Mostrando entradas con la etiqueta Referéndum de secesión. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Referéndum de secesión. Mostrar todas las entradas

jueves, 7 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] ¿Rajoy, en Babia?





El Diccionario de la lengua española de la RAE define la expresión "estar en Babia" (una comarca de las montañas de León, en España), como una locución adverbial coloquial que significa que aquel al que se refiere vive sin enterarse de lo que ocurre a su alrededor. Consumada la ruptura de la legalidad y la lealtad a la Constitución y al Estado por parte del parlamento y el gobierno de Cataluña, cabe preguntarse si el presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, está en Babia? Seguro que no, pero en algunas ocasiones parece que sí...

No soy el único en pensarlo. También parece pensar que sí, que está en Babia, el economista y exsecretario de Estado de Hacienda, Antoni Zabalza, que hace unos días expresaba la opinión de que Rajoy no puede seguir ignorando la quiebra del Estado causada por la falta de lealtad institucional del gobierno autonómico catalán, y que su pasividad genera más incertidumbre y concede la iniciativa a los secesionistas. 

La idea y las formas de la independencia siguen su curso en Cataluña ante la mirada indiferente del Estado, comienza diciendo Zabalza. Muchos han creído que la prudencia del gobierno de la nación era la estrategia adecuada para no exacerbar los ánimos secesionistas y que, bajo la curiosa doctrina de que nada es sancionable hasta que no surta efectos legales, lo que hubiera que frenar sería frenado en el momento oportuno. Pero quizás sea pertinente preguntarnos si al abrigo de esta prudencia no se está fomentando entre las filas independentistas la convicción de que la secesión es posible, a la vez que entre los contrarios a la independencia crecen dudas fundadas acerca del mantenimiento de la unidad de España.

En la mente de muchos catalanes siguen revoloteando tres imágenes que ilustran el abandono o, por lo menos, la falta de presencia del Estado en Cataluña. La primera son las largas colas que el 9 de noviembre de 2014 se formaron ante los puntos de votación de la llamada consulta sobre la independencia. La segunda es la imagen de autoridad y poder que, desde el palacio de la Generalitat, Puigdemont y Junqueras, acompañados por la presidenta del Parlamento catalán y los diputados de las formaciones secesionistas, dieron el 9 de junio pasado cuando anunciaron la celebración del referéndum de secesión del próximo 1 de octubre. La tercera es la imagen de las banderas independentistas que, enarboladas en sólidos y prominentes mástiles, ondean desde hace ya varios años en muchos municipios catalanes, y que ahora se ven complementadas con monumentales urnas y no menos visibles papeletas con un rotundo SÍ.

Es pura forma, dirán algunos, no hay sustancia que deba ocupar nuestra atención. Pero son imágenes que hubieran sido imposibles en cualquier democracia asentada. Imágenes que inevitablemente llevan a muchos ciudadanos a pensar si el pacto entre ellos y el Estado no se estará rompiendo, si no estará desapareciendo la protección que la ley les otorga ¿Cómo si no entender el anuncio del referéndum del 1 de octubre, en el que una parte del Estado desafiaba a otra parte del mismo Estado, diciéndole que no iba a respetar la legalidad establecida; incumpliendo de hecho y en ese mismo momento la ley?

Que sean cuestiones formales no quita que puedan influir de forma decisiva en la posición de la gente ante la independencia. Particularmente cuando a la imagen ofrecida por las declaraciones más desafiantes y rebeldes de los secesionistas sigue la imagen del silencio del gobierno de la nación, cuando no la del saludo cortés con ocasión de los numerosos actos públicos que ambas partes comparten. Una concatenación de imágenes contradictorias que a los que no entienden la doctrina de que para actuar haya que esperar a que aparezcan efectos legales, confunde y desmoraliza por su absurdidad; pero que a otros conforta por lo que tiene de confirmación de su expectativa de una independencia posible: si Puigdemont puede anunciar el referéndum del 1 de octubre y todo sigue igual, Puigdemont podrá sin duda también organizar y celebrar este referéndum.

