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jueves, 19 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Pulso al Estado: Ni un paso atrás en CataIuña





El pulso al Estado del gobierno autónomo catalán es, lisa y llanamente, un chantaje inaceptable, razón por la cual es esencial restablecer el orden constitucional en Cataluña sin ceder en nada. Quien así se expresa es el jurista y catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona Francesc de Carreras. 

En enero de 2013, comienza escribiendo en el diario El País, el Parlamento de Cataluña declaró solemnemente, por mayoría, que la soberanía residía en el pueblo de Cataluña. Ahí empezó la fase del catalanismo separatista. Hasta entonces los nacionalistas se habían contenido, fue en aquel momento que hicieron explícita su aspiración última: constituirse en un Estado independiente y soberano.

Ahora bien, ¿es eso lo que realmente pretenden?, ¿los nacionalistas más lúcidos, con más sentido de la realidad, creen que es posible? No lo creo. Si son mínimamente cultos e inteligentes, si tienen alguna idea de economía y derecho, saben que la independencia es imposible por razones jurídicas y es catastrófica por razones económicas. Lo estamos viendo: las empresas huyen y ningún Estado del mundo occidental está dispuesto a reconocer a Cataluña como Estado.

Entonces, ¿qué pretenden? A mi modo de ver, pretenden echar un pulso al Estado, chantajearlo, para ver si llegan a un pacto en el que obtengan determinadas ventajas que aumenten su poder en Cataluña y puedan vender a los suyos, a los que han creído en ellos, el resultado de este pacto como una gran victoria en una batalla en la que era muy difícil ganarlo todo: ya llegará el momento en que eso será posible.

En este momento, con que dieran a Cataluña el estatus de nación, con un trato privilegiado especial; un sistema de financiación con las mismas ventajas del Concierto vasco y navarro, y más competencias, sobre todo en los aspectos económicos e internacionales; si les dieran todo eso, lo considerarían una salida digna. “No es la victoria final, seguiremos luchando por la independencia, pero es un gran paso adelante”, les dirían a los suyos. Por eso solicitan una mediación, clara señal de que están a la defensiva, se han comprometido a algo que no pueden cumplir.

Existe un cierto desánimo entre los contrarios a la independencia de Cataluña. Comprensible pero injustificado. Son los independentistas los que no saben ya cómo seguir adelante. Ahora se invoca que España es un país donde los derechos humanos están sistemáticamente vulnerados, para que se nos considere como Kosovo. Algo que da risa. Y pena. Pero es un último recurso.

Salirse del lío en que estamos será complicado, pero nos saldremos si el Gobierno tiene clara una cuestión fundamental: que lo previo es restablecer el orden constitucional en Cataluña sin ceder en nada, que en esta labor se tienen que utilizar todos los medios legales necesarios, y que una vez cubierta esa fase, si algo hay que reformar, no debe ser para satisfacer a los nacionalistas catalanes sino porque así lo necesitan y acuerdan todos los españoles. Si esto lo tiene claro el Gobierno, la solución no será fácil pero está ya al alcance de la mano, concluye diciendo el profesor Carreras.



El presidente de la comunidad autónoma de Cataluña, Carles Puigdemont



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 10 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Los silenciados hasta ahora ya se dejan oír





Los catalanes que permanecían callados han hablado. Ayer salieron a la calle contra las mentiras y engaños, contra los que subvierten la democracia y el derecho, contra los que quieren separarnos de España y de Europa, dice en El País el profesor Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Barcelona.

Al final de la manifestación de ayer en Barcelona, que superó las previsiones de los más optimistas, una pregunta rondaba en todas las conversaciones: ¿esta masiva asistencia significa un antes y un después en la política catalana?, se pregunta el profesor De Carreras

En los próximos días, semanas o meses, se podrá contestar con fundamento a esa pregunta. En todo caso, los catalanes callados han hablado, ya no podrá la prensa extranjera —o nuestros nacionalistas locales— hablar de “los catalanes” como un bloque unitario frente a España. Cataluña es plural, hay muchas Cataluñas, como sucede también en España, o en Francia, Italia, Alemania y la mayoría de los demás países europeos. No somos distintos de ellos. Los conflictos, normales en toda sociedad, no son entre países, o entre naciones, sino entre ciudadanos. El Estado de derecho, a través de la democracia, es el cauce normal para resolverlos.

