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martes, 6 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] Con las ropas del XIX






Los discursos nacionalistas recuperan hoy viejos reclamos identitarios y evitan enfrentarse a los retos del presente. Es como si quisiesen vivir en pleno siglo XXI con los ropajes del XIX, escribe en El País el historiador y sociólogo José Andrés Rojo. 

Hay algunos episodios que están ocurriendo ahora que parecen remedar a otros que sucedieron en el siglo XIX. Mejor dicho, durante el último tercio del siglo XIX. Por entonces se produjo ya una primera globalización que conectó a gentes de países distintos y que facilitó enormemente la comunicación entre mundos que antes habían vivido de espaldas, ignorándose por completo. Se produjeron, además, un montón de atentados: la rabia y el rencor crecieron en los márgenes del sistema y floreció el nihilismo. Muchos anarquistas encarnaron esa furia y, como hacen hoy los terroristas islamistas (salvando las distancias, los métodos, los objetivos y todo lo que se quiera), procedieron a liquidar a jefes de Estado, primeros ministros, políticos de la más variada ralea e, incluso, a la emperatriz Sissi. Iba paseando con una de sus damas de compañía, se le acercó un tipo con un estilete, se lo clavó en el corazón. Fin.

Fue también una temporada en que florecieron los nacionalismos. Esta fiebre, que arrancó con los románticos, fue tomando posiciones cada vez más agresivas y sofisticadas. El gran desafío era el de seducir a las masas y el camino más rápido pasaba por encender sus emociones. La nueva política decidió entonces explotar a fondo los símbolos. Himnos, marchas, monumentos, mitos. “Había que inventar juegos y deportes públicos, festejos y ceremonias, con el fin de que el pueblo pudiera imbuirse de la virtud del patriotismo y resistirse a distracciones como la de teatros, óperas o comedias”. La recomendación era de Rousseau, y los nacionalistas la siguieron al pie de la letra.

Richard Wagner fue uno de los grandes artífices en la recuperación de las auténticas esencias de Alemania. Supo trasladar a sus óperas los anhelos utópicos de la clase media, y lo hizo a través de una fórmula feliz: el alma debía hacer un esfuerzo para alzarse por encima del mundo presente “hasta alcanzar una unidad superior mediante memorias ancestrales”. Así explicó el historiador George L. Mosse en su libro sobre la nacionalización de las masas el poder del mythos, el camino más rápido para conectar con lo más profundo del Volk, del pueblo, e instalarse en el ser verdadero e inmutable.

En ésas andamos. Y lo peor de todo es que ya no son sólo los nacionalismos los que reclaman a las masas que recuperen su verdadero ser. También le han entrado esos apretones a la izquierda, que ya no anda pensando en políticas concretas que favorezcan a los más desprotegidos, sino que no deja de mirarse en el espejo para reconocer quién de todos los que la encarnan es de verdad el más auténtico.

Nietzsche estuvo muy próximo a Wagner y la ruptura con su gran amigo fue para él devastadora. Cuando luchaba por superarla escribió El viajero y su sombra. Harto de todos los curadores de almas que invitaban a realizar grandes viajes para encontrar esas esencias remotas, reclamaba ocuparse de “las cosas más cercanas”, que son las que de verdad importan. Quizá sea un buen momento para escucharlo, ahora que en el siglo XXI tan fascinados estamos por las cuitas del XIX.



Representación de "Parsifal", de Richard Wagner (2005)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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viernes, 15 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] Los enemigos de la Constitución





¿Quiénes son los verdaderos enemigos de la Constitución?, se pregunta en El País el profesor Fernando Rey, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid y consejero de Educación en la comunidad autónoma de Castilla y León. El independentismo catalán no es la enfermedad, sino el síntoma más grave de la pérdida de ilusión en algo que nos una en España. La confianza entre ciudadanos y sus representantes se ha roto.

La Constitución roza los 40 años, la edad del demonio meridiano contra el que proviene el salmo 91, comienza diciendo el profesor Rey. El azote que devasta en las horas centrales del día, las de mayor calor, cuando uno está más débil. En la tradición monacal, a esa hora se produce el peor ataque: la acedía, la tentación por la que el monje se vuelve perezoso y descuidado… y pierde la esperanza. España vive una crisis de acedía democrática, de pérdida de ilusión en algo que nos una; es un tiempo de echar las culpas siempre al otro, de pereza e incluso de crispación para convivir. El independentismo catalán no es la enfermedad, sólo el síntoma actual más grave.

El constitucionalismo se enfrenta en todo el mundo a poderosos enemigos culturales. La realidad económica es tan cruda y la política tan frustrante porque sabemos que el futuro puede ser peor que el presente. Ahora, la división política más profunda está entre quienes aceptan esta verdad incómoda como punto de partida del análisis y la de quienes no la aceptan y se instalan, por ignorancia o por cinismo, en la pos-verdad, es decir, quienes eligen creer mentiras. Evidentemente, a partir de la realidad se pueden configurar diferentes políticas, pero la cuestión política central hoy es la de enfrentar o no la áspera realidad. Juan de Mairena observó: “Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta alguna utilidad; por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino”.

Los dos principales enemigos culturales del constitucionalismo democrático (y lo son porque están instaladas dentro del sistema y no enfrente como el comunismo o el fundamentalismo) son dos corrientes de pensamiento que se sitúan confortablemente en la mentira: el populismo y el nacionalismo independentista. Ambas tienen bastante en común. De hecho, algunos populismos (los del centro y norte de Europa) son también nacionalistas y de derechas; y algunos populismos nacionalistas son de izquierda (ERC, CUP, etcétera).