El gobierno de la nación ignora los peligros que su cautela genera. En primer lugar, ignora que la política de pasividad, a la vez que disminuye el poder del Estado aumenta la fuerza del movimiento independentista. Frente a la soberbia cada vez más aparente del movimiento secesionista, cada cesión, cada muestra de laxitud en el descargo de las obligaciones del gobernante debilita su poder y refuerza el de su opositor. En segundo lugar, la pasividad concede la iniciativa a los secesionistas. Estamos en una lucha de poder en la que, para los secesionistas, todo vale. Si el gobierno de la nación ha mostrado ya sus cartas al reconocer que no actuará hasta que las acciones comporten efectos legales ¿para qué legislar antes de tiempo? En el extremo, la ley del referéndum puede aprobarse en el último momento, con las urnas y la logística del referéndum totalmente a punto, y con las colas de ciudadanos ya formadas para votar. Por último, es posible que un mayor activismo estatal genere más independentistas, pero la pasividad de la política actual cercena el apoyo de quienes, aun no deseando la independencia, ven con ansiedad que se tolere el protagonismo de quienes claramente quieren separar Cataluña de España.

La falta de garantías del referéndum facilita su presentación al ciudadano como la última oportunidad para ser contado como buen catalán. Una intimación que ya han sufrido los jueces y funcionarios catalanes, y que acabará haciéndose a todo el mundo. En este contexto, la ansiedad de los ciudadanos contrarios a la independencia y el debilitamiento de su apoyo a un gobierno que no parece concernido, puede causar un aumento en la participación del referéndum. Cuanto más cerca del 1 de octubre estemos, mayor será la inestabilidad de la situación y el desconcierto de los ciudadanos, y en la volatilidad del momento lo inesperado puede ocurrir. Si el referéndum se celebra y acaba acreditándose que ha contando con una participación razonable, España tendrá un problema.

Alguien puede creer que lanzar esta predicción, sujeta a tantos condicionantes, es un ejercicio de puro alarmismo. Pero los ciudadanos no son héroes ni tienen la obligación de serlo. Son personas de carne y hueso que quieren vivir en paz y aborrecen la incertidumbre. Son individuos que pueden, en una situación tan inestable como la presente, con la mejor de las voluntades y en salvaguarda de su interés tal como ellos lo perciben, hacer del sueño secesionista una realidad.

Por prudencia, este es el supuesto del que Rajoy debería partir para decidir sus próximos pasos. El riesgo de avivar la llama independentista palidece frente al peligro de llegar a las puertas de un posible referéndum con la duda instalada en la mente de los ciudadanos. Antes, mucho antes del 1 de octubre, y con independencia del curso que tomen las iniciativas legislativas del Parlamento catalán, Rajoy debe convencer a la sociedad española de que este referéndum no se celebrará. Simplemente decirlo, como ha hecho hasta ahora, y a la vez no hacer nada para cambiar las condiciones objetivas de la política catalana, no despeja la incertidumbre. Rajoy no puede seguir ignorando la quiebra del Estado causada por la falta de lealtad institucional del gobierno autonómico catalán. Si esta quiebra no se repara, nada que contemple una descentralización política y económica como la que España ha disfrutado en los últimos cuarenta años es posible. Rajoy tiene ante sí un problema muy difícil y su obligación como presidente del Gobierno es resolverlo, concluye diciendo.



Dibujo de Raquel Marín para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3805
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 3 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Cataluña: estertores finales de una irresponsabilidad





En los estertores finales, negociar es posible pero nunca ante una obcecada extorsión del secesionismo y con fines discriminatorios respecto a otras comunidades. Cataluña, sola y ensimismada, es el problema; integrarse en España, en Europa y el mundo, la solución, escribe en El País el profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona Francesc Carreras. No hace falta tener en cuenta los últimos acontecimientos para pronosticar que en Cataluña no va a celebrarse el referéndum previsto por la Generalitat para el 1 de octubre. Las cosas se han hecho tan mal, con tanta incompetencia política y jurídica por parte de las autoridades catalanas, que este final era más que previsible desde el principio del llamado procés.

