisis y contra la corrupción no eran radicales demandando excepcionalidad, sino votantes razonables deseosos de acabar con la excepcionalidad del Gobierno de Rajoy. No exigían inseguridad. Al contrario, rechazaban a Rajoy y su Gobierno porque era la inseguridad andante. 

Por tanto, Podemos debe alejar la impresión de que Cataluña no es sino la situación de conflicto necesaria para ejercer su comprensión de la política. Colau da esa impresión. Dice que se suma a las movilizaciones, un modo de mantener el conflicto abierto. Pero ese es el fin deseado por los independentistas: no ser derrotados. Sin embargo, un movimiento sin fin es desalentador. Eso ha ido restando seguidores a Podemos allí y aquí. La posición razonable ante el conflicto es ofrecer soluciones. Sólo los independentistas prefieren no hacerlo. De ese modo, Colau es percibida como uno de ellos. Y eso encaja con la idea que muchos españoles tienen de Podemos como un partido de conflicto.

Este hecho tiene profundas causas que apuntan a la victoria de Vistalegre II. Y esta es la tercera razón. La dirección victoriosa no pudo romper con la imagen de un partido de conflicto, sin soluciones, porque tuvo que sostenerse sobre los anticapitalistas. Ni el Mesías reencarnado podrá lograr, sin embargo, que dejando libres a los 'anti' se logre un partido de soluciones. Un partido reactivo está condenado a ser subalterno del conflicto. La victoria de Vistalegre II se convierte en una condena. 

Los anticapitalistas no tienen idea de partido. En realidad, es una corriente en libre fuga hacia delante. En estas condiciones, con los anticapitalistas de guerrilleros en el campo de batalla, alterar la imagen del partido es muy complicado. La contradicción en que se mueve la dirección de Iglesias consiste en alejar toda búsqueda republicana de lo común mientras los anticapitalistas lleven la voz más escandalosa. Con ello llegamos al verdadero problema. No se trata tanto de que la dirección actual de Podemos haya quedado desde Vistalegre II asociada a ellos. Se trata de que nadie, Colau incluida, los contradice con claridad y franqueza. Y esto es así porque la dirección actual es demasiado estrecha como para articular un discurso alternativo coherente. Así que, para los independentistas, Podemos siempre estará con el Estado y para los españoles no se diferencia de los independentistas. En suma, el caos. 

La única solución pasa por la valentía de reconocer que sólo una reforma puede canalizar la estrategia republicana de la búsqueda de lo común. Esta reforma implica rehacer el contrato social español completo, también el que vinculaba a España con Cataluña, hoy roto. Colau, para rebajar un grado la política catalana, tiene que centrarse en eliminar el secesionismo unilateral. Pero Podemos, para detener el desgaste, tiene que centrarse en hallar lo común de nuevo a todos los españoles y eso implica el esquema de una nueva España. Con el actual grupo directivo, que se elevó sobre la legitimidad de los anti, eso no es posible. La productividad del conflicto es baja en el largo plazo. Pero Vistalegre II surgió del conflicto, mientras el electorado siempre quiso soluciones. Por eso sin una nueva colegiatura en la dirección en Podemos, el cambio de rumbo político, inevitable para la búsqueda de lo común, no podrá hallarse. José Luis Villacañas es catedrático de Filosofía 



Dibujo de Raúl Arias para El Mundo


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sábado, 2 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] La hora de los nacionalismos





Hoy, las banderas ya no solo ondean en Cataluña sino en el resto del Estado. PP y Ciudadanos van a pugnar por el voto más identitario, por lo que el nacionalismo puede convertirse en el principal campo de batalla de la política española, señala en El País el profesor Lluís Orriols, doctor por la Universidad de Oxford y profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.

Hasta hace pocas semanas, comienza diciendo el profesor Orriols, el debate en torno al llamado “problema catalán” provocaba entre la opinión pública española más sensación de desafecto que de preocupación. Sin embargo, tras los acontecimientos del 1-O se ha puesto de manifiesto que la cuestión territorial es, de entre las distintas piezas que componen la crisis política, la de mayor gravedad y trascendencia. Y así parece haberlo entendido la sociedad española. Según el último barómetro del CIS, la independencia de Cataluña se sitúa ahora como el segundo problema más importante de España, sólo por detrás del paro. Se trata de un cambio sustancial, pues hace apenas dos meses prácticamente nadie incluía esta cuestión como una de sus principales preocupaciones.

