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jueves, 7 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] ¿Rajoy, en Babia?





El Diccionario de la lengua española de la RAE define la expresión "estar en Babia" (una comarca de las montañas de León, en España), como una locución adverbial coloquial que significa que aquel al que se refiere vive sin enterarse de lo que ocurre a su alrededor. Consumada la ruptura de la legalidad y la lealtad a la Constitución y al Estado por parte del parlamento y el gobierno de Cataluña, cabe preguntarse si el presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, está en Babia? Seguro que no, pero en algunas ocasiones parece que sí...

No soy el único en pensarlo. También parece pensar que sí, que está en Babia, el economista y exsecretario de Estado de Hacienda, Antoni Zabalza, que hace unos días expresaba la opinión de que Rajoy no puede seguir ignorando la quiebra del Estado causada por la falta de lealtad institucional del gobierno autonómico catalán, y que su pasividad genera más incertidumbre y concede la iniciativa a los secesionistas. 

La idea y las formas de la independencia siguen su curso en Cataluña ante la mirada indiferente del Estado, comienza diciendo Zabalza. Muchos han creído que la prudencia del gobierno de la nación era la estrategia adecuada para no exacerbar los ánimos secesionistas y que, bajo la curiosa doctrina de que nada es sancionable hasta que no surta efectos legales, lo que hubiera que frenar sería frenado en el momento oportuno. Pero quizás sea pertinente preguntarnos si al abrigo de esta prudencia no se está fomentando entre las filas independentistas la convicción de que la secesión es posible, a la vez que entre los contrarios a la independencia crecen dudas fundadas acerca del mantenimiento de la unidad de España.

En la mente de muchos catalanes siguen revoloteando tres imágenes que ilustran el abandono o, por lo menos, la falta de presencia del Estado en Cataluña. La primera son las largas colas que el 9 de noviembre de 2014 se formaron ante los puntos de votación de la llamada consulta sobre la independencia. La segunda es la imagen de autoridad y poder que, desde el palacio de la Generalitat, Puigdemont y Junqueras, acompañados por la presidenta del Parlamento catalán y los diputados de las formaciones secesionistas, dieron el 9 de junio pasado cuando anunciaron la celebración del referéndum de secesión del próximo 1 de octubre. La tercera es la imagen de las banderas independentistas que, enarboladas en sólidos y prominentes mástiles, ondean desde hace ya varios años en muchos municipios catalanes, y que ahora se ven complementadas con monumentales urnas y no menos visibles papeletas con un rotundo SÍ.

Es pura forma, dirán algunos, no hay sustancia que deba ocupar nuestra atención. Pero son imágenes que hubieran sido imposibles en cualquier democracia asentada. Imágenes que inevitablemente llevan a muchos ciudadanos a pensar si el pacto entre ellos y el Estado no se estará rompiendo, si no estará desapareciendo la protección que la ley les otorga ¿Cómo si no entender el anuncio del referéndum del 1 de octubre, en el que una parte del Estado desafiaba a otra parte del mismo Estado, diciéndole que no iba a respetar la legalidad establecida; incumpliendo de hecho y en ese mismo momento la ley?

Que sean cuestiones formales no quita que puedan influir de forma decisiva en la posición de la gente ante la independencia. Particularmente cuando a la imagen ofrecida por las declaraciones más desafiantes y rebeldes de los secesionistas sigue la imagen del silencio del gobierno de la nación, cuando no la del saludo cortés con ocasión de los numerosos actos públicos que ambas partes comparten. Una concatenación de imágenes contradictorias que a los que no entienden la doctrina de que para actuar haya que esperar a que aparezcan efectos legales, confunde y desmoraliza por su absurdidad; pero que a otros conforta por lo que tiene de confirmación de su expectativa de una independencia posible: si Puigdemont puede anunciar el referéndum del 1 de octubre y todo sigue igual, Puigdemont podrá sin duda también organizar y celebrar este referéndum.

El gobierno de la nación ignora los peligros que su cautela genera. En primer lugar, ignora que la política de pasividad, a la vez que disminuye el poder del Estado aumenta la fuerza del movimiento independentista. Frente a la soberbia cada vez más aparente del movimiento secesionista, cada cesión, cada muestra de laxitud en el descargo de las obligaciones del gobernante debilita su poder y refuerza el de su opositor. En segundo lugar, la pasividad concede la iniciativa a los secesionistas. Estamos en una lucha de poder en la que, para los secesionistas, todo vale. Si el gobierno de la nación ha mostrado ya sus cartas al reconocer que no actuará hasta que las acciones comporten efectos legales ¿para qué legislar antes de tiempo? En el extremo, la ley del referéndum puede aprobarse en el último momento, con las urnas y la logística del referéndum totalmente a punto, y con las colas de ciudadanos ya formadas para votar. Por último, es posible que un mayor activismo estatal genere más independentistas, pero la pasividad de la política actual cercena el apoyo de quienes, aun no deseando la independencia, ven con ansiedad que se tolere el protagonismo de quienes claramente quieren separar Cataluña de España.