Recordemos los hitos principales, añade. Tras las elecciones de diciembre de 2012, el Parlamento de Cataluña aprueba en enero de 2013 una declaración según la cual la soberanía reside en el pueblo de Cataluña. Ahí empezó, a las bravas, el chantaje al Estado, al Estado de derecho, por supuesto. Pensar que por estos procedimientos se iba directo al desastre era de cajón. Pero en aquellos momentos podían albergarse dos sospechas. Una, que el camino a la secesión burlando las normas jurídicas más elementales y básicas, tanto de derecho interno como internacional, iba en serio, lo cual a la larga haría inviable la secesión. Otra, que se adoptaba de entrada una posición radical para forzar al Estado a negociar un cambio constitucional que permitiera una nueva posición de Cataluña dentro de España, con más competencias y mejor financiación que el resto de comunidades.

Ambas, por supuesto, estaban abocadas al fracaso. Negociar siempre es posible pero nunca ante una obcecada extorsión y con fines discriminatorios respecto al resto de comunidades. Pero desde los años de la reforma estatutaria la rivalidad dentro del campo nacionalista entre CiU y ERC había elevado al máximo el listón de sus aspiraciones. En los años siguientes, una vez aprobado el Estatuto, la presión fue en aumento. El Consejo Asesor para la Transición Nacional elaboró 19 informes y desde el primero y fundamental ya se vio que el desprecio al derecho era una constante.

Todo ello condujo a un simulacro de referéndum, por cierto con escasa participación. Pero, inasequible al desaliento, el Gobierno de Mas convocó nuevas elecciones autonómicas con la pretensión de que fueran leídas en clave plebiscitaria. Nuevo fracaso: en esa clave las perdió. Impasibles, al ganar en escaños con el auxilio de la CUP, siguieron adelante y se cometió otro error: fijar un plazo de 18 meses para llevar a cabo un referéndum, legal o ilegal, o una declaración unilateral de independencia. Todo con prisas, atolondrados.

Este plazo ya se ha cumplido y el 4 de julio pasado, el presidente Puigdemont expuso su plan: convocar un referéndum regulado por una nueva ley catalana, aprobada poco antes en lectura única, con carácter de norma superior a la Constitución y al Estatuto, con la seguridad de que la anularán los jueces. En definitiva, un golpe de Estado en toda regla, sin tropas en la calle pero con el esperado apoyo de manifestaciones populares que servirán para demostrar al mundo que España oprime a Cataluña al no dejarla votar en referéndum. Ridículo, insólito y descabellado: un Maidan en la UE.

En todo este proceso, y ante el pusilánime silencio de los poderes fácticos de la sociedad catalana, el Gobierno español se limitó a interponer recursos judiciales contra toda ley o acto contrario a derecho. En los últimos meses, conforme se acercaba la hora decisiva y debían aprobarse medidas administrativas para preparar la subversión del orden constitucional, tanto políticos como, sobre todo, funcionarios, empezaron a asustarse, a no querer comprometerse con una estrategia sin salida que les conduciría probablemente a sufrir penas de cárcel, sanciones pecuniarias o inhabilitaciones profesionales. Muy astuto el Gobierno de Rajoy al no dejar pasar ni un acto ilegal con el fin de llegar a esta situación.

Cuando el conseller Baiget dijo que estaba dispuesto a ir a la cárcel pero no a perder parte de su patrimonio, el asunto empezó a aclararse. Como la heroicidad de los dirigentes separatistas tenía límites, la moral de derrota empezó a cundir en las bases. La semana pasada dimitieron otros cuatro miembros del Gobierno, conscientes de que el camino emprendido no conduce a nada, solo a un sacrificio inútil. Pero a los nacionalistas de buena fe, a los independentistas de corazón, aquellos que quizás saldrán a protestar en la calle, les habían prometido algo fácil, rápido y legal, cuando es todo lo contrario. Pronto, o tarde, se darán cuenta del fraude.