Aunque la gravedad de la crisis territorial empieza a calar ahora entre la sociedad española, esta cuestión lleva ya un lustro agitando la vida política catalana. El proceso soberanista ha provocado que los dos partidos tradicionalmente centrales en Cataluña, el PSC y muy especialmente CiU, hayan perdido esa transversalidad política que les permitía cosechar tan buenos resultados en el pasado. Ya nada queda de esa vieja Convergència que lograba en 2010 erigirse como la fuerza más votada tanto entre el electorado con identidad catalana como española. Hoy en Cataluña existe poco mestizaje político: cada comunidad nacional cuenta con su propio menú de partidos. La única fuerza política que, por ahora, aún mantiene un electorado relativamente transversal en lo identitario es Catalunya en Comú. Aunque la mayoría de sus apoyos tienen una identidad nacional mixta o española, aún conservan alrededor de un 40% de sus bases con una identidad catalana.

Desde inicios de septiembre, el debate identitario ha cruzado definitivamente las fronteras catalanas y ha empezado a impregnar la vida política del conjunto de España. La crisis territorial ha conseguido monopolizar la agenda política del país y todo indica que seguirá marcando de forma determinante las coordenadas del debate político en los próximos meses. La política española parece dirigirse, pues, hacia una etapa en la que la competición política se dirimirá en el terreno de las identidades nacionales.

A priori, podría pensarse que este nuevo escenario es favorable para los intereses del PP, pues este partido suele sentirse más cómodo compitiendo en la dimensión nacionalista que en la clásica lógica izquierda-derecha. En el pasado, el uso de un discurso más de corte identitario le sirvió al PP para romper las filas socialistas. Por ejemplo, en 2008 el PP de Rajoy logró crecer a costa del PSOE en un contexto particularmente marcado por el debate en torno al Estatut de Cataluña y la tregua de ETA. Entonces, el Partido Socialista pudo compensar esas fugas gracias a recibir un voto estratégico anti-PP procedente del entorno de IU y de los partidos nacionalistas periféricos, algo que hoy resultaría más difícil de lograr.

En esta ocasión existen al menos tres motivos para pensar que el PP puede tener mayores dificultades para obtener réditos electorales de la confrontación entre Cataluña y España. En primer lugar, el PSOE, consciente de su debilidad en ese terreno, ha intentado evitar la confrontación directa con el PP. Por tanto, no es de esperar que la crisis territorial abra ahora grietas preocupantes entre las bases socialistas. En segundo lugar, el PP está hoy en el Gobierno y, por consiguiente, sujeto a la rendición de cuentas por su gestión. No es descartable que la gravedad de la crisis catalana pueda acabar pasando factura al PP si el gobierno pierde el control de la situación. El referéndum ilegal del 1-O dejó patente hasta qué punto el proceso soberanista puede llegar a desbordar al Gobierno central. Puede que la próxima legislatura el movimiento soberanista renuncie a la unilateralidad, pero aún así la crisis catalana sigue siendo un campo de minas para el ejecutivo central.

Pero el factor clave que puede dificultar al PP beneficiarse electoralmente de la crisis territorial catalana es la existencia de un nuevo competidor en la dimensión nacionalista: Ciudadanos. Desde su irrupción en la política catalana en 2006, Ciudadanos goza de una acreditada y solvente hoja de servicios en su lucha contra el nacionalismo catalán. Según su manifiesto fundacional, Ciudadanos nacía con el fin de atender a esa izquierda no nacionalista que se sentía huérfana de opciones políticas debido al perfil catalanista del PSC. Desde entonces, Ciutadans ha cosechado numerosos éxitos electorales, arañando votos inicialmente del PSC, más tarde del PP y finalmente de CiU tras el inicio del proceso soberanista.

Sin embargo, cuando Ciudadanos empezó a expandirse por el resto del Estado, lo hizo con un perfil marcadamente distinto del de sus inicios. Este partido quiso presentarse ante la opinión pública española como un partido reformista, cuyo objetivo era esencialmente la regeneración democrática e institucional del país. Así pues, el éxito inicial de Ciudadanos en la política española nada tuvo que ver con su tradicional discurso antinacionalista catalán. De hecho, el ascenso de Ciudadanos en las elecciones generales de 2015 no se explicó por cuestiones relacionadas con la identidad nacional sino que respondió esencialmente a la desafección política y al hartazgo con la corrupción y la política tradicional.

El terremoto político generado por el proceso soberanista ha situado la cuestión catalana en el centro de la agenda política. Ahora la lucha entre PP y Ciudadanos parece estar desplazándose al terreno de las identidades nacionales. Ciudadanos tiene ahora la oportunidad de recurrir a su tradicional pedigrí antinacionalista catalán para ganar votos no solo en Cataluña sino también en el resto del Estado. No hay duda de que el PP es plenamente consciente de la amenaza que supone Ciudadanos si los sentimientos nacionales empiezan a impregnar la competición partidista en el conjunto de España. Es por este motivo que el Gobierno de Mariano Rajoy ha intentado a toda costa monopolizar el patrimonio del 155 y evitar que Ciudadanos cobre cualquier tipo de protagonismo en la actual crisis catalana.

