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lunes, 5 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] ¿Desnacionalizar el Estado, una posible solución?





Quizás la salida consista hoy y ahora en avanzar hacia una desnacionalización de la idea de Estado que permita trasladar la cuestión sobre lo que es la nación a las creencias particulares de cada uno, comenta en El País Jorge Urdánoz Ganuza, profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Pública de Navarra.

Fue nada menos que Felipe González, comienza diciendo Urdánoz, quien, en un artículo escrito junto a Carme Chacón, definió a Cataluña como una “nación sin Estado” (Apuntes sobre Cataluña y España,EL PAÍS, 26/7/2010). A su compañero Rodríguez Ibarra aquello le pareció algo cercano al sacrilegio: “Confieso que mi sorpresa fue equiparable a la que podría haber experimentado un cristiano al que, después de creer toda la vida en la existencia de un Dios único y verdadero, el Papa de Roma le anunciara que todo era mentira y que ese Dios no existe”, declaró compungido.

Ese metafórico Dios al que alude Ibarra no puede ser otro, claro, que la nación española, entidad a la que las palabras de Felipe habrían condenado de un plumazo al limbo de la inexistencia. Una herejía, la felipista, que continuaba hurgando en la herida, pues no solo ocurría que, en la medida en que existiera una nación catalana, entonces la nación española se vería irremediablemente cercenada en una de sus extremidades, sino que, profundizando en el anatema, el expresidente venía a concebir a España como “nación de naciones”, con lo que las amputaciones a la nación ya no venían solo de un lado, sino al menos desde los flancos gallego, vasco y quién sabe cuántos más… ¿qué quedaba de la nación española sino una humillada, manoseada y desgastada piel de toro enclavada en el mapa de la Península como un sanguinoliento trozo de carne desgarrado?

Algunos conciben, en efecto, las naciones como manchas de colores en el mapa, al modo mediante el que los libros de texto —deudores de una tradición pedagógica que haríamos bien en revisar— representan las idas y venidas de los distintos imperios a lo largo y ancho de la topografía. En esa concepción, la de Ibarra, el avance de una nación implica lógica y necesariamente el retroceso de otra.

Bajo esta mirada pueden concebirse Estados plurinacionales, pero nunca una nación de naciones, una entidad tan contradictoria como lo sería un “individuo de individuos”. Aquí cada nación se conforma en esencia por contraposición a otras. Son las fronteras las que delimitan y circunscriben la existencia nacional, y una frontera es por definición dual, jánica. De la misma manera que no es posible imaginar un folio con una sola cara, es imposible una frontera que lo sea de solo una nación. Si las naciones se conciben mediante fronteras, entonces una nación no puede acoger otras naciones en su interior, sino solo en su exterior.

De este concepto viejo de nación beben nuestros nacionalismos periféricos, que por eso tildan a España de “Estado”. Para ellos, naciones son Cataluña, el País Vasco o Galicia, y España es en consecuencia un Estado plurinacional, no una nación. Y, por descontado, tal concepción configura igualmente el andamiaje interpretativo de los nacionalistas españoles, que afirman que España es una nación —la más vieja de Europa además, como repiten con especial y reveladora fruición (¿qué más dará?, me pregunto yo)—, jamás un mero Estado. Para ellos solo hay una nación verdadera, la española, en cuyo interior existen nacionalidades y regiones. Contra la sorprendente afirmación de que no hay entre nosotros nacionalismo español —la viga y la paja, ya saben— lo cierto es que es esta última la concepción plasmada en la Constitución de 1978, como se encargó de recordar en 2010 nuestro Tribunal Constitucional. Para bien o para mal, esa composición de lugar no parece servir ya para articular nuestra convivencia.

La idea tradicional de nación exige sus representaciones y sus consecuencias: las manchas en el mapa, el tetris cartográfico, el empate infinito, la suma cero. Como ya hemos visto, desde este paradigma la expresión “nación de naciones” es un perfecto imposible lógico, pero eso es así porque ahí, en esa aparente contradicción, subyace una idea de nación mil veces más abierta, más ilustrada y más tolerante. Mil veces más moderna, en suma. O más europea, si quieren, término que también encaja aquí y que nos da una idea de hasta qué punto Europa no es tanto una nación como un ideal… pero no nos desviemos.

Una nación puede albergar en su seno otras naciones solo si concebimos la idea de nación no como un territorio en el mapa, sino más bien como una opción personal para la cual no existe ya —y esto es lo que han de entender todos los nacionalistas— ninguna verdad única o revelada. Esto es, si pensamos las naciones no mediante fronteras, necesariamente geográficas, sino mediante creencias, subjetivas por necesidad.