La falta de garantías del referéndum facilita su presentación al ciudadano como la última oportunidad para ser contado como buen catalán. Una intimación que ya han sufrido los jueces y funcionarios catalanes, y que acabará haciéndose a todo el mundo. En este contexto, la ansiedad de los ciudadanos contrarios a la independencia y el debilitamiento de su apoyo a un gobierno que no parece concernido, puede causar un aumento en la participación del referéndum. Cuanto más cerca del 1 de octubre estemos, mayor será la inestabilidad de la situación y el desconcierto de los ciudadanos, y en la volatilidad del momento lo inesperado puede ocurrir. Si el referéndum se celebra y acaba acreditándose que ha contando con una participación razonable, España tendrá un problema.

Alguien puede creer que lanzar esta predicción, sujeta a tantos condicionantes, es un ejercicio de puro alarmismo. Pero los ciudadanos no son héroes ni tienen la obligación de serlo. Son personas de carne y hueso que quieren vivir en paz y aborrecen la incertidumbre. Son individuos que pueden, en una situación tan inestable como la presente, con la mejor de las voluntades y en salvaguarda de su interés tal como ellos lo perciben, hacer del sueño secesionista una realidad.

Por prudencia, este es el supuesto del que Rajoy debería partir para decidir sus próximos pasos. El riesgo de avivar la llama independentista palidece frente al peligro de llegar a las puertas de un posible referéndum con la duda instalada en la mente de los ciudadanos. Antes, mucho antes del 1 de octubre, y con independencia del curso que tomen las iniciativas legislativas del Parlamento catalán, Rajoy debe convencer a la sociedad española de que este referéndum no se celebrará. Simplemente decirlo, como ha hecho hasta ahora, y a la vez no hacer nada para cambiar las condiciones objetivas de la política catalana, no despeja la incertidumbre. Rajoy no puede seguir ignorando la quiebra del Estado causada por la falta de lealtad institucional del gobierno autonómico catalán. Si esta quiebra no se repara, nada que contemple una descentralización política y económica como la que España ha disfrutado en los últimos cuarenta años es posible. Rajoy tiene ante sí un problema muy difícil y su obligación como presidente del Gobierno es resolverlo, concluye diciendo.



Dibujo de Raquel Marín para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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Entrada núm. 3805
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 2 de mayo de 2017

[A vuelapluma] El poder del Estado





Los independentistas pueden desafiar al Estado y quien desafía puede ganar o perder, pero no negociar. Si el marco legal es violentado, la única opción es neutralizar la agresión, sin condiciones ni contrapartidas, como han hecho otras democracias. Lo decía hace unos días Antoni Zabalza, catedrático de Economía de la Universidad de Valencia y exsecretario de Estado de Hacienda. No puedo estar más de acuerdo con él. 

Hace un mes, Puigdemont y Junqueras decían en esta página (EL PAÍS, 20 de marzo de 2017) que “Pactar la forma de resolver las diferencias políticas siempre une”. Estoy de acuerdo. Hacer política es conversar sobre la diferencia y el conflicto, avanzar sin imponer, educar y ser educado. Hacer política es convivir. Pero no son diferencias políticas las que separan la Generalitat del Gobierno central, sino concepciones incompatibles de lo que es un Estado de derecho. Cuando exigen un referéndum de autodeterminación, Puigdemont y Junqueras dejan de hacer política y se sitúan en un plano distinto: el de la negación de la autoridad del Estado y desacato de sus leyes. Un plano desde el que se puede ganar una guerra, pero no negociar un acuerdo.

Las leyes están investidas de la autoridad que les confiere la adhesión a las mismas de quienes están obligados por ellas. No nos dicen lo que hemos de hacer, pero lo que decidamos hacer debe ser coherente con las obligaciones que prescriben. Estas simples ideas facilitan la relación entre personas, mantienen la paz y han jugado un papel fundamental en el desarrollo de las sociedades y en su prosperidad. Las leyes son fruto de la invención humana y, por tanto, perfectibles. Pueden ser cambiadas, y de hecho lo son, de acuerdo con lo previsto en el mismo ordenamiento legal. Como el mismo Tribunal Constitucional reconoce, en su auto de 14 de febrero de 2017 de incidente de ejecución de sentencia sobre la hoja de ruta del Parlamento de Cataluña, la Constitución puede ser reformada y el Parlamento de Cataluña puede debatir el proceso constituyente de una Cataluña independiente “sin ignorar de forma deliberada los procedimientos expresamente previstos a tal fin en la Constitución”. Pero no es este el tipo de cambio del que Puigdemont y Junqueras quieren hablar. Lo que quieren es negar el marco legal vigente y salir de la jurisdicción que les obliga: “El Gobierno de la Generalitat va a poner las urnas. Que decidan. Es su derecho. Y lo van a ejercer”.