En definitiva, hoy las banderas ya no solo ondean en los balcones de Cataluña sino que también empiezan a asomarse en los del resto del Estado. Nos dirigimos hacia una nueva etapa en la que las identidades nacionales podrían cobrar un protagonismo sin precedentes en nuestro país. Durante los próximos meses deberemos estar particularmente atentos a la nueva pugna abierta entre PP y Ciudadanos para hacerse con el voto más identitario. De mantenerse la crisis catalana, el nacionalismo podría convertirse en el principal campo de batalla de la política española.



Dibujo de Eulogia Merle para El País


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domingo, 13 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Actúa: ¿Una sigla más en la izquierda?





Resulta lógico que quienes reniegan de la mezcla de maniqueísmo primario y de subordinación orgánica a Podemos de la izquierda española se sumen a la aventura de Actúa, escribe en El País Antonio Elorza, historiador, ensayista y catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid.

“Los viejos rockeros nunca mueren”, cantaba Miguel Ríos. El tema viene de inmediato a la mente al leer la lista de firmantes del manifiesto presentado por el movimiento político Actúa como paso previo a su reciente fundación, señala Elorza. En torno al exlíder de Izquierda Unida, encontramos a personajes inscritos bajo distintas siglas en aquella izquierda democrática que el PCE cobijó primero, y destruyó más tarde, pero que en cualquier caso desempeñó un papel de primer orden de cara a nuestra transición a la democracia. Ahí están Cristina Almeida, Teresa Aranguren, el exrector Carlos Berzosa, Antonio Gutiérrez, el ex secretario general de CC OO, tras un dignísimo paso por el socialismo, y una pareja de escritores siempre leales a sus ideas, Almudena Grandes y Luis García Montero. El fichaje estrella, como no podía ser menos, es el juez Baltasar Garzón, una baza atractiva para la política anticorrupción (y para retomar con rigor el tema de la memoria histórica).

Son los restos de un naufragio, o de varios naufragios, pero a lo largo de las pasadas décadas supieron al menos mantener una actuación coherente, firme y sin estridencias, a partir de la cual resulta lógico que busquen una vía autónoma frente a la mezcla de maniqueísmo primario y de subordinación orgánica a Podemos que ha determinado la muerte política de Izquierda Unida. Desde su nacimiento en 1986, como lancha de salvamento del hundimiento del PCE, IU tropezó con un problema de liderazgo: pensada por Nicolás Sartorius, la puesta en práctica de su estrategia acabó absurdamente en manos de Julio Anguita, promotor de una política binaria, de regreso al clase contra clase, inspiradora de la actual de Alberto Garzón. Llamazares puso buen sentido en sus años de gestión y es lógico que ahora encabece el necesario y difícil intento de reconstrucción.

El intento forma parte de la pléyade de movimientos que van surgiendo de la desintegración de la socialdemocracia (Francia) o de los sucesores del comunismo democrático (Italia). La crisis de la democracia social se inició en los años 70, con el paso a una coyuntura económica depresiva que culminó en la crisis de 2008. Sin nada que repartir, ante el fracaso de todo intento keynesiano, la conversión en partido de profesionales integrados y el giro defensivo de la mentalidad obrera, su única baza fue capitalizar el rechazo a una derecha impopular (Hollande 2012, Sánchez 2017). Con el riesgo de que más dura sea luego la caída.

Queda en pie una exigencia: la lucha contra una creciente e inaceptable desigualdad, que constituye la primera vocación de Actúa. A su lado, prioridad al desplazamiento del PP, ecología y anticorrupción. Es un bosquejo que toca ahora desarrollar, en cuestiones capitales (economía, Europa, política internacional). Una compleja andadura, concluye diciendo el profesor Elorza



El exjuez Baltasar Garzón



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miércoles, 26 de abril de 2017

[A vuelapluma] Corromper/Dimitir: en España, verbos impersonales e intransitivos





En gramática se denomina verbos intransitivos a aquellos que no exigen complemento, y verbos impersonales a aquellos que solo admiten su conjugación en la tercera personal del singular: él, ella... Seguro que van captando por donde van los tiros... Sí, por los verbos dimitir y corromper, que como ustedes saben no son impersonales ni intransitivos, pero que en España, a efectos teóricos y prácticos de su clase política,  sí lo son, tajantemente, sin la menor duda ni vacilación. 

