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jueves, 11 de abril de 2019

[HISTORIA] Aprender de Weimar cien años después





Si los alemanes comienzan a quejarse de su sistema democrático actual, deberían echar una ojeada a los últimos días de la república nacida hace un siglo para saber lo que es tener razones para la queja, escribe José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

La última vez que estuve en Weimar, en diciembre de 2014, comienza diciendo Villacañas, experimenté una aguda sensación al visitar de nuevo el lugar donde se aprobó, hace cien años, la primera constitución democrática de Alemania. Frente al Teatro Nacional, unas pobres bombillas de feria coronaban las augustas cabezas de Goethe y Schiller, eternizados en su apuesto gesto. Se preparaba la Navidad de forma más que humilde, mínima. Sobre la plaza, en una pista improvisada, los niños jugaban en una especie de cercado. Aprovechando las vallas, justo delante de la estatua de los grandes genios, la mutua de salud AOK Plus había extendido sus pancartas, exhortando a los ciudadanos a hacerse socios. Jetzt Mitglied werden, decía la banderola de un verde chillón que casi aureolaba el pedestal de los literatos. Indiferentes a mi sentido de lo histórico, los niños gritaban bajo la mirada atenta de algunas madres. “He aquí un pueblo poshistórico”, pensé. Así que guardé la foto como revelación de una nueva época europea.

Indiferencia al pasado, una epojé completa de la significatividad de lo sucedido, ese parecía el vivir de los alemanes. Era como si la intensa asunción de la culpa intuyera la peligrosidad general de la historia, ante la cual mejor el olvido. Y así estuve pensando unos años que Alemania, como quizá Japón, eran los primeros pueblos poshistóricos. Y no solo por esa transformación de la significatividad histórica en olvido. También por la aspiración a pensar el presente desde el conservacionismo, como si solo estuviera en nuestra mano la serena pulsión de permanecer, desconfiando de todo grandioso proyecto histórico de futuro.

Pensé esto incluso cuando vi la serie Babylon Berlin de la televisión alemana. Por fin el dinero público alemán se entregaba a la pedagogía social del momento, justo cuando Alternativa por Alemania (AfD) asomaba la cabeza. Si los alemanes comenzaban a quejarse de su sistema democrático actual, debían echar una ojeada a los últimos días de Weimar para saber lo que es tener razones para la queja. Y si querían seguir a determinados líderes radicales, debían ver con claridad a qué se expusieron al hacerlo en el pasado. Aquella Alemania insomne, frenética, entregada a un caos que ocultaba la desesperación, desmoralizada y traumatizada, no puede ser comparada con el presente. Las formas mentales de aquel fanatismo, la barbarie y la brutalidad de aquellos años de posguerra, cargados de presentimientos de tragedia, no podían activarse de nuevo en medio de nuestras calles sin ser denunciados como una artificial exageración, una ritualidad de energúmenos farsantes, una excitación inducida.

Esa era la pedagogía de la serie, y en cierto modo se atenía a la atmósfera de mi foto. Era una pedagogía negativa. Dejemos que los niños jueguen en paz frente al caos del pasado, venía a decir. Si nuestro presente no es ilegítimo, gocemos de él. Al menos se era consciente de que ya no se conquistaría ese nimbo poshistórico sin algún esfuerzo. Cuando se escucharon los discursos de los mandatarios alemanes, días atrás, este mensaje volvía una y otra vez, aunque bajo la forma minimalista, sin énfasis, propia de los políticos europeos. Lo que ocurrió en Weimar no es banal, ha dicho Ramelow, el presidente de Turingia. Su argumento es que quien no quiera saber nada de Weimar, no defenderá bien la República Federal. Luchar por la democracia, recordó Merkel, es obligación de cada generación. Apenas hay algo que sea más cierto. Si queréis que los niños sigan jugando en la plaza, habrá que echar un vistazo de vez en cuando a lo que ocurrió en el Teatro Nacional.

Compensación, se llama eso. Pero entonces hemos de asumir que solo se puede ser un pueblo poshistórico si de alguna manera se es un pueblo histórico. Puede que la mejor función de la historia sea librarnos del pasado, despedirnos de él, elaborar el duelo, desprendernos de sus ilusiones. Pero esa liberación es ardua y difícil y sin ella no sabemos lo que es la libertad. Si administramos mal la historia, tenemos patologías que surgen con la productividad de los virus, en cadena. Melancolía, brotes de impotencia intoxicados con episodios de omnipotencia, excentricidades, y excitación, mucha excitación, a destiempo, a todas horas, acelerando el ritmo vital, la forma más sutil de la pulsión de muerte.

Todo aquello fue Weimar, una colosal indigestión del pasado. Lo vemos en el monumento de Walter Ruttman, Berlín, sinfonía de una gran ciudad. Estrenada en 1927, en ella apreciamos los estratos de tiempo que tenía que asimilar las tripas de esa metrópolis enfebrecida, que ya en 1907 se le llamó “la gran escombrera prometeica” a la que se acercaban todos los aventureros del mundo. Desde los campesinos que todavía se allegan en sus vetustos carros, a sus maquinales francachelas nocturnas, pasando por sus agitadores profesionales y por sus rituales imperiales, todos giraban en una rueda vertiginosa que escapaba al control psíquico y que produjo una angustia suicida. Fue un tiempo sin anclajes a nada, rotando sobre sí mismo, capaz de alterar todos los ritmos de los seres vivos.

La constitución de Weimar surge de la conciencia de un mundo donde ya no existía el suelo firme de una autoridad absoluta. Nada nos descubre con más claridad este hecho que la voluntad de Carl Schmitt de fundar la teología política, cuya inequívoca voluntad es recrear el prestigio sagrado que tuvo el Estado cuando el káiser estaba en su cima. Conscientes de que ya no podían apelar a una instancia absoluta, los legisladores de Weimar realizaron por primera vez en la historia el gesto del barón de Münchausen: se tiraron de sus cabellos para salir del pantano. Forjaron la instancia del consenso para establecer una constitución atravesada por los puntos de vista más contrapuestos en una ingeniería teórica compleja y frágil.