El éxito de asistencia en la manifestación de ayer no se puede explicar sin lo sucedido en semanas anteriores, desde finales de agosto. Se dice desde hace tiempo que el llamado procés está generando un hartazgo en buena parte de la población catalana y en la mayoría de la española. Es cierto. Pero al hartazgo se le ha sumado en los últimos tiempos la indignación, indignación ante las mentiras del independentismo, el abierto desafío al Estado de derecho y, finalmente, en los últimos días ha sido bien visible, el peligroso precipicio al que nos estamos acercando con temeridad.

El decálogo de mentiras del independentismo fue objeto de un extraordinario reportaje en EL PAÍS, hace un par de semanas, escrito por José Ignacio Torreblanca y Xavier Vidal-Folch. Desde hace años se repiten estas mentiras, día sí y día también, por políticos y periodistas nacionalistas. Ya puedes rebatirlas con datos y argumentos que, imperturbables, las siguen manteniendo. Cuando estos días recibía visitas o llamadas telefónicas de periodistas extranjeros para que les informara de lo que sucede en Cataluña, les remitía inmediatamente a este reportaje: sintéticamente allí está todo. Léanlo si no lo hicieron en su momento.

El desafío al Estado de derecho, mejor dicho la vulneración sin complejos de la Constitución, el propio Estatuto de autonomía y el resto del ordenamiento jurídico, viene de años, comenzó con la campaña de descrédito al Tribunal Constitucional tras la sentencia del vigente Estatuto. Entonces se contrapuso la democracia al derecho, algo tan peligroso que ha dado lugar a las más conocidas dictaduras europeas del siglo XX y que genéricamente ha sido llamado fascismo.

Pero en septiembre pasado, durante los días 6 y 7, el Parlamento de Cataluña fue el escenario de la bochornosa aprobación, sin debate alguno, de dos leyes que prescindían sin tapujos del marco legal vigente. Dos leyes que prepararon el simulacro de referéndum del pasado día 1 de octubre y sus consecuencias, precedido todo ello por la deslealtad del jefe de los Mossos, el mayor Josep Lluís Trapero, que incumplió un mandato judicial y dio lugar a una campaña de desinformación cuidadosamente preparada por el Govern de Carles Puigdemont, las redes sociales controladas por las entidades independentistas y los medios de comunicación públicos de la Generalitat o los privados alimentados con sus generosas subvenciones. Las mentiras han sido demasiadas y al final muchos catalanes han decidido salir a la calle porque ya era hora de denunciarlas.

Pero también contribuyeron a esta salida masiva a las calles de Barcelona otros dos hechos sucedidos la semana pasada que marcaron un importante punto de inflexión.

En primer lugar, el discurso real. Con rostro grave y severo, en poco más de seis minutos, el rey Felipe VI fue contundente. Dijo primero que, antes de nada, y previamente a todo, era imprescindible el restablecimiento del orden constitucional en Cataluña. Con ello constataba que ese orden constitucional había sido gravemente conculcado. En segundo lugar, el Rey no hizo ninguna referencia al diálogo ni a la negociación, tan común a todos sus discursos sobre Cataluña. Significado general de sus palabras: sin el respeto a la autoridad del Estado no es legítimo plantear demanda alguna. Como colofón, comunicaba solemnemente a los españoles que mantuvieran la confianza en la Constitución, las leyes y la democracia, en definitiva, a nuestro Estado de derecho.

Al día siguiente, Puigdemont expresó su disconformidad con el Rey, de quien dijo que había renunciado a su papel constitucional de mediador. Sin duda, el discurso del Rey había surtido efecto y el vértigo ante su incierto futuro empezaba a aflorar en las filas independentistas. ¿Cuál debía ser el paso siguiente? ¿La declaración unilateral de independencia, la famosa DUI? Y después de la declaración, un acto de pura retórica, ¿se habrían constituido en el tan anhelado Estado propio? Tras la euforia de la jornada del domingo, empezó el miedo y la decepción.

El aldabonazo final sobrevino el jueves. El Banco Sabadell anunciaba el traslado de su sede corporativa a Alicante. Le siguieron, entre otras empresas, CaixaBank y Gas Natural, y amenazan con seguir el ejemplo Freixenet, Codorniu y Planeta. Huida masiva contra el pronóstico de ilustres economistas, ahora sumidos en el ridículo. A los empresarios les asusta la independencia, a los trabajadores también. Esto fue definitivo para que ayer todos salieran a la calle: contra las mentiras y engaños, contra los que subvierten la democracia y el derecho, contra los que quieren separarnos de España y de Europa.