Aquí no dimite ni Dios... Está pegado a la silla con poxipol... Son frases oídas una y otra vez que expresan con ironía la perspicacia de los españoles de a pie sobre la condición moral, mayoritaria, de su clase política. Pero aunque los individuos tengan responsabilidades morales exigibles, y de de vez en cuando, las asuman de grado o por fuerza, los partidos políticos no responden a ese criterio. Se escudan en el clásico "y tú, más" para eludir sus responsabilidades colectivas, y resulta claro que para combatir la corrupción es necesario que las organizaciones políticas tengan que rendir cuentas a controles externos ajenos a sus propias estructuras políticas. 

Peter Mair (1951-2011) famoso politólogo irlandés fallecido prematuramente, escribió al inicio de su libro Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental (Alianza, Madrid, 2015), que la era de las democracias de partido había pasado, pero que las democracias modernas eran impensable sin la existencia de los partidos, motivo por lo cual, al fallar estos -que es el caso, y no solo en España y Europa, sino en todas las democracias liberales- las democracias fallaban por su base y se resentían todas las estructuras de las mismas. Y hace unos días el profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Pública de Navarra, Jorge Urdánoz, publicaba un artículo sobre este mismo asunto titulado El silencio de los partidos, que comenzaba aludiendo a la querencia irrefrenable de nuestro ministro de Justicia, Rafael Catalá, por la conocida cantinela según la cual “la responsabilidad política por la corrupción se salda en las urnas”. Una tonadilla, continuaba diciendo, que atrapa a las mil maravillas nuestra tortuosa relación con la corrupción y que resulta, por lo demás, particularmente pegadiza: tampoco sus críticos parecen poder quitársela de la cabeza. Muchas muestras de indignación e innumerables aspavientos, sí… pero razones, entre pocas y ninguna.

El problema, añadía más adelante, radica en que seguimos atrapados en una dicotomía —la que distingue entre responsabilidad penal y responsabilidad política, sin admitir otro matiz— que, lejos de iluminarnos, lo que logra es ofuscarnos. En un universo conceptual en el que solo alumbran esos dos soles, la responsabilidad política únicamente puede enfocarse desde un prisma moral, deontológico. Los políticos dimitirían por principios, como movidos por el rechazo ético que en su interior provocarían ciertos proyectos de ley o ciertos comportamientos. El impulso volitivo sería por tanto interno, autónomo, personal. Se dimitiría por coherencia, por integridad, por vergüenza o por cualquier otra categoría eminentemente moral. Es un espejismo.

Esa concepción, dice en él, se forja en el siglo XIX, cuando los protagonistas de la política eran individuos, esto es, parlamentarios de carne y hueso. Pero hace ya mucho que la política no la protagonizan las personas —susceptibles de principios, de moral y de integridad—, sino los partidos. Y a los partidos el sol de la moral no parece iluminarles ni mucho ni poco. Ellos responden a otro tipo de luz.

Para percibir esa luz hemos de mirar fuera, señala. En inglés “responsabilidad” se dice de dos maneras: “Responsability” y “accountability”. El primer vocablo equivale a nuestra “responsabilidad moral”, y se aplica por tanto a los individuos. El segundo no tiene en castellano un equivalente exacto… ese es nuestro problema, y por eso solo nos es dado entender la responsabilidad política como responsabilidad personal. Nos falta un término para la accountability.

¿Y quién es esa señora?, se pregunta. Pues es ese tipo de responsabilidad que, siendo política, no es sin embargo personal. “Accountability” suele traducirse como “rendición de cuentas”, un rodeo terminológico a mi juicio poco eficaz porque rechaza la subjetivación: no podemos decir que los partidos son “rindables de cuentas” o algo así. O podemos, claro, pero el resultado es espantoso.

Yo propongo “controlabilidad”, dice. Al contrario que la responsabilidad moral —interna, autónoma, personal— la controlabilidad sería externa, heterónoma e institucional. Los individuos tienen responsabilidad moral, esto es, responden ante sus principios (por definición, internos). Los partidos no pueden responder ante algo así, por lo que responden ante controles (externos). No son responsables, son controlables. O, más bien, resultarán responsables solo en la medida en que se sometan a ciertos controles. Y tanto la responsabilidad moral de los políticos como la controlabilidad de los partidos son responsabilidad política.

Así que, continúa diciendo, en cierto sentido, la tonadilla del ministro no anda del todo desafinada. Todo lo que no es responsabilidad penal es responsabilidad política y esta “se salda en las urnas”. De acuerdo, pero… ¿en qué urnas? Porque a lo mejor no se trata de cambiar de canción, sino de añadir versos al estribillo.

El problema aquí, afirma, es que en España solo existe un tipo de control externo y político para los partidos: las elecciones. Constituyen la única ocasión en que los partidos se someten a una evaluación política independiente de ellos mismos. Se trata de una insuficiencia democrática en la que radica el origen de muchos de nuestros males.