No es verdad que Weimar no tuviera una idea política. Y tampoco es cierto que 
no tuviera republicanos. Tenía una idea equivocada y dejó de tener republicanos por eso. Así padeció un destino parecido al de su hermana, la República Española. Pero con su equivocación enseñó al mundo tres cosas. Primera, que cuando se forja una constitución no existe consenso absoluto nunca. Toda constitución tiene sus enemigos. Al introducir, por la presión del consenso, todos los puntos de vista en el seno del articulado, se introduce en el texto constitucional también el punto de vista de sus enemigos y se la deja vendida. Segunda, que basta una crisis para que esos enemigos, situados dentro y fuera a la vez, la utilicen justo para destruirla. Eso es lo que posibilitó que cada vez hubiera menos republicanos, conforme se comprobó que incluso los protectores de la constitución eran enemigos suyos.

La tercera cosa que enseñó la República de Weimar al mundo es que ningún Estado puede vivir en la soledad de su espacialidad geográfica. Ninguno es soberano hasta ese punto. La consecuencia inevitable de esa soledad es que los Estados vecinos acaban interfiriendo en el propio con una potencia creciente, que tarde o temprano alentará a los enemigos de la constitución en su acción destructora.

Weimar padeció esas tres cosas y por eso murió. Si queremos que los niños jueguen bajo las estatuas de Goethe y de Schiller, no debería ser olvidada esa lección que todavía gritan las butacas del Teatro Nacional de Weimar.



Dibujo de Enrique Flores



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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viernes, 8 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] ¿Qué le pasa a Podemos?





Los observadores coinciden. Mientras el problema de Cataluña esté abierto, el mapa político español no se cerrará. Ahora bien, el problema catalán todavía tiene un largo trecho histórico, así que nadie cante victoria, afirma en El Mundo el profesor José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.

 Si algo ha caracterizado a la clase política catalana a través de la historia, comienza diciendo Villacañas, ha sido sus cambios de inflexibilidad y flexibilidad. Sin embargo, nada apunta a que haya empezado ya otro ciclo. La designación de Rovira presagia rigidez. Su extracción pequeño-burguesa, como la de Puigdemont, le inclina hacia un sentido sublimado de la política como fuente de la dignidad existencial. Sólo cuando el liderazgo venga de nuevo de los diversos estratos de Barcelona se abrirá paso la flexibilidad. Eso quiere decir que la transición será lenta. La catástrofe del pujolismo no se curará de la noche a la mañana. Sólo un escenario permitiría rapidez: que entre PP, Cs y PSC obtuvieran mayoría absoluta. Soñar es gratis, pero el nacionalismo catalán no se va a derrumbar el 21-D. Aspira a mantener la mayoría independentista, y con Rovira en la Generalitat nada se dulcificará. Si Colau fuera necesaria, sin embargo, se podría disminuir un grado la tensión. En ambos casos, el problema estará en Rivera, que tendrá que explicar que él tampoco tiene una solución para Cataluña. En realidad, por ahora nadie la tiene. Con Colau al menos se acabaría la vía unilateral. De otro modo, seguiremos en el eterno retorno que comenzó con el referéndum del 9-N de 2014. Por supuesto no irá lejos, pero para el independentismo todavía no es la derrota. Puesto que la mayoría absoluta de las fuerzas constitucionalistas la considero difícil, el único cambio es suavizar el unilateralismo secesionista. Eso puede significar Colau. 

Sabiendo esto, Colau ha tenido que mantenerse cerca de ERC, para facilitar el acercamiento de los que puedan apostar por descender un grado en la intensidad independentista. Cuántos serán esos, no lo sabemos. Pero la mayoría vive en Barcelona y alrededores, y eso es bueno, porque si hay algo que deprime al independentismo es no sumar a la capital. Pero tan pronto el unilateralismo baje de grado, la posición del PSC será la de disponible. Al menos en Barcelona, de nuevo, la clave de todo. La paleta completa podría comenzar a matizarse. En suma: mientras que Cataluña sólo tiene una evolución lenta, el resto de España, cansado y aburrido, parece inclinado a soluciones rápidas. Es un error inducido por una clase política sin otros recursos que la ensoñación. Eso es lo que hace la situación endemoniada: los tempos en España aceleran la concentración de voto en las fuerzas constitucionalistas, mientras que en Cataluña no preveo nada parecido. 

Este es el fundamento último de que Podemos baje. Sin embargo, conviene ser cautos y analizar bien los motivos. Para ello un poco de escepticismo no vendría mal. Las encuestas no miden el tiempo de la política. Miden un instante, no el proceso. Reflejan el pico de la ola, no la trayectoria. Si la preocupación por Cataluña sube al segundo lugar de inquietud, y si los españoles tienen prisa por dejarla atrás, es lógico que Podemos baje. Eso no sería preocupante. Lo preocupante es que el entorno de Podemos (y Colau) no haya preparado un discurso para cuando las prisas se vean decepcionadas y ni Rivera ni Rajoy tengan respuesta al problema catalán. El problema es que, mirando el proceso, no identificamos qué tendría que pasar para que Podemos subiera de nuevo. Lo peculiar de la situación es que Podemos no ha hecho pedagogía política antes ni tiene margen para hacerla después. Así las cosas, Podemos tiene que ir a remolque de lo que haga Colau y pagar los gastos. Esto es profundizar en la divergencia entre la representación política catalana y la española, dos icebergs que no deben separarse más. 

Esta es la primera cuestión. Podemos no ha elaborado una teoría de España. Bescansadixit. Pero ¿quién la tiene? Esa es la fortuna del PP. Lo que Bescansa olvida es que la estructura actual del partido no la hace posible. Los mimbres que tenemos ahora para una teoría de España no son escuchados en Cataluña, y los que rebajarían un grado la escalada de Cataluña apenas apagarían la urgencia española. Sin embargo, para eso está la política, para encarar estas situaciones con solvencia. Podemos no lo ha hecho. Y no porque haya hecho seguidismo de Colau. Eso se podría explicar. El problema es que, Colau y otros actores, paralizados por la divergencia creciente de sociedades, han proyectado la imagen de que desearían para la sociedad española la misma dualidad que para la catalana. Ha cristalizado la idea de que sólo catalanizando España puede haber una solución para Cataluña. Esto implica que las fuerzas que reclaman una ruptura constitucional sean mayoría o estén cerca de serlo a este lado del Ebro. Eso es otro sueño y no va a suceder. 