Las causas me parecen claras. El catalanismo razonable alcanzó sus fines con la Constitución y el Estatuto de 1979: la Generalitat como poder político autónomo con amplias competencias, el catalán como idioma oficial y la protección especial de la cultura en catalán por ser una lengua débil. Pero Jordi Pujol y CiU, aquellos que gobernaron desde el principio de la autonomía, no tenían bastante, querían más, como eran nacionalistas querían todo el poder, la soberanía nacional, no debía ser Cataluña una mera comunidad autónoma sino un Estado.

Cuando encontraron excusas suficientes, tras el lavado de cerebro que durante 23 años supuso la “construcción nacional”, cuando vieron que España era débil por las repercusiones sociales de la crisis económica, apostaron por poner la directa e ir sin miramientos hacia la secesión: las puñaladas por la espalda. Ahora estamos en los estertores finales: no han conseguido ni la vía adecuada, ni la mayoría social suficiente, tienen demasiada prisa, son excesivamente torpes. Se están destruyendo entre ellos.

En cuanto al futuro solo puedo aportar deseos. Para que se realicen debe cambiarse la orientación: el nacionalismo no puede seguir siendo una ideología transversal impuesta obligatoriamente a todos los partidos y a todos los ciudadanos. Quien lo quiera ser que lo sea, pero con libertad de elección: acabar con lo de los buenos y malos catalanes. El acuerdo constitucional sobre autonomía, lengua y cultura no es un punto de partida sino de llegada. Dando esto por sentado, Cataluña es una comunidad autónoma que por su peso demográfico y económico, histórico y cultural, es natural que ejerza fuerte influencia en España y, a través de ella, en la Unión Europea.

Esto es lo contrario a crear fronteras, políticas o mentales: es apostar por una sociedad liberada del nacionalismo impuesto por sus élites políticas. Hay que abandonar el catalanismo político de finales de siglo XIX, el rancio nacionalismo del pasado, y abrirse a las ideas de hoy. Cataluña, sola y ensimismada, es el problema; integrarse sin complejos en España y, a través de ella, también en Europa y el mundo, la solución.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3697
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 23 de julio de 2017

[A vuelapluma] Una versión naif del referéndum





Ser catalán y español no son conceptos antagónicos. No ser independentista no significa ser fascista ni de Ciudadanos ni del PP. Este es el momento de tender puentes, de solventar diferencias e injusticias con genuina voluntad de diálogo, comenta en El País la cineasta catalana Isabel Coixet.

Ya digo de entrada, comienza diciendo, que este texto me parece prescindible porque lo escribo con el ánimo del que construye una cometa y la intenta hacer volar una tarde de domingo en la que no sopla ni una gota de aire.

La situación que vivimos en Cataluña en estos últimos tiempos posee particularidades que a mí, y sospecho que a mucha más gente, me parecen especialmente dañinas. Aquí enumero algunas; siéntanse libres de tachar las que quieran y añadir las suyas.

Desde hace mucho tiempo se promueve y fomenta continuamente el desprecio hacia los otros territorios del Estado español. Esto es una especie de cansina vuelta al patio del colegio: ese es tonto; el de más allá, un vagazo. Como persona viajada que soy puedo dar fe de que la tontería y la pereza no son patrimonio exclusivo de ningún pueblo del mundo. Si así fuera, ya me tendrían pidiendo asilo en la tierra de los perezosos. La pereza está muy infravalorada.