Deslizar el eje interpretativo desde las hectáreas hasta las convicciones permite generar un espacio público en el que cabemos todos. Se trata de un desplazamiento similar al que, en los inicios de la modernidad, se efectuó en el terreno religioso. La tolerancia religiosa fue el gran invento civilizador que permitió que los diferentes dioses convivieran en un mismo espacio. El espacio de lo público, en el sentido de oficial, se configuró de modo aconfesional o laico, precisamente para que todas las religiones tuvieran cabida. De modo similar, quizás la salida consista hoy y ahora en avanzar hacia una desnacionalización del Estado, una suerte de laicismo nacional que saque a la nación del salón del trono, tal y como antaño se sacó de ahí al mismísimo Dios, y que desplace esa cuestión desde las estructuras administrativas del BOE hasta las peculiares creencias de cada cual.

Cuando lo que tomamos en cuenta no es ninguna de las variadas verdades reveladas que dictaminan qué es una nación, cuántas hay y hasta dónde llegan; sino más bien las opiniones de la gente al respecto, la conclusión es clara: no hay naciones puras. Es la propia ciudadanía la que refuta la mera noción tradicional de nación, una entelequia que solo existe en la cabeza de los nacionalistas. Todas las candidatas a nación —España, ciertamente, pero desde luego también Cataluña, Euskal Herria o cualquier otra— son, si atendemos a la voz de sus gentes y no a los dogmas de sus nacionalistas, “naciones de naciones”. Todas albergan en su interior, en mayor o menor medida, sujetos que disienten libremente de cualquier definición concreta de nación que quiera dictaminarse como la eterna e inmortal. Una evidencia que todos los nacionalistas de uno u otro pelaje rechazarán con apasionada vehemencia, pero también una irrefutable y hermosa verdad sobre la que podemos edificar de nuevo la mejor política. La del acuerdo, no la de la frontera



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 26 de abril de 2017

[A vuelapluma] Corromper/Dimitir: en España, verbos impersonales e intransitivos





En gramática se denomina verbos intransitivos a aquellos que no exigen complemento, y verbos impersonales a aquellos que solo admiten su conjugación en la tercera personal del singular: él, ella... Seguro que van captando por donde van los tiros... Sí, por los verbos dimitir y corromper, que como ustedes saben no son impersonales ni intransitivos, pero que en España, a efectos teóricos y prácticos de su clase política,  sí lo son, tajantemente, sin la menor duda ni vacilación. 

Aquí no dimite ni Dios... Está pegado a la silla con poxipol... Son frases oídas una y otra vez que expresan con ironía la perspicacia de los españoles de a pie sobre la condición moral, mayoritaria, de su clase política. Pero aunque los individuos tengan responsabilidades morales exigibles, y de de vez en cuando, las asuman de grado o por fuerza, los partidos políticos no responden a ese criterio. Se escudan en el clásico "y tú, más" para eludir sus responsabilidades colectivas, y resulta claro que para combatir la corrupción es necesario que las organizaciones políticas tengan que rendir cuentas a controles externos ajenos a sus propias estructuras políticas. 

Peter Mair (1951-2011) famoso politólogo irlandés fallecido prematuramente, escribió al inicio de su libro Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental (Alianza, Madrid, 2015), que la era de las democracias de partido había pasado, pero que las democracias modernas eran impensable sin la existencia de los partidos, motivo por lo cual, al fallar estos -que es el caso, y no solo en España y Europa, sino en todas las democracias liberales- las democracias fallaban por su base y se resentían todas las estructuras de las mismas. Y hace unos días el profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Pública de Navarra, Jorge Urdánoz, publicaba un artículo sobre este mismo asunto titulado El silencio de los partidos, que comenzaba aludiendo a la querencia irrefrenable de nuestro ministro de Justicia, Rafael Catalá, por la conocida cantinela según la cual “la responsabilidad política por la corrupción se salda en las urnas”. Una tonadilla, continuaba diciendo, que atrapa a las mil maravillas nuestra tortuosa relación con la corrupción y que resulta, por lo demás, particularmente pegadiza: tampoco sus críticos parecen poder quitársela de la cabeza. Muchas muestras de indignación e innumerables aspavientos, sí… pero razones, entre pocas y ninguna.

El problema, añadía más adelante, radica en que seguimos atrapados en una dicotomía —la que distingue entre responsabilidad penal y responsabilidad política, sin admitir otro matiz— que, lejos de iluminarnos, lo que logra es ofuscarnos. En un universo conceptual en el que solo alumbran esos dos soles, la responsabilidad política únicamente puede enfocarse desde un prisma moral, deontológico. Los políticos dimitirían por principios, como movidos por el rechazo ético que en su interior provocarían ciertos proyectos de ley o ciertos comportamientos. El impulso volitivo sería por tanto interno, autónomo, personal. Se dimitiría por coherencia, por integridad, por vergüenza o por cualquier otra categoría eminentemente moral. Es un espejismo.