Esta indecisión entre la reforma y la ruptura sitúa a Podemos en un lugar inviable. Colau afirma un referéndum pactado. Bien. Pero eso implica respeto al Estado de derecho. Y eso implica aceptar el marco legal. Dejar las cosas en un primer punto no es persuasivo, ni allí ni aquí. Sobre todo aquí tiene costes ingentes. Y ahora voy con la segunda razón. Esto sucede quizá porque Podemos no ha sabido leer bien el proceso político que se abrió con el 15-M. Iglesias creció en medio del conflicto y eso determinó su sentido de las cosas. Su comprensión del partido y de la política es el de un instrumento de excepcionalidad. Pero la gente que se movilizó el 15-M no quería conflicto, sino soluciones. La inmensa mayoría de los votantes que se movilizaron contra la crisis y contra la corrupción no eran radicales demandando excepcionalidad, sino votantes razonables deseosos de acabar con la excepcionalidad del Gobierno de Rajoy. No exigían inseguridad. Al contrario, rechazaban a Rajoy y su Gobierno porque era la inseguridad andante. 

Por tanto, Podemos debe alejar la impresión de que Cataluña no es sino la situación de conflicto necesaria para ejercer su comprensión de la política. Colau da esa impresión. Dice que se suma a las movilizaciones, un modo de mantener el conflicto abierto. Pero ese es el fin deseado por los independentistas: no ser derrotados. Sin embargo, un movimiento sin fin es desalentador. Eso ha ido restando seguidores a Podemos allí y aquí. La posición razonable ante el conflicto es ofrecer soluciones. Sólo los independentistas prefieren no hacerlo. De ese modo, Colau es percibida como uno de ellos. Y eso encaja con la idea que muchos españoles tienen de Podemos como un partido de conflicto.

Este hecho tiene profundas causas que apuntan a la victoria de Vistalegre II. Y esta es la tercera razón. La dirección victoriosa no pudo romper con la imagen de un partido de conflicto, sin soluciones, porque tuvo que sostenerse sobre los anticapitalistas. Ni el Mesías reencarnado podrá lograr, sin embargo, que dejando libres a los 'anti' se logre un partido de soluciones. Un partido reactivo está condenado a ser subalterno del conflicto. La victoria de Vistalegre II se convierte en una condena. 

Los anticapitalistas no tienen idea de partido. En realidad, es una corriente en libre fuga hacia delante. En estas condiciones, con los anticapitalistas de guerrilleros en el campo de batalla, alterar la imagen del partido es muy complicado. La contradicción en que se mueve la dirección de Iglesias consiste en alejar toda búsqueda republicana de lo común mientras los anticapitalistas lleven la voz más escandalosa. Con ello llegamos al verdadero problema. No se trata tanto de que la dirección actual de Podemos haya quedado desde Vistalegre II asociada a ellos. Se trata de que nadie, Colau incluida, los contradice con claridad y franqueza. Y esto es así porque la dirección actual es demasiado estrecha como para articular un discurso alternativo coherente. Así que, para los independentistas, Podemos siempre estará con el Estado y para los españoles no se diferencia de los independentistas. En suma, el caos. 

La única solución pasa por la valentía de reconocer que sólo una reforma puede canalizar la estrategia republicana de la búsqueda de lo común. Esta reforma implica rehacer el contrato social español completo, también el que vinculaba a España con Cataluña, hoy roto. Colau, para rebajar un grado la política catalana, tiene que centrarse en eliminar el secesionismo unilateral. Pero Podemos, para detener el desgaste, tiene que centrarse en hallar lo común de nuevo a todos los españoles y eso implica el esquema de una nueva España. Con el actual grupo directivo, que se elevó sobre la legitimidad de los anti, eso no es posible. La productividad del conflicto es baja en el largo plazo. Pero Vistalegre II surgió del conflicto, mientras el electorado siempre quiso soluciones. Por eso sin una nueva colegiatura en la dirección en Podemos, el cambio de rumbo político, inevitable para la búsqueda de lo común, no podrá hallarse. José Luis Villacañas es catedrático de Filosofía 



Dibujo de Raúl Arias para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 8 de noviembre de 2016

[Política] ¿Y comprender el populismo, también?, ¿por qué tendría que hacerlo?





Hablaba en la entrada de ayer sobre mi nula capacidad de comprensión y empatía hacia el fenómeno del nacionalismo. Sobre el populismo y los populistas, de derechas e izquierdas, pues de todo hay, como en el nacionalismo, no es que mi capacidad de comprensión sea nula, es que ni siquiera intento comprenderlos porque me producen repulsión. Ayer encuadraba mi entrada en la sección de Historia del blog porque me parecía el marco adecuado para su tratamiento; hoy encuadro esta sobre el populismo y los populistas en la de Política, porque es un fenómeno reciente, con apenas unas decenas de años, sin grandes estudios académicos al respecto que merezcan su tratamiento como fenómeno histórico. A menos que consideremos el nazismo, el fascismo y el leninismo como precedentes de esas secuelas actuales, entre otras, que son el podemismo, el chavismo, el lepenismo y el trumpismo, que bien pudieran serlo. 

Juan Antonio Cordero, profesor en la École polytechnique de Palaiseau (Francia) y doctor en Telecomunicaciones por el mismo centro, investigador en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) y en la Universidad Politécnica de Hong Kong, y autor de Socialdemocracia republicana, hacia una formulación cívica del socialismo (Barcelona, Montesinos, 2008) escribía la semana pasada en Revista de Libros un artículo titulado El populismo, en serio, reseñando el libro de José Luis Villacañas Populismo (Madrid, La Huerta Grande, 2015)

A comentar esa reseña dedico la entrada de hoy con la esperanza de que les resulte interesante y les ayude a "mirar" con otros ojos el fenómeno populista y comprender cuanto encierra de fenómeno totalitario y excluyente de cualquier vestigio de democracia real.