Populistas y nacionalistas inventan la comunidad ideal (el pueblo, los catalanes, los vascos, etcétera) oprimida y saqueada por otros (España, la casta). No es casual que desde posiciones populistas se hable, incluso, de “fraternidad”, pero sólo entre los miembros del grupo de las víctimas llamado a redimirse por el nuevo movimiento. Algo así hizo Robespierre cuando acuñó el concepto contemporáneo de “fraternité” a fin de establecer el servicio militar obligatorio (el pueblo en armas) frente a la monarquía absoluta y los aristócratas (la casta del momento).

Nacionalistas y populistas dividen profundamente porque crean sus respectivos enemigos: habría españoles buenos y malos; o incluso habría españoles que no son españoles. No celebran el día de la Constitución porque el significado profundo e inicial de nuestra Constitución, de cualquier Constitución, es la de crear la comunidad política, el Estado español: artículo primero, apartado segundo, la soberanía nacional reside en el pueblo español. Nacionalistas y populistas niegan la existencia de este pueblo español: impugnan el “nosotros”, que es la cuestión constitucional central.

Nacionalistas y populistas coinciden en inventar imaginarios emocionales pero intelectualmente falsos sobre el presente y sobre la historia, por supuesto, reinventada a propia conveniencia. Historias y no historia. De ahí su éxito. Populistas y nacionalistas prometen imposibles ilusionantes; son un destello de luz en medio de la oscuridad más tenebrosa: la independencia o el ascenso al poder de los “puros” arreglará, per se, todos los problemas. Demagogos “tropicalizando” el constitucionalismo en medio de un pueblo cabreado. El bosque abrasado por el calor y la llama en el momento oportuno.

Pero nacionalistas y populistas no son los únicos enemigos. Citaré en estrados otros dos: el pensamiento de izquierdas que considera que la Constitución es una hija (quizá no deseada, pero hija) del franquismo y que remite la auténtica legitimidad democrática a la República. Y, por supuesto, los casos de corrupción y su aparente laxo manejo. Todo esto hace que se haya roto la confianza entre los ciudadanos y sus representantes. Sobre todo entre los jóvenes. La juventud es el problema político fundamental de nuestro país.

Hace falta reformar en profundidad nuestra Constitución, pero no se dan las condiciones porque hemos perdido por el camino el ingrediente previo y principal, que sí tenían los constituyentes de 1978: el espíritu de concordia: “Con-cor”, un solo corazón. Algo que va más allá del consenso, que es un método inteligente de resolver problemas: elegimos no lo tuyo ni lo mío, pero sí algo que podamos admitir ambos. El consenso es el punto de llegada de la reforma y la concordia, el punto de partida. Es el deseo de vivir unidos con un proyecto de convivencia en común. Justo lo que niegan los enemigos de la Constitución.

La única buena noticia es que, a pesar de nacionalistas, populistas, corruptos y republicanos historicistas, la vieja Constitución resiste. Que se lo pregunten a los indepes. Hay que reformarla, pero ¿por dónde empezar? Un grupo de colegas ha presentado unas ideas interesantes. Pero me parece que la cuestión primordial ahora ya no es traer al redil constitucional a los independentistas. Eso es imposible. Jamás se contentarán con menos de lo que pretenden. Y, además, consolida una evolución de nuestro Estado territorial que premia a los más ricos (con cupos fiscales que incrementan la insolidaridad) y a los que peor se portan (los independentistas). Estos tendrán que aprender a convivir con su deseo frustrado; como lo hace el tercio de españoles, por ejemplo, que según el CIS querrían abolir por completo las autonomías (una suma de gente superior a todos los indepes sumados, y creciendo, aunque no hagan ruido… por ahora).

En este contexto, la primera reforma a acometer es, creo, la del sistema electoral del Congreso para evitar depender tanto en las políticas estatales de los partidos nacionalistas autonómicos. Esquerra, la ex-Convergencia, PNV y Bildu, con el 6,6% de los votos nacionales, tienen 24 escaños vitales. Hay que encontrar una fórmula electoral que deje de privilegiarlos. Eso tenía sentido en 1978 pero no en 2018. Estos partidos ya tendrían el Senado (y mejor si es tipo alemán) para obtener representación y participar en la toma de decisiones estatales.


Dibujo de Eduardo Estrada para El País



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sábado, 2 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] La hora de los nacionalismos





Hoy, las banderas ya no solo ondean en Cataluña sino en el resto del Estado. PP y Ciudadanos van a pugnar por el voto más identitario, por lo que el nacionalismo puede convertirse en el principal campo de batalla de la política española, señala en El País el profesor Lluís Orriols, doctor por la Universidad de Oxford y profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.

Hasta hace pocas semanas, comienza diciendo el profesor Orriols, el debate en torno al llamado “problema catalán” provocaba entre la opinión pública española más sensación de desafecto que de preocupación. Sin embargo, tras los acontecimientos del 1-O se ha puesto de manifiesto que la cuestión territorial es, de entre las distintas piezas que componen la crisis política, la de mayor gravedad y trascendencia. Y así parece haberlo entendido la sociedad española. Según el último barómetro del CIS, la independencia de Cataluña se sitúa ahora como el segundo problema más importante de España, sólo por detrás del paro. Se trata de un cambio sustancial, pues hace apenas dos meses prácticamente nadie incluía esta cuestión como una de sus principales preocupaciones.