En este punto, empezaron a surgir como setas, tristes y ridículos, los mediadores. ¿Mediadores entre quiénes? ¿Cuáles son las partes? No estamos en Colombia, ni en Oriente Próximo. Aquí el problema es de lealtad a las leyes por parte de la Generalitat y no de conflicto de intereses entre Cataluña y España. La prueba está en que grandes y medianas empresas huyen de Cataluña porque sus intereses no los defiende la Generalitat sino un Estado que permanece y seguirá permaneciendo en la Unión Europea. Mediar hoy sería salvar a los culpables de haber llevado a Cataluña a una tristísima situación por haber estimulado las bajas pasiones y olvidar la razón.

Los hasta ahora callados han hablado, saliendo a la calle, tras tantas provocaciones, ante el riesgo cierto de empobrecerse, ante la descarada vulneración de las leyes que ponen en peligro su seguridad. En fin, ante tantas mentiras. ¿Ello significa que las causas de la afluencia a la manifestación significan un antes y un después en Cataluña? Esperemos que así sea. Después de tanta irresponsabilidad, de actuar con tan poco fundamento, a los independentistas, como es lógico, empiezan a temblarles las piernas, concluye diciendo.



Dibujo de Nicolás Aznárez en El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt




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jueves, 3 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Cataluña: estertores finales de una irresponsabilidad





En los estertores finales, negociar es posible pero nunca ante una obcecada extorsión del secesionismo y con fines discriminatorios respecto a otras comunidades. Cataluña, sola y ensimismada, es el problema; integrarse en España, en Europa y el mundo, la solución, escribe en El País el profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona Francesc Carreras. No hace falta tener en cuenta los últimos acontecimientos para pronosticar que en Cataluña no va a celebrarse el referéndum previsto por la Generalitat para el 1 de octubre. Las cosas se han hecho tan mal, con tanta incompetencia política y jurídica por parte de las autoridades catalanas, que este final era más que previsible desde el principio del llamado procés.

Recordemos los hitos principales, añade. Tras las elecciones de diciembre de 2012, el Parlamento de Cataluña aprueba en enero de 2013 una declaración según la cual la soberanía reside en el pueblo de Cataluña. Ahí empezó, a las bravas, el chantaje al Estado, al Estado de derecho, por supuesto. Pensar que por estos procedimientos se iba directo al desastre era de cajón. Pero en aquellos momentos podían albergarse dos sospechas. Una, que el camino a la secesión burlando las normas jurídicas más elementales y básicas, tanto de derecho interno como internacional, iba en serio, lo cual a la larga haría inviable la secesión. Otra, que se adoptaba de entrada una posición radical para forzar al Estado a negociar un cambio constitucional que permitiera una nueva posición de Cataluña dentro de España, con más competencias y mejor financiación que el resto de comunidades.

Ambas, por supuesto, estaban abocadas al fracaso. Negociar siempre es posible pero nunca ante una obcecada extorsión y con fines discriminatorios respecto al resto de comunidades. Pero desde los años de la reforma estatutaria la rivalidad dentro del campo nacionalista entre CiU y ERC había elevado al máximo el listón de sus aspiraciones. En los años siguientes, una vez aprobado el Estatuto, la presión fue en aumento. El Consejo Asesor para la Transición Nacional elaboró 19 informes y desde el primero y fundamental ya se vio que el desprecio al derecho era una constante.

Todo ello condujo a un simulacro de referéndum, por cierto con escasa participación. Pero, inasequible al desaliento, el Gobierno de Mas convocó nuevas elecciones autonómicas con la pretensión de que fueran leídas en clave plebiscitaria. Nuevo fracaso: en esa clave las perdió. Impasibles, al ganar en escaños con el auxilio de la CUP, siguieron adelante y se cometió otro error: fijar un plazo de 18 meses para llevar a cabo un referéndum, legal o ilegal, o una declaración unilateral de independencia. Todo con prisas, atolondrados.

Este plazo ya se ha cumplido y el 4 de julio pasado, el presidente Puigdemont expuso su plan: convocar un referéndum regulado por una nueva ley catalana, aprobada poco antes en lectura única, con carácter de norma superior a la Constitución y al Estatuto, con la seguridad de que la anularán los jueces. En definitiva, un golpe de Estado en toda regla, sin tropas en la calle pero con el esperado apoyo de manifestaciones populares que servirán para demostrar al mundo que España oprime a Cataluña al no dejarla votar en referéndum. Ridículo, insólito y descabellado: un Maidan en la UE.