El concepto de «populismo» no es nuevo en el debate público, dice el profesor Cordero. Al contrario: en los últimos años ha pasado de emplearse de forma esporádica, normalmente para referirse a realidades ajenas (típicamente latinoamericanas; más recientemente, también europeas orientales, sobre todo en forma de populismos de derechas), a volverse omnipresente. En España, esta mutación ha sido tardía, aunque remarcablemente rápida. Pero, como ocurre con los términos que se incorporan abruptamente al léxico político-mediático, su uso masivo, frecuentemente impropio, no ha ayudado a clarificar el concepto ni a comprender realmente su alcance, sino que ha contribuido a oscurecerlo aún más, cuando no a vaciarlo de significado a ojos de la opinión pública. En demasiadas ocasiones, «populismo» ha acabado siendo la descalificación manoseada y vacía que se dirige contra el adversario nuevo –contra cualquier adversario nuevo– cuando éste amenaza a los actores tradicionales, y con el que se pretende evocar –con razón o sin ella– un confuso universo semántico que incluye la demagogia y el histrionismo, la retórica gruesa, el cesarismo, la manipulación folclórica y el odio a las elites: una suerte de política embrutecida que crece entre los escombros (o ante la ausencia) de un orden institucional consolidado, sólo apta para electores despistados o imbéciles.

Es peligroso acabar confundiendo el fenómeno populista con esta hipersimplificación, añade. Más allá de la caricatura, la denominación de populismo o nacionalpopulismo denota un fenómeno político complejo y un planteamiento concreto y articulado, dotado de una teoría y de numerosas prácticas que hay que conocer para calibrar y, desde luego, para combatir. Y, por más que sea fácil confundir ambos planos, es conveniente separar la vertiente académica del populismo, que en algunos casos ha realizado contribuciones relevantes a la comprensión de la democracia y la política, de su encarnación en un proyecto político y electoral que aspira a la hegemonía y el control de las instituciones. El examen de sus presupuestos e implicaciones resulta tanto más pertinente cuanto que los populismos, en sus diversas variantes, tienden a consolidarse como fuerzas políticas autónomas y relevantes en las democracias europeas.

Por ello son especialmente de agradecer contribuciones analíticas como la de José Luis Villacañas, sigue diciendo, ya que el autor no hace misterio, desde las primeras líneas de su opúsculo, de sus fuertes reservas hacia el fenómeno populista y de su compromiso con un paradigma republicano que bosqueja como su alternativa natural. Esta posición crítica no le impide «tomarse en serio el populismo», como anuncia desde el inicio del libro, y emprender, consecuentemente, un recorrido razonado por sus entrañas intelectuales.

I. El populismo, reacción y radicalización de la dinámica liberal-democrática.

Una de las dificultades más notorias al enfrentarse al fenómeno populista es la relativa falta de originalidad de sus rasgos visibles más sobresalientes, añade, continúa. En las sociedades democráticas avanzadas, la práctica totalidad de elementos que forman la fenomenología básica del populismo (la extrema simplificación del debate político, el discurso maniqueo entre un «ellos» y un «nosotros» irreconciliables, la fragmentación del discurso en función de las audiencias, el manejo de un mensaje político deliberadamente impreciso y metafórico, fuertemente marcado por las técnicas de comunicación, la priorización de los resortes emocionales, identitarios y sentimentales sobre el contraste racional de argumentos) suelen estar ya presentes, de la mano de los actores políticos tradicionales, en el paisaje político que asiste a su emergencia y ascenso.

Villacañas reconoce esta dificultad y extrae de ahí el hilo que sigue a lo largo del ensayo, continúa. Cuando el populismo adquiere una expresión política autónoma, con capacidad para poner en riesgo el dominio de los actores políticos tradicionales, sus resortes más perniciosos llevan ya tiempo operando en el paisaje político; éstos son indicativos (como síntomas o como causas, según el análisis) de un proceso de erosión institucional y crisis orgánica del que los partidos clásicos son, cuando menos, corresponsables. Por ello la reacción primaria contra el populismo, que incide precisamente en esos aspectos y en el riesgo que éstos suponen para la calidad del entramado institucional y democrático, suele ser ineficaz. Por eso, también, las descripciones exclusivamente fenomenológicas del populismo (por los rasgos superficiales que muestra su articulación política) resultan poco convincentes.

Esta dificultad para capturar la singularidad populista a través de los rasgos primarios de su manifestación política, señala, se une a la diversidad de escenarios y contextos en los que se ha asistido a una formación populista. Ernesto Laclau ya da buena cuenta de esta heterogeneidad, y de las insuficiencias de los intentos tradicionales de caracterización, en la primera parte de La razón populista. De forma más esquemática, Villacañas ilustra este mismo hecho estudiando en profundidad una de las aproximaciones convencionales más populares al populismo, la que realiza el historiador Loris Zanatta en El populismo. Aunque su crítica a Zanatta es discutible en algunos aspectos (véase la sección IV, infra), ejemplifica las limitaciones de un enfoque que, de forma simplificada, tiende a presentar el populismo en términos de reacción antipolítica contra las crisis sociales de modernización.

Villacañas, dice, señala acertadamente (pp. 46-47) el carácter parcial, y por ello potencialmente engañoso, de este enfoque, y ensaya a lo largo de su opúsculo una aproximación más efectiva y más comprensiva, que acaba precisando la intuición de que el populismo es tanto una reacción como una radicalización de ciertas dinámicas que dominan desde hace décadas la evolución de las democracias liberales, sobre todo en sus dimensiones socioeconómicas (en la reacción) y políticomediáticas (en la radicalización). Estas dinámicas pueden leerse como una degeneración del modelo democrático, al menos examinado en las coordenadas del republicanismo clásico, pero esta degeneración no es ni «patológica» ni «meteorológica» (es decir, no se debe a factores exclusivamente exógenos), en el sentido en que habitualmente se presenta el fenómeno populista: están intrínsecamente ligadas a las condiciones y las restricciones en que operan las instituciones de las democracias liberales.