Este es el lenguaje del poder. El del gobernante que se cree con capacidad para hacer que otros hagan lo que él quiere. Del que sabe lo que es bueno para sus ciudadanos y cuáles son sus derechos. Y, en una muestra de autoridad, del que no tiene ninguna duda de que estos derechos van a ser ejercidos. Del líder que habla alto y con ostentosidad para guiar al pueblo y amedrentar al enemigo.

Pero el lenguaje puede mostrar más de lo que uno desea. Y aquí insinúa también impotencia porque Puigdemont y Junqueras no pueden concretar la magnitud y naturaleza de sus fuerzas. Harán “lo indecible” para que los catalanes voten a favor de la secesión de Cataluña, pero no dicen qué van a hacer. Puede ser indecible por prudencia para no alarmar con la gravedad de las tensiones que nos esperan; por cautela estratégica para no revelar planes de acción en un conflicto institucional abierto; pero también por necesidad,º porque nada hay detrás de la propaganda secesionista y nada se puede decir.

Los independentistas avanzan hacia el conflicto con palabras desafiantes y acciones ilegales, y no parecen ser conscientes del coste que causan. No del personal, que seguramente tienen asumido, sino del social, que por afectar a todos y estar ya produciéndose es mucho más importante. Han dividido a la sociedad catalana; la han sumido en un clima de incertidumbre que está comenzando a pesar por la angustia personal que provoca; y han interferido en la marcha de la economía española. Y aún más grave es el duro ataque que está sufriendo la Constitución y el marco legal en su conjunto. Ahí pueden haber estimado en exceso sus posibilidades y minusvalorado la capacidad del Estado.

El marco legal es indefenso y el Estado debe protegerlo. No sorprende por tanto que la propaganda secesionista haya presentado al Estado como un ente antidemocrático, injusto, represor y sobre todo anti catalán. Un Estado casi fallido, surgido de una transición mal cerrada, y ajeno al sentir de los ciudadanos. Sin embargo, esta es una caracterización de la realidad burda y contraria a la evidencia: la actual etapa constitucional es el período más largo de paz y prosperidad que los españoles hemos vivido, el más abierto al mundo, y el que por primera vez en la historia nos ha dado un marco legal y político homologable con los existentes en las democracias más asentadas.

Los independentistas pueden desafiar al Estado y quien desafía puede ganar o perder, pero no negociar. Desafiar y a la vez reclamar diálogo es una contradicción que muestra la debilidad del movimiento secesionista o la gran confusión en que se mueve. El Estado debe de saber que si el marco legal es violentado su única alternativa para no perderlo o debilitarlo es neutralizar esta agresión. Y hacerlo sin condiciones ni contrapartidas como han hecho otras democracias que han superado envites similares, para que nadie albergue duda alguna de que con la Constitución no se especula.

El Estado cuenta con un aparato de poder del que carecen los secesionistas. Pero este no es el factor decisivo. Lo que realmente importa es que el Estado tiene la autoridad que le confiere la adhesión de sus ciudadanos. Una adhesión voluntaria y genuina, basada en la experiencia de una sociedad civil abierta, respetuosa de la diversidad y capaz de gestionar el conflicto dentro de un marco legal moderno y aceptado por todos.

El poder del movimiento secesionista es de otra naturaleza: ha orquestado para su causa una buena campaña propagandística y ha organizado manifestaciones masivamente concurridas. Más allá de esto, lo único que ha ofrecido son calendarios de actuación siempre incumplidos. Ha generado grandes expectativas, que explican el aumento de los partidarios de la independencia desde el 13,3% de 2005 al 47,3% de 2013 (datos del CEO, el organismo de la Generalitat encargado de elaborar encuestas). Pero la reiteración del mensaje y la ausencia de resultados tangibles también ha provocado la frustración y el cansancio que motivan el parón y gradual descenso de este porcentaje después del máximo de 2013 hasta situarse en el 39,7% de 2016. El movimiento secesionista arrastra desde 2013 un déficit de credibilidad insoportable. No cumple lo que promete, porque promete lo que no puede cumplir.

El independentismo, termina diciendo el profesor Zabalza, tiene menos poder del que presume y carece de autoridad. Cuando amenaza con castigar a los catalanes que no están dispuestos a seguir sus designios, imagina una fuerza de la que no dispone. Cuando utilizando a la Generalitat enfrenta entre sí a los catalanes, muestra una falta de responsabilidad política que cercena la adhesión social que necesita. No tiene legitimidad para cambiar de forma tan drástica la vida de tantas personas.




Palacio del Congreso de los Diputados, Madrid



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3464
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