Se anteponen, antes que cualquier debate sobre qué hacer para mejorar la vida de los ciudadanos, las ventajas de una mítica tierra de promisión que pasa indefectiblemente por la “desconexión” de España, que, según sus partidarios, es algo con lo que soñamos desde la más tierna infancia los ocho millones de catalanes, ya que vivimos esclavizados, amordazados y sojuzgados por el perverso Gobierno central.

Inciso: vamos a ver, el Gobierno central que tenemos se las trae y no voy a ser yo la que diga lo contrario. La torpeza que siguen demostrando hacia la situación en que estamos es solo comparable a la actitud de las avestruces ante los avances de una manada de pumas. Pero de ahí a hablar de esclavitud y sojuzgamiento hay un trecho. Y en un mundo donde tanta gente es esclavizada y sojuzgada de verdad, que desde el Govern se hable en esos términos es sonrojante.

Que existe en muchos sectores de la población un sentimiento genuinamente nacionalista es innegable y merece el máximo respeto. Personas como Puigdemont o Junqueras han confesado —y les creo— la enorme ilusión que les hace la existencia de un Estado independiente. Es cuando imponen sus aspiraciones, asumiendo que todos las compartimos, cuando empiezan los problemas. No se han molestado en averiguar qué pensamos y por qué los que no compartimos esa ilusión.

A mí me resulta extremadamente difícil dirimir cuáles son las diferencias reales entre un partido centralista de derechas y otro catalanista y nacionalista. Ambos, con diferentes acentos y talantes, se han ocupado de crear el nefasto campo de cultivo de la corrupción institucionalizada. Que Ignacio González y uno de los Pujol junior compartan cárcel tiene algo de justicia poética, pero ahora necesitamos justicia de la más prosaica para salir de este callejón sin salida que amenaza con enquistarse para los restos.

El debate sobre las esencias patrias ha engullido el debate sobre qué clase de sociedad queremos. Con la independencia, esto va a ser una mezcla de Shangri-La, Legoland y Ganímedes. Todavía estoy esperando que alguien me cuente cómo va a ser la nueva república independiente catalana. Si alguien tiene pistas, por favor que las comparta. A mí Legoland me gusta mucho, pero no quiero vivir en ella, debe de ser incomodísimo.

El baile de cifras de las balanzas comerciales e impuestos que se baraja para convencer al votante de las bondades de la absoluta necesidad de la independencia porque “España nos roba”. Este concepto ha calado en un gran sector de la población que se siente genuinamente nacionalista y que quiere y necesita encontrar alguna explicación para la crisis económica y que, por razones que se me escapan, está convencida de que ser catalán es mucho mejor que ser español. Ante esto, déjenme que les dé una noticia en exclusiva: ninguna de las dos cosas es una bicoca, pero hay cosas bastante peores. Se me ocurren bastantes. Llegado este punto, honestamente yo ya no sé si España me roba más que Amazon, Zalando o el operario que me ha soplado 400 euros por arreglarme en cinco minutos el aire acondicionado. Yo, sinceramente, me he perdido en este debate de cifras y competencias.

Lo peor: este estado de cosas, con amenazas apocalípticas constantes desde el Govern y el pétreo “no sabe, no contesta” desde el Gobierno, hace que no haya cabida para ningún tipo de reflexión o diálogo sereno. Los que no pensamos que la independencia sea la mejor de las ideas inmediatamente somos descalificados como fascistas, vendidos al Gobierno central y un sinfín de lindezas. O, en el mejor de los casos, somos invisibles y se nos barre del ágora pública. Otro notición: no ser independentista no significa ser fascista ni de Ciudadanos ni del PP. Significa simplemente que pensamos que ser catalán y ser español no son conceptos antagónicos. Respecto a la consulta, si los partidos políticos lo acuerdan, si se cambia la Constitución —que se puede cambiar— y se establece un marco legal, ¿por qué no?