II. El populismo como parte de la secuencia neoliberal.

Esta tesis, señala más adelante, es probablemente la contribución más relevante del ensayo. Aunque en el momento actual ya no tiene sentido discutir qué tipo de sociedades democráticas son inmunes al populismo (porque éste se halla presente en la práctica totalidad de las democracias occidentales, y en particular en las europeas), sí cabe examinar los factores que se correlacionan con una mayor o menor presencia populista. La narrativa liberal antipopulista tiende a presentar el populismo como un cuerpo extraño al de la política democrática convencional, liberal-democrática. Pero el populismo prende menos en sistemas institucionales sanos, en un sentido republicano, y más en los frágiles; y su ascenso tampoco reacciona mecánicamente ante la magnitud de la crisis económica y social (desconectada de la configuración institucional), aunque ésta sea tan grave como la que está sufriéndose en Europa. En este terreno, la noción gramsciana de «crisis orgánica», que se produce a la vez en el interior y en el exterior del Estado (también en su sentido gramsciano más amplio, esto es, incluyendo sus aparatos «duros» y las esferas de sociedad civil ligadas al consentimiento «blando»), captura mejor las condiciones en que es fácil que se produzca una construcción populista. Villacañas asume aquí en parte el autorrelato populista, e inscribe su emergencia en una secuencia más larga en la evolución de las democracias liberales, de la que la fase «populista» es la continuación lógica de una fase previa marcada por la erosión de los vínculos comunes (sociales) y el despliegue del programa político neoliberal, marcado por el desmantelamiento de los Estados del Bienestar. La argumentación de este último extremo es más bien esquemática y merecería un desarrollo más amplio y más detallado del que ofrece el ensayo, pero la tesis es atendible: hay una continuidad entre la espiral de despolitización y tecnocratización que han sufrido las democracias europeas en las últimas décadas, marcada por una separación creciente entre los ámbitos de la gestión y de la confrontación política-electoral propiamente dicha (o, si se prefiere, por la exclusión de un número creciente de asuntos del debate público, ya sea por su cesión a instancias superiores –europeas, internacionales– o por su ingreso en el consenso silencioso entre los grandes partidos tradicionales y sus elites), y la promesa de repolitización en la sociedad liberal que realiza el populismo en un contexto de (creciente) fragilidad «orgánica».

Otra cuestión, dice a continuación, es si esa promesa populista puede mantenerse o está condenada, por su propia naturaleza, a incumplirse; es decir, si es posible repolitizar en las condiciones de la sociedad neoliberal. Villacañas sostiene convincentemente que no, precisamente por las restricciones (neo)liberales que el populismo asume en su propio planteamiento, y de esa impotencia surge el interés del populismo político por la ocupación del espacio mediático, el control de la información y la hegemonía cultural y de lenguaje, que en ocasiones parece más tributario de Humpty Dumpty («Cuando uso una palabra [...] significa lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos. [...] La cuestión se reduce a quién manda, y eso es todo») que de los análisis y conceptos de Gramsci que se manejan con asiduidad.

III. Repolitización en el marco liberal.

Al margen de su (in)capacidad para honrarla, señala, es ilustrativo examinar más detalladamente esa doble promesa populista, que incluye la repolitización contra la deriva tecnocrática, pero también la profundización en algunos de los rasgos principales de la configuración liberal (o neoliberal) dominante. Villacañas explora esta dualidad apoyándose en dos de los presupuestos fundamentales del diagnóstico y la propuesta política populista: la constatación radical de que no existe una realidad social compartida, por un lado; y la reivindicación del conflicto como constitutivo de la democracia, por otro.

1. La realidad social no existe.

La teoría social populista, sigue diciendo, niega la existencia de cualquier estructura social objetiva. Ello le lleva, en primer lugar, a negar la existencia de las clases sociales; algo que constituye, tal y como señala Villacañas, su punto de divergencia básica con el marxismo y con las ideologías que son más o menos deudoras de su modelo social (incluida la socialdemocracia). Pero también supone la negativa del populismo a establecer jerarquías o prioridades entre las demandas sociales insatisfechas, que, sin embargo constituyen la unidad básica sobre la que construye su propuesta política. En la teorización de Ernesto Laclau, el populismo se orienta a la construcción de un «pueblo» homogéneo a partir de una multiplicidad social desestructurada, y para ello se apoya en la articulación de una «cadena equivalencial de demandas insatisfechas», todas ellas asociadas/proyectadas en un mismo «pueblo» que las representa a todas sin concretarse en ninguna. Pero, puesto que no hay ningún orden objetivo posible entre las distintas demandas, la relación de las demandas entre sí y con la «cadena equivalencial» (incluida su inclusión/exclusión) es coyuntural y oportunista, sujeta a las necesidades operativas de la construcción populista. No hay ninguna precisión conceptual «fuerte», en el planteamiento laclauiano, sobre el tipo de demandas que pueden incluirse o no, y con qué relevancia, en la «cadena equivalencial» populista, algo que tiene que ver con la flexibilidad ideológica de su articulación política en cada momento.

Esta falta de estructura social, comenta, y esta renuncia a jerarquizar las distintas demandas presentes en la sociedad de partida resultan contrarias a las motivaciones e intuiciones más elementales de la izquierda democrática clásica, históricamente construida en torno al valor social del trabajo y la demanda-ideal de emancipación. Pero, en cambio, resultan perfectamente subsumibles en los presupuestos filosóficos del modelo social liberal (neoliberal), individualista e igualmente agnóstico respecto a las demandas circulantes. La propia idea de la «cadena equivalencial» formada por demandas distintas y no necesariamente afines, sin mayor relación entre sí que su común inclusión en un imaginario impreciso de «pueblo», tiene su correspondencia en el sistema político-mediático neoliberal en una oferta política cada vez más diseminada, estructurada en partidos de contornos cada vez más imprecisos, para los que (casi) toda demanda vale (catch-all) mientras se articule a través de sus propias estructuras.