Aunque la gravedad de la crisis territorial empieza a calar ahora entre la sociedad española, esta cuestión lleva ya un lustro agitando la vida política catalana. El proceso soberanista ha provocado que los dos partidos tradicionalmente centrales en Cataluña, el PSC y muy especialmente CiU, hayan perdido esa transversalidad política que les permitía cosechar tan buenos resultados en el pasado. Ya nada queda de esa vieja Convergència que lograba en 2010 erigirse como la fuerza más votada tanto entre el electorado con identidad catalana como española. Hoy en Cataluña existe poco mestizaje político: cada comunidad nacional cuenta con su propio menú de partidos. La única fuerza política que, por ahora, aún mantiene un electorado relativamente transversal en lo identitario es Catalunya en Comú. Aunque la mayoría de sus apoyos tienen una identidad nacional mixta o española, aún conservan alrededor de un 40% de sus bases con una identidad catalana.

Desde inicios de septiembre, el debate identitario ha cruzado definitivamente las fronteras catalanas y ha empezado a impregnar la vida política del conjunto de España. La crisis territorial ha conseguido monopolizar la agenda política del país y todo indica que seguirá marcando de forma determinante las coordenadas del debate político en los próximos meses. La política española parece dirigirse, pues, hacia una etapa en la que la competición política se dirimirá en el terreno de las identidades nacionales.

A priori, podría pensarse que este nuevo escenario es favorable para los intereses del PP, pues este partido suele sentirse más cómodo compitiendo en la dimensión nacionalista que en la clásica lógica izquierda-derecha. En el pasado, el uso de un discurso más de corte identitario le sirvió al PP para romper las filas socialistas. Por ejemplo, en 2008 el PP de Rajoy logró crecer a costa del PSOE en un contexto particularmente marcado por el debate en torno al Estatut de Cataluña y la tregua de ETA. Entonces, el Partido Socialista pudo compensar esas fugas gracias a recibir un voto estratégico anti-PP procedente del entorno de IU y de los partidos nacionalistas periféricos, algo que hoy resultaría más difícil de lograr.

En esta ocasión existen al menos tres motivos para pensar que el PP puede tener mayores dificultades para obtener réditos electorales de la confrontación entre Cataluña y España. En primer lugar, el PSOE, consciente de su debilidad en ese terreno, ha intentado evitar la confrontación directa con el PP. Por tanto, no es de esperar que la crisis territorial abra ahora grietas preocupantes entre las bases socialistas. En segundo lugar, el PP está hoy en el Gobierno y, por consiguiente, sujeto a la rendición de cuentas por su gestión. No es descartable que la gravedad de la crisis catalana pueda acabar pasando factura al PP si el gobierno pierde el control de la situación. El referéndum ilegal del 1-O dejó patente hasta qué punto el proceso soberanista puede llegar a desbordar al Gobierno central. Puede que la próxima legislatura el movimiento soberanista renuncie a la unilateralidad, pero aún así la crisis catalana sigue siendo un campo de minas para el ejecutivo central.

Pero el factor clave que puede dificultar al PP beneficiarse electoralmente de la crisis territorial catalana es la existencia de un nuevo competidor en la dimensión nacionalista: Ciudadanos. Desde su irrupción en la política catalana en 2006, Ciudadanos goza de una acreditada y solvente hoja de servicios en su lucha contra el nacionalismo catalán. Según su manifiesto fundacional, Ciudadanos nacía con el fin de atender a esa izquierda no nacionalista que se sentía huérfana de opciones políticas debido al perfil catalanista del PSC. Desde entonces, Ciutadans ha cosechado numerosos éxitos electorales, arañando votos inicialmente del PSC, más tarde del PP y finalmente de CiU tras el inicio del proceso soberanista.

Sin embargo, cuando Ciudadanos empezó a expandirse por el resto del Estado, lo hizo con un perfil marcadamente distinto del de sus inicios. Este partido quiso presentarse ante la opinión pública española como un partido reformista, cuyo objetivo era esencialmente la regeneración democrática e institucional del país. Así pues, el éxito inicial de Ciudadanos en la política española nada tuvo que ver con su tradicional discurso antinacionalista catalán. De hecho, el ascenso de Ciudadanos en las elecciones generales de 2015 no se explicó por cuestiones relacionadas con la identidad nacional sino que respondió esencialmente a la desafección política y al hartazgo con la corrupción y la política tradicional.

El terremoto político generado por el proceso soberanista ha situado la cuestión catalana en el centro de la agenda política. Ahora la lucha entre PP y Ciudadanos parece estar desplazándose al terreno de las identidades nacionales. Ciudadanos tiene ahora la oportunidad de recurrir a su tradicional pedigrí antinacionalista catalán para ganar votos no solo en Cataluña sino también en el resto del Estado. No hay duda de que el PP es plenamente consciente de la amenaza que supone Ciudadanos si los sentimientos nacionales empiezan a impregnar la competición partidista en el conjunto de España. Es por este motivo que el Gobierno de Mariano Rajoy ha intentado a toda costa monopolizar el patrimonio del 155 y evitar que Ciudadanos cobre cualquier tipo de protagonismo en la actual crisis catalana.