Pero un referéndum convocado unilateralmente sin censo y sin ningún control, con el argumento de que basta la mitad más uno para declarar la independencia, no, gracias. Quiero recordar aquí que cuando se convocó el referéndum en Quebec, los porcentajes requeridos para una decisión de ese calibre fueron establecidos por la Corte Suprema con la premisa de que a partir de una clara y rotunda mayoría (no la mitad más uno) habría una obligación por parte del resto del país a renegociar el encaje de Quebec en Canadá.

Y ahora viene la coletilla definitivamente naíf (o buenista o ingenua o boba) de este texto, lo digo por si quieren abandonar ahora: este no es el momento de crear más fronteras, ni muros ni barreras. Este, quizás más que nunca en la historia, es el momento de tender puentes, de centrarnos en las cosas que tenemos en común, de solventar las diferencias y las injusticias con auténtica y genuina voluntad de diálogo, de enfrentarnos juntos, todos los europeos en un marco federal, sin distinciones de pasaportes, a los desafíos de un mundo descabezado, convulso, ardiente, complejo y terrible.

Es el momento de dejar de estar absortos en nuestro ombligo y de elevar la vista más allá de los límites de lo que consideramos nuestro, más allá de nuestras banderas —por mucho que las amemos—, nuestros agravios —por muchos que tengamos—, nuestro pasado. Yo no poseo demasiadas certezas, pero he vivido lo bastante para saber que construir, sumar y amar siempre es infinitamente mejor que destruir, restar y odiar.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3663
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 6 de julio de 2017

[A vuelapluma] Referéndum y cultura de la izquierda





Desautorizar la vía que sigue la actual presidencia de la Generalitat, afirma Josep Maria Fradera, catedrático de Historia de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona en El País, no significa que no tengamos nada que decir. Hay cinco puntos que plasman el pensar de un gran sector político en España.

Cataluña vive hoy en un mar de confusiones, añade. La primera y más patética es haber situado un problema insoluble en el centro del debate público y de la vida oficial catalana y española. Ni Cataluña puede presentarse al mundo como una nación oprimida, ni el sistema político español puede ser definido con la palabra vacía de autoritario o despótico. Lo demuestra de manera suficiente que las fuerzas que utilizan estas expresiones simplificadoras participan de la vida parlamentaria, exponen sus posiciones en el debate público y presentan, si es necesario, una moción de censura al partido que gobierna.

España es, no hace falta decirlo, una democracia perfectible y necesitada de reformas que van más allá de la cosmética, si escribiendo. Precisa, ciertamente, de reformas políticas y del régimen autonómico del mismo modo que las necesita en otros muchos terrenos. No es difícil enumerarlas: reformas en el sistema educativo; reformas para asegurar mejores condiciones de vida y un trabajo menos precario a franjas muy amplias de la población; reformas para facilitar el acceso a una vivienda digna; reformas para incrementar recursos y mejorar la gestión del sistema de bienestar y salud pública. En definitiva, España necesita reformas radicales en todo lo que tiende a incrementar la igualdad social, la transparencia y la pulcritud en el uso de los recursos públicos. Si la actual mayoría parlamentaria del Partido Popular y Ciudadanos no es capaz de canalizar las aspiraciones que mencionábamos, el deber de la izquierda es movilizar y hacer política para desplazarlos, promover el debate público, convencer a la ciudadanía, ganar las elecciones y formar Gobierno. Esta y no otra es la vía de la democracia y la vía europea en lo que tiene de mejor y más fecundo. La secesión que se nos propone es la vía de un Brexit casero y de una forma de conflicto que, gane quien gane, no fortalecerá la democracia ni la libertad. Ya tenemos suficientes indicios de esto último en el secreto y la alevosía con los que el Gobierno de la Generalitat actúa en sede parlamentaria y en los medios subvencionados.