Villacañas, dice, identifica atinadamente aquí uno de los ámbitos de coincidencia entre la perspectiva populista y neoliberal: ambos comparten la misma apreciación de anomia social. Discrepan, eso sí, en sus objetivos políticos: el populismo se interesa por la construcción política de una comunidad «popular» homogénea que el neoliberalismo tiende a evitar. Ante esa ausencia de un suelo social común y objetivo sobre el que construirlo, el populismo apuesta por una construcción de homogeneidad exclusivamente discursiva, de la que se deriva una concepción de la política dominada por su dimensión comunicacional. Esto no es, a priori, especialmente afín a la teoría política del liberalismo, pero sí convierte al populismo en un actor «nativo» en la configuración mediática propia de las sociedades neoliberales avanzadas, marcada por la importancia creciente de los medios de comunicación de masas (nuevos y tradicionales), sus códigos, sus prioridades y su capacidad para marcar una agenda propia cada vez más autónoma de la realidad social. Una evolución que tiende a convertir los espacios de deliberación y debate público, tanto en el interior de las instituciones como entre actores políticos y sociedad civil, en dominios cada vez más canibalizados por las técnicas de marketing y comunicación política. No es de extrañar que la estrategia populista, diseñada precisamente para operar en un primer tiempo desde esos escenarios, desborde a los actores políticos tradicionales en los propios terrenos mediáticos en los que se había asentado su hegemonía.

2. La política es conflicto y emociones.

El populismo académico, señala, presenta otras aportaciones significativas sobre la concepción de la política que Villacañas aborda con detenimiento en su ensayo. El papel de las emociones y la centralidad de la conflictividad, especialmente, son aspectos en los que la teoría populista se separa sensiblemente de otras grandes tradiciones (la liberal, pero también la republicana, ambas ligadas a concepciones «sustantivas» de la política en las que hay implícito un Estado ideal final, en el que los conflictos han podido ser satisfactoriamente resueltos) y se ajusta de manera más realista a la política observable en las sociedades liberal-democráticas contemporáneas, con mayor o menor vocación republicana. Villacañas reconoce y señala este acierto en una observación que contraría al mainstream antipopulista.

De nuevo, continúa, se impone distinguir aquí entre el análisis que realiza el populismo académico, más atinado que sus homólogos liberales y republicanos, y las consecuencias de este análisis para el populismo político «en acción», que tiende a agravar y capitalizar –y no a corregir– los rasgos conflictuales y emotivos de toda dinámica política (y que, en condiciones de normalidad orgánica, pueden ser disimulados por las superestructuras liberales o republicanas).

Las implicaciones prácticas de esta centralidad conflictual, dice más tarde, y los riesgos que éstos suponen para la democracia, se abordarán más adelante (sección V). Respecto a la vertiente académica, la politóloga belga Chantal Mouffe, madrina intelectual de Podemos y también relacionada con los movimientos contestatarios franceses de Nuit debout, es quien ha profundizado más en la necesidad democrática del conflicto: en una de sus obras, alerta precisamente contra la «ilusión del consenso» (tanto liberal como republicana), esto es, sobre los riesgos de orientar la construcción institucional y las expectativas políticas en la estabilización de un consenso que, según ella, es necesariamente artificial y excluyente. En cierta manera, la quiebra del consenso tácito neoliberal-tecnocrático en el que han convergido en las últimas décadas las políticas de las principales familias ideológicas europeas (socialdemócratas y liberal-conservadores) parece confirmar la validez de su advertencia. En España, es obligado admitir que el populismo podemita fue la forma política a través de la cual la sociedad española pudo introducir en el debate político, sobre todo en un primer momento, diversas cuestiones que habían sido tácitamente orilladas por el bipartidismo dominante y empaquetadas en un cuestionable sucedáneo de «consenso», un sucedáneo que tiene más que ver con la indiferencia (de amplios sectores de la población, en condiciones de relativa estabilidad económica y social), con la impotencia (de elites o instituciones, para abordar un debate o para explorar alternativas) o con la invisibilización mediática (de los asuntos polémicos) que con la articulación de un verdadero acuerdo. Villacañas parece sugerir aquí, aunque el desarrollo de esta idea queda más allá del alcance del ensayo, que un republicanismo cívico capaz de encarnar una alternativa plausible al populismo debería ensanchar los márgenes de la discusión nacional y abordar la reconstrucción de un espacio sustantivo de disenso, deliberación y conflicto (democrático) para ser viable, sin ceder a la tentación tecnocrática ni a la fantasía consensual, realmente antipolítica, por la que se han deslizado las democracias europeas bajo presión neoliberal en las últimas décadas. En un contexto marcado por la transferencia de poder político de los viejos Estados europeos a los ámbitos de decisión comunitaria, esto sólo puede pasar por la consolidación de una verdadera democracia efectiva (y no exclusivamente «representativa», en su sentido teatral) de dimensiones europeas, en la que puedan abordarse y tomarse decisiones sobre las cuestiones en las que el nivel Estato-nacional y sus instituciones ya son inoperantes y sólo pueden tener un papel, a la medida del proyecto populista, exclusivamente comunicacional, de mera «visualización» de posiciones.

IV. Populismo, nación y pueblo.

Uno de los pasajes en los que la argumentación de Villacañas resulta más matizable, nos dice, corresponde a la discusión sobre la relación entre populismo, nación y nacionalismos, que es de lo que tratábamos en mi entrada de ayer. En parte, por la relativa ambivalencia del concepto de nación (y de sus derivados) que maneja el texto. Así, Villacañas empieza afirmando que «el populismo no es nacionalismo» (sección 6, p. 55); algo más adelante insiste, de manera algo confusa, en que «el populismo no es nacionalista, pero supone el pensamiento de la nación» (sección 7, p. 69). En ambas consideraciones subyace una distinción entre el concepto de «nación», asociado a una «soberanía originaria», y la noción populista de «pueblo», que descansa sobre una soberanía «construida» hegemónicamente. Villacañas introduce esta distinción tras su lectura de Zanatta (sección 2, p. 25), cuya caracterización del populismo asimila, precisamente, las nociones de «pueblo» populista y de «nación» esencialista. Aunque el matiz puede ser atendible desde el punto de vista conceptual, no puede ignorarse que ambos conceptos (la «nación originaria» y el «pueblo en construcción» permanente) aparecen indisolublemente ligados en cualquier nacionalismo militante, en el que la apelación a una esencia «originaria», de carácter esencialmente mitológico, convive sin problemas, pese al contrasentido lógico que supone, con la necesidad estratégica de una «construcción nacional» que es plenamente hegemónica: pueblo (construido) y nación (originaria) forman, en esta configuración, anverso y reverso de un mismo tipo de concepto identitario-comunitario que puede reconocerse en la construcción tanto populista como nacionalista.