En definitiva, hoy las banderas ya no solo ondean en los balcones de Cataluña sino que también empiezan a asomarse en los del resto del Estado. Nos dirigimos hacia una nueva etapa en la que las identidades nacionales podrían cobrar un protagonismo sin precedentes en nuestro país. Durante los próximos meses deberemos estar particularmente atentos a la nueva pugna abierta entre PP y Ciudadanos para hacerse con el voto más identitario. De mantenerse la crisis catalana, el nacionalismo podría convertirse en el principal campo de batalla de la política española.



Dibujo de Eulogia Merle para El País


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jueves, 9 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Enterrar el franquismo de una vez por todas





Habría que enterrar el franquismo de una vez por todas en el debate político español. Lástima que no podamos hacer lo mismo con el nacionalismo identitario, mentiroso y ombliguista y con el populismo fascistoide de izquierdas  que nos asola. Eso si que sería un verdadero progreso... El relato de un Estado autoritario bajo la sombra del dictador resulta ridículo si se tienen en cuenta los ‘rankings’ sobre la calidad de la democracia española, comenta el periodista Teodoro León Gross en El País.

Tener un protagonista en la campaña del 21-D muerto hace 42 años, comienza diciendo, no hace sino acentuar los mimbres delirantes del procés. El protagonismo de Franco es una anomalía asumida, sin embargo, con toda naturalidad. Sin güija. Y desde luego no sucede por un capricho del destino sino por tacticismo oportunista, y en todo caso por la irresponsabilidad de todos, en particular la resistencia de la izquierda a abandonar un fetiche muy rentable pero también la miopía de la derecha a entender que no caben medias tintas. Unos y otros, entre todos, están causando un daño muy considerable a España y fomentando un lastre que nos pesará a todos durante años.

Estas últimas semanas, Franco parece más vivo que nunca. Cuando menos se le mantiene vivo con un respirador ideológico. Incluso en el entorno internacional, donde acaba de mencionarlo arbitrariamente el presidente de los socialistas belgas Elio di Rupo, con un tuit de una profundidad a la altura de su prestigio. Pero sobre todo en el plano doméstico, donde el nacionalpopulismo percute una y otra vez. Puigdemont pedía el voto para redactar una Constitución “sin militares franquistas”. Junqueras ha abundado en la inercia del “Estado autoritario”, identificando los tribunales con el Tribunal de Orden Público del franquismo. Rufián advertía: “El franquismo no murió el 20 de noviembre de 1975 en una cama en Madrid, morirá el 1 de octubre de 2017 en una urna en Cataluña”. Después ha hecho saber que sigue vigente. Marta Rovira: “Esto recuerda a los tics del franquismo, hemos vuelto a 1975”. También Tardá, y suma y sigue mientras en las calles de Barcelona prolifera el grafiti de Franco ha vuelto. Y el mantra ha traspasado fronteras, con la prensa de correa de transmisión.

Todo esto ha servido, por supuesto, de alpiste para los pollos. Y sobre todo entre los anglosajones que han evolucionado sus visiones del romanticismo orientalizante al franquismo sociológico. “El fascismo de Franco está muy vivo en España”, escribía Jake Wallis Simons, nacido en 1978, para The Spectator. En la carta abierta de setenta académicos e intelectuales contra la represión en el referéndum privando a Cataluña de libertad de expresión —desde el inevitable Noam Chomsky a la decepcionante Saskia Sassen— mencionan, cómo no, a Franco como referencia de los acontecimientos actuales. Jon Lee Anderson, con un dogmatismo delirante, ha insistido en el peso del franquismo en España. Incluso escritores que han decidido vivir en España caen en el tópico. ¿Les gusta vivir en una mala democracia o les gusta disfrutar de ese espíritu colonial supremacista de sentirse entre inferiores a los que aleccionar?

Esto de la mala democracia naturalmente debería ser revisado, en el supuesto de que les interesara lo más mínimo la realidad. Según el reputado ranking Democracy Index de The Economist, España está en el grupo de Full Democracy igualada con el Reino Unido, poco detrás de Alemania, y supera a países, ya en la segunda categoría de Flawed Democracy, como Estados Unidos, Francia, Italia, Portugal y, mon dieu!, Bélgica. Para Freedom House, España obtiene cuatro puntos más que Francia, cinco sobre Polonia, seis más que Estados Unidos o Italia. Sobre libertad de prensa, para quienes dan lecciones, RSF sitúa a España en el segundo nivel tras centroeuropeos y nórdicos, más de diez puntos por delante de Reino Unido o Estados Unidos.

Por supuesto se trata de una democracia imperfecta. Pues claro, todas lo son. De hecho sigue teniendo validez la máxima de Churchill: “Democracy is the worst form of government except all those other forms that have been tried”. La calidad democrática de España, más allá de sus debilidades, que en la administración de Justicia son notorias, está reflejada en esos rankings. Es homogénea con los estándares europeos. Por eso resulta tan ridículo el relato del Estado autoritario bajo la sombra de Franco, que, por lo visto, en esta reencarnación permite todo lo que antes estaba prohibido. Qué curiosa sociedad franquista esta que encabeza rankings de integración racial y tolerancia con la homosexualidad, donde los nacionalistas son hegemónicos en sus territorios desde donde desafían el Estado, y hasta el Barça es el club más favorecido por los árbitros. Pero se ve que algunos contra Franco viven mejor, aunque lleve más de cuarenta años, más de un franquismo, muerto.