Por todo ello, concentrar todas las energías en una propuesta contraria a la Constitución que asegura en última instancia el ejercicio de las libertades es un error lamentable que pagaremos caro, añade más adelante. Se puede decir de otro modo: es hacer el juego a los nacionalistas catalanes y, de paso, a los nacionalistas españoles, a los que piensan que la nación —tal como ellos la ven— tiene unos derechos que deben prevalecer por encima del debate público y de la propia democracia. Europa aprendió con un coste enorme el precio del nacionalismo. Los fantasmas del pasado tendrían que advertirnos del peligro de absurdas repeticiones del drama hispánico, que ahora será de manera inevitable una farsa.

Ahora bien, comenta, desautorizar la vía que sigue la actual presidencia de la Generalitat, en un abuso clarísimo del propio mandato parlamentario y de la precaria mayoría y ley electoral que lo sostiene, no significa que no tengamos nada que decir sobre el actual momento político que vive el país. Lo sintetizo en los siguientes puntos:

Primero. La izquierda no tiene por enemigos ni a la democracia española ni a la democracia europea, afirma. Aspira y aspirará a entenderse con todas las fuerzas que pueden contribuir a mejorar, reformar lo que sea necesario y fomentar el entendimiento colectivo sobre los valores de libertad, igualdad y solidaridad que le son propios. El lenguaje y la construcción de la idea de un enemigo eterno o de la nación —sea la que sea— por encima de todo le son completamente ajenos.

Segundo. La izquierda catalana está comprometida desde siempre con la defensa de la identidad nacional, la lengua y el respeto a la diferencia de los catalanes y otras sociedades próximas y lejanas, sigue diciendo. La izquierda socialista tiene que aprender, además, la lección de qué significaron el nacionalismo y las políticas de hechos consumados para la Europa de los años treinta. Sin falsos espejismos políticos, la izquierda catalana se siente sólidamente solidaria y unida, además, a todos los que defienden la lengua y cultura catalanas en Baleares y el País Valenciano, de los que no queremos separarnos con decisiones que les son del todo ajenas.

Tercero. El actual debate sobre la independencia y la tapadera que lo disfraza de un referéndum no garantizan la identificación de los problemas materiales (flujos fiscales, infraestructuras y equipamientos), el desarrollo federal de la autonomía o los problemas simbólicos de una sociedad que sufrió una opresión particular e intensa durante las dos dictaduras españolas del siglo XX, comenta. Estos problemas no se resolverán con una votación. Es la labor de un debate público que nos ha sido secuestrado, que necesita de políticas inteligentes y de alianzas y complicidades constantes, lo más amplias posibles. El cambio de los últimos 40 años demuestra que esto es posible. Prometer paraísos para el día siguiente no compromete a nada en particular, más allá de manipular sobradamente las emociones de muchos ciudadanos y ciudadanas que quieren una solución.

Cuarto. Por todo ello, hay que negarse a aceptar que los valores de la izquierda impliquen rendirse a un debate con las cartas marcadas y empapado de nacionalismo, claudicar de un debate público imposible, enfrentarnos con el resto de los españoles e imponer la salida inevitable de la Unión Europea, sigue diciendo. En ninguna de estas soluciones la izquierda tiene nada que ganar, pone en peligro conquistas consolidadas en el orden político y social y constituye una grave amenaza de futuro.

Quinto. Finalmente, queremos advertir de la grave división de los catalanes y catalanas que supone la actual deriva independentista y nacionalista en Cataluña, declara. El paliativo no puede ser un referéndum que, gane quien gane, habrá tenido la responsabilidad de dividir a los catalanes y españoles, de hacernos más tribales y menos civilizadamente deliberativos. Un referéndum que dificultará todavía más aquellas reformas que pueden hacer más libres y solidarios los futuros de los pueblos de España y de Europa, de una comunidad que con las lenguas y hablas de cada cual seguirá inevitablemente unida el día siguiente de una fractura estéril y prescindible.

Cuando los catalanes recordamos el exilio del presidente Lluís Companys, Pompeu Fabra o Pere Bosch Gimpera, concluye diciendo, no podemos evitar como demócratas recordar a su vez el de Juan Negrín, Manuel Azaña y Antonio Machado.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3612
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)