¿Queremos luchar contra la corrupción?, nos pregunta. Hay muchos frentes, pero el primero es el político, porque sin él los demás no se activarán. Necesitamos que la política responda más y mejor a la voluntad de la gente, esto es, que la política sea más responsable. Así que necesitamos más “urnas”, en efecto: primarias, censos de militantes con derecho a voto, congresos partidistas bianuales y controlados por el poder judicial, etcétera. Nuestra Ley de Partidos es un chiste. No incluye ni un solo control democrático entre elección y elección. No hay urnas entre las urnas.

¿Por qué en otros países, dice más adelante, los políticos dimiten más a menudo? No es porque sus políticos atesoren una integridad moral superior, o algo así. Es porque su sistema político incorpora más controles, muchos más. Su musiquilla política incluye esos estribillos por ley. Y la melodía resultante es otra. Política, sí, pero otra.

El caso del alemán Von Guttemberg —que dimitió de la vicepresidencia del país al descubrirse que había copiado su tesis doctoral—, comenta, se cita con fruición y envidia entre nosotros. Lo que no se cita es que su mayor inquisidora fue la ministra de Educación de su propio Gobierno. ¿Se imaginan, en España, a un ministro criticando a otro abiertamente? Aquí y ahora es política ficción, pero esa es la música a la que nos acostumbraríamos si la corrupción no fuera, como es entre nosotros, tan solo un arma para atizar al partido rival sino, además, una lacra a denunciar también en el compañero de partido contra el que compito por un puesto en la organización.

En España, afirma, están cambiando muchas cosas. Una de las que debería cambiar en primer lugar es el abrumador silencio que reina en el interior de los partidos. Un silencio que, si se piensa bien, es antipolítica pura. Si en Alemania es normal que un ministro critique a otro por copiar en la universidad… ¿qué no hubieran oído en aquel país los electores de centroderecha decir a sus representantes si hubiera aparecido algo así como un Bárcenas teutón?

Mirémonos al espejo. concluye diciendo. Aquí, casi sin excepción, en cada caso de corrupción los representados no oyen a sus representantes, sino solo a los de la oposición. El “y tú más” debería empezar a tornarse en “qué vergüenza que envilezcas nuestros principios con tu actitud”. Introducir controles es el primer paso para que esa música comience a cambiar. Y así, quizás, podremos empezar a olvidar de una vez la vieja tonadilla que tanto encandila al ministro, a su partido y a ese ensordecedor silencio ante la corrupción de los suyos que los caracteriza.



Esperanza Aguirre, expresidenta de la C.A. de Madrid 



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  • viernes, 21 de abril de 2017

    [A vuelapluma] ¿Politizar la justicia? ¿Judicializar la política?






    Aunque uno acaba por acostumbrarse a casi todo lo malo (a lo bueno, por desgracia, también), la verdad es que llevamos unas semanas de espanto con los asuntos de corrupción que sobrevuelan por las cloacas del partido gobernante. Y de los otros, claro, pero ahora, según parece le ha tocado el "Gordo" al PP... Y es que los jueces le han perdido el respeto, o el miedo, a los gobernantes, y claro, pasa lo que pasa. Pero la verdad, como casi siempre, suele estar en el justo medio.

    Francesc Carreras es un profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Barcelona que escribe muy a menudo sobre asuntos de política nacional y de jueces. Normalmente, en el mismo paquete, y a veces de forma individualizada. Hace unos días lo hacía sobre la presunta politización de la Justicia y la judicialización de la política en nuestro país. Y ambas cosas son malas, porque es indudable que aunque sean mundos paralelos que se entrecrucen a veces, quizá más de lo debido, no deberían confundir sus respectivos ámbitos de actuación.

    ¿Qué es politizar la Justicia?, se preguntaba el profesor Carreras. Someter a juicio la actuación de los políticos cuando incumplen las normas es consustancial a un Estado de derecho, dice, pero los jueces deben utilizar los principios de racionalidad jurídica, con métodos interpretativos preestablecidos en la ley.

    Se habla con mucha frecuencia, señala, de la judicialización de la política y de la politización de la Justicia, entendiendo por tales expresiones que la actuación de los jueces, o bien se interfiere en la actividad propia de los políticos, o bien la sustituye. ¿Puede ser ello posible en un Estado de derecho? Veamos. A veces se acusa de judicializar la política cuando se procesa a algún cargo público o a personas relacionadas con partidos políticos. En sí mismo, esto no es judicializar la política si el juez cumple con una función imprescindible en un Estado de derecho: controlar jurídicamente al poder.