En España habrá que tomar alguna vez conciencia del inmenso perjuicio colectivo de todo esto. Hasta cierto punto con el nacionalismo se puede descontar: su objetivo es manifiestamente romper con España, y eso pasa por el desprestigio de ésta con técnicas de propagandismo impropias del juego democrático. Respecto al populismo, es más dudoso, aunque los Iglesias, Echenique, Montero o Garzón, siempre activísimos contra Franco, se rijan por la consigna de "el fin justifica los medios". Si hay que acusar de fachas a Sartorius o a Paco Frutos, perseguidos por el franquismo real, pues se les acusa. La izquierda en general no acaba de entender que donde hoy ven un beneficio rentable para degradar al PP, en realidad se degrada a España, léase a todos los españoles, y se contribuye a prolongar tópicos siniestros y desprestigiar todo lo que lleva la Marca España. Resulta desmoralizador. Alguna vez esto merecerá, definitivamente, un pacto contra el franquismo para enterrar esa sombra y desterrar semejante oportunismo de la conversación pública.






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miércoles, 8 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Regiones, nacionalidades y naciones





Apenas quedan ya regiones en España, afirma el historiador Santos Juliá, catedrático de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED, doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, profesor visitante y conferenciante en universidades europeas y americanas y autor de numerosos trabajos sobre historia política y social de España en el siglo XX. Hay que abrir el debate pendiente desde 2004 partiendo de la asunción del hecho de que las comunidades autónomas, sean naciones, nacionalidades o regiones, son poderes del Estado que tienen que participar en la reforma constitucional.

Reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado español,comienza diciendo: tal parece ser el talismán que abrirá la puerta a un mejor encaje de nuestras mal llamadas naciones sin Estado en la Constitución después de someterla a una profunda reforma. Se trata de una demanda presentada de manera formal en 1998, cuando PNV, CiU y BNG, evocando los pactos de la Triple Alianza de 1923 y el que dio origen a Galeuzca diez años después, firmaron una declaración en Barcelona, recordando que cumplidos 20 años de democracia continuaba sin resolverse “la articulación del Estado español como plurinacional”.

Los firmantes de esta declaración partían del supuesto de que había en España nacionalidades y regiones y que, tras el desarrollo de los Estatutos, las regiones se sentían satisfechas con el grado de autonomía alcanzado durante esos años, pero las nacionalidades, precisamente porque las regiones disfrutaban ya del nivel máximo de competencias, se encontraban ante la terrible amenaza de la “uniformización”. En verdad, Jordi Pujol nunca dejará de repetir que si seguíamos por el camino de la uniformidad, “se llegará a la situación absurda de que en España no habrá regiones”. Y eso, para los catalanes, concluía Pujol, “tiene trascendencia”, la de no ver reconocida su diferencia.

Pues bien, ya hemos llegado al absurdo: apenas quedan regiones en España. Y no estará de más recordar que en el punto de partida de esta historia no había más que provincias, las establecidas por los liberales en 1833. Décadas después, un grupo de diputados y senadores catalanes plantearon en 1906 al Gobierno de Su Majestad “La cuestión catalana”, que consistía en elevar las cuatro provincias de Cataluña al estatuto de región dotada de un derecho originario a la autonomía. De su reconocimiento por el Estado, esperaban aquellos parlamentarios, inmunes al síndrome Pujol, el resurgir de las energías dormidas de todas las regiones de España: la causa de Cataluña, escribían, “es la causa de todas las regiones españolas”; la autonomía, también.

Hubo que esperar, sin embargo, a la proclamación de la República para que una Constitución española recogiera, por impulso catalán, el derecho de una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes, a organizarse en región autónoma para formar un núcleo político-administrativo dentro del Estado español. En los años de República en paz solo se constituyó una región autónoma, Cataluña, aunque otras dos, País Vasco y Galicia, plebiscitaron también Estatutos de autonomía antes de que la rebelión militar los arrasara a todos por la fuerza de las armas y del terror. En el exilio abundaron los debates sobre la futura configuración del Estado, ahora como Comunidad Ibérica de Naciones, o como Confederación de Nacionalidades españolas o ibéricas, o como España como nación de naciones, y hasta de España, según la veía Pere Bosch Gimpera, como “una supernacionalidad en la que cabían todas las nacionalidades”.

De cuántas y cuáles eran estas nacionalidades se publicaron no pocas reflexiones, plagadas de un profundo historicismo al servicio de la causa. En resumen, se debatieron dos proyectos de futuro: uno, muy arraigado en círculos del exilio catalán, vasco y gallego, dibujaba el mapa a base de cuatro naciones confederadas: Castilla, Cataluña, Galicia y Euskadi, entendiendo que, para equilibrar el peso de las tres últimas con la primera, Cataluña abarcaría el conjunto de países catalanes y Euskadi se extendería por Navarra y tierras limítrofes de Aragón; el otro, de preferente acogida por castellanos, contaba hasta catorce nacionalidades, reproduciendo más o menos el mapa de los estados diseñados en la no nata Constitución federal de la República de 1873.