En todo este proceso, y ante el pusilánime silencio de los poderes fácticos de la sociedad catalana, el Gobierno español se limitó a interponer recursos judiciales contra toda ley o acto contrario a derecho. En los últimos meses, conforme se acercaba la hora decisiva y debían aprobarse medidas administrativas para preparar la subversión del orden constitucional, tanto políticos como, sobre todo, funcionarios, empezaron a asustarse, a no querer comprometerse con una estrategia sin salida que les conduciría probablemente a sufrir penas de cárcel, sanciones pecuniarias o inhabilitaciones profesionales. Muy astuto el Gobierno de Rajoy al no dejar pasar ni un acto ilegal con el fin de llegar a esta situación.

Cuando el conseller Baiget dijo que estaba dispuesto a ir a la cárcel pero no a perder parte de su patrimonio, el asunto empezó a aclararse. Como la heroicidad de los dirigentes separatistas tenía límites, la moral de derrota empezó a cundir en las bases. La semana pasada dimitieron otros cuatro miembros del Gobierno, conscientes de que el camino emprendido no conduce a nada, solo a un sacrificio inútil. Pero a los nacionalistas de buena fe, a los independentistas de corazón, aquellos que quizás saldrán a protestar en la calle, les habían prometido algo fácil, rápido y legal, cuando es todo lo contrario. Pronto, o tarde, se darán cuenta del fraude.

Las causas me parecen claras. El catalanismo razonable alcanzó sus fines con la Constitución y el Estatuto de 1979: la Generalitat como poder político autónomo con amplias competencias, el catalán como idioma oficial y la protección especial de la cultura en catalán por ser una lengua débil. Pero Jordi Pujol y CiU, aquellos que gobernaron desde el principio de la autonomía, no tenían bastante, querían más, como eran nacionalistas querían todo el poder, la soberanía nacional, no debía ser Cataluña una mera comunidad autónoma sino un Estado.

Cuando encontraron excusas suficientes, tras el lavado de cerebro que durante 23 años supuso la “construcción nacional”, cuando vieron que España era débil por las repercusiones sociales de la crisis económica, apostaron por poner la directa e ir sin miramientos hacia la secesión: las puñaladas por la espalda. Ahora estamos en los estertores finales: no han conseguido ni la vía adecuada, ni la mayoría social suficiente, tienen demasiada prisa, son excesivamente torpes. Se están destruyendo entre ellos.

En cuanto al futuro solo puedo aportar deseos. Para que se realicen debe cambiarse la orientación: el nacionalismo no puede seguir siendo una ideología transversal impuesta obligatoriamente a todos los partidos y a todos los ciudadanos. Quien lo quiera ser que lo sea, pero con libertad de elección: acabar con lo de los buenos y malos catalanes. El acuerdo constitucional sobre autonomía, lengua y cultura no es un punto de partida sino de llegada. Dando esto por sentado, Cataluña es una comunidad autónoma que por su peso demográfico y económico, histórico y cultural, es natural que ejerza fuerte influencia en España y, a través de ella, en la Unión Europea.

Esto es lo contrario a crear fronteras, políticas o mentales: es apostar por una sociedad liberada del nacionalismo impuesto por sus élites políticas. Hay que abandonar el catalanismo político de finales de siglo XIX, el rancio nacionalismo del pasado, y abrirse a las ideas de hoy. Cataluña, sola y ensimismada, es el problema; integrarse sin complejos en España y, a través de ella, también en Europa y el mundo, la solución.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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viernes, 21 de abril de 2017

[A vuelapluma] ¿Politizar la justicia? ¿Judicializar la política?






Aunque uno acaba por acostumbrarse a casi todo lo malo (a lo bueno, por desgracia, también), la verdad es que llevamos unas semanas de espanto con los asuntos de corrupción que sobrevuelan por las cloacas del partido gobernante. Y de los otros, claro, pero ahora, según parece le ha tocado el "Gordo" al PP... Y es que los jueces le han perdido el respeto, o el miedo, a los gobernantes, y claro, pasa lo que pasa. Pero la verdad, como casi siempre, suele estar en el justo medio.

Francesc Carreras es un profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Barcelona que escribe muy a menudo sobre asuntos de política nacional y de jueces. Normalmente, en el mismo paquete, y a veces de forma individualizada. Hace unos días lo hacía sobre la presunta politización de la Justicia y la judicialización de la política en nuestro país. Y ambas cosas son malas, porque es indudable que aunque sean mundos paralelos que se entrecrucen a veces, quizá más de lo debido, no deberían confundir sus respectivos ámbitos de actuación.

