Mostrando entradas con la etiqueta M.Arias Maldonado. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta M.Arias Maldonado. Mostrar todas las entradas

jueves, 10 de enero de 2019

[PENSAMIENTO] ¿Qué es el patriotismo?



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512. Museos Vaticanos)


Durante la reciente conmemoración del fin de la Gran Guerra, escribe el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado, que congregó en París a líderes de todo el mundo, no faltó quien recordase ‒en la consabida pieza periodística sobre las películas dedicadas al conflicto‒ el retrato de la guerra de trincheras que hiciese Stanley Kubrick en Senderos de gloria (1957): un título lleno de ironía, pues esos caminos sólo conducían a la muerte de unos soldados que combatían sin esperanza. Menos citada es Rey y patria (1964), de Joseph Losey, que se ocupa, no obstante, del mismo problema cuando relata el juicio por alta traición contra un soldado que ha desertado de su regimiento. En ambos casos se plantean preguntas incómodas sobre el patriotismo y su relación con el nacionalismo: ¿es un buen patriota quien entrega su vida a la nación al margen de las circunstancias o, por el contrario, lo será quien sepa elevarse por encima de esas circunstancias para exigir a su patria lealtad a los ideales democráticos o el más elemental respeto a la dignidad humana?

Se trata de preguntas que hasta hace bien poco pasaban por excéntricas, tan ajenos nos parecían esos apegos feroces e inmediatos. Nos habíamos acostumbrado a razonar sobre los valores democráticos o la naturaleza de la justicia distributiva en términos universalistas con objeto de alcanzar así la máxima imparcialidad posible. Acaso el ejemplo más depurado de esta técnica racionalista sea el célebre «velo de ignorancia» ideado por John Rawls para neutralizar el efecto que nuestras características personales habrían de tener sobre la negociación del contrato social. Pero ya no es el caso: la crisis económica ha modificado bruscamente el estado de ánimo de las sociedades occidentales y han regresado con fuerza las vinculaciones nacionales. Hasta cierto punto, es una sorpresa; creíamos haber aprendido algo del intenso siglo XX. Pero quizá no habíamos aprendido lo más importante, a saber: que los conflictos causados por el sentimiento de pertenencia no desaparecerán jamás.

De ahí, pues, el resurgimiento de un nacionalismo al que se oponen dos alternativas. Por un lado, el cosmopolitismo que no quiere saber nada de contingencias y se aferra al universalismo moral. Y por otro, un «buen» patriotismo que se orienta hacia el amor constructivo por lo nuestro sin por ello levantar el pie del acelerador ilustrado. Pero que la distinción entre patriotismo y nacionalismo es difícil de trazar quedó demostrado tras los festejos parisienses, cuando el presidente francés y el norteamericano se enzarzaron en un intercambio de reproches. Macron había dicho durante su discurso oficial que el patriotismo se opone al nacionalismo, que éste es la traición de aquél, por cuanto anteponer los intereses propios ‒America First‒ supone «borrar lo que una nación tiene de más precioso [...] sus valores morales». Ni corto ni perezoso, Trump le replicó en Twitter que su problema es la falta de popularidad y que su idea de un ejército europeo no es más que un intento por cambiar de tema, añadiendo: «Por cierto, no hay un país más nacionalista que Francia, gente muy orgullosa ¡y hacen bien! ¡HAGAMOS A FRANCIA GRANDE DE NUEVO!». Tal como señalaba Marc Bassets en un artículo sobre la trifulca, Macron se apoyaba en una frase conocida en Francia, debida al novelista Romain Gary, según el cual patriotismo es amor de los propios y nacionalismo el odio a los demás. Pero no hace falta votar a Donald Trump para comprender que el amor a lo propio puede desembocar fácilmente en el odio a los demás. Sin embargo, de alguna manera habrá que canalizar el hecho de que la mayoría de los ciudadanos experimentan un vínculo especialmente fuerte hacia su país, que replica, a otra escala, el que mantienen con su familia o sus amigos: su destino nos importa más que el de los desconocidos. ¿Qué hacemos con esto?

En un libro reciente sobre el concepto de patriotismo, los teóricos políticos canadienses ‒que no quebequeses‒ Charles Jones y Richard Vernon proporcionan un mapa con el que orientarnos en el laberinto patriótico. O, si se quiere, en la complicada tarea de decidir cuál es el «valor moral de las comunidades contingentes», en expresión de Bernard Yack: nuestra pertenencia enteramente azarosa, debida al nacimiento, a una sociedad política y no a otra. Para Jones y Vernon, el patriotismo puede definirse como el amor y la lealtad hacia el país propio, que van acompañados de la especial atención al bienestar de nuestros compatriotas. Por supuesto, una idea así formulada se presta a múltiples usos y ha sido celebrada y denigrada a partes iguales. Todo, o casi todo, depende de la patria de la que uno es patriota: no es lo mismo la Alemania nazi que la Alemania de Merkel. Pero la disyuntiva no siempre es tan elemental. A modo de ilustración, Jones y Vernon presentan tres ejemplos históricos que sirven como muestra de tres concepciones distintas del patriotismo.

El primero es un texto de Richard Price, miembro de los radicales británicos que, en el año de la Revolución Francesa, publicó un discurso sobre el amor al propio país. Se apoyaba en dos tradiciones: la estoica, de acuerdo con la cual haber nacido en un sitio es arbitrario, pero no podemos evitar sentirnos más concernidos por él, y la republicana, que predica un compromiso más intenso con nuestro país dirigido a proteger sus instituciones políticas libres. Si nuestro país no tiene instituciones políticas libres, podemos ser patriotas en cierto sentido, pero lo seremos de manera «ciega» y nuestro apego carecerá de todo valor moral.

Distinto es el caso del Manual de patriotismo publicado por el Estado de Nueva York en 1900, momento en el que Estados Unidos recibía una ingente cantidad de inmigrantes procedentes del mundo entero. El propósito de esta obra era fomentar la adhesión de los recién llegados a un símbolo político susceptible de asimilar a individuos procedentes de distintas culturas. Aquí el énfasis no recae en un ideal constitucional, sino en una historia nacional de carácter épico: se trata de un patriotismo celebratorio que posee los rasgos propios de una religión civil, con sus rituales y textos sagrados. Los aspectos menos edificantes de esa historia nacional, como el exterminio de los nativos americanos o la esclavitud, se dejan discretamente a un lado.

Finalmente, los autores se fijan en un texto más reciente del filósofo comunitarista ‒y escocés‒ Alasdair MacIntyre, quien se preguntaba en 1984 si el patriotismo es o no una virtud. Para MacIntyre, no podemos concebir un país como simple contenedor contingente de creencias o valores universales, ya que eso supone perder de vista la tradición que uno hereda cuando viene al mundo en una comunidad política dada, tradición que da forma a nuestra visión de la realidad. La patria sería entonces la fuente de nuestro desarrollo moral, aunque eso no implica que el patriotismo haya de ser ciego: el verdadero patriota alemán se habría opuesto al nazismo. Con todo, MacIntyre apunta que uno debe estar dispuesto a ir a la guerra para defender su comunidad, en caso de resultar necesario.

La teoría comunitarista en la que se inscribe MacIntyre vivió su apogeo durante la década de los noventa, si bien muchos de sus representantes siguen en la brecha y alguno de ellos ‒pienso sobre todo en Michael Sandel‒ ha redefinido astutamente la crítica comunitarista como crítica contra el mercado capitalista. Para McIntyre, el amor a la patria es el amor a una comunidad intergeneracional de la que somos parte y que constituye nuestro punto de partida moral: no podemos entendernos como individuos sin situarnos en el interior del relato histórico de nuestra comunidad. Sandel, por su parte, afirma que la realidad de nuestra experiencia moral exige que nos veamos a nosotros mismos como miembros de comunidades concretas, de la familia a la nación. Sin embargo, esta relación unidireccional entre comunidad e identidad no parece ni deseable ni realista: ni las comunidades humanas están libres de conflictos de valor, ni los sujetos que pertenecen a ellas se limitan a «descubrir» su destino moral sin ejercer capacidad alguna de elección ni recurrir a otras fuentes de valor. Y ello sin entrar a considerar el modo en que esas comunidades de origen pueden resultar sofocantes o represivas para el individuo. Si por los comunitaristas fuera, deberíamos vivir para siempre en Innisfree.

Sea como fuere, MacIntyre nos señala el núcleo del problema. A su juicio, sólo podemos ser «patriotas» de lo que es nuestro. Pero cualquier defensa fuerte del patriotismo se enfrenta a una pregunta difícil: ¿por qué es más apropiado reconocer los logros pasados de nuestro país que los logros pasados de cualquier otro? ¿Es que somos mejores? ¿O simplemente valoramos lo nuestro porque es nuestro?

Para que un patriotismo sea defendible, es necesario que concurran dos componentes que no se concilian fácilmente: ciertos valores reflexivos que nos impidan caer en un patriotismo ciego y la atribución de valor moral al hecho de la pertenencia. No está claro que sea posible, puesto que el apego contamina fácilmente nuestra reflexión valorativa. Esto puede comprobarse en el concepto de «lealtad», cuyas connotaciones positivas pueden ser inmerecidas: difícilmente puede ser tomada como una virtud si no prestamos atención a aquello a lo que somos leales. Recordemos a los personajes de El tercer hombre: la defensa que Anna hace de su examante Harry Lime difícilmente puede sostenerse cuando tenemos noticia del daño infligido a tantos vieneses por la penicilina adulterada con que traficaba aquél. De nuevo, el valor del patriotismo dependerá de los valores de la patria. Y estos valores ‒desde la justicia a la libertad‒ no son valores nacionales, sino valores universales que conocen encarnaciones particulares.

Ahora bien, distinguir entre patriotismos ‒incluido el nuestro‒ exige de imparcialidad. ¿Y puede un patriota ser imparcial? Para MacIntyre, el acento en la «lealtad patriótica» se pone sobre la patria: lo que cuenta es que se trata de mi país, no de que tenga tales o cuales rasgos. Es lo que Edmund Burke respondía a Price cuando se refería a los «sentimientos naturales» que posee la mayoría: una «sabiduría irreflexiva» que les inclina hacia el amor por su país. Sólo lo local nos motiva, venía a decir el pensador inglés; porque es concreto y no abstracto. Ahora bien: William Hazlitt ya señaló a comienzos del siglo XVIII que el patriotismo moderno no es local, pues las patrias modernas no son exactamente puebluchos. Más bien nos sentimos apegados a un país cuya existencia abstracta reconocemos; experimentamos un «afecto general» por la comunidad imaginada y no un amor visceral por una tradición tangible. Y, con todo, la imparcialidad ha recibido persuasivas críticas filosóficas sobre la base de que siempre juzgamos desde algún sitio; no existe un punto de vista «no situado». Es cierto: el sesgo es inevitable. Pero creer que nuestro país es el mejor no impide que nos demos cuenta de que un extranjero puede sentir lo mismo. En otras palabras: podemos esforzarnos por ser imparciales una vez que constatamos que nuestra «situación» carece de todo privilegio moral. La imparcialidad funcionaría entonces como un límite a nuestros juicios más bombásticos.