En los medios de oposición a la dictadura en el interior se llegó, sin embargo, a identificar democracia con recuperación de libertades y de estatutos de autonomía por las nacionalidades y regiones, nueva pareja muy solidaria y bien avenida, que viajó en el mismo vagón hasta su reconocimiento en la Constitución de 1978 en términos calcados de la de 1931: provincias limítrofes con características históricas, económicas y culturales comunes. Cuáles eran nacionalidades y cuáles regiones quedó implícitamente entendido con el reconocimiento del derecho a dotarse de Estatuto por la vía rápida a los territorios que “en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía”, o sea, por este orden: Cataluña, Euskadi y Galicia, aunque Andalucía se subió de un triple salto al mismo carro.

Y así fue hasta que las regiones procedieron a redefinirse en los estatutos de nueva planta aprobados entre 2006 y 2010. De entidad regional, Cantabria pasó a identificarse como comunidad histórica, denominación adoptada también por Asturias. Aragón se definió como nacionalidad histórica en 2007, lo mismo que el pueblo valenciano, que al constituirse en Comunidad autónoma lo hacía como expresión de su identidad diferenciada como nacionalidad histórica. De manera, que mientras las nacionalidades se convertían en naciones, o en realidades nacionales, las regiones, salvo Castilla-La Mancha y Murcia, se identificaron, por las razones históricas poéticamente inventadas en los preámbulos de sus nuevos estatutos, en comunidades históricas, en nacionalidades históricas, o simplemente, en nacionalidades.

¿Cómo hemos llegado a esto? Muy sencillo: desde que asumieron sus competencias, los Gobiernos de las comunidades autónomas dedicaron parte notable de sus recursos, primero, a recuperar “señas de identidad” para, olvidándose de la lealtad o solidaridad federal, embarcarse en la construcción de identidades diferenciadas, remontando la diferencia a una forja de los antepasados perdidos en las brumas de los tiempos. Así los catalanes, siempre pioneros, pero también los andaluces, aragoneses, valencianos y demás. Y así, cantando loores a la diferencia colectiva han convertido cada nación o nacionalidad en sujeto de derechos históricos, comenzando por el derecho a decidir, en el que tomaron la delantera los vascos, siguieron los catalanes y ahora, como parte de un “momento destituyente” reivindica la CUP y otros populismos para todos los pueblos.

¿Qué hacer? Ante todo, llamar a las cosas por su nombre: las políticas de identidad son como mantos primorosamente repujados que cubren políticas de poder. Cuando un poder reclama una identidad colectiva separada, enseguida afirma una voluntad nacional-popular como sujeto de decisión, primero, de soberanía inmediatamente. Mejor será ir al grano y abrir el debate que tenemos pendiente desde 2004 partiendo de la asunción de este nuevo hecho político construido a partir de 1978: que las comunidades autónomas, sean naciones, nacionalidades o, todavía, regiones, son poderes del Estado y que, como tales, tienen su palabra que decir en todo lo que se refiera a una reforma constitucional, mal que les pese a quienes no ven otro horizonte que la destrucción del mismo Estado.



Dibujo de Eulogia Merle para El País


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martes, 24 de octubre de 2017

[A vuelapluma] El independentismo catalán también es un cáncer para Europa






Si Cataluña sentara un precedente de secesión, estimulando a otras regiones a imitarla, la Unión Europea entraría en una profunda crisis existencial, porque atacaría a Europa desde dentro. De hecho, se puede decir que en el caso catalán hoy se juega nada menos que su futuro, señala el político alemán Joschka Fischer, ministro de Relaciones Exteriores y vicecanciller de Alemania entre 1998 y 2005, y líder del Partido Verde alemán durante casi 20 años.

Finalmente, comienza dicieno, Europa da señales de estar saliendo de su prolongada crisis económica, pero el continente sigue agitado. Por cada motivo de optimismo siempre parece haber una nueva causa de preocupación.

En junio de 2016 una escasa mayoría de votantes británicos eligió la nostalgia por el siglo XIX sobre lo que les pudiera prometer el siglo XXI. Decidieron saltar al precipicio en nombre de su “soberanía” y bastantes evidencias sugieren que les espera un aterrizaje forzoso. Los cínicos podrían hacer la observación de que será necesaria una “soberanía” en buenas condiciones para amortiguar el golpe.

En España, el Gobierno de la comunidad autónoma de Cataluña ahora pide soberanía también, aunque el actual Ejecutivo nacional no está enjuiciando, encarcelando, torturando ni ejecutando al pueblo catalán, como lo hiciera la dictadura del generalísimo Francisco Franco. España es una democracia estable y miembro de la Unión Europea, la eurozona y la OTAN. Durante décadas ha mantenido el Estado de derecho de acuerdo con una Constitución democrática negociada por todas las partes y regiones, incluida Cataluña.

El 1 de octubre, el Gobierno catalán celebró un referéndum de independencia en el que participó menos de la mitad (algunas estimaciones señalan que un tercio) de la población de esta comunidad. Según los estándares de la UE y la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa, la votación jamás habría podido aceptarse como “justa y libre”. Además de ser ilegal según la Constitución española, el referéndum ni siquiera contó con un padrón de votantes para determinar quién tenía derecho a votar.

El referéndum “alternativo” catalán causó medidas drásticas del Gobierno del primer ministro español Mariano Rajoy, que intervino para cerrar mesas electorales y evitar que la gente votara. Fue una tontería política mayúscula, porque las imágenes de la policía reprimiendo con porras a manifestantes catalanes desarmados otorgó una engañosa legitimidad a los secesionistas. Ninguna democracia puede ganar en este tipo de conflicto. Y en el caso de España la represión conjuró imágenes de la Guerra Civil de 1936-1939, su más profundo trauma histórico hasta la fecha.