¿Qué es politizar la Justicia?, se preguntaba el profesor Carreras. Someter a juicio la actuación de los políticos cuando incumplen las normas es consustancial a un Estado de derecho, dice, pero los jueces deben utilizar los principios de racionalidad jurídica, con métodos interpretativos preestablecidos en la ley.

Se habla con mucha frecuencia, señala, de la judicialización de la política y de la politización de la Justicia, entendiendo por tales expresiones que la actuación de los jueces, o bien se interfiere en la actividad propia de los políticos, o bien la sustituye. ¿Puede ser ello posible en un Estado de derecho? Veamos. A veces se acusa de judicializar la política cuando se procesa a algún cargo público o a personas relacionadas con partidos políticos. En sí mismo, esto no es judicializar la política si el juez cumple con una función imprescindible en un Estado de derecho: controlar jurídicamente al poder.

Naturalmente, si los motivos del encausamiento no son éstos, si los órganos judiciales actúan por causas no justificadas en razones jurídicas sino sólo en razones políticas, señala, entonces podemos hablar de judicializar la política ya que el juez se extralimita en su función al invadir un campo en el que no es competente, vulnerando así el principio de división de poderes. El juez, en ese supuesto, debe hacer frente a su responsabilidad jurídica, sea penal, civil o disciplinaria, ya que al ser un poder independiente no es políticamente responsable ante ningún otro.

Por su parte, sigue diciendo, la politización de la Justicia significa que el juez, en las resoluciones que dicta en el ejercicio de su función (providencias, autos o sentencias), no basa sus argumentos en la racionalidad jurídica sino en la racionalidad política, ambas de muy distinta naturaleza y, por supuesto, legítimas, siempre que una (la jurídica) sea utilizada por los jueces al adoptar sus decisiones y otra (la política) los órganos políticos, el legislativo y el ejecutivo, para adoptar las suyas. Veamos la diferencia entre ambos tipos de racionalidad para comprender el significado de la politización de la Justicia.

El político, añade más adelante, es decir, el cargo público con responsabilidad política, toma decisiones para resolver los conflictos de todo tipo que se plantean en una sociedad y los argumentos (políticos) que emplea se justifican sobre todo por las finalidades que pretende. Actúa, como suele decirse, según criterios de oportunidad y conveniencia, netamente subjetivos, porque dependen de las tendencias ideológicas de quien las tome, de razones estratégicas y tácticas, de compromisos partidistas, programas electorales o programas de gobierno. Los argumentos para adoptar estas decisiones están basados, entre otros, en datos empíricos, en teorías económicas o políticas, en factores estructurales o coyunturales, tanto de carácter interno como internacional.

Si ponemos como ejemplo la tradicional, comenta, aunque hoy insuficiente, contraposición entre izquierda y derecha, un político de izquierdas, en principio, tenderá a favorecer en la misma medida la igualdad social y la libertad individual, mientras que uno de derechas dará preferencia a la libertad sobre la igualdad. Las decisiones políticas serán distintas porque los modelos que se defienden son distintos. En todo caso, para escoger entre las varias opciones políticas posibles, las leyes sólo serán el marco formal que no deberá rebasarse al tomar una decisión, pero no el contenido de la decisión misma. Este contenido deberá justificarse con argumentos de conveniencia u oportunidad.

El juez, por el contrario, sigue diciendo, argumenta desde un tipo de racionalidad distinta, desde la racionalidad jurídica, mucho más objetiva que la anterior. En efecto, el juez actúa en el curso de un proceso, dotado de las garantías constitucionales prescritas en el artículo 24 de la Constitución, y en sus resoluciones está absolutamente sometido a las leyes. En estas resoluciones, en especial en las sentencias, no se argumenta de acuerdo con los personales criterios de justicia del juez sino con aquello que la ley establece. En eso, precisamente, consiste la independencia judicial: el juez es independiente de todos los demás poderes pero está absolutamente sometido a la ley, no puede escapar a lo que prescribe la misma. Juzgar no es hacer justicia según la voluntad del juez sino de conformidad con la ley, aunque el juez, como es frecuente, esté en desacuerdo con ella.