    Naturalmente, si los motivos del encausamiento no son éstos, si los órganos judiciales actúan por causas no justificadas en razones jurídicas sino sólo en razones políticas, señala, entonces podemos hablar de judicializar la política ya que el juez se extralimita en su función al invadir un campo en el que no es competente, vulnerando así el principio de división de poderes. El juez, en ese supuesto, debe hacer frente a su responsabilidad jurídica, sea penal, civil o disciplinaria, ya que al ser un poder independiente no es políticamente responsable ante ningún otro.

    Por su parte, sigue diciendo, la politización de la Justicia significa que el juez, en las resoluciones que dicta en el ejercicio de su función (providencias, autos o sentencias), no basa sus argumentos en la racionalidad jurídica sino en la racionalidad política, ambas de muy distinta naturaleza y, por supuesto, legítimas, siempre que una (la jurídica) sea utilizada por los jueces al adoptar sus decisiones y otra (la política) los órganos políticos, el legislativo y el ejecutivo, para adoptar las suyas. Veamos la diferencia entre ambos tipos de racionalidad para comprender el significado de la politización de la Justicia.

    El político, añade más adelante, es decir, el cargo público con responsabilidad política, toma decisiones para resolver los conflictos de todo tipo que se plantean en una sociedad y los argumentos (políticos) que emplea se justifican sobre todo por las finalidades que pretende. Actúa, como suele decirse, según criterios de oportunidad y conveniencia, netamente subjetivos, porque dependen de las tendencias ideológicas de quien las tome, de razones estratégicas y tácticas, de compromisos partidistas, programas electorales o programas de gobierno. Los argumentos para adoptar estas decisiones están basados, entre otros, en datos empíricos, en teorías económicas o políticas, en factores estructurales o coyunturales, tanto de carácter interno como internacional.

    Si ponemos como ejemplo la tradicional, comenta, aunque hoy insuficiente, contraposición entre izquierda y derecha, un político de izquierdas, en principio, tenderá a favorecer en la misma medida la igualdad social y la libertad individual, mientras que uno de derechas dará preferencia a la libertad sobre la igualdad. Las decisiones políticas serán distintas porque los modelos que se defienden son distintos. En todo caso, para escoger entre las varias opciones políticas posibles, las leyes sólo serán el marco formal que no deberá rebasarse al tomar una decisión, pero no el contenido de la decisión misma. Este contenido deberá justificarse con argumentos de conveniencia u oportunidad.

    El juez, por el contrario, sigue diciendo, argumenta desde un tipo de racionalidad distinta, desde la racionalidad jurídica, mucho más objetiva que la anterior. En efecto, el juez actúa en el curso de un proceso, dotado de las garantías constitucionales prescritas en el artículo 24 de la Constitución, y en sus resoluciones está absolutamente sometido a las leyes. En estas resoluciones, en especial en las sentencias, no se argumenta de acuerdo con los personales criterios de justicia del juez sino con aquello que la ley establece. En eso, precisamente, consiste la independencia judicial: el juez es independiente de todos los demás poderes pero está absolutamente sometido a la ley, no puede escapar a lo que prescribe la misma. Juzgar no es hacer justicia según la voluntad del juez sino de conformidad con la ley, aunque el juez, como es frecuente, esté en desacuerdo con ella.

    Dictar una sentencia, señala, presupone en primer lugar precisar los hechos que son relevantes para resolver un caso; en segundo lugar, encontrar en el ordenamiento las normas aplicables; y, en tercer lugar, interpretar estas normas de acuerdo con unos métodos preestablecidos, en nuestro ordenamiento los enunciados en el artículo 3.1 del Código Civil, aunque no son los únicos.

    Esta limitación de los métodos interpretativos es una garantía de la seguridad jurídica, afirma. El juez no puede utilizar cualquier método para interpretar el significado de una norma sino sólo aquellos aceptados por la comunidad jurídica. Además, son elementos importantes en la argumentación del juez al dictar, la jurisprudencia y el precedente judicial (que garantiza la igualdad de trato) y, en menor medida, la doctrina de los juristas. Así pues, la principal garantía de que el juez se atiene a la ley en sus resoluciones está en la motivación de las mismas, argumentada en los fundamentos jurídicos. Una sentencia será buena o mala, no porque el fallo se ajuste o no a nuestras convicciones sobre la justicia como valor, sino por los argumentos jurídicos —basados en hechos y en normas— que la motivan.