Si Cataluña lograra la independencia, tendría que encontrar un camino hacia adelante sin España ni la UE. Con el apoyo de muchos otros Estados miembros preocupados por sus propios movimientos secesionistas, España bloquearía cualquier apuesta catalana por ser miembro de la eurozona o la UE. Y sin ser parte del mercado único europeo, Cataluña se enfrentaría a la oscura perspectiva de pasar rápidamente de ser un motor económico a un país pobre y aislado.

Además, la independencia de Cataluña plantearía un problema fundamental para Europa. Para comenzar, nadie quiere repetir una ruptura como la de Yugoslavia, por obvias razones. Pero, más concretamente, la UE no puede permitir la desintegración de sus Estados miembros, porque estos componen los cimientos mismos sobre los que está formada.

La UE es una asociación de naciones-Estado, no de regiones. Si bien estas pueden desempeñar un papel importante no pueden participar como alternativa a los Estados. Si Cataluña sentara un precedente de secesión, estimulando a otras regiones a imitarla, la UE entraría en una profunda crisis existencial. De hecho, se puede decir que en el caso de Cataluña hoy se juega nada menos que el futuro de la Unión Europea.

Más aún, el propósito original de la UE fue superar las deficiencias de las naciones-Estado mediante la integración, lo opuesto a la secesión. Se diseñó para trascender el sistema de Estados que tan desastroso demostró ser en la primera mitad del siglo XX.

Piénsese en Irlanda del Norte, que ha acabado por ser un ejemplo perfecto de cómo la integración dentro de la UE puede superar las fronteras nacionales, salvar divisiones históricas y asegurar la paz y la estabilidad. Por cierto, lo mismo se puede decir de Cataluña, que después de todo debe la mayor parte de su éxito económico a la entrada de España a la UE en 1986.

Sería absurdo desde el punto de vista histórico entrar en una fase de secesión y desintegración en el siglo XXI. El gran tamaño de otros actores globales (como China, India y Estados Unidos) ha convertido en urgentes una mayor integración europea y relaciones intracomunitarias más sólidas.

Solo cabe esperar que la razón prevalezca, en particular en Barcelona, pero también en Madrid. Una España democrática e intacta es demasiado importante como para quedar en riesgo por disputas sobre la asignación de ingresos fiscales entre las regiones del país. No existen alternativas a que ambos bandos abandonen las trincheras que se han cavado, salgan a negociar y encuentren una solución mutuamente satisfactoria que esté en línea con la Constitución, los principios democráticos y el Estado de derecho españoles.

Las experiencias de los amigos y aliados de España podrían servir de ayuda. Alemania, a diferencia de España, se organiza como una federación. Pero incluso allí nada es tan engorroso y complicado como las inacabables negociaciones sobre las transferencias fiscales entre el Gobierno federal y los Estados, es decir, entre las regiones más ricas y las más pobres. En todo caso, siempre se llega a un acuerdo que se mantiene hasta que surge otra disputa y se reinician las negociaciones.

No hay duda de que el dinero es importante, pero no tanto como el compromiso común de los europeos con la libertad, la democracia y el Estado de derecho. La prosperidad de Europa depende de la paz y la estabilidad, y la paz y la estabilidad dependen, primero de todo, de si los europeos están dispuestos a luchar por ellas, concluye diciendo Fischer.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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lunes, 23 de octubre de 2017

[A vuelapluma] El gobierno de Cataluña, bajo estado de excepción moral





Barcelona es en estos días una ciudad deprimida, políticamente desahuciada y con brotes de odio. La voz del Parlamento ha sido sustituida por una “masa de acoso” dirigida y espoleada por la ANC y Òmnium Cultural, comenta el editor y crítico literario catalán Andreu Jaume. 

Los pasados días 6 y 7 de septiembre, comienza diciendo, cuando seguía atónito las sesiones del Parlamento de Cataluña en la que se trató de legitimar una nueva e improvisada legalidad, recordé una reflexión de Elias Canetti en sus Apuntes, escrita en Londres y en 1942, cuando Reino Unido resistía a solas el imparable avance de Hitler en toda Europa: “Siempre que los ingleses atraviesan un mal momento, me embarga un sentimiento de admiración por su Parlamento. Éste es como un alma reluciente y sonora, un modelo representativo en el que, ante los ojos de todos, se desarrolla aquello que de otro modo permanecería secreto”. La admiración de Canetti por la indesmayable pervivencia de la vida parlamentaria británica, aun en uno de los periodos más oscuros de su historia, era el sentimiento opuesto a la vergüenza y la humillación que yo sentía en aquellos momentos como ciudadano de Barcelona, viendo cómo se violaban en directo mis derechos de representación en un acto dirigido por una presidente —tan ente es la mujer como el hombre— con vocación totalitaria y en connivencia con una mayoría absolutista.