Eso no significa que sean exactamente lo mismo, dice. En la construcción populista, como bien señala Villacañas –y es un elemento central del populismo à la Laclau–, el contorno específico del «pueblo» nunca es delimitado de forma precisa y definitiva: se relaciona metafóricamente con la cadena equivalencial de demandas sociales no satisfechas, lo que le dota, al menos en un primer tiempo, de una gran flexibilidad y capacidad para concentrar todos los malestares y hacerlos políticamente operativos. Pero esa negativa a trazar el perímetro del «pueblo» no significa que el populismo renuncie a invocar (de nuevo, en una operación discutible desde un punto de vista lógico, pero aceptable en el plano de representación autónoma en el que opera el discurso populista) la «soberanía originaria» de ese pueblo de fronteras móviles. La presencia implícita, nunca concretada, de esa «esencia» originaria se percibe bien en el propio storytelling populista, que suele estructurarse en la forma de un pueblo armónico sometido a una agresión exterior que lo oprime/infiltra; la memoria mítica del «estado anterior» originario es el elemento que se invoca para movilizarse alrededor del proyecto político presente. En este sentido, Villacañas tiene razón al afirmar que «el populismo no es nacionalismo», pero a ello cabe añadir que el nacionalismo (esto es, una articulación de la nación en términos étnicos o lingüístico-culturales) sí es una forma o un caso particular de populismo (una idea identitaria de pueblo), y que el «pueblo» populista, sin ser equivalente a la nación nacionalista, sí puede leerse como una generalización de ésta, que sufre la misma tensión entre la evocación mítica «originaria» y la necesidad de construcción permanente. La diferencia, apreciable pero no central en términos operativos, reside más bien en la presencia de elementos «objetivos» explícitos (lengua, territorio, religión, etnia) en la formulación nacionalista, que están cuidadosamente sobreentendidos (pero que no son repudiados en general, y se explicitan abiertamente en los populismos «de derechas») en la construcción populista.

Este es un punto de importancia capital en la argumentación, nos dice, y la discusión correspondiente se beneficiaría de una desambiguación del término «nación» que se maneja en el texto de Villacañas (sección 6). La distinción pertinente, aunque puedan oponérsele toda clase de prevenciones y pueda argumentarse (convincentemente) que es, también, conceptual y no histórica, es la clásica de Ernest Renan entre nación cívica (o república, estructurada en instituciones) y nación étnica (o pueblo identitario); esta última noción unifica la forma populista y nacionalista de relacionarse con la colectividad política, ambas igualmente problemáticas en su relación con el pluralismo político que sí es inherente a la nación republicana. La nación que Villacañas define como «máquina institucional» y «formación de instituciones diferenciadas» (p. 55) responde indudablemente al modelo republicano, pero la capacidad de éste para atender diferenciadamente las demandas sociales sufre ante una configuración nacionalista (identitaria) de la nación. Así puede observarse en algunos países del este de Europa, donde el discurso identitario ha alcanzado la hegemonía y las garantías institucionales republicanas se han subordinado ante otras consideraciones, ya sean de factura inequívocamente populista (la autoridad del líder carismático para disolver o doblegar contrapoderes) o nacionalista (la preservación de la homogeneidad étnica, lingüística o religiosa de la comunidad nacional, por ejemplo).

Se impone, pues, nos dice, una cierta clarificación: no es exacto sostener (siguiendo el argumento del libro) que al populismo le falte espacio cuando opera «una idea de nación». Eso depende de cuál sea la «idea de nación» en cuestión, porque no todas ellas sirven para neutralizar al populismo, ni resultan hostiles a la construcción populista. Sólo cuando la idea de nación vigente está asociada a una institucionalidad satisfactoria, es decir, cuando impera un modelo de nación suficientemente cívica/republicana, el margen de recorrido populista se reduce apreciablemente. Y viceversa: en sociedades marcadas por institucionalidades frágiles, condicionadas por imaginarios de nación étnica o, más en general, ideologías identitarias, nacionalistas o esencialistas de cualquier tipo, la estructura social e ideológica del populismo puede desplegarse y arraigar con mayor facilidad.

V. Riesgos del populismo.

La tensión entre populismo, democracia e institucionalidad liberal-democrática es otro de los centros de interés del ensayo. señala más adelante. Villacañas sostiene –y, al hacerlo, rebate uno de los excesos más obvios de cierto discurso antipopulista convencional, al menos ateniéndose a la nación arendtiana de totalitarismo– que el populismo de Laclau no es totalitario, pero sí agrava la degradación institucional de la democracia contra la que reacciona. Y es así por razones estructurales.

En efecto, dice, las condiciones necesarias para la construcción y pervivencia del «pueblo» populista (permanente movilización de las masas, escisión emocional amigo/enemigo, liderazgo carismático como sublimación de la cadena equivalencial, que encarna sin resolver todas las demandas insatisfechas), que son las condiciones mismas de reproducción del populismo como vector político, son incompatibles con el funcionamiento pleno de una institucionalidad republicana consolidada, porque chocan frontalmente con varias de sus precondiciones (separación de poderes, especialización y neutralidad institucional, rendición de cuentas a la ciudadanía, reconocimiento y protección del pluralismo político e informativo). La propia hostilidad populista hacia formas institucionales estables, su alergia estructural a los contrapoderes y su preferencia (compartida, como atinadamente señala Villacañas, con el totalitarismo) por la forma política de un «movimiento» de masas perpetuamente movilizadas, somete al conjunto de la sociedad a un estrés y una presión que erosionan apreciablemente la calidad de la democracia posible bajo su hegemonía. Una calidad que se ve aún más empobrecida por la tendencia populista al control de la información, de su circulación y de su expresión, que deriva directamente de su concepción de la política a la vez como objeto fundamentalmente discursivo, por un lado, y como espacio de conflicto y demarcación entre un «ellos» y un «nosotros» irreductibles, por otro.