Pero, ¿qué relación guardan entre sí patriotismo y nacionalismo? ¿Tiene razón Trump o la tiene Macron? Para MacIntyre, el patriotismo es lealtad a una nación particular; otros pensadores, en cambio, se esfuerzan por distinguirlos. A los efectos de lograr un patriotismo «bueno», vale decir reflexivo y democrático, el nacionalismo presenta evidentes dificultades que Ernest Renan ya identificase en su momento: nos quedamos con lo bueno y nos olvidamos de lo malo. Algo que la psicología contemporánea ha ratificado al identificar el sesgo de confirmación, que se manifiesta aquí en el deseo de que nuestra nación salga guapa en el retrato. Charles Jones y Richard Vernon se preguntan si el nacionalismo conduce necesariamente al abrazo de las falsas creencias, o si sólo contiene el potencial de hacerlo. A su juicio, no hay una respuesta unívoca: los procesos de construcción nacional sugieren que el ocultamiento de la verdad y la represión de la diferencia están en el origen de la mayoría de las naciones; el revisionismo histórico posterior, con el reconocimiento de errores que se incorporan al relato nacional, apunta hacia la posibilidad de un nacionalismo con matices. Aunque quizás esto sea demasiado optimista.

Como es sabido, un camino intermedio es el que representa el patriotismo constitucional de ascendencia alemana. Para nuestros autores, el concepto es prometedor si no lo entendemos como adhesión a principios políticos universales, sino a un proyecto democrático concreto al que contribuimos como ciudadanos. Y no se aleja demasiado de esta idea la alternativa republicana que invoca una tradición que precede al nacimiento de las naciones. Desde este punto de vista, el patriotismo sería la creencia en el valor fundamental de las instituciones políticas libres. Se trataría de un amor a la libertad común y no a una cultura o tradición o etnicidad concretas; a su vez, no sería un amor abstracto, sino uno volcado sobre una república específica. Claro que, ¿por qué la práctica local habría de contar más que el principio universal que en ella se expresa? La respuesta sería, en el fondo, burkeana: necesitamos el amor hacia lo particular, sugiere Charles Taylor, para defender unas instituciones que, de otro modo, nos resultarían demasiado abstractas. Si no queremos incurrir en el particularismo nacionalista, la defensa de la libertad ha de ser la defensa de un valor universal. Y no está claro que de eso se pueda ser patriota.

Pero tampoco parece haber muchas otras posibilidades y quizá la motivación (local) no importe demasiado si los valores (universales) son dignos de aprecio. De ahí el valor que Jones y Vernon conceden al «patriotismo cívico» que Pauline Kleingeld construye a partir de la teoría kantiana: un patriotismo cívico que no se apoya en la historia o las tradiciones compartidas (como hace el nacionalismo), ni se alimenta del orgullo por los logros particulares de una nación concreta. En el patriotismo cívico estamos obligados a promover un orden político concreto, que es aquel que promueve la libertad democrática de todos. Bien mirado, viene a ser lo que Richard Price sostenía en su sermón de 1789, con la salvedad de que Kleingeld no cree que tengamos especiales deberes hacia nuestros compatriotas.

Por suerte o por desgracia, existen otros deberes que pueden colisionar con los promovidos por este republicanismo cívico. En caso de conflicto, ¿cuál debe prevalecer? ¿Y cuál prevalece de facto? No parece que el patriotismo cívico resuelva la principal dificultad que presenta el concepto, a saber: la coexistencia del hecho de la pertenencia y el valor que fundamenta las distintas versiones del patriotismo. Jones y Vernon tratan de superar este obstáculo empleando el concepto de subsidiariedad. Ya hemos visto que una de las soluciones consiste en atribuir valor instrumental al aspecto contingente del patriotismo: los deberes locales expresarían un compromiso con valores universales. La asociación es específica, pero el criterio para evaluar su validez es general: uno sólo defendería a su país si tiene razón. Pero, ¿amamos entonces nuestro país, como nos preguntábamos antes, o tan solo el valor universal que en él se encarna? Este «dilema reduccionista», como lo llama Samuel Scheffler, podría resolverse si restamos importancia al problema de la motivación y lo que termina contando es la presencia de la motivación misma: que los valores democráticos resulten promovidos sean cuales sean, subsidiariamente, los apegos que nos empujan a defenderlos. En otras palabras, el patriotismo tendrá valor si aquello que defiende puede también ser defendido desde un punto de vista más amplio.

No es la peor de las respuestas. O, si se quiere, estamos ante la única forma aceptable de patriotismo: aquella que condiciona el amor a la patria a la naturaleza de esa patria. Uno puede sospechar que ese amor será siempre peligroso y que sería deseable que el conjunto de los individuos trascendiese el particularismo y abrazase valores cosmopolitas o reflexivos. ¡Diógenes todos! Pero dado que eso no va a suceder mañana, por razones que tienen que ver con el proceso de socialización humano y el carácter de nuestra psicología, mejor retratar al patriota como demócrata y hacer de los valores liberal-republicanos el fundamento del único patriotismo aceptable: aquellos que uno querría ver realizados en su comunidad política para poder hacer de ella una patria. Por amor a ella, por amor a esos valores o por amor a ambos: tanto da. Y, por tanto, con el menor énfasis posible en los relatos nacionales y las identidades culturales: no sea que la patria termine por convertirse en una jaula.




El escritor Pío Baroja (1872-1956)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4719
elblogdeharendt@gmail.com
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

miércoles, 2 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] Sonámbulos





Este verano pasado no fue un verano cualquiera, afirma Manuel Arias Maldonado, profesor de Ciencia Politica en la Universidad de Málaga. En julio, una ola de calor azotó Europa desde el Mediterráneo hasta Siberia, comienza diciendo, que provocó incendios forestales en Suecia y una pavorosa desgracia en la costa griega, mientras el fuego consumía en California un territorio tan grande como el municipio de Los Ángeles. Según los expertos, este julio ha sido el tercero más caluroso desde que existen registros, sólo por detrás de los de 2016 y 2015. Y no sabemos qué deparará la nueva temporada de huracanes, pero acaba de saberse que el paso del huracán María por Puerto Rico el año pasado acabó con la vida de 3.000 personas. Para rematar dramáticamente la temporada, el ministro de Transición Ecológica del Gobierno galo, Nicolas Hulot, acaba de dimitir acusando a Macron de no otorgar la importancia prometida a las políticas del cambio climático.

Tras décadas de teorizaciones abstractas sobre el riesgo de colapso ecológico, pues, la acumulación de episodios meteorológicos extremos sugiere que algo está cambiando en el plano de lo real. Parece que nos encontramos ante eso que Zizek llama "acontecimiento", un desbordamiento de lo sensible que puede modificar nuestra percepción del mundo. Pero ¿están los ciudadanos tomando nota? Es difícil saberlo. Es de esperar que las primeras brisas del invierno atenúen la sensación de emergencia climática experimentada durante el verano, pero al menos las grandes cabeceras europeas se han percatado de que hay algo nuevo en el aire: The Economist ha subrayado que la guerra contra el cambio climático se está perdiendo, Die Zeit anota que la alteración del clima está reflejándose ya en el tiempo que experimentamos cotidianamente y The Guardian anticipa un cambio histórico en la percepción ciudadana del cambio climático. 

A medida que la predicción del futuro se convierte en observación del presente, el negacionismo climático se vuelve más insostenible. No por casualidad, el Pew Research Center reportaba el pasado mes de enero un aumento sin precedentes del número de norteamericanos que abogan por dar prioridad a las políticas climáticas: se entiende que los huracanes estivales han dejado su huella en el ánimo nacional. Así que la pura facticidad está haciendo valer sus derechos. Y si Meursault mataba al árabe cegado por el sol, ese mismo sol puede ahora abrirnos los ojos.

Este desplazamiento del orden del discurso al orden de lo real nos recuerda cuán necesario es abordar una reorganización eficaz de las relaciones socionaturales. Incluso un optimista racional como Steven Pinker identifica sin ambages el calentamiento global como el mayor riesgo para las sociedades humanas. Esa urgencia ha sido subrayada por Will Steffen, Johan Röckstrom y otros destacados científicos del sistema terrestre en un artículo que, por coincidir con la reciente ola de calor, ha sido descargado ya más de 270.000 veces. Los autores exponen las trayectorias alternativas que podría seguir el planeta en función de lo que la humanidad haga o deje de hacer. Su conclusión es inquietante: "Las decisiones y las tendencias sociales y tecnológicas de la próxima década podrían influir de manera significativa en la trayectoria del sistema terrestre por cientos de miles de años y conducir, potencialmente, a condiciones propias de unos estados planetarios inéditos desde hace millones; unas condiciones que serían inhóspitas para las sociedades actuales y para muchas otras especies contemporáneas".

Dicho más concretamente: si no se revierte el calentamiento global mediante una gestión climática a escala global, el planeta puede pasar a un estado irreversible que los autores denominan "hothouse Earth" o "Tierra-invernadero". Debido al efecto acumulado del C02 en la atmósfera y al modo en que funcionan los feedbacks, efectos cascada y puntos de inflexión (tipping points) en el clima del planeta, esa trayectoria fatal podría darse incluso con un aumento de temperaturas moderado de entre dos y cuatro grados, sin descartar que algunos de estos efectos puedan aparecer por debajo de ese rango.

No se trata con esto de infundir miedo, ni de incurrir en ese catastrofismo que tanto daño ha hecho al debate sobre las relaciones socionaturales. Pero, como puede comprobar cualquiera que se entretenga en leer algo sobre el funcionamiento del clima terrestre, el futuro apocalíptico descrito por la ciencia-ficción no es ya inimaginable. Tiene su ironía: los mismos recursos energéticos que nos han hecho ricos amenazan ahora nuestra supervivencia. Esta intrusión del futuro en el presente exige, si queremos evitar una desestabilización telúrica contra la que no podamos defendernos, toda la atención democrática. Más que una sociedad sostenible, hemos de asegurar cuando menos el mantenimiento de un planeta habitable. O sea, uno donde incluso los supervivientes de una sociedad que colapsara ecológicamente pudieran comenzar de nuevo.

De alguna manera, también, el futuro se ha simplificado. Tal como exponen Simon Lewis y Mark Maslin en su libro reciente sobre el Antropoceno, sólo hay tres posibilidades: un desarrollo continuado del modo liberal-capitalista que conduzca a una mayor complejidad social; el desastre; o una nueva forma de vida. Es patente que las complicaciones geopolíticas y el factor temporal parecen dificultar una salida no traumática al atolladero planetario; no es fácil ponernos de acuerdo. Pero también lo es que desconocemos cuáles podrían ser los avances que trajera consigo una más decidida aplicación del ingenio humano a la cuestión climática. El problema es que no podremos emprender ninguna política eficaz sin persuadir a los ciudadanos de la necesidad de hacerlo. Y esto, a su vez, requiere que dejemos de ser una comunidad distraída -por emplear la denominación que el semiólogo Massimo Leone aplica a la cuestión animal- para ser una comunidad despierta, formada por sujetos que no ignoran su terrenalidad y se muestran activos en la búsqueda de soluciones sostenibles.