Esos dos días en el Parlamento fueron el huevo de la serpiente de lo que estamos viviendo en Cataluña desde entonces y que no sabemos cómo puede acabar, si es que algún día acaba. Ahí se escenificó la batalla que se está librando —no solo en Cataluña sino en toda Europa— entre la democracia representativa y una supuesta democracia plebiscitaria de la que no sabemos nada, salvo que quiere instaurar una república de gente buena. La abstracción del pueblo —el Volksgeist— se ha puesto por encima del poder legislativo y del poder judicial, con un Ejecutivo que actúa como oráculo visionario de la voluntad demótica. A la espera de saber cómo se van a aplicar exactamente las medidas que Rajoy, al amparo del artículo 155 de la Constitución, ha elevado ya al Senado para restaurar el orden constitucional, los ciudadanos de Cataluña estamos viviendo un verdadero estado de excepción, zarandeados entre una paralegalidad promulgada y suspendida, pero amenazante, y otra vigente y constitucional que está aún en trámite. Recordemos que, inmediatamente después de llegar al poder, Hitler proclamó, el 28 de febrero de 1933, el Decreto para la protección del pueblo y del Estado que suspendía la Constitución de Weimar, un decreto que nunca fue revocado y que rigió en Alemania el estado de excepción durante 12 años.

Esa excepcionalidad se ha trasladado ahora a la calle, donde las voces del Parlamento han sido sustituidas por el clamor unánime de una “masa de acoso” —la expresión es, otra vez, de Canetti—, dirigida y espoleada por la ANC y Òmnium Cultural, las dos asociaciones que están tratando de escenificar la farsa de un “pueblo oprimido” contra un “Estado represor”. La operación es de una perversión moral absoluta. Una oligarquía política que lleva gobernando Cataluña desde hace 40 años se disfraza, con la ayuda teatral de la CUP, de pueblo asfixiado y, armada con un fenomenal aparato propagandístico que cuenta con la televisión, la radio y la escuela públicas, pretende poner en jaque al Estado de derecho. Los juristas nazis hablaban sin ambages de un gewollte Ausnahmezustand, un estado de excepción deliberado, con el fin de instaurar el Estado nacionalsocialista. Giorgio Agamben, el filósofo que con mayor ambición y rigor ha estudiado el fenómeno del estado de excepción como una de las prácticas de los Estados contemporáneos —la “abolición provisional de la distinción entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial”— ha dicho que el estado de excepción se presenta “como un umbral de indeterminación entre democracia y absolutismo”, exactamente lo que está instaurando Puigdemont en nombre de la democracia, la libertad y los derechos humanos.

En Cataluña, el nacionalismo se mantuvo durante muchos años en un ámbito aparentemente simbólico, pero en realidad se iba haciendo carne por debajo del folclore. Y eso se ha visto estos días, de una manera trágica, en las escuelas. Un amigo me contaba desolado que el director del colegio de sus hijos había recibido la propuesta de sacar a los niños —escolares de nueve años— con las manos pintadas de blanco a protestar contra las cargas policiales del 1 de octubre. Me llamaba hace poco para lamentarse de que en el colegio de sus sobrinos se hubiera obligado a los alumnos a guardar cinco minutos de silencio por la legítima encarcelación de los señores Sànchez y Cuixart. Se trata de la imperdonable destrucción de la escuela como estatuto intermediario, como pedía Hannah Arendt, entre la vida familiar y la vida pública, la pausa de educación y pensamiento que precede a todo ejercicio responsable de la libertad.

Barcelona es en estos días una ciudad deprimida, políticamente desahuciada, con brotes de odio como nunca habíamos conocido. Por ello es más lamentable si cabe la ingenuidad de algunos políticos como Ada Colau o Pablo Iglesias, presuntos renovadores de la izquierda, que no han dudado en dar su apoyo a una propuesta totalitaria que amenaza con destruir nuestra vida social y nuestro orden político. No les ha bastado con defender, sin la más mínima reflexión seria al respecto, el referéndum como solución mágica a nuestros problemas, ignorando que el plebiscito nunca puede resolver problemas ab ovo y que, tal y como se expone en nuestros días, no es más que la adaptación política de los likes de Facebook, una manera pueril de simplificar brutalmente la enorme complejidad que encierran los sistemas políticos democráticos.

En contra de lo que suele decirse, es mucho más frágil la libertad de pensamiento que la libertad de expresión, incluso en una democracia. Según cuenta en sus memorias, el editor Manuel Aguilar, encarcelado en Vallecas en otoño de 1936, se hacía la siguiente reflexión: “¿Dónde estaban el orden y la ley que debían garantizar la vida y la actividad de los ciudadanos? Al hacerme esta pregunta medí lo que habíamos perdido, de pronto, los españoles”. ¿Son conscientes los secesionistas y sus amigos de la nueva izquierda de todo lo que podemos perder? ¿Se han parado a pensar los independentistas a qué mundo están enviando a esos niños a los que obligan a manifestarse cuando ni siquiera han alcanzado la edad de conciencia? ¿Qué están, en realidad, defendiendo? Quizá es que, como dice un personaje de Faulkner, “cuando se tiene una buena dosis de odio, no hace falta la esperanza”.

Siempre recordaré, con emoción y agradecimiento, el coraje que mostraron los políticos de la oposición, sobre todo Inés Arrimadas, Miquel Iceta y Joan Coscubiela, los días 6 y 7 de septiembre. En su trabajo, a pesar del secuestro del Parlamento decretado desde entonces por la mayoría, sigue estando mi representación y mi esperanza. Ojalá que, después de las próximas elecciones, el Parlamento de Cataluña refleje de verdad la complejidad y la pluralidad de la sociedad catalana. A los señores Mas, Puigdemont, Junqueras y Turull, solo les deseo que, al final de este proceso, la vergüenza les sobreviva, concluye diciendo Jaume.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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