No es, en ese sentido, señala, un planteamiento totalitario, sino de base democrática, en el sentido laxo de sumisión a una forma de consent y apertura a alguna forma de participación popular. Opera, eso sí, en las fronteras del espacio democrático y, típicamente, en contextos de «crisis orgánica» de la forma liberal-democrática. Pero la democracia que aspira a liderar, despojada de buena parte de las garantías y las salvaguardas que protegen las libertades y las condiciones de deliberación en las sociedades republicanas, es una democracia plebiscitaria y antirrepublicana, cuya legitimidad última reposa, como toda la construcción populista, en la vitalidad de la escisión fundamental, sentimental e identitaria, entre la fracción populista hegemónica y el resto de la ciudadanía, en su capacidad de intimidación más o menos explícita a los discrepantes, y en la que las condiciones de participación política, sin ser nulas, están estructuralmente desequilibradas a favor del nuevo oficialismo. El nivel de tensión social que este planteamiento requiere e inyecta en la sociedad, y el rechazo a dinámicas de estabilización y especialización institucional que, como señala Villacañas, disolverían el potencial populista, condena a la democracia populista a convertirse en una democracia de minorías («vanguardias», se diría en otro tiempo) movilizadas en torno a un líder sin más contrapoder que los límites de su propia capacidad de convocatoria: una democracia al descubierto, expuesta al «golpe de Estado permanente» del que acusaba François Mitterrand a Charles de Gaulle durante el tránsito de la Cuarta a la Quinta República francesa.

Villacañas, nos dice, acierta al desautorizar la identificación, excesiva y apresurada, entre populismo y totalitarismo. Pero aquí resulta conveniente ampliar el contorno de la discusión: en tanto que forma política, y precisamente por su protagonismo en momentos de crisis orgánica, el populismo no es necesariamente estable (en ese sentido, se ha hablado del «momento» populista) y, como tal, puede mutar (aunque también puede permanecer en su forma populista) en direcciones distintas. Puede derivar hacia una construcción institucional nueva de carácter republicano: con algunas cautelas, y volviendo al ejemplo francés evocado en el párrafo anterior, podría considerarse que la Quinta República francesa, principal legado de esa variante francesa del populismo que fue el gaullismo de la posguerra (y cuya secuencia histórica, marcada por el colapso orgánico de la Cuarta República parlamentaria, encaja con notable fidelidad en la secuencia-tipo que presenta la teoría populista), es una buena muestra de ello. Pero la excepcionalidad, la provisionalidad (deliberada) de su estructura discursiva y la concentración del poder que le es propia lo vuelve también particularmente propenso a derivar hacia un estadio autoritario (esto es, en el que el poder se haya emancipado de la sanción democrática) más o menos virulento, tal y como muestran diversas experiencias latinoamericanas, experiencias que están en la base de la teorización laclauiana y, a través de ésta, de la práctica de Podemos en España.

VI. De la crítica populista a la alternativa republicana

La irrupción de Podemos, continúa diciendo, como formación nacional-populista autónoma, y con aspiraciones creíbles de convertirse en hegemónica en la izquierda española, vuelve especialmente pertinente la apertura de un debate y un análisis sosegado sobre el populismo, sus ambiciones, su proyección y sus posibles efectos sobre la evolución de la democracia y de la izquierda española. Sobre todo, porque el panorama parece dirigirse hacia una coexistencia duradera de dos ofertas nítidamente diferenciadas en el seno de la izquierda, una de ellas de carácter explícitamente populista.

El breve ensayo de José Luis Villacañas entra de lleno en este debate, indica. A contracorriente de cierta vulgata antipopulista, Villacañas sostiene que el fenómeno populista es indisociable de la deriva «neoliberal» de las democracias europeas. En particular, de la espiral de despolitización aguda que sufren, de la que el populismo es a la vez expresión de rechazo y síntoma. Como un espejo deformante, viene a decir Villacañas, el populismo amplifica y capitaliza un buen número de rasgos inquietantes que ya estaban presentes en los escenarios políticos neoliberales. Pero aunque reacciona contra la despolitización neoliberal, no está en condiciones de corregirla; su efecto es, pese a la sobreactuación discursiva, el de agravarla. En estas condiciones, podría ser que el reflejo deformado de la política neoliberal, proyectada sobre el espejo cóncavo del populismo, contribuyera a elevar la exigencia cívica y republicana no sólo ante el populismo explícito, sino también ante los micropopulismos implícitos, ambientales, que han dominado el escenario político prepopulista en España y en otros países europeos, erosionando la credibilidad de los entramados institucionales hasta no hace tanto, sin causar la menor extrañeza. Esa parece ser la esperanza de Villacañas, cuya argumentación desemboca en una reivindicación del republicanismo cívico como única alternativa posible tanto al populismo como a la deriva «neoliberal» en la que éste se desarrolla y progresa.

El republicanismo que se vislumbra al final del ensayo, concluye su artículo, debería orientarse tanto a la valorización del pluralismo político y la elevación de la calidad del debate público como al ensanchamiento del espacio de discusión y decisión democrática, desbordando los límites de un Estado-nación que ya no es operativo en el mundo globalizado y asumiendo un horizonte que, en el caso español, sólo puede ser europeo. Pero esto, que es la estación término del trayecto que propone Villacañas, es «naturalmente otro tema», por retomar sus palabras de cierre. En realidad, es el necesario punto de partida de una reflexión sobre republicanismo, izquierda y democracia, o, si se prefiere, de una izquierda republicana con vocación de alternativa tanto a la derecha neoliberal como a la neoizquierda populista. Una reflexión que tiene que superar, integrándola, la (necesaria) crítica al populismo y aventurarse a ofrecer soluciones más pertinentes para los problemas –acuciantes– de los que da testimonio su ascenso en las sociedades democráticas europeas.



Mitin populista en Francia



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 3014
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)