Dictar una sentencia, señala, presupone en primer lugar precisar los hechos que son relevantes para resolver un caso; en segundo lugar, encontrar en el ordenamiento las normas aplicables; y, en tercer lugar, interpretar estas normas de acuerdo con unos métodos preestablecidos, en nuestro ordenamiento los enunciados en el artículo 3.1 del Código Civil, aunque no son los únicos.

Esta limitación de los métodos interpretativos es una garantía de la seguridad jurídica, afirma. El juez no puede utilizar cualquier método para interpretar el significado de una norma sino sólo aquellos aceptados por la comunidad jurídica. Además, son elementos importantes en la argumentación del juez al dictar, la jurisprudencia y el precedente judicial (que garantiza la igualdad de trato) y, en menor medida, la doctrina de los juristas. Así pues, la principal garantía de que el juez se atiene a la ley en sus resoluciones está en la motivación de las mismas, argumentada en los fundamentos jurídicos. Una sentencia será buena o mala, no porque el fallo se ajuste o no a nuestras convicciones sobre la justicia como valor, sino por los argumentos jurídicos —basados en hechos y en normas— que la motivan.

En definitiva, afirma, someter a juicio la actuación de los políticos cuando incumplen las normas, no sólo es democráticamente legítimo sino que es consustancial a un Estado de derecho: los poderes deben atenerse a las leyes y toda desviación debe ser controlada por los jueces. Ahora bien, si estos jueces, en la motivación de sus resoluciones, no utilizan los métodos objetivos de la racionalidad jurídica sino los subjetivos de la racionalidad política, entonces, y sólo entonces, podremos hablar de politización de la justicia. En este supuesto, se habrá vulnerado la separación de poderes y un poder, el judicial, que es democrático mientras cumpla con su función de aplicar leyes de acuerdo con lo antes dicho, habrá rebasado los límites de su función y, como no representa al pueblo, habrá invadido competencias propias de los poderes representativos, los propiamente políticos: el legislativo y el ejecutivo.

Politizar la Justicia, concluye diciendo, no significa que los políticos sean juzgados por incumplir las leyes sino que los jueces, en el ejercicio de su cargo, tomen decisiones que son propias de los políticos, de los representantes del pueblo, vulnerando así un principio clave del Estado de derecho, el de la independencia judicial, según el cual la función judicial consiste únicamente en aplicar la ley y sólo así puede justificarse que el poder de los jueces es democrático.




Ignacio González, imputado judicialmente


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viernes, 5 de junio de 2015

[Política] Sobre la reforma de la Constitución. Un debate político y jurídico




Congreso de los Diputados (Madrid)



El pasado 27 de enero de 2015, en CaixaForum Madrid, se celebró una Jornada de debate organizada por Revista de Libros en la que destacados intelectuales españoles trataron de responder a una serie de cuestiones relacionadas con la situación actual del Estado español: Crisis de la democracia representativa, desafección ciudadana hacia la política, deterioro institucional, etc., así como con una eventual futura reforma de la organización territorial del mismo (el Estado autonómico en su vertiente competencial, financiera e institucional). En esta compleja hora de España en la que predomina el ruido a veces ensordecedor de los opinadores de todo, se echa en ocasiones en falta el parecer bien fundado y la argumentación sosegada.  

Es en ese contexto en el que se ha de entender esa jornada de debate en la que participaron Manuel Aragón, exmagistrado del Tribunal Constitucional y catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid; Roberto Blanco Valdés, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela; Francesc de Carreras Serra, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona; Ángel de la Fuente Moreno, director de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada; Juan José López Burniol, ensayista y notario; Santiago Muñoz Machado, catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid; Félix Ovejero Lucas, profesor de Filosofía Política de la Universidad de Barcelona; Álvaro Rodríguez Bereijo, expresidente del Tribunal Constitucional y catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad Autónoma de Madrid; y Francisco Rubio Llorente, exvicepresidente del Tribunal Constitucional, expresidente del Consejo de Estado y catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid. 

En el enlace de más arriba pueden acceder ustedes a los vídeos que registraron íntegramente todas las intervenciones habidas y un resumen de texto con lo más interesante de cada una de ellas. 

Para este blog y para su autor, es un enorme placer reproducir este debate tan necesario y tan importante en unos momentos en que, como se dice al comienzo de esta reseña los gritos, pitidos y sandeces que algunos emiten en ejercicio de lo que entienden como libertad de expresión, no dejan oír las palabras de quienes de verdad tienen algo que decir.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Palacio del Senado (Madrid)





Entrada 2308
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