    En definitiva, afirma, someter a juicio la actuación de los políticos cuando incumplen las normas, no sólo es democráticamente legítimo sino que es consustancial a un Estado de derecho: los poderes deben atenerse a las leyes y toda desviación debe ser controlada por los jueces. Ahora bien, si estos jueces, en la motivación de sus resoluciones, no utilizan los métodos objetivos de la racionalidad jurídica sino los subjetivos de la racionalidad política, entonces, y sólo entonces, podremos hablar de politización de la justicia. En este supuesto, se habrá vulnerado la separación de poderes y un poder, el judicial, que es democrático mientras cumpla con su función de aplicar leyes de acuerdo con lo antes dicho, habrá rebasado los límites de su función y, como no representa al pueblo, habrá invadido competencias propias de los poderes representativos, los propiamente políticos: el legislativo y el ejecutivo.

    Politizar la Justicia, concluye diciendo, no significa que los políticos sean juzgados por incumplir las leyes sino que los jueces, en el ejercicio de su cargo, tomen decisiones que son propias de los políticos, de los representantes del pueblo, vulnerando así un principio clave del Estado de derecho, el de la independencia judicial, según el cual la función judicial consiste únicamente en aplicar la ley y sólo así puede justificarse que el poder de los jueces es democrático.




    Ignacio González, imputado judicialmente


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    martes, 31 de enero de 2017

    [A vuelapluma] El PSOE, camino de la irrelevancia política





    Decía Norberto Bobbio en Derecha e Izquierda que las elecciones se ganan en el centro del espectro político. Creo que tenía razón, y el PSOE las ha ganado solo cuando ha girado al centro, desde la izquierda, sí, pero mirando al centro y no más a su izquierda. Con una hipotética victoria de Sánchez en las primarias el PSOE va de cabeza a la irrelevancia política. Y con López a la división y la guerra civil dentro del partido. ¿Mejor con Díaz?: Tampoco, nunca lo ha sido, al menos para mí. Observen donde están los laboristas con Corbyn. Y los socialistas franceses, ahora, sin Valls. Todos camino del populismo más rancio, lugar que entre nosotros ocupa Podemos, que no deja hueco para nadie más después de laminar a Izquierda Unida con la complicidad del inefable Garzón.

    Yo creía en las primarias. Ya no. Las primarias funcionan en un régimen de tipo presidencialista en el que los cargos, todos los cargos, son elegidos por los electores, no solo por los afiliados, y en los que los elegidos deben su puesto a esos electores, no a los aparatos de los partidos. No es nuestro caso, no en un régimen parlamentario. Y por supuesto, los elegidos aquí piensan más en sus leales y en sus amigos que en los ciudadanos, sean del partido que sean. Camino del exilio interior me refugio en mi familia, mis amigos y mis libros sin esperanza alguna de que el PSOE recupere la cordura. "Alea iacta est". Por desgracia.

    El profesor Xosé Luis Barreiro publica hoy en La Voz de Galicia un interesante artículo que titula, premonitoriamente, Sánchez inicia la revolución pendiente. Dice en él que "convencido de que el PSOE es una unidad de destino en lo universal, que no puede abdicar del socialismo izquierdista y anticapitalista del siglo XIX; imbuido de la idea modernista (principios del siglo XX) de que España solo tiene futuro como república popular, laica, multinacional, desmilitarizada y obrera; y sintiéndose el líder providencial que está llamado a limpiar el partido de traidores, mencheviques, jacobinos y burgueses agazapados, el gran Pedro Sánchez, de triste y aciaga memoria, acaba de asumir el reto de culminar la revolución pendiente. Con el «Grito de Dos Hermanas» -eco melancólico del Grito de Yara-, cuyo resumen ideológico es: «Será un honor liderar vuestro proyecto colectivo», Pedro Sánchez le traspasó a la militancia la iniciativa y las responsabilidades de su audaz regreso, para abocar al PSOE a un delirio populista y cortoplacista en el que todos los intereses del partido y de España, y el futuro del partido, quedan supeditados al romanticismo militante, a darle gusto a una parroquia desencantada e indignada, y a impedir -¡como sea!- el Gobierno de Rajoy. Yo comprendo este regreso vengativo y enrabietado. Porque, cuando uno se da a conocer empecinándose en el error, acaba confundiendo la dignidad con la contumacia, y prefiere ser despedazado por estupidez antes que ser salvado por las dulces caricias de la rectificación. También es cierto que si yo fuese amigo de Pedro, le aconsejaría que buscase trabajo, abandonase la política durante una década, y se hiciese un hombre de provecho. Pero todas estas reflexiones ya son inútiles, porque Pedro se ha convertido en un héroe de tragedia cuya desmesura generó su fatalidad: «Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco». El daño ya está hecho. Y todas las ansias de un congreso catártico, que diese al PSOE unidad y liderazgo, ya están muertas. Y no solo porque el enfrentamiento entre el currículo de López y el «no es no» de Pedro Sánchez aboca a los militantes a una fragmentación estéril, sino porque Susana Díaz ya no puede ser aclamada ni tiene clara su victoria, y porque, en el supuesto de que un puñado de votos le permitiesen cubrir el expediente, ya no es posible crear el «partido ganador» -unificado en un fuerte liderazgo y ansioso de recuperar el modelo político y de Estado nacido de la transición- en el que la presidenta andaluza está resumiendo todo su programa, toda su ideología, y toda su enferruxada ilusión.Pedro Sánchez solo puede hundirse, más aún, en el pozo de su ofuscación. Pero no tengo ninguna duda de que los militantes aún le pueden dar el poder que necesita para destruir al PSOE, llevar al límite la crisis política de España y salvar a Podemos de las arenas movedizas. Porque ese es, me temo, el destino del antihéroe que inició hace tres días su revolución pendiente". Yo, también.