Esa concepción, dice en él, se forja en el siglo XIX, cuando los protagonistas de la política eran individuos, esto es, parlamentarios de carne y hueso. Pero hace ya mucho que la política no la protagonizan las personas —susceptibles de principios, de moral y de integridad—, sino los partidos. Y a los partidos el sol de la moral no parece iluminarles ni mucho ni poco. Ellos responden a otro tipo de luz.

Para percibir esa luz hemos de mirar fuera, señala. En inglés “responsabilidad” se dice de dos maneras: “Responsability” y “accountability”. El primer vocablo equivale a nuestra “responsabilidad moral”, y se aplica por tanto a los individuos. El segundo no tiene en castellano un equivalente exacto… ese es nuestro problema, y por eso solo nos es dado entender la responsabilidad política como responsabilidad personal. Nos falta un término para la accountability.

¿Y quién es esa señora?, se pregunta. Pues es ese tipo de responsabilidad que, siendo política, no es sin embargo personal. “Accountability” suele traducirse como “rendición de cuentas”, un rodeo terminológico a mi juicio poco eficaz porque rechaza la subjetivación: no podemos decir que los partidos son “rindables de cuentas” o algo así. O podemos, claro, pero el resultado es espantoso.

Yo propongo “controlabilidad”, dice. Al contrario que la responsabilidad moral —interna, autónoma, personal— la controlabilidad sería externa, heterónoma e institucional. Los individuos tienen responsabilidad moral, esto es, responden ante sus principios (por definición, internos). Los partidos no pueden responder ante algo así, por lo que responden ante controles (externos). No son responsables, son controlables. O, más bien, resultarán responsables solo en la medida en que se sometan a ciertos controles. Y tanto la responsabilidad moral de los políticos como la controlabilidad de los partidos son responsabilidad política.

Así que, continúa diciendo, en cierto sentido, la tonadilla del ministro no anda del todo desafinada. Todo lo que no es responsabilidad penal es responsabilidad política y esta “se salda en las urnas”. De acuerdo, pero… ¿en qué urnas? Porque a lo mejor no se trata de cambiar de canción, sino de añadir versos al estribillo.

El problema aquí, afirma, es que en España solo existe un tipo de control externo y político para los partidos: las elecciones. Constituyen la única ocasión en que los partidos se someten a una evaluación política independiente de ellos mismos. Se trata de una insuficiencia democrática en la que radica el origen de muchos de nuestros males.

¿Queremos luchar contra la corrupción?, nos pregunta. Hay muchos frentes, pero el primero es el político, porque sin él los demás no se activarán. Necesitamos que la política responda más y mejor a la voluntad de la gente, esto es, que la política sea más responsable. Así que necesitamos más “urnas”, en efecto: primarias, censos de militantes con derecho a voto, congresos partidistas bianuales y controlados por el poder judicial, etcétera. Nuestra Ley de Partidos es un chiste. No incluye ni un solo control democrático entre elección y elección. No hay urnas entre las urnas.

¿Por qué en otros países, dice más adelante, los políticos dimiten más a menudo? No es porque sus políticos atesoren una integridad moral superior, o algo así. Es porque su sistema político incorpora más controles, muchos más. Su musiquilla política incluye esos estribillos por ley. Y la melodía resultante es otra. Política, sí, pero otra.

El caso del alemán Von Guttemberg —que dimitió de la vicepresidencia del país al descubrirse que había copiado su tesis doctoral—, comenta, se cita con fruición y envidia entre nosotros. Lo que no se cita es que su mayor inquisidora fue la ministra de Educación de su propio Gobierno. ¿Se imaginan, en España, a un ministro criticando a otro abiertamente? Aquí y ahora es política ficción, pero esa es la música a la que nos acostumbraríamos si la corrupción no fuera, como es entre nosotros, tan solo un arma para atizar al partido rival sino, además, una lacra a denunciar también en el compañero de partido contra el que compito por un puesto en la organización.

En España, afirma, están cambiando muchas cosas. Una de las que debería cambiar en primer lugar es el abrumador silencio que reina en el interior de los partidos. Un silencio que, si se piensa bien, es antipolítica pura. Si en Alemania es normal que un ministro critique a otro por copiar en la universidad… ¿qué no hubieran oído en aquel país los electores de centroderecha decir a sus representantes si hubiera aparecido algo así como un Bárcenas teutón?

Mirémonos al espejo. concluye diciendo. Aquí, casi sin excepción, en cada caso de corrupción los representados no oyen a sus representantes, sino solo a los de la oposición. El “y tú más” debería empezar a tornarse en “qué vergüenza que envilezcas nuestros principios con tu actitud”. Introducir controles es el primer paso para que esa música comience a cambiar. Y así, quizás, podremos empezar a olvidar de una vez la vieja tonadilla que tanto encandila al ministro, a su partido y a ese ensordecedor silencio ante la corrupción de los suyos que los caracteriza.



Esperanza Aguirre, expresidenta de la C.A. de Madrid 



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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