¿Cómo despertar? ¿De qué manera producir esas subjetividades planetarias? El filósofo Hans Blumenberg dedicó un majestuoso volumen a analizar la disyunción entre el tiempo de la vida y el tiempo del mundo: entre nuestra limitada experiencia biográfica y la más vasta historia colectiva. Pero si la subjetividad individual tiene que aprehender no ya el tiempo del mundo sino el tiempo de la Tierra, las dificultades se multiplican. Pero ese tiempo profundo es una magnífica escuela: como ha advertido Joanna Zylinska, no vivimos antes de la extinción sino después de la misma. ¿O acaso el planeta no ha vivido cinco extinciones masivas que atestiguan su potencial peligrosidad? Bajo la luz que proyecta el saber geológico, la posibilidad de un planeta transformado se convierte en verosímil. Todo aquello que aprendíamos en el colegio sobre glaciaciones y placas tectónicas puede de pronto servirnos para algo.

Es imprescindible que las democracias afronten este problema. No es fácil; se trata de una forma de gobierno que presenta a este respecto deficiencias estructurales. Las democracias tienden al cortoplacismo electoralista, otorgan un poder considerable a los actores de veto y la voluntad popular puede chocar con el saber experto. Pero si las democracias no reaccionan, pueden ser las primeras víctimas del cambio climático: los colapsos sociales no conducen a la asamblea deliberativa, sino al excepcionalismo hobbesiano. Se lo dice a Robert Redford el agente cuyo complot ha descubierto en el interior de la CIA: cuando llegue el caos, los ciudadanos exigirán soluciones sin reparar en los medios. Así que va siendo hora de que despertemos del sopor antropocéntrico, asumamos nuestra condición terrenal y empecemos a preocuparnos seriamente por la habitabilidad de la Tierra. Y que lo hagamos todos: sería un error dejar que este debate lo protagonizasen en exclusiva radicales anticapitalistas y negacionistas climáticos. La cuestión planetaria es una cuestión meta-ideológica, a la que cada ideología pueda contribuir como considere oportuno. Y que puede, incluso, proporcionar a nuestras fracturadas comunidades políticas un motivo común capaz de cohesionarlas: en defensa del hábitat que todos compartimos. Aunque sólo sea para poder seguir peleándonos.Manuel 



Dibujo de Javier Olivares



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4710
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 19 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] El novísimo teatro político





No puede decirse que la teatralización de la política sea algo nuevo: los faraones egipcios se ataviaban como dioses y los presidentes democráticos visitan inundaciones con el chubasquero puesto, comenta Manuel Arias Maldonado, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga, pero es evidente que el fenómeno experimenta hoy una nueva intensidad, cuya causa principal ha de buscarse en la mediatización que distingue a nuestra época. 

Frente a las limitaciones impuestas por los medios analógicos, del periódico a la televisión, las tecnologías digitales equivalen al derribo de la cuarta pared del teatro político, comienza diciendo. Y la novedad es sustancial: los partidos pueden dirigirse directamente al público y ese público, que figuraba como mero receptor pasivo de mensajes en la esfera pública tradicional, puede hablar por sí mismo. Algo profundo está cambiando en las democracias liberales y conviene prestar atención.

Sucede que las nuevas posibilidades comunicativas no han aumentado el contenido deliberativo de los mensajes partidistas; para comprobarlo basta echar un vistazo a algunos hitos recientes de la escenificación mediática. Pensemos en la celebración del acuerdo presupuestario entre el Movimiento 5 Estrellas y la Liga Norte, anunciado por Luigi Di Maio en un balcón del Palacio de Gobierno con aspavientos dignos de una victoria mundialista de la selección italiana de fútbol. Pero también en el álbum fotográfico del presidente Sánchez, a quien hemos visto haciendo jogging y donando sangre; en el acto de campaña montado por Juan Manuel Moreno Bonilla, líder del PP andaluz, en el lugar donde se tomó la célebre fotografía del clan de la tortilla socialista; o en la variada maniera nacionalista: de la coreografía organizada por el independentismo catalán con motivo de la presentación del llamado Consell por la República, que incluía un baile regional ante la mirada del Gran Hermano Puigdemont, a las intervenciones tumultuarias de Gabriel Rufián en el Congreso. No se trata, huelga decirlo, de una relación exhaustiva: cada día tiene su afán.

Se hace en todo caso evidente que los partidos están empleando las herramientas digitales para sostener una campaña electoral permanente donde el argumento racional se subordina al eslogan emocional. Nótese que todos estos actos poseen una cualidad performativa: una idea es presentada mediante su escenificación. Lo que cuenta es el impacto afectivo sobre el electorado; de los contenidos ya se ocuparán los analistas. Así que los partidos -no es sorprendente- se comportan como partidos: tratan de reforzar su marca mediante técnicas publicitarias en un marco de intensa competencia por la atención del público; un público entretenido, a su vez, en una conversación incesante donde la cacofonía es norma.

Para evaluar este fenómeno con una cierta perspectiva histórica, nada mejor que comprobar lo que se decía sobre la relación entre partidos y electorados durante los convulsos años de la República de Weimar. No es un periodo cualquiera: la desgraciada historia de aquella república federal viene recordándonos desde hace décadas que las democracias liberales son reversibles. A ese resonante simbolismo contribuye también a la envergadura de los pensadores que tomaron parte en sus debates políticos y jurídicos, como nos recuerdan Josu de Miguel y Javier Tajadura en su excelente Kelsen versus Schmitt. Política y derecho en la crisis del constitucionalismo (Guillermo Escolar, 2018). Weber, Schumpeter, Kelsen, Schmitt: todos ellos advirtieron, cada uno a su manera, de los desafíos que la naciente democracia de masas planteaba al liberalismo parlamentario. Y lo que dijeron entonces tiene una sorprendente actualidad.

Max Weber, quien había dado la bienvenida a los partidos de masas por su capacidad para educar al ciudadano y estructurar la vida pública, temía sin embargo que en su empeño por movilizar apoyos y ganar votantes esos mismos partidos terminarían por apelar a los elementos irracionales del público. Elementos que ya poseían, como señalara por su parte Joseph Schumpeter, más importancia que cualquier debate sobre un asunto concreto. Para el pensador austriaco, la ampliación masiva del sufragio había hecho del parlamento una institución distinta de la prescrita por la teoría liberal clásica y las intervenciones de los diputados habían dejado de dirigirse a sus colegas, concibiéndose más bien en función de su efecto sobre la audiencia exterior. Así que esto ya pasaba en 1922: mucho antes del telediario y no digamos de Twitter.

No es así de extrañar que en el prefacio a la segunda edición de su crítica al parlamentarismo liberal, Carl Schmitt citase a Walter Lippman, el teórico norteamericano de la opinión pública que había cuestionado la idea de que el público democrático sea capaz de emitir juicios coherentes sobre la realidad política. Schmitt apuntaba que el desarrollo de la democracia de masas convierte la discusión pública basada en argumentos en una formalidad vacía, pues el apoyo de las masas se obtiene mediante una propaganda que explota los intereses y las pasiones más inmediatas: "El argumento, en el sentido que es propio de una discusión genuina, desaparece". A ello añade Schmitt una frase que podría haber sido escrita hoy: "Debe uno por tanto asumir como algo sabido que no se trata hoy de persuadir al oponente de la verdad o justicia de una opinión, sino de alcanzar una mayoría a fin de gobernar con ella". En otras palabras: no se trata de debatir argumentos, sino de obtener votos. Y no obtiene votos quien mejor debate argumentos, sino quien más eficazmente se maneja en el terreno sentimental.

Alarmado por la parálisis legislativa causada en su tiempo por la fragmentación pluralista del parlamento, el siempre controvertido Schmitt resaltaba el principio democrático de la constitución de Weimar por encima de sus aspectos liberales. Y lo hacía en coherencia con su desdén por el procedimentalismo liberal: estaba convencido de que la democracia de masas solo podía ser aclamativa. A su juicio, esto habría quedado demostrado ya en el hecho de que los fundamentos morales e intelectuales del liberalismo se encontraban debilitados por la aparición, en aquellos años de vértigo revolucionario, de dos ideologías más vitales que el liberalismo: el bolchevismo y el fascismo. Es lo que, en relación con el contexto contemporáneo, yo mismo he descrito como la "desventaja propagandística" del liberalismo.

Ahora bien: donde Schmitt decía bolchevismo y fascismo, podemos decir hoy populismo y nacionalismo. O nacionalpopulismo, a la vista de la habilidad con que el nacionalismo imita la estrategia populista. Cobra así forma en nuestros días una peligrosa tendencia plebiscitaria que, mediante una movilización que en buena medida se produce a través de las redes digitales, permite a los líderes populistas de todas las confesiones ponerse detrás del "pueblo". La voluntad popular se convierte entonces en la justificación para saltarse la ley o atentar contra los derechos de las minorías: en Venezuela, en Polonia, en Cataluña. Es paradójico: la idea democrática ha impregnado nuestra época con tal fuerza que casi nadie sabe cómo oponerse a la «voluntad popular». Aunque eso pueda conducir al socavamiento de la democracia.

Hay otras formas de verlo. El filósofo Santiago Gerchunoff, en un libro de próxima aparición, saluda con optimismo la ironía corrosiva de la nueva esfera pública y habla de una "hiperpolítica" más estimulante que peligrosa: un Weimar con final feliz. ¡Ojalá tenga razón! También el sociólogo Ronald Inglehart cree que la democracia es irreversible, pues el individualismo expresivo se ha convertido en un rasgo estructural de nuestras sociedades. Sin embargo, nada garantiza que la conversación pública de masas llegue a las conclusiones correctas. Puede suceder que el desorden comunicativo inducido por las redes sociales contagie al sistema de gobierno y la agudización del pluralismo conduzca al marasmo político; o que una polarización exasperada dinamite las bases de la convivencia. A ello pueden contribuir medios de comunicación y partidos políticos: unos entregándose al sensacionalismo para ganar audiencia, otros alternando demagogia y populismo para conquistar votos. Pero también, claro, el ciudadano que hace uso de las redes.

A una sociedad, en fin, no le basta con discutir; también necesita funcionar con razonable eficacia. Si insiste en no hacerlo, habrá ciudadanos que -prefiriendo la injusticia al desorden- se sientan tentados por el decisionismo autoritario. Por desgracia, no parece que podamos conjurar ese peligro invocando de manera solemne el sentido de la responsabilidad de medios, partidos y ciudadanos; aunque sea una bonita manera de acabar un artículo. Pero cuidado: si del teatro se adueñan los histriones, podemos quedarnos sin teatro.



Dibujo de LPO para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4694
elblogdeharendt@gmail.com
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

jueves, 8 de noviembre de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] La cuarta vía de la socialdemocracia



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Subo de nuevo al blog un interesante artículo del profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, dedicado al estudio de la crisis de la socialdemocracia europea. Una crisis, como dice bien Maldonado, en la que la socialdemocracia tradicional sólo puede elegir entre sostenerse en el vacío o dirigirse a un nuevo electorado. Pero también crisis profunda de la democracia, tanto, que ha llegado a convertirse en el tema político de nuestro tiempo por antonomasia. Fue publicado el pasado mes de septiembre en Revista de Libros.

Uno de los mejores momentos de esa irregular serie televisiva que es, o fue, Borgen, comienza diciendo Arias Maldonado, se produce en aquel episodio de no recuerdo exactamente qué temporada en el que una conspiración del sector renovador del Partido Socialdemócrata noruego consigue forzar la salida de un líder proveniente de la vieja escuela obrera. En conversación con la presidenta tras haber sido apuñalado por la espalda, el ya exlíder se muestra orgulloso de su pasado como trabajador portuario y de haber accedido a la cúpula del partido por la vía sindical. Pero eso, viene a decir, de poco sirve en una sociedad en la que ya no hay obreros; o no los hay en el sentido tradicional. La charla sugiere la idea de que estamos ante el último obrero y que, por tanto, la socialdemocracia tradicional sólo puede elegir entre sostenerse en el vacío o dirigirse a un nuevo electorado. O eso creíamos, hasta que empezamos a hablar del trasvase del voto de lo que antaño se llamaba «clase trabajadora» hacia el populismo autoritario y la ultraderecha. Y la crisis de la democracia, de la que llevábamos un tiempo hablando, se hizo más profunda, hasta convertirse en uno de los temas políticos de nuestro tiempo.

En el prestigioso diario suizo Neue Zürcher Zeitung, el analista político austríaco Robert Misik publicó el pasado sábado un artículo que servía de companion al artículo de portada, dedicado al débil liderazgo de Andrea Nahles en el SPD alemán. Para Misik, que subraya las excepciones que representan António Costa en el gobierno portugués y Jeremy Corbyn en la oposición británica, sin mencionar, en cambio, nuestro actual gobierno socialista, el hecho de la crisis socialdemócrata suscita tanto consenso como disenso provoca la fijación de sus causas. Él mismo llega a nombrar nada menos que dieciséis, desde la presión migratoria a la política de la identidad, pasando por la realización de los objetivos históricos del proyecto socialdemócrata o la renuencia de sus líderes a dirigirse al hombre común. Misik concluye que casi todas ellas son ciertas y casi ninguna del todo falsa, mientras algunas incluso se contradicen entre sí. Y añade: En el interior de realidades complejas, no hay ningún análisis correcto, sino que sólo lo será una combinación de ellos [...]. Quien trate de explicarse la situación recurriendo a una sola explicación se garantizará una respuesta incorrecta.

Desde luego, Misik tiene razón; aunque en este caso tenerla dificulte la búsqueda de la correspondiente «solución» a la crisis de la socialdemocracia europea. En este contexto, ¿qué pensar de Aufstehen, el movimiento recién lanzado en Alemania por Sahra Wagenknecht, líder del partido poscomunista Die Linke? Traducido entre nosotros como «En pie», en el sentido de alzarse o levantarse, Aufstehen quiere ser un movimiento transversal llamado a recuperar el voto de aquellos ciudadanos descontentos con los partidos tradicionales de izquierda y se sienten tentados por esa ultraderecha populista representada por la ascendente Alternativa por Alemania. Según Wagenknecht, la democracia padece una crisis tangible a la que los partidos clásicos no están sabiendo responder; de ahí la necesidad imperiosa de forjar ‒lo habían ustedes adivinado‒ una «nueva política». La iniciativa se presentó con apoyo de un exlíder de Los Verdes y de la alcaldesa socialdemócrata de Flensburgo; a ella se han adherido algunos intelectuales y representantes de la cultura, además de un número considerable, pero no abrumador, de ciudadanos. De momento carecen de ese momentum que ha conseguido atesorar la plataforma pro-Corbyn del mismo nombre, a pesar de signos recientes de debilitamiento.

Desde su lanzamiento, el aspecto más controvertido de Aufstehen ha sido su énfasis en la defensa de la política social de los ciudadanos alemanes, y ante todo alemanes, frente a la amenaza que supondría una política de fronteras abiertas que dejase entrar en el país a una cantidad descontrolada de potenciales beneficiarios del Estado de Bienestar. Algo parecido han venido a decir entre nosotros Héctor Illueca, Manolo Monereo y Julio Anguita, todos ellos en la órbita de izquierda Unida o Podemos, en una pieza sobre el llamado «Decreto Dignidad» aprobado por el Gobierno italiano: que la aprobación de la política social para nacionales a manos del populismo de derecha refleja el fracaso de la izquierda ante las fuerzas del neoliberalismo globalizante. Si la izquierda ‒sugieren‒ se hace neoliberal, ¿qué le queda al trabajador sino la derecha populista? Ricardo Dudda ha tachado esta actitud de «chovinismo de bienestar», pues se basa en un perfilamiento de la comunidad de redistribución con arreglo a criterios etnonacionales. Para los autores del controvertido artículo, en cambio, esto supondría juzgar intenciones más que hechos, incurriendo en una cierta «fatiga intelectual» que llama racista o fascista a quien a sus ojos quizá sea otra cosa. Se dibuja aquí el eje de conflicto que parece dominar la política de las sociedades poscrisis: en la formulación de David Goodhart, los ciudadanos de ninguna parte contra los de algún sitio.

Este mismo debate se ha reproducido en Alemania con motivo del lanzamiento de Aufstehen. El economista Wolfgang Streek (que ha escrito sobre el fin del capitalismo) y el sociólogo británico Colin Crouch (conocido por su tesis sobre la posdemocracia) han debatido en las páginas de Die Zeit sobre la naturaleza y utilidad del movimiento. Merece la pena revisar sus argumentos.

Fue Crouch quien abrió el fuego a mediados de agosto, con un artículo que ya desde su título se interroga escépticamente por la necesidad de una iniciativa de estas características. A su juicio, lo que Wagenknecht pone en marcha responde al deseo de dar forma a una izquierda orientada hacia la esfera nacional, que convierte a la Unión Europea en objeto predilecto de su crítica y confunde por el camino los valores liberales con los neoliberales. Esta brecha entre nacionalismo e internacionalismo no es, claro, exclusiva de la izquierda alemana: las vacilaciones de Corbyn ante el Brexit dan buena prueba de su viejo rechazo a la «Europa de los mercaderes» y del indisimulado deseo de regresar a un Estado-nación soberano, capaz de proveer a sus ciudadanos de la política social necesaria. Si bien se piensa, algo así como las trescientas cincuenta mil libras que Nigel Farage prometió para el Servicio Nacional de Salud si triunfaba el Brexit, pero con distintos oropeles retóricos.

Para entender esta nostalgia, dice Crouch, tenemos que atender al contexto en que emerge. Tres desarrollos sociales son aquí decisivos: uno, el fin de la época del Volkspartei o gran partido de masas; dos, el contraste entre el énfasis nacional de la vida política y las fuerzas económicas y culturales de carácter global que ejercen presión sobre las comunidades nacionales; tres, el impacto de unos movimientos migratorios que han despertado fuertes emociones políticas y han puesto sobre la mesa la angustia que padecen quienes creen que los cimientos tradicionales de su existencia se encuentran bajo amenaza de demolición por efecto del movimiento acelerado del cambio social. Ante este panorama, las alternativas serían las siguientes:

¿Reducimos la democracia de tal manera que se ocupe sólo de los temas pequeños que se encuentran a nuestro nivel, mientras la economía determina por arriba el alcance de la democracia? Esa sería la opción neoliberal. ¿Minimizamos la necesidad de pensar más allá de la frontera nacional, limitando lo más posible el libre intercambio de personas, bienes, servicios y capitales? Tal sería la opción proteccionista que comparten extrema derecha y extrema izquierda. ¿O desarrollamos instituciones democráticas transnacionales, que sirvan como complemento a los niveles nacional y local? En eso consistiría la tarea de fortalecer las dimensiones democrática y social de la Unión Europea.

Dice Crouch a continuación algo interesante: que sólo un sistema bipartidista como el norteamericano podría ahora mismo suministrar la estabilidad que las fragmentadas democracias parlamentarias europeas no logran alcanzar. Salvo, habría que matizar, que uno de los partidos de ese bipartidismo sea capturado desde dentro por el populismo. En todo caso, su argumento principal contra Aufstehen es que las economías modernas están tan interconectadas a nivel global que la capacidad reguladora y ordenadora del Estado-nación se ha visto dramáticamente reducida; de ahí la limitación con que parte un movimiento orientado a «recuperar» lo nacional. Su segundo argumento se refiere al electorado al que se dirige Wagenknecht: el moderado éxito de la Tercera Vía de Tony Blair y Gerhard Schröder, razona Crouch, se basó en la existencia de una base social coherente formada, ante todo, por clases medias urbanas y los segmentos creativos. Pero la clase trabajadora se sintió alienada ante el giro social-liberal de la socialdemocracia y volvió su mirada hacia movimientos que se solazan en el odio al extranjero y en la nostalgia por un pasado industrial de tintes patriarcales y valores conservadores. De ahí que el electorado se encuentre hoy partido en dos: cosmopolitas y liberales frente a localistas, trabajadores industriales frente a operadores posindustriales, incluso mujeres contra hombres. Sin embargo, surge aquí una pregunta inquietante para la izquierda: ¿no es más eficaz la derecha cuando de movilizar la nostalgia se trata?

Wolfgang Streeck, quien ha apoyado públicamente a Aufstehen, discrepa. Y lamenta amargamente que su antagonista ocasional hable de xenofobia cuando describe a un movimiento que, desde su punto de vista, persigue romper el insostenible marasmo creado por el falso dilema entre el oportunismo merkeliano y la ilusión de la ausencia de fronteras. Retóricamente, se pregunta:
¿Es xenófobo quien contempla al inmigrante como un competidor por los puestos de trabajo, las plazas de guardería o la vivienda, y desea, por tanto, reducir el número de los que entran? ¿Quien necesita para sus hijos colegios que funcionen adecuadamente, porque no puede mudarse ni llevarlos a un colegio privado? ¿Quien teme por su modo de vida tradicional, enraizado en su región?

Streeck nos recuerda que hay ya economistas para los que la globalización ha ido demasiado lejos, como Dani Rodrik, o demandan un «nacionalismo responsable», como Larry Summers. Y como en un eco del argumento de Monereo et altera, apunta que tachar de xenófobo y, en consecuencia, de inmoral a quien pone estos argumentos sobre la mesa no es la respuesta adecuada.; de hecho, hace más difícil ejecutar una política migratoria sostenible y humanitaria. Streeck parece evocar a Hobbes cuando señala que los individuos que sienten haber perdido el control sobre sus vidas empiezan por experimentar miedo y terminan por rebelarse contra el orden establecido. Para reprimir o canalizar esas emociones disruptivas pero legítimas sirven movimientos como éste: Aufstehen evitará que quienes se sienten amenazados por una globalización sin fronteras sigan al flautista de la derecha reaccionaria. Así de sencillo.

Sucede, además, dice Streeck, que tanto los problemas como los sistemas de partido difieren entre naciones, lo que exige recetas también diferenciadas. En cuanto a las instituciones transnacionales capaces de hacer política social, su pregunta es lacónica: «¿Dónde están?» Al convertirse la Unión Europea en una Liberalisierungsverfestigungsmaschine, o máquina de fragua liberalizadora, quedó para siempre como posibilidad no realizada aquella «Europa social» de la que tanto se hablaba en los años ochenta. La Unión Europea no ha hecho nada contra el neoliberalismo, lamenta el pensador alemán, que no ve razones para que eso pueda cambiar en el futuro. Si hay solución, es nacional: «La política alemana se enfrenta a problemas que debe resolver ella misma, porque nadie más puede ocuparse de ellos y sólo así podrá ella también contribuir a la renovación de la política europea». Algo que podrá alcanzarse únicamente por medio de experimentos en nuevas formas de participación y organización: exactamente lo que Ausfstehen representa.

En este caso, como en otros similares, estamos ante el intento por crear un híbrido entre el partido político y el movimiento social capaz de retener las virtudes de ambos sin los defectos de ninguno de ellos. Ante el descrédito de los partidos tradicionales, percibidos como cárteles orientados a la satisfacción clientelar de sus miembros (tal como explicaba, entre otros, el difunto Peter Mair), se trataría de recibir el aire fresco de aquello que simbólicamente no se encuentra detenido, sino que avanza hacia su objetivo: el movimiento social que, entrando en la arena electoral, se sacudiría de un plumazo su falta de eficacia directa en los planos legislativo o institucional. Trataría así de aproximarse a lo que una vez estuvo cercano: movimientos y partidos estaban llamados a complementarse, encargados los primeros de dar forma a una «política prefigurativa» que los segundos habrían de traducir al lenguaje institucional. Así lo piensan Felix Butlaff y Michael Deflorian, quienes arguyen ‒pude oírlos en una presentación reciente en el Institut für Gesellschaftswandel und Nachhaltigkeit‒ que muchos de quienes participan hoy en movimientos sociales innovadores están reaccionando contra unos partidos que entienden ineficaces y burocratizados. Por decirlo en los viejos términos de Jürgen Habermas, movimientos como Aufstehen persiguen reunir dentro de sí al mundo de la vida y el mundo del sistema, juntando así lo mejor de ambos mundos. Su novedad, en cambio, es relativa: el propio Mussolini comandaba un partido-movimiento antes que un partido o un movimiento.

¿Puede triunfar un movimiento así? Aquí habría que aplicar la cautela de Wolfgang Streeck: cada país es diferente. La experiencia de Podemos en España o la de Momentum en Gran Bretaña no son directamente reproducibles en el contexto alemán; entre otras cosas, porque las condiciones materiales que subyacen a la acción política son bien distintas. En ese mismo sentido, los cambios sociológicos desempeñan obviamente un papel decisivo y es del todo inevitable que los partidos socialdemócratas no sepan cómo dirigirse eficazmente a dos electorados distintos. En países como Suecia, donde existe ya un Partido Feminista que compite electoralmente, o en la misma Alemania, donde Los Verdes gozan de creciente pujanza, la atomización del voto de izquierda es cada vez mayor y va en detrimento de su potencia electoral conjunta. Aufstehen trata de combatir esa dinámica de una manera paradójica: atomizando un poco más el ala izquierda del espacio político y tomando, suavizadas, algunas propuestas de la derecha populista. Esto último es un riesgo, pues valida una argumentación de tintes etnonacionalistas sobre cuya peligrosidad no hace falta abundar; que los ciudadanos más desfavorecidos tengan una experiencia ‒o percepción‒ de la inmigración distinta de la que poseen las elites cosmopolitas es igualmente cierto. Retrospectivamente, la decisión de Merkel de abrir las puertas a los refugiados se ha demostrado calamitosa, a pesar de su alto valor moral: los grandes desplazamientos de población traen consigo turbulencias inevitables en cualquier comunidad política.

En última instancia, Robert Misik tiene razón. No sólo son las causas múltiples y a menudo contradictorias, sino que cada uno de los problemas de fondo que encuentran expresión en estos fenómenos políticos están en sí mismos atravesados por una gran ambigüedad. A principios de este siglo, Fernando Vallespín ya advertía en El futuro de la política de las dificultades crecientes del Estado para organizar eficazmente su sociedad; ese futuro no se nos ha hecho, sin embargo, evidente hasta el estallido de la Gran Recesión (que habría sido una gran depresión, empero, si ese mismo Estado no conservase todavía una fuerza considerable). Pero no está del todo claro que eso que David Goodhart llama «populismo decente», o ciudadanos de base tradicional que recelan de los cambios sociales y tecnológicos, inmigración incluida, añoren la potencia económica del Estado. Hay en ello fuertes dosis de nostalgia por la comunidad que fue, o quizá fue, aun cuando esa comunidad incluyese formas de trabajo basadas en la alienante cadena de montaje; porque, quizá, junto con esa alienación, venía un sentido de la identidad que proporcionaba asideros en el mundo. Esa nostalgia explicaría asimismo la querencia de los economistas de Corbyn por las tesis de Karl Polanyi y su lectura moral del avance del capitalismo moderno: la comunidad como ansiolítico. Tal como ha escrito Jorge del Palacio, la cultura obrera como patria. Todo eso ha desaparecido o, como mínimo, ha cambiado significativamente. Y esa nostalgia admite interpretaciones menos benignas: también puede verse como una forma de organizar políticamente la exclusión. El peligro de movimientos como Aufstehen es que refuercen discursivamente al populismo autoritario sin lograr nada a cambio. Porque sólo una sola cosa está clara: no podemos volver a casa.



Logo de la socialdemocracia europea


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 4647
elblogdeharendt@gmail.com
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

jueves, 30 de agosto de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] La reforma de la Constitución. ¿Necesaria pero imposible?




La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Aunque existen preguntas abstractas sobre la reforma constitucional, relativas sobre todo a su naturaleza y procedimientos, aquí voy a ocuparme de una pregunta concreta: la pregunta sobre la reforma de la Constitución de 1978 tal como puede formularse a mediados de 2018, comenzaba escribiendo el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado en la primera de sus entregas sobre la reforma de la Constitución, publicadas consecutivamente en Revista de Libros el pasado mes de julio. 

Naturalmente, no es posible separar del todo ambas preguntas, pues la reforma española no es un caso sui generis, o al menos no lo es en mayor medida que cualquier otro caso particular de reforma constitucional; lo que pueda decirse de las reformas constitucionales en general debe poder aplicarse al caso español. Asimismo, el interrogante sobre la reforma no se responderá del mismo modo en los distintos momentos de la vida política ‒o constitucional‒ de un país: la España de 2018 difiere de las de 2008, 1998 o 1988, aunque también existen rasgos más o menos constantes o que no han cambiado de manera significativa. En nuestro caso, si ahora mismo se plantea con especial insistencia la conveniencia o necesidad de proceder a una reforma constitucional, no es debido al hecho anecdótico de que el texto del 78 vaya a cumplir cuarenta años el próximo otoño, sino a la concatenación de dos crisis políticas de largo alcance. Nos son bien conocidas: por un lado, la desencadenada por la Gran Recesión que, iniciada globalmente en septiembre de 2008 con la caída de Lehman Brothers, trae consigo la movilización ciudadana del 15-M y la disrupción de nuestro sistema de partidos, aparición de un populismo antisistema incluida; por otro, el desafío independentista lanzado por el nacionalismo catalán desde al menos 2012, que culminó en un ataque explícito al orden constitucional durante los meses de septiembre y octubre de 2017. Sin estos dos acontecimientos no podría comprenderse cabalmente el frenesí reformista que, por momentos, ha podido observarse en la esfera pública española.

Mi propósito es responder a dos preguntas sucesivas sobre la reforma constitucional. Son, dicho sea de paso, las mismas que formulé en el curso de verano que, bajo la dirección de la profesora María Inmaculada Gómez Muñoz, y con el título Cuarenta años de la Constitución española. ¿Es necesaria su reforma para atender los desafíos de nuestro país?, se celebró esta misma semana en El Escorial; lo que presento aquí es una versión considerablemente extendida de aquella charla.

Primera pregunta: ¿es necesaria la reforma constitucional? Y segunda: ¿es posible la reforma constitucional? Podría alegarse que, si no fuera posible reformar nuestro texto constitucional, difícilmente podríamos sostener que tal reforma sea necesaria, por cuanto su posibilidad es condición para su necesidad. Pero no es así exactamente, pues cabría pensar en una situación en la que una reforma que se antoja necesaria no pueda llevarse a buen puerto, con las consecuencias correspondientes: estancamiento, agravamiento o crisis. Algo así, de hecho, sucede en España. En lo que sigue, defenderé la idea de que, si bien la reforma se ha hecho necesaria, en realidad no es necesaria y, además, es imposible de hacer. Las consecuencias de esa imposibilidad, por lo demás, no tienen por qué ser dramáticas. De ahí que pueda decirse de la reforma lo mismo que dice el filósofo Javier Gomá de la inmortalidad: que es necesaria, pero imposible. Veamos por qué.

1. ¿Es necesaria la reforma constitucional?

Para un buen número de expertos, comentaristas y ciudadanos, la respuesta es que sí. De hecho, la afirmación se ha convertido en un recurso expresivo: cuántas veces no hemos afirmado en estos años que sólo una reforma de la norma suprema permitiría a España resolver los problemas que más le acucian, logrando con ello de paso renovar el pacto constitucional forjado en 1978 e incrementar la legitimidad percibida del sistema democrático. Podemos distinguir aquí dos tipos de justificaciones, de carácter bien distinto, que, no obstante, convergen en lo que parece ser el mismo punto: la demanda de reforma. Aunque no es exactamente, como se verá enseguida, el mismo punto.

En primer lugar, al menos cronológicamente, nos encontramos con la demanda populista. Es aquella que plantean quienes entienden que la crisis económica supone una quiebra del sistema democrático y no sólo defienden que el cambio constitucional puede y debe servir de solución a la crisis, sino que es también una causa de la misma. El relato nos es ya familiar, por más que haya perdido cierta fuerza o visibilidad: la crisis es una «crisis de régimen» que desvela no ya el fracaso de la democracia española, sino la naturaleza fraudulenta del «régimen del 78». Se trataría de una continuación del franquismo por otros medios y, por tanto, la Constitución sería también una Constitución adulterada. En este caso, tampoco bastaría cualquier reforma, sino que se aspira a algo mucho más ambicioso, a saber: la apertura de un «proceso constituyente» que culminase con la aprobación de una norma que consagrase un gran número de nuevos derechos sociales e instaurase una democracia con un mayor énfasis en la participación de los ciudadanos y, desde luego, republicana más que monárquica. Izquierda Unida lo llevó al frontispicio de su programa para las últimas elecciones generales, mientras que Podemos ha manifestado en más de una ocasión ‒por ejemplo, en unas jornadas sobre el tema celebradas en Córdoba a finales de noviembre del año pasado‒ la necesidad de «refundar el Estado democrático a través de una nueva Constitución», que a su vez habrá de redactarse de abajo arriba, es decir, atendiendo «al mandato expresado por la mayoría social surgida del 15-M». A menudo se aduce aquí un argumento generacional: a cada generación le asistiría el derecho de redactar su propia Constitución. Manuel Monereo, diputado de Unidos Podemos, lo expresó así: «Una Constitución debería durar lo que dura una generación; los muertos no pueden estar dirigiendo eternamente a los vivos». Razón de más para considerar inaplazable la intervención sobre la norma suprema.

En segundo lugar, el desafío independentista catalán ha sido interpretado por algunos publicistas como una consecuencia del sistema de organización territorial del poder del Estado, tan mal definido en 1978 que habría dado lugar a un golpe de Estado. De ahí la necesidad de reformar, como mínimo, este aspecto del texto constitucional, regulado en su conocido Título VIII: para así encauzar el problema catalán. Ha escrito Gregorio Cámara:

Si bien en 1931 y 1978 hubo un rotundo rechazo del agobiante centralismo y una indudable aspiración al establecimiento de la autonomía regional, no pudo fraguarse una neta voluntad constituyente en esta materia que estuviera en condiciones de sostener un modelo claramente definido. Así las cosas, la cuestión territorial sigue abriéndose recurrentemente en canal en los momentos de crisis, a falta de una constitucionalización adecuada que permita vertebrar nuestro Estado con la eficacia y estabilidad necesarias.

En un sentido parecido se han expresado últimamente algunos destacados académicos. Es el caso de Ideas para una reforma constitucional, propuesta presentada por un conjunto de profesores de Derecho Constitucional y Administrativo encabezados por Santiago Muñoz Machado, o del manifiesto titulado Renovar el pacto constitucional, que, firmado por un nutrido grupo de importantes intelectuales y profesores universitarios, defiende una reforma federal del Estado como medio para acomodar las reivindicaciones identitarias. Podemos leer en el texto de los primeros:

Se trata de introducir cambios que configuren un modelo territorial en el que sea necesario el diálogo y se reduzca el conflicto; en definitiva, aplicar las técnicas del federalismo que en otros Estados garantizan la integración a través de la participación de los territorios en las decisiones que les afectan.

También aquí, si bien por un camino distinto, se identifica en la Constitución, si no la causa de la crisis, en este caso la catalana, sí una de sus causas. De alguna manera, las deficiencias del modelo territorial habrían «empujado» al nacionalismo a presentar ‒como ya hiciera su homóloga vasca con el llamado Plan Ibarretexe‒ una reclamación de autodeterminación desatendida por el gobierno. Así que sólo cambiando la Constitución podríamos preservar la unidad del país: Cataluña, podríamos decir, bien vale una reforma. En este caso, una federal.

Por supuesto, ambas posiciones son muy distintas. Mientras que el populismo, o lo que empezó siendo populismo y ahora quizá ya no lo sea tanto, reclama un proceso constituyente llamado a sustituir la Constitución por otra nueva, los partidarios de la federalización reclaman una mera reforma de la misma. Ésta, empero, no tendría por qué limitarse al Título VIII, sino que podría alcanzar a otros aspectos del texto. Así, en la formulación de Muñoz Machado et altera, «la incorporación de una cláusula europea, la modificación del orden sucesorio en la Corona, el reconocimiento de garantías de algunos derechos sociales, la mejora de la calidad democrática de las instituciones, etc.». Tampoco sería necesario abordar a la vez todos estos cambios, sino que bastaría hacerlo paulatinamente; únicamente las reformas que afectan al modelo territorial se juzgan «urgentes y prioritarias» y no podrían esperar, pues urgente y prioritario es resolver la crisis catalana.

Ahora bien, aunque aquí estamos ocupándonos solamente de la reforma constitucional y no de la posible sustitución del texto del 78 tras un proceso constituyente, no cabe duda de que la presión ejercida por quienes desean un texto nuevo refuerza el argumento para la reforma: quien quiere lo más puede querer también lo menos. Es más, se interpreta que una generación a la que se imputa un fuerte anhelo transformador no se conformará con menos que una reforma; siempre que tenga suficiente calado como para legitimar nuestro régimen político a ojos de esa diversa coalición que forman no sólo los jóvenes, sino también, y por ejemplo, las feministas que demandan la introducción en el texto constitucional de una «perspectiva de género». Todo suma, pues, en la generación del sentimiento reformista. Desde este punto de vista, la reforma sería tan necesaria como insoslayable. Si no se hace, ni se resolverá el problema catalán ni se contará con el apoyo de las generaciones más jóvenes: la democracia española estará en ese caso poco menos que condenada.

No pocos españoles parecen estar de acuerdo: según un sondeo de GAD3 publicado por La Vanguardia en marzo de este año, el 60% de los ciudadanos apoyaría una reforma constitucional de la que saliera un Estatuto catalán con un reparto claro de competencias. Algo antes, en enero de 2017, y según Sigma Dos, casi el 66% de los encuestados aprobaba la idea de una reforma antes del fin de la legislatura, con un apoyo mucho mayor entre los votantes de izquierda: un 78% en el lado del PSOE y un 85% en el de Podemos, frente al 65% de Ciudadanos y el 44% en el PP. Qué reforma, claro, es asunto distinto: si un 32% apostaba entonces por reducir las competencias de las Comunidades Autónomas, un 30% las aumentaría. ¡Y esto, antes del golpe de septiembre y octubre! En la encuesta del CIS publicada en abril de este año, los partidarios de dar más poderes a las autonomías descendían del 29,7% al 25,9%, mientras que subía del 12,4% al 23,8% el número de quienes prefieren que el Estado autonómico continúe tal cual y, finalmente, bajaba del 44% al 36% el porcentaje de quienes reconocerían el derecho de las Autonomías a la independencia. Significativamente, no aumentaba en exceso el número de quienes recentralizarían competencias o regresarían al Estado unitario. Está por verse de qué manera puedan evolucionar estas cifras, en respuesta al discurso de los partidos y a la evolución de la coyuntura política. Pero sí cabe extraer una conclusión, siquiera sea provisional: cuanto mayor es la gravedad percibida de una crisis, ya sea socioeconómica o territorial, más fuerte es la inclinación a depositar en la reforma constitucional la esperanza de su resolución. Y viceversa.

Esto, bien mirado, no deja de ser curioso. Este fetichismo de la reforma hace suya la premisa de que los problemas de la democracia española tienen su causa en la Constitución, o, al menos, pueden explicarse como efecto de deficiencias constitucionales. Pero, ¿es el caso? ¿O estamos convirtiendo la constitución en una suerte de chivo expiatorio, de inocente conducido al cadalso con objeto de resolver las tensiones latentes en el seno de la comunidad política? Tomemos cada uno de los argumentos anteriores: ¿son las políticas económicas y la ausencia de reformas de los últimos veinte o treinta años un efecto del diseño constitucional? ¿Podemos identificar fallas institucionales que nos permitan explicar la respuesta española al abaratamiento del crédito, la incompetencia de los españoles con las lenguas extranjeras o el fracaso reiterado del INEM? ¿O no será que es más fácil refugiarse en abstracciones tales como «el régimen del 78», los «oscuros despachos» o el «no nos representan»? Por decirlo de otra manera, ¿hay algo en la constitución de 1978 que haya impedido a los sucesivos gobiernos dar forma a una Televisión Española independiente, constituir un órgano de supervisión fiscal con suficientes poderes, o dar impulso a la evaluación ex post de las políticas públicas? Y en cuanto al segundo argumento: ¿son los problemas territoriales consecuencia de un mal diseño constitucional, o más bien consecuencia del diseño de la ideología nacionalista? ¿No podría decirse más bien que el nacionalismo es la causa del problema catalán? ¿Es que algo impide a las Comunidades Autónomas, incluidas las gobernadas por los nacionalistas, cooperar cabalmente en el marco de las conferencias sectoriales? En el mismo sentido, ¿podemos justificar o explicar, a la vista del texto constitucional y del posterior proceso de descentralización, que el poder autonómico catalán se haya rebelado contra el Estado?

Es importante introducir aquí un matiz de gran importancia: que los problemas españoles no sean problemas constitucionales no significa que una reforma constitucional no pueda ayudar a resolverlos o carezca, de llegar a hacerse y hacerse bien, de efectos benéficos. Son asuntos distintos. En la medida en que la reforma constitucional ‒de la que, no obstante, se habla algo menos que antes‒ ha adquirido connotaciones emocionales positivas, que se corresponden con la asignación de un valor emocional negativo a la ausencia de reforma, quizás esta última se haya hecho necesaria, aun no siéndolo en sentido estricto. Y se habría hecho necesaria en la medida en que son mayoría quienes piensen que es necesaria; por ejemplo, los españoles. De acuerdo con esta lógica algo perversa, el principal rédito de la reforma sería la reforma misma, con independencia de su contenido específico. Ser capaces de reformar sustancialmente la Constitución tendría un valor simbólico: no sería tanto un medio para un fin como un fin en sí mismo.

De una reforma se esperaría, entonces, que legitimase el orden constitucional a ojos de las generaciones más jóvenes, que deberían ser capaces de sentir como suyo el texto reformado, mientras que habría de resolver la crisis territorial por medio de una federalización explícita de nuestro orden político. Ambas perspectivas pueden confluir si la reforma federal consigue relegitimar la Constitución a ojos de los ahora desafectos; incluidos, claro, los independentistas.

Reservando mi escepticismo para el siguiente apartado, es indudable que una federalización bien diseñada y que gozase de un amplio consenso podría ser una excelente noticia para España. Sobre todo, en la medida en que pudiera proceder a sancionar y refinar los resultados del proceso de creación del Estado autonómico. En este caso, la reforma constitucionalizaría aquello que se ha materializado a través del proceso autonómico, al tiempo que corrige sus deficiencias. De paso, se trataría de acabar con esa concepción del Estado que va del centro a la periferia y entiende la descentralización como una concesión del poder central a sus partes componentes. Federalizar sería entonces crear una cultura federal que convertiría a España en una nación sin centro. Pero nótese la ironía: es ahora cuando España está preparada para describirse a sí misma de esa manera; no lo estaba en 1978. Éste es uno de los efectos de nuestro federalismo inverso, que, por lo demás, no carece de efectos negativos. Sobre todo, el de generar una inercia centrífuga que conduce al progresivo vaciamiento del Estado central; algo que quizá no plantearía problemas demasiado graves en Alemania y, sin embargo, sí los plantea en España, donde existen dos nacionalismos subestatales con aspiraciones soberanistas.

En suma, la reforma constitucional no es necesaria, pero parece haberse hecho necesaria como solución a dos problemas interrelacionados pero separables: el malestar constitucional de quienes consideran caduco el «régimen del 78» y la desafección insurreccional del independentismo catalán. A continuación ‒pero ya la semana que viene‒ elucidaremos si esa deseable reforma es, también, posible, no sin antes tomar un pequeño desvío de la mano de Bruce Ackerman y su idea del «momento constitucional».

Una semana después la primera entrega, el profesor Arias Maldonado continuaba su exposición sobre la reforma de la Constitución: Me ocupaba aquí la semana pasada de la reforma constitucional, de la que se hablaba mucho hasta que ha empezado a hablarse poco, pero a la que, no obstante, sigue apelándose, casi como un latiguillo del discurso, cuando se habla de la crisis territorial y su posible superación. Y empecé por preguntarme si la reforma es necesaria, concluyendo que no lo es, pero quizá se haya hecho tal a fuerza de repetirlo. Ahora toca responder al segundo interrogante: ¿es posible reformarla? Antes, sin embargo, un breve excursus servirá para sopesar si, sea posible o no, estamos ante un «momento constitucional».

2. Excursus: ¿estamos ante un momento constitucional?

Entre las contribuciones más destacadas del constitucionalismo de los últimos decenios se cuenta, sin duda, la teoría del «momento constitucional» del norteamericano Bruce Ackerman. Su trabajo se inscribe en la historia del constitucionalismo norteamericano, lo que dificulta un tanto su aplicación a otros contextos políticos; es instructivo, empero, aplicarlo a nuestro caso. Curiosamente, el sintagma «momento constitucional» tiene algo de engañoso, pues no dice exactamente lo que parece decir. Ackerman está refiriéndose a aquellos episodios de la historia norteamericana en los que un elevado nivel de interés del público por los asuntos políticos hace posible un cambio constitucional sin que se realice necesariamente una enmienda de la Constitución. Esto último es posible porque se produce un cambio significativo en la comprensión pública y la interpretación judicial del texto constitucional.

En estos «momentos constitucionales», la política normal deja paso a la alta política y el pueblo se convierte en soberano mediante el ejercicio informal de la soberanía. Para que nos encontremos ante un cambio constitucional de este tipo, sostiene Ackerman, el apoyo al mismo debe ser «hondo, amplio y decisivo». Es decir, un apoyo derivado de un «juicio sopesado» que incluya el aprendizaje y el rechazo ponderado de las alternativas, además de ser numéricamente sólido (aunque el autor norteamericano no explicita porcentajes), y mantenerse vivo durante un período suficiente de tiempo: sólo así gozará la autoridad necesaria. Hablamos entonces de aquellos raros momentos en que los movimientos políticos tienen éxito dando forma a nuevos principios de la identidad constitucional, que ganan el apoyo meditado de una mayoría de ciudadanos norteamericanos después de un proceso institucional prolongado de prueba, debate y decisión.

Ackerman entiende que así sucede con la fundación del país, con el período de la reconstrucción que sigue a la Guerra Civil y con el New Deal que ve crecer el poder del Estado federal. A su juicio, las innovaciones que traen consigo estos episodios tienen el mismo estatus que las enmiendas constitucionales. Nótese que Ackerman habla de ese tipo particular de cambio y no de los cambios constitucionales que siguen un procedimiento reglado. Pero nuestro autor adopta un punto de vista normativo cuando se pregunta por qué decisiones adoptadas en el pasado ‒a veces distante‒ constriñen de manera legítima las decisiones de los contemporáneos; que es lo que suelen hacer las Constituciones, no digamos la norteamericana. ¿Qué convierte en vinculantes a las Constituciones, pese al transcurso del tiempo? Su respuesta es que la deliberación pública durante los momentos constitucionales tiene rasgos especiales que la distinguen de la política ordinaria, lo que da a las innovaciones constitucionales así realizadas prioridad normativa sobre las decisiones posteriores. Esto es: si durante los períodos de política ordinaria los ciudadanos atienden mayormente a sus asuntos privados, en los momentos constitucionales el público se compromete con la deliberación pública en torno al interés general, adoptando, al menos en el nivel agregado, una posición relativamente imparcial. Por lo demás, el entusiasmo público exhibido durante esos períodos se conserva en el ánimo de los ciudadanos, como expresión del compromiso con la Constitución que contribuyen a crear. Pero lo decisivo es que se trata de mejores decisiones y tienen, por tanto, la prioridad correspondiente.

Esta teoría persigue resolver el muy norteamericano problema de la «legitimidad revolucionaria», el problema de la ilegalidad de los procedimientos mediante los cuales esos cambios se llevan a cabo. Para Ackerman, el problema se resuelve identificando una «tercera vía» que rechaza la dicotomía entre el legalismo ortodoxo y la fuerza bruta. En los momentos constitucionales, la ruptura de la legalidad no implica ilegalidad. ¿Cómo? No es necesario detallar aquí el intrincado conjunto de interacciones entre la movilización popular favorable al cambio constitucional y las distintas ramas del gobierno federal que describe Ackerman. En esencia, una vez que el movimiento político ha situado su agenda de cambio en el centro del debate público, se produce una fase propositiva y deliberativa, que a su vez se subdivide en momentos de resistencia conservadora, victoria electoral e impasse constitucional hasta que otra victoria electoral contundente ratifica el cambio en cuestión y el Tribunal Supremo traslada la reforma a la doctrina constitucional. Esto habría sucedido en los tres momentos arriba citados, resolviéndose así el problema de la legitimación a posteriori de cada uno de esos episodios.

El momento constitucional es, así, un cambio extralegal de la Constitución. Pero, como ha señalado Sujit Choudhry, la pregunta que queda en el aire es por qué los actores políticos realizan un cambio constitucional al margen de los procedimientos establecidos. La respuesta es la existencia de una crisis. En estos momentos, que Choudhry denomina de «política constitutiva», los propios procedimientos de cambio constitucional entran en crisis, pues son también aquellos durante los cuales los fundamentos de la comunidad política son objeto de crítica existencial. En otras palabras: ¿cómo pueden las normas ordinarias de reforma constitucional regular los momentos de política constitutiva? Para Choudhry, la enseñanza de Ackerman para la perspectiva comparada es que existen límites a la capacidad de las formas constitucionales para regular la política constitucional; límites que son, también, los del propio constitucionalismo.

Pues bien, ¿de qué modo podemos aplicar la teoría del momento constitucional al caso español? Sería razonable pensar que algo parecido a un momento constitucional se produjo cuando las Comunidades Autónomas ordinarias, encabezadas por Andalucía, demandaron una vía rápida a la autonomía e inauguraron eso que luego vino en llamarse «café para todos». No podría decirse lo mismo, en cambio, del desarrollo posterior, entre político y jurisprudencial, del Estado de las Autonomías, que careció del elemento popular central a la tesis de Ackerman. Posteriormente, pudo pensarse que las movilizaciones del 15-M darían pábulo a un nuevo momento constitucional, pero la contundente victoria electoral del PP de Mariano Rajoy en las elecciones generales y el fracaso de Podemos en su pugna con el PSOE cancelaron esa posibilidad, relegando a los márgenes la demanda de un «cambio de régimen».

¿Y qué hay de la crisis catalana? Mal podríamos hablar de un momento constitucional para describir la ruptura unilateral del orden democrático por parte del movimiento independentista, que pretendía acabar con la vigencia de la Constitución en Cataluña antes que cambiar la Constitución para España. En cambio, es razonable preguntarse si no se aproximaría un poco más a la idea de Ackerman el efecto de la sublevación nacionalista en el resto de Cataluña y en España: allí, sacando a la luz la existencia de una comunidad no nacionalista poco dispuesta a transigir con los propósitos del independentismo; aquí, generando un sentimiento de hartazgo frente a las demandas nacionalistas que se traduciría en un tipo particular de «voluntad política», a saber, la de poner freno a la centrifugación del Estado y reclamar el aseguramiento de una cierta igualdad básica entre ciudadanos españoles, además de defender la existencia de una identidad nacional española cuyos símbolos habrían de ser rehabilitados como patrimonio común de todos los ciudadanos. De ser el caso, estaríamos ante un momento de cambio no recogido de momento en las normas constitucionales y que, de hecho, va en dirección contraria a la mayoría de las reformas propuestas, casi todas ellas de carácter federal.

A decir verdad, este hipotético «momento constitucional» está todavía lejos de confirmarse. Al igual que sucediera con el 15-M, la oposición explícita al nacionalismo ‒cuyo estandarte ha alzado por el momento Ciudadanos‒ no se ha alzado con victoria electoral alguna. Por añadidura, la exitosa moción de censura de Pedro Sánchez ha otorgado la iniciativa a la propuesta de signo contrario, que es el bilateralismo privilegiado por el PSOE como medio para la cauterización de las heridas abiertas por el procés. En el debate público, las posiciones siguen enfrentadas. Y mientras no sepamos qué quiere decir «federalismo» en boca de cada uno de sus defensores, será difícil que el debate se desplace en una u otra dirección. Las siguientes elecciones generales serán decisivas para medir el apoyo relativo del que goza cada una de las posiciones aquí discernibles. Siendo así que los resultados de las elecciones autonómicas en las Comunidades históricas son, y seguirán siendo, la más eficaz fuerza de veto contra cualquier cambio constitucional que pueda reforzar al Estado central o apunten hacia una más decidida igualdad entre españoles, sea cual sea su origen. Fin del excursus.

3. ¿Es posible la reforma constitucional?

Preguntarse por la viabilidad de la reforma constitucional es algo muy diferente de hacerlo por su conveniencia o necesidad, pero no cabe desvincular del todo ambos interrogantes; desear lo imposible no deja de ser un signo de romanticismo o inmadurez. Ni que decir tiene que la reforma constitucional, valga la tautología, es constitucional. El texto de 1978 recoge el procedimiento para su propia reforma en los artículos 166, 167 y 168. En consecuencia, la reforma es legalmente posible; otra cosa es que sea políticamente viable. Y en las dificultades que puede encontrarse la política para hacer una reforma influyen notablemente las dificultades que la Constitución misma plantea cuando explicita los procedimientos y las mayorías requeridas para llevarla a cabo. La reforma posible, para empezar, no es fácil.

Aunque de un tiempo a esta parte se haya convertido en un lugar común de nuestra esfera pública decir eso de que «si hay que reformar, se reforma, y no pasa nada», formulación que expresa o persigue la normalización de las reformas constitucionales, no parece que el constituyente estuviera de acuerdo. Nuestra Constitución exhibe una considerable «rigidez» que hace difícil su reforma; sobre todo, su reforma sustancial. Pedro de Vega ha explicado este rasgo a partir de la ausencia en nuestra norma suprema de toda «cláusula de intangibilidad», es decir, de la prohibición material de revisar aspectos concretos de la misma. Estas cláusulas, contra lo que pudiera pensarse, no son raras en el Derecho comparado: la constitución francesa de 1958 dice en su artículo 58 que «Ningún procedimiento de revisión puede ser iniciado o llevado adelante cuando se refiera a la integridad del territorio. La forma republicana de Gobierno no puede ser objeto de revisión»; la alemana de 1949 establece en su artículo 79.3 que «Es inadmisible toda modificación de la presente Ley Fundamental que afecte a la división de la Federación en Estados o al principio de la cooperación de los Estados en la legislación o a los principios consignados en los artículos 1 y 20»; y la Constitución italiana de 1947 prescribe en el artículo 139 que «La forma republicana no podrá ser objeto de revisión constitucional». Si bien el constituyente español no quiso incluir cláusulas de este tipo con objeto de evitar cualquier comparación con el carácter «perpetuo e inmodificable» de los llamados «Principios Fundamentales del Movimiento», fijó un procedimiento formal de gran rigidez con objeto de hacer casi imposible su reforma.

Se trata de algo que, como también ha señalado Pedro de Vega, no deja ser lógico si se refieren a materias que otros textos constitucionales declaran irreformables. Y ello hasta el punto de que un mismo procedimiento, el agravado del artículo 168, exige dos consultas populares: una en las nuevas elecciones generales que siguen a la disolución de las Cortes tras la aprobación de la reforma propuesta por mayoría de dos tercios en cada cámara, y otra en referéndum tras la ratificación de la propuesta por las nuevas Cortes. En el caso del procedimiento simplificado del artículo 167 -que puede reformar todo aquello que no se encuentre en el Título Preliminar, el Capítulo Segundo, Sección Primera del Título I, o el Título II‒, bastará una mayoría de tres quintos en cada cámara y, en principio, no será necesario el referéndum (no lo ha habido, de hecho, cuando se ha reformado la Constitución para reconocer el sufragio pasivo de los ciudadanos europeos en las elecciones municipales y con objeto de establecer la regla de estabilidad presupuestaria). Pero, y no puede minusvalorarse la relevancia de esta cláusula cuando tomamos en consideración la viabilidad de la reforma, el referéndum habrá de celebrarse «cuando así lo soliciten, dentro de los quince días siguientes a su aprobación, una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras» (artículo 167.3). Vale decir, al menos treinta y cinco diputados.

En sí mismo, como demostrarían las sencillas reformas ya efectuadas, el grado de exigencia del procedimiento no imposibilita la reforma: sólo lo dificulta. Mi sospecha, sin embargo, es que lo dificulta hasta hacerlo imposible en las actuales circunstancias políticas. En fin de cuentas, los procedimientos creados por las Constituciones ‒ya sea para regular la política constitucional o la política democrática ordinaria‒ están lejos de ser neutrales. Tal como ha señalado Jeremy Waldron, los procedimientos políticos siempre reflejan concepciones en disputa sobre los valores que subyacen a ambos registros políticos: el constitucional y el ordinario. De ahí, por ejemplo, las críticas que hacen los populistas a las Constituciones liberales por no ser suficientemente participativas, o «democráticas», y las que hacen los nacionalismos en términos de falta de reconocimiento del sujeto soberano: las naciones de las que se predican portavoces.

Todo depende, ciertamente, de los presupuestos de que se parta. Cuando Santiago Muñoz Machado et altera proponen abrir un «tiempo de reformas» orientado a forjar consensos sucesivos sobre aquello que, a su juicio, exige ser reformado, señalan que para que esta operación sea exitosa «sería necesario un profundo cambio en la cultura política ‒y, por tanto, en el actuar‒ de los partidos con representación parlamentaria». Pero esta formulación es, además de lógica, algo tramposa: si la cultura política fuese otra, quizá no habría necesidad de reformar la Constitución y podríamos dar un rumbo distinto a nuestra comunidad política sin necesidad de retocar la norma suprema. Ellos mismos matizan, razonablemente, que el consenso no existirá al comienzo del proceso de reforma, sino que será el resultado o la consecuencia de las negociaciones: el único consenso que se necesita para empezar se refiere a la voluntad de culminar la reforma. Y aunque con esto es fácil estar de acuerdo en el plano normativo, hay que tener en cuenta que una cosa es el proceso imaginado y otra el proceso real: algo sobre lo cual el Brexit nos ha dejado amargas lecciones. En ese sentido, la posibilidad de la reforma se vería lógicamente reforzada si todos los actores políticos exhibieran un compromiso explícito con ella. Sin embargo, incluso en ese caso podría suceder que cada uno de ellos se comprometiese exclusivamente con su reforma, fijando de entrada un conjunto de eso que ahora se llaman «líneas rojas» que jamás traspasarían. En ese caso, la negociación puede convertirse en una guerra de trincheras donde los vetos cruzados impidieran cualquier acuerdo.

Tal vez la pregunta más acuciante en este contexto sea la de si las reformas constitucionales que tienen en mente los distintos actores políticos en liza son compatibles entre sí. Ya se ha dicho que los partidos populistas desean un proceso constituyente que alumbre una república participativa en la que se constitucionalice el máximo número posible de derechos sociales. Por su parte, los socialistas apuntan hacia un federalismo de rasgos aún inconcretos, pero que parece inclinarse por eso que se ha llamado «asimetría» en el reparto de bienes competenciales y simbólicos. Es algo que los conservadores no verán con tan buenos ojos, mientras que Ciudadanos no ha dejado de poner sobre la mesa el problema de la igualdad entre españoles como parte de un combate ideológico contra los presupuestos del nacionalismo. En cuanto a los actores nacionalistas, está por ver que también ellos crean que una reforma federalizante es la solución a una crisis territorial que no sabemos si quieren «solucionar». Hace un par de semanas, José Antonio Zarzalejos apuntaba, en el marco de un curso de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, que los nacionalistas se sienten cómodos en la «viscosidad jurídica» y no en un reparto claro y preciso de competencias de cada poder del Estado. Asimismo, no es descabellado anticipar que los españoles ‒si es que son preguntados en una encuesta‒ se manifestarán generalmente favorables a un federalismo racional que no vaya en desdoro de la igualdad entre ciudadanos. Es dudoso, en cambio, que esos mismos ciudadanos abracen una reforma de signo confederal: una cosa es vivir con un confederalismo de facto y otra es discutirlo y aprobarlo explícitamente en el marco de un proceso deliberativo inevitablemente contaminado por la lucha electoral y con el recuerdo aún vivo del procés.

¿Son compatibles, en fin, estas reformas? No lo parece. Y es evidente que la obligación o posibilidad ‒incluso en el procedimiento simplificado‒ del referéndum complica mucho el recurso a una solución orquestada desde la elite. Por dos razones elementales: ¿aceptarán fácilmente los populistas una reforma que no cuestione la Jefatura del Estado o deje de incorporar nuevos derechos sociales y mecanismos de participación? Puede que la aritmética parlamentaria impida a los nacionalistas exigir tal referéndum, pero, ¿podría hacerse una reforma contra los nacionalistas, cuando se trata de solucionar con ella la crisis territorial? Más aún, ¿puede justificarse una reforma que no incluya una consulta popular en una época dominada por el argumento populista? Difícilmente. Así las cosas, ¿podría someterse a referéndum una reforma que corriese el riesgo de recibir un débil apoyo popular? No hace falta preguntar a David Cameron ni a Matteo Renzi: la posibilidad de que la reforma fuese rechazada en las provincias catalanas o vascas, o que recibiese el rechazo de una parte de los jóvenes por no haber cuestionado la monarquía, es suficiente para contemplar esa opción con justificado recelo. En otras palabras: la reforma constitucional necesita de un consenso que no existe ni parece realista esperar en el medio plazo. Y sería una frivolidad inaceptable forzar una reforma constitucional que no disfrutase del mismo.

Por otro lado, si bien la reforma difiere notablemente de un proceso constituyente, las expectativas generadas por ella trascienden las de un mero retoque técnico. Está investida, por el contrario, de un alto valor simbólico: el que le hemos dado. Sin embargo, a diferencia de lo que sucedía en 1978, no existe una razón incontestable para hacerla. Entonces, no había Constitución y era necesario proveerse de una; hoy, tenemos una y no es imprescindible ‒aunque pudiera ser aconsejable‒ reformarla. No concurren hoy el miedo (a la regresión) ni la esperanza (en la democracia venidera) que animaron el compromiso forjado en la Transición. Si la aprobación de la Constitución era entonces insoslayable, su reforma es hoy aplazable. Y eso, se quiera o no, influye en la psicología de los actores implicados.

Análogamente, habría que preguntarse si estamos realmente ante el momento apropiado para hacer la reforma. Es una cruel paradoja del reformismo, y no sólo del constitucional, que el incentivo para cambiar las cosas es mayor en época de crisis, pero las épocas de crisis generan a menudo malas reformas; cuando la crisis ha terminado, el deseo de reforma disminuye considerablemente. En nuestro caso, resulta más que discutible que pueda afrontarse una reforma de la organización territorial cuando todavía está tan presente la sublevación del nacionalismo catalán. ¿Es acaso concebible que un hipotético proceso de reforma ignore las lecciones del procés? O, si se prefiere, ¿podemos reformar la Constitución para resolver los problemas creados por el nacionalismo, que ha sido desleal con la formidable descentralización consagrada en 1978, suspendiendo nuestra incredulidad en lo que a la naturaleza del nacionalismo se refiere? Incluso: ¿podemos echar en saco roto aquello que hemos aprendido sobre el pluralismo interior de Cataluña, dejando de garantizar los derechos de aquellos ciudadanos catalanes que no comulgan con los presupuestos del nacionalismo?

Tomemos al Senado como ejemplo. Durante al menos veinte años hemos venido diciendo que se trata de una cámara inútil que no cumple su función y que, por tanto, su reforma constitucional es una prioridad. Y está bien que así se diga. Pero, ¿de qué serviría reformar el Senado, otorgándole nuevos poderes o deberes de coordinación, si los partidos nacionalistas van a seguir condicionando las alianzas políticas en el Congreso de los Diputados, haciendo de facto política regional en la cámara que habría de representar al conjunto de los ciudadanos en cuanto españoles? De nada, seguramente. Pero tampoco cabe, siendo realistas, neutralizar la fuerza de los nacionalistas en el Congreso por otra vía que no sea el improbable acuerdo de los partidos no nacionalistas: la idea de aplicar de manera sobrevenida una barrera electoral de exclusión que los dejase fuera del hemiciclo, defendida últimamente por Ciudadanos, es poco afortunada. Esto no supone que el Senado no pueda reformarse: sólo que no puede esperarse demasiado de su reforma. Dicho de otra manera: no puede reforzarse el federalismo de nuestro Estado mediante una reforma constitucional sin la «lealtad federal» (Bundestreue) de los actores políticos nacionalistas.

Tiene así la reforma algo de trágico, porque los bienes en conflicto no son conciliables. No podemos descartar que un proceso negociador, una vez iniciado, pudiera crear dinámicas imprevistas que condujesen a resultados milagrosos. Por desgracia, la comisión parlamentaria para la reforma constitucional ahora en marcha ha ido languideciendo por la palmaria ausencia de eso que se denomina «voluntad política»; hasta el punto de que los partidos nacionalistas se han negado a pasar por ella. Tal vez sería aconsejable que el discurso sobre la reforma adoptase una tonalidad nueva, más alejada de la épica refundadora de la que a menudo quiere revestirse y, a la vista de la situación aquí descrita, subrayase la relación entre democracia y frustración: porque sólo cuando cada actor político acepte que no puede conseguir todo lo que desea será posible empezar a entendernos. Aunque también puede ser que ese día, si llega, no sólo haga más fácil la reforma de la Constitución, sino que nos convenza de que podemos mejorar la democracia española sin reformar ‒al menos no de manera sustancial‒ la Constitución misma. En fin: si la reforma constitucional es hoy necesaria pero imposible, nada sería más deseable que poder decir algún día que se ha vuelto posible pero también innecesaria.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






Entrada núm. 4567
elblogdeharendt@gmail.com
"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)