    Pedro Sánchez



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    martes, 16 de agosto de 2016

    [De libros y lecturas] Hoy, "Los partidos políticos", de Robert Michels



    Biblioteca del Real Monasterio del Escorial


    Tenía muchos deseos de leer Los partidos políticos. Un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna, publicado por vez primera en Alemania en 1911 por el sociólogo Robert Michels. El hecho de no haber sido editado nunca en España (después de leerlo casi creo comprender el porqué de tan insólito acontecimiento) y por vez primera en español por la editorial argentina Amorrortu en 1969, dificultaba enormemente el acceso al mismo a través de las bibliotecas públicas. Por fin, gracias a La Casa del Libro en Madrid, me hago con una edición, también de Amorrortu (Buenos Aires, 2008) en dos tomos, que leo, complacido, y como siempre cuando algo me resulta interesante en extremo, de un tirón.

    Robert Michels (1876-1936) fue un sociólogo y politólogo alemán especializado en el comportamiento político de las élites intelectuales. Discípulo de Max Weber, nació en Alemania en el seno de una rica familia de mercaderes. Su militancia socialista le impidió ejercer la docencia en Alemania, pero en Italia llegará a ser Doctor y Catedrático en la Universidad de Perugia.

    Su obra Los partidos políticos es uno de los textos fundamentales de la sociología política, texto en el que se formula por vez primera la famosa "Ley de hierro de la oligarquía" que afirma (y demuestra) que tanto en autocracia como en democracia siempre gobernará una minoría y que toda organización se vuelve oligárquica por inercia. Todo el mundo cita ahora la ley formulada por Michels, pero como pasa con El Capital de Karl Marx, tengo la sospecha de que nadie lo ha leído. Yo, lo confieso con cierto pudor, tampoco he leído El Capital. 

    Escrito inmediatamente antes de los fogonazos de la I Guerra Mundial, dicen los editores en él, que su tono pesimista puede trocarse en el pilar de un tenaz optimismo, porque como el propio Michels advierte, aunque los ideales de la democracia y el socialismo jamás puedan darse por alcanzados, la lucha constante en intentarlos son la única forma de acercarse a ellos.

    Para Michels, el mal funcionamiento de las democracias no tiene su origen en un bajo nivel de desarrollo social y económico, una educación insuficiente o el sometimiento de la opinión pública en las sociedades capitalistas a los intereses de las élites financieras. Según él, la oligarquía, es decir, el dominio de un partido, una institución cualquiera o una sociedad por quienes están en la cumbre, es parte intrínseca de las organizaciones en gran escala.

    También es suya (pág. 155, tomo II) una frase repetida hasta la saciedad: "La organización política conduce al poder, pero el poder siempre es conservador". El último capítulo del libro lleva el título de "Consideraciones finales". Y en él encontramos afirmaciones como esta: "La organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización dice oligarquía". Poco más adelante el tono es un poco más optimista: "Sería un error abandonar la empresa desesperada de esforzarse por descubrir un orden social que haga posible la realización completa de la idea de la soberanía popular". La gran tarea de la educación social, dice en los párrafos finales, es elevar el nivel intelectual de las masas para que puedan, dentro de lo posible, contrarrestar las tendencias oligárquicas del movimiento de la clase trabajadora. Los defectos propios de la democracia son evidentes, añade, pero no es menos cierto que tenemos que elegir la democracia como mal menor en cuanto a forma de vida social. Frase que Winston Churchill hizo suya años más tarde al convenir en que "La democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras formas que han sido probadas de vez en cuando", que pienso compartimos de buena fe todos los demócratas.

    Les recomiendo encarecidamente su lectura. Estoy seguro de que no les defraudará. Y también de que les ayudará a ver con cierto distanciamiento (que no quiere decir desinterés) la aparente "riña de gatos" en que se ha convertido la política en España y el mundo occidental en general. Del otro mundo, mejor ni hablamos.


    Portada de la edición original de Los partidos políticos